1

En la jerga propia de los vampiros, yo soy un madrugador. Me levanto cuando el sol apenas se ha hundido tras el horizonte y el cielo todavía está envuelto en el resplandor rojizo del crepúsculo. Muchos vampiros no se levantan hasta que la oscuridad es total y, por tanto, tengo una ventaja tremenda en este aspecto, y en que deben volver a sus tumbas una hora, o más, antes que yo. No lo he mencionado hasta aquí porque entonces no lo sabía, ni sería un detalle de importancia hasta mucho después.

Pero, la noche siguiente, yo cabalgaba ya camino de París cuando el cielo aún parecía arder.

Antes de introducirme en el sarcófago me había ataviado con las mejores galas que poseía, y, a lomos de mi montura, perseguía ahora el sol poniente en dirección a París.

La ciudad parecía arder, tan aterradora y brillante era la luz para mí, hasta que por fin crucé al galope el puente detrás de Notre Dame, entrando en la Île de Saint Louis.

No había pensado qué haría o diría a mi madre, ni cómo le ocultaría mi secreto. Sólo sabía que tenía que verla y estar con ella mientras aún tuviera tiempo. No me atrevía a pensar abiertamente en su muerte. El hecho tenía la rotundidad de una catástrofe y pertenecía al cielo encendido. Y tal vez me dominaba un impulso propio de un común mortal: la creencia de que, si podía satisfacer su último deseo, de algún modo tendría el horror bajo mi control.

La noche absorbía ya las últimas gotas de sangre de la luz cuando encontré la casa en el quai.

Era una mansión bastante elegante. Roget había escogido bien. Un criado me esperaba a la puerta para acompañarme al piso superior. En el rellano de éste salieron a mi encuentro dos doncellas y una enfermera.

—Monsieur De Lenfent está con ella, monsieur —dijo ésta—. Su madre ha insistido en vestirse para verle. Y ha querido sentarse junto a la ventana para contemplar las torres de la catedral. Le ha visto llegar a caballo por el puente, monsieur.

—Apague todas las velas de la estancia, menos una —le ordené—. Y dígales a monsieur De Lenfent y a mi abogado que salgan.

Roget salió al instante; luego, apareció Nicolas.

También él se había vestido especialmente para ella, con un brillante traje de terciopelo rojo, su habitual camisa fina de lino y guantes blancos. Su reciente caída en la bebida le había dejado más delgado, casi macilento, pero eso hacía más vívida su hermosura. Cuando nuestras miradas se encontraron, la suya reflejaba un rencor que me destrozó el corazón.

—La marquesa se encuentra un poco más fuerte hoy, monsieur —me informó Roget—, pero tiene fuertes hemorragias. El doctor dice que no…

Se detuvo y volvió el rostro a la alcoba de la enferma. Capté con claridad sus pensamientos. Mi madre no pasaría de aquella noche.

—Hágala volver a la cama, monsieur. Lo antes posible.

—¿Por qué tengo que hacerlo? —repliqué con voz mortecina, casi en un murmullo—. Quizás ella prefiera morir junto a la maldita ventana. ¿Por qué diablos no?

—¡Monsieur! —me imploró Roget en un cuchicheo.

Quise decirle que se marchara con Nicolas.

Pero algo me estaba sucediendo. Penetré en el pasillo y miré hacia la alcoba. Ella estaba allí dentro. Noté un profundo cambio físico en mi interior y me vi incapaz de moverme o decir algo. Ella estaba allí dentro y se estaba muriendo de verdad.

Todos los pequeños sonidos del piso se convirtieron en un zumbido. Vi, a través de la puerta de doble hoja, una hermosa alcoba, una cama pintada de blanco con dosel dorado y unas cortinas del mismo dorado en las ventanas y, en los cristales superiores de éstas, el firmamento con las últimas y levísimas hebras rosadas de las nubes. Pero todo resultaba confuso y ligeramente horrible: tanto el lujo que yo había querido proporcionarle como el hecho de que ella estuviera a punto de sentir que su cuerpo se colapsaba. Me pregunté si tal cosa la enloquecía o si la hacía reír.

Apareció el doctor, y la enfermera se acercó a decirme que sólo quedaba una vela encendida, como había dispuesto. El olor de las medicinas llegó hasta mí mezclado con un perfume a rosas y me di cuenta de que estaba oyendo los pensamientos de mi madre.

Sentía yo como el sordo pálpito de su mente mientras esperaba, de sus huesos doloridos y sus músculos flacos. Para ella, estar allí sentada con las máximas comodidades en el mullido sillón tapizado de terciopelo significaba un dolor insoportable.

¿Pero qué era lo que pensaba, bajo aquella desesperada expectación? «Lestat, Lestat, Lestat…»: eso fue lo que escuché. Y, más profunda todavía, una súplica:

«Que el dolor sea aún más intenso, porque sólo cuando sea realmente insoportable desearé morir. Ojalá el dolor se haga tan terrible que me alegre de morir y no sienta tanto miedo. Ojalá sea tan insoportable que no sienta miedo».

—Monsieur —el doctor me tocó en el brazo—, dice que no quiere recibir al sacerdote.

—No… no lo recibirá.

Ella había vuelto el rostro hacia la puerta. Si no entraba inmediatamente, ella se levantaría para venir hacia mí, por mucho que le doliera.

Me pareció estar paralizado, pero, pese a todo, me abrí paso entre el doctor y las enfermeras, penetré en la estancia y cerré las puertas.

El olor de la sangre.

Estaba sentada a la pálida luz violácea de la ventana, bellamente vestida de tafetán azul marino, con una mano en el regazo y la otra en el brazo del sillón, y con su espesa cabellera amarilla recogida detrás de las orejas, con dos cintas rosas de modo que los rizos se desparramaban sobre sus hombros. En sus mejillas había un levísimo toque de colorete.

Durante un espantoso momento, me pareció que la estaba viendo cuando yo era un chiquillo. Era muy hermosa. Ni el tiempo ni la enfermedad habían alterado la simetría de su rostro ni la belleza de su cabello. Una sobrecogedora sensación de felicidad se adueñó de mí en ese instante, la cálida ilusión de que era mortal otra vez, de que había recuperado la inocencia y de que estaba de nuevo con ella, y de que todo estaba bien, de que todo estaba real y verdaderamente bien.

La muerte y el miedo no existían, y sólo estábamos ella y yo en su alcoba, y ella me tomaría suavemente en sus brazos. Me detuve.

Yo había llegado muy cerca de ella y la vi llorar cuando levantó la cabeza. El vestido parisiense le apretaba demasiado en la cintura y tenía una piel tan fina e incolora en el cuello y las manos que no pude soportar su visión, mientras sus ojos se alzaban hacia mí desde una cara que parecía casi amoratada. Olí en ella la muerte. Olí la putrefacción.

Pero estaba radiante, y era mía; era la misma de siempre, y así se lo dije en silencio con todas mis fuerzas: que era tan hermosa como en mi primer recuerdo de ella, cuando todavía llevaba sus viejas ropas finas y se vestía con sumo detalle y me llevaba encima de su regazo a la iglesia en el coche.

Y en aquel extraño momento en que le daba a conocer todo aquello, lo mucho que la quería, me di cuenta de que ella me oía, y me respondía que ella me amaba y siempre me había amado.

Era la respuesta a una pregunta que no había llegado a hacer. Y ella se dio cuenta de la importancia del hecho: sus ojos eran serenos, inalterados.

Si llegó a advertir lo extraño de la situación, de aquel poder hablarnos sin palabras, no lo exteriorizó en absoluto. Seguramente no lo llegaba a comprender del todo. Debía de haber notado únicamente una efusión de amor.

—Ven aquí para que pueda verte como eres ahora —me dijo.

La vela estaba junto a su brazo, en el alféizar. Con gesto parsimonioso, la apagué con los dedos. Vi que fruncía el entrecejo bajando sus rubias cejas, y sus ojos azules se abrieron un poco más mientras observaba mi figura, el brillante brocado de seda y el encaje que había escogido para lucir ante ella, y la espada que llevaba al cinto con su empuñadura enjoyada, bastante imponente.

—¿Por qué no querías verme? —preguntó—. He venido a París para eso. Vuelve a encender la vela.

Pero en sus palabras no había ánimo de reprimenda. Yo estaba allí, a su lado, y eso le bastaba.

Me arrodillé a sus pies. Tenía pensada una vulgar conversación mortal sobre si debía viajar a Italia con Nicolas, pero, antes de que pudiera hablar, con toda claridad, se adelantó a decir:

—Demasiado tarde, querido mío. No completaría jamás el viaje. Ya he hecho suficiente camino.

Una punzada de dolor la hizo detenerse, ciñéndola por el talle donde le apretaba el vestido y, para ocultarme su sufrimiento, puso una cara muy inexpresiva. Cuando lo hizo, parecía una muchacha, y, de nuevo, olí en ella la enfermedad, el deterioro de sus pulmones y los coágulos de sangre.

Su mente fue presa de un pánico desbocado. Quería decirme a gritos que tenía miedo. Quería rogarme que la cogiera en mis brazos y me quedara con ella hasta que todo hubiera pasado, pero no pudo hacerlo, y, para asombro mío, advertí que ella pensaba que la rechazaría. Que era demasiado joven y atolondrado para comprender nada.

Aquello era la agonía.

Ni siquiera fui consciente de que me apartaba de ella, pero me había retirado al otro lado de la estancia. Pequeños detalles estúpidos se me incrustaron en la conciencia: las ninfas jugando en la pintura del techo, los elevados tiradores dorados de las puertas y la cera fundida de las blancas velas, en forma de frágiles estalactitas que deseé desprender y estrujar en mis manos. El lugar me pareció horrible, adornado con exceso. ¿Le desagradaría a ella? ¿Preferiría estar de nuevo en aquellas desiertas estancias de piedra?

En todo momento pensaba en ella como si hubiera «mañana y mañana y mañana…». Volví la vista a ella, a su majestuosa figura sujeta al alféizar. El cielo había oscurecido tras ella, y una nueva luminosidad, la de las lámparas de la casa, de los carruajes que transitaban y de las ventanas cercanas, rozó suavemente el pequeño triángulo invertido de su fino rostro.

—¿No puedes contármelo? —dijo en voz baja—. ¿No puedes decirme cómo ha sucedido? Nos has proporcionado a todos una gran felicidad, pero ¿qué tal te va a ti? ¡A ti!

Incluso el simple hecho de hablar le causaba dolores.

Creo que estuve a punto de engañarla, de crear alguna potente emanación de contento y satisfacción gracias a los poderes que había adquirido. Estaba dispuesto a contar mentiras mortales con una habilidad inmortal, a hablar y hablar y a tratar de que cada palabra fuera la más perfecta. Sin embargo, algo sucedió en el silencio.

No creo que permaneciera callado más de un instante, pero algo cambió dentro de mí. Se produjo un cambio asombroso. En un instante, vi una vasta y aterradora posibilidad, y, en ese mismo momento, sin titubeos, tomé una decisión.

Una decisión que carecía de palabras, planes o preparativos. Si alguien me hubiera preguntado en aquel momento, habría negado tenerlos. Habría dicho: «No, nunca, nada más lejos de mis pensamientos. ¿Por quién me habéis tomado, qué clase de monstruo creéis que soy…?». Y, sin embargo, la elección estaba hecha.

Entendí algo absoluto.

Las palabras de mi madre se habían desvanecido por completo; volvía a ser presa del miedo y de los dolores, y, a pesar de éstos, se incorporó del sillón.

Vi cómo resbalaba de sus piernas el cobertor y me di cuenta de que venía hacia mí y que yo debía evitarlo. Vi sus manos cerca de mí, extendidas adelante para tocarme, y lo siguiente que supe fue que ella había saltado hacia atrás como si la arrastrara un viento impetuoso.

Tras retroceder unos pasos arrastrando los pies por la alfombra, chocó contra la pared más allá del sillón. Sin embargo, rápidamente recobró la compostura como obligándose a ello, y en su rostro no hubo ningún temor, aunque el corazón le latía aceleradamente. Su reacción fue más bien de asombro, y, después, de desconcertada calma.

Si algo pensé en ese instante, no sé qué sería. Me acerqué a ella con la misma decisión que ella había mostrado al avanzar hacia mí. Midiendo todas sus reacciones, me aproximé hasta quedar a la misma distancia que nos separaba cuando ella había dado el salto hacia atrás. Mi madre me miraba la piel y los ojos; de pronto, alargó la mano y me tocó el rostro.

«¡No estás vivo!». Tal fue la aterradora exclamación que surgió silenciosamente en su mente. «Estás cambiado en otra cosa, pero NO ESTÁS VIVO».

Sin palabras, respondí que no. No era como ella pensaba, y le envié un frío torrente de imágenes, una sucesión de instantáneas de lo que había pasado a ser mi existencia. Escenas, cortes del tejido de la noche parisiense, la sensación de una cuchilla rajando el mundo sin el menor sonido.

Ella exhaló el aliento con un ligero siseo. El dolor descargó el puño en sus entrañas y abrió las garras. Mi madre tragó saliva y apretó los labios para ocultar su agonía, mirándome con ojos verdaderamente ardientes. Por fin había comprendido que aquella comunicación no eran meras sensaciones, sino auténticos pensamientos.

—¿Cómo, entonces? —quiso saber.

Y, sin pensar muy bien lo que estaba haciendo, le expliqué la historia paso a paso: la ventana rota por la que había sido arrebatado por la figura fantasmal que me había acechado en el teatro, los sucesos de la torre y el intercambio de sangre. Le hablé de la cripta donde dormía, del tesoro, de mis andanzas, de mis poderes y, sobre todo, de la naturaleza de mi sed. El sabor de la sangre, la sensación que producía, lo que significaba que todas las pasiones y toda la voracidad se concentraran en aquel único deseo, y que éste sólo obtuviera satisfacción, una y otra vez, bebiendo y matando.

La enfermedad la devoraba por dentro, pero mi madre ya no notaba el dolor. Me miraba fijamente, y los ojos eran lo único que quedaba de ella. Y aunque yo no había tenido intención de revelar tales cosas, descubrí que había tomado su frágil figura entre mis manos y que me estaba dando la vuelta de modo que la luz de los carruajes que circulaban con estruendo por el quai me diera de pleno en el rostro.

Sin apartar los ojos de ella, extendí una mano para agarrar el candelabro de plata del alféizar, y, levantándolo lentamente, doblé el metal con los dedos hasta dejarlo retorcido y lleno de bucles.

La vela cayó al suelo.

Mi madre puso los ojos en blanco un instante, se deslizó hacia atrás apartándose de mí, y, al tiempo que se agarraba de las cortinas de la cama con la mano izquierda, escapó de sus labios, en un gran acceso silencioso, un borbotón de sangre procedente de sus pulmones. Vi cómo sus fuerzas cedían hasta quedar de rodillas mientras la sangre manchaba todo el costado del lecho adoselado.

Contemplé el objeto de plata retorcido que tenía yo en las manos, aquel metal retorcido que no significaba nada. Lo dejé caer y observé a mi madre, la vi luchar contra la inconsciencia y el dolor, limpiarse de pronto la boca con gestos torpes en las sábanas, como un borracho vomitando, mientras iba derrumbándose hasta el suelo, incapaz de sostenerse.

Yo estaba de pie ante ella, contemplándola, y su pasajera angustia dejó de tener importancia frente a la propuesta que le hice en aquel preciso instante. Una vez más, no hubo palabras sino sólo mudos pensamientos, y una pregunta, más inmensa de lo que podría formularse nunca en voz alta: ¿Quieres venir conmigo ahora? ¿QUIERES INTRODUCIRTE EN ESTO CONMIGO?

No te oculto nada, ni mi ignorancia ni mi miedo ni el simple pánico a fallar si lo intento. Y ni siquiera sé si puedo transmitir mi naturaleza más de una vez o cuál es el precio a pagar por hacerlo, pero correré el riesgo por ti, y los dos lo descubriremos juntos, sean cuales sean el misterio y el terror que pueda guardar, como he descubierto solo todo lo demás.

Y ella, con todo su ser, respondió que sí.

—¡Sí! —exclamó de pronto en un grito casi ebrio, con una voz que quizás había sido siempre la suya, pero que yo no había escuchado nunca. Sus párpados se cerraron con fuerza mientras volvía la cabeza a derecha e izquierda—. ¡Sí!

Me incliné hacia delante y besé la sangre que surgía de sus labios abiertos. El contacto me provocó un hormigueo en las extremidades y la sed estalló impetuosa. Mis brazos se cerraron en torno a su cuerpo liviano y la levantaron más y más, hasta que los dos estuvimos en pie, abrazados junto a la ventana, y el cabello le caía por la espalda; un nuevo acceso de sangre brotó de sus pulmones, pero ahora ya no tenía importancia.

Nos envolvieron todos los recuerdos de mi vida con ella, formando en torno a nosotros un velo que nos aislaba del mundo: los tiernos poemas y canciones de la infancia, la sensación de su presencia sin palabras cuando sólo había un parpadeo de luz en el techo sobre sus almohadas, y el aroma de su piel embriagándome y su voz acallando mis sollozos, y luego el odio que había sentido por ella y la necesidad de su presencia, y su alejamiento tras un millar de puertas cerradas, y sus crueles respuestas, y el terror que me había producido y su complejidad y su indiferencia y su energía indefinible.

Y en todo instante, surgiendo con fuerza en el flujo de pensamientos, la sed. Una sed no abrasadora, pero que daba calor a cada imagen de mi madre hasta convertirla en sangre, en madre, en amante, en todas las cosas, en todo cuanto yo había deseado jamás, bajo la cruel presión de mis labios y mis dedos. Hundí mis colmillos en ella, noté cómo jadeaba y se ponía tensa y advertí que mi boca se abría, glotona, para recoger toda la sangre caliente cuando ésta manó de su cuello.

Su corazón y su alma se abrieron de par en par. En su interior no tenía edad alguna, no había un solo instante.

Mi razón se nubló y parpadeó y dejaron de existir mi madre, mis triviales necesidades y mis despreciables temores; ella era, simplemente, quien era. Era Gabrielle.

Y toda su vida acudió en su defensa: los años y años de sufrimiento y soledad, la consunción en aquellas cámaras húmedas y vacías a las que había sido condenada, los libros que eran su solaz, los hijos que la habían devorado y abandonado, y el dolor y la enfermedad, sus últimos enemigos, que simulaban ser sus amigos con la promesa de liberarla. Y más allá de palabras e imágenes surgían el latido secreto de su pasión, su asomo de locura, su negativa a la desesperación.

Yo seguía sosteniéndola, manteniéndola en pie, con los brazos cruzados detrás de su fino cuello y acunando su cabeza entregada en mi mano. Cada vez que la sangre brotaba de su garganta, yo emitía un gemido estentóreo que formaba una canción al compás de los latidos de su corazón. No obstante, éste estaba perdiendo fuerzas demasiado deprisa. La muerte se acercaba y la mujer se resistió a ella con todas sus fuerzas, hasta que yo, en un último esfuerzo por contenerme, la aparté de mí sin soltarla y la sostuve, inmóvil, frente a mí.

Me sentí desfallecer. La sed deseaba el corazón de mi presa. Aquella sed no era ningún invento de algún alquimista. Y me quedé allí inmóvil, con los labios abiertos y los ojos borrosos mientras la sostenía lejos de mí, como si en mi interior hubiera dos seres, uno que quisiera estrujarla y otro que deseara cuidarla y protegerla.

Sus ojos, muy abiertos, parecían ciegos. Por un instante, se hallaba en algún lugar más allá de todo sufrimiento, donde no existía más que dulzura e incluso algo que podía ser comprensión. Sin embargo, a continuación, la oí llamarme por mi nombre.

Me llevé la muñeca derecha a los labios, me reventé una vena a mordiscos y apreté la herida contra sus labios. Ella no se movió mientras la sangre se derramaba en su lengua.

—Bebe, madre —dije frenéticamente mientras apretaba el brazo con más fuerza todavía.

Noté como si ya hubiera empezado a producirse algún cambio.

Sus labios vibraban, su boca se adhirió a mí y el dolor me sacudió de pronto, envolviendo mi corazón.

Su cuerpo se estiró, se puso en tensión, y su mano izquierda me asió la muñeca mientras tragaba el primer sorbo. Y el dolor se hizo más y más intenso hasta casi hacerme soltar un alarido. Lo noté como un chorro de metal fundido que corriera por mis vasos, extendiéndose por todas las fibras de mi cuerpo. Pero sólo era ella que tiraba de mí, que me chupaba, que me quitaba la sangre que yo acababa de sacarle. Ya volvía a mantenerse en pie por sí misma y su cabeza apenas se apoyaba en mi pecho. Me invadió un profundo entumecimiento mientras ella seguía chupando con gran vehemencia y noté que el corazón se me desbocaba ante esa sensación de aturdimiento, potenciando mi dolor al tiempo que aumentaba su sed con cada nuevo latido.

Chupó y chupó cada vez con más ímpetu, cada vez más deprisa, y noté que me asía muy fuerte, con un renovado vigor en su cuerpo. Pensé en obligarla a apartarse, pero no lo hice, y, cuando las piernas me fallaron, fue ella quien tuvo que sostenerme. Me sentía mareado y la habitación me daba vueltas, pero ella continuó con lo suyo, y un vasto silencio se extendió en todas direcciones a partir de mí hasta que, sin ninguna voluntad ni convicción, la aparté de un empujón.

Dio unos pasos inseguros y se detuvo ante la ventana con sus largos dedos extendidos sobre la boca abierta. Y antes de volverme y derrumbarme sobre un sillón cercano, contemplé con detalle por unos instantes su cara pálida y me pareció ver cómo su cuerpo se hinchaba bajo la ligera tela de tafetán azul marino. Sus ojos eran dos globos de cristal que captaban la luz.

Creo que en aquel instante murmuré «Madre», como un vulgar mortal, antes de cerrar los ojos.

2

Estaba sentado en el sillón. Me pareció que llevaba dormido toda una eternidad, pero no había dormido un solo instante. Estaba en el castillo, en el hogar de mi padre.

Busqué a mi alrededor el atizador del fuego y mis perros, y si quedaba un poco de vino, y entonces advertí las cortinas doradas a los lados de las ventanas y la parte de atrás de Notre Dame recortada contra el cielo estrellado. Y la vi a ella.

Estábamos en París. E íbamos a vivir para siempre.

Ella tenía algo entre las manos. Otro candelabro. Un mechero de yesca. Estaba de pie, muy erguida, y sus movimientos eran rápidos. Prendió una chispa y la aplicó a las velas una a una. Las llamitas se avivaron y las flores de papel pintado de las paredes se alzaron hasta el techo y las bailarinas de éste se movieron por un instante para, rápidamente, quedar paralizadas de nuevo formando un círculo.

Me volví hacia ella. Estaba frente a mí con un candelabro a su derecha y la cara blanca y perfectamente tersa. Las bolsas oscuras bajo sus ojos habían desaparecido, y, de hecho, todos sus pequeños defectos e imperfecciones se habían borrado, aunque no sabría deciros de qué defectos podría tratarse. A mis ojos, ahora era perfecta.

Las arrugas que le había dado la edad se habían reducido, y, al mismo tiempo, curiosamente, se habían hecho más profundas, de modo que tenía pequeñas arrugas gestuales en el rabillo de ambos ojos y otra muy fina a cada lado de la boca. En los párpados conservaba sólo unas pequeñísimas bolsas —lo cual realzaba su simetría, la sensación de que su rostro se componía de triángulos—, y sus labios mostraban el tono rosa más pálido que se pueda imaginar. Tenía el aspecto delicado de un diamante cuando atrapa un rayo de luz. Cerré los ojos y volví a abrirlos, y comprobé que todo aquello no era una ilusión, igual que tampoco lo era el silencio de ella. Y advertí que su cuerpo había experimentado cambios aún más profundos. Volvía a tener la plenitud de su juventud. Los pechos que la enfermedad había marchitado, ahora abultaban sobre el tafetán azul marino del corsé, con una piel de un rosa tan pálido y sutil que habría podido reflejar la luz. Pero su cabello resultaba aún más asombroso, porque parecía tener vida propia. Eran tantos los colores que se movían en él, que casi parecía retorcerse; millones de finísimas hebras agitándose en torno a su rostro y su garganta, de un blanco impoluto.

Las marcas de la garganta habían desaparecido.

Ya no quedaba nada por hacer, salvo el acto final de valor. Mirarla a los ojos.

Mirar con aquellos ojos de vampiro a otro ser como yo, por primera vez, desde que Magnus saltara a la hoguera.

Debí de hacer algún ruido, porque ella reaccionó ligeramente. Gabrielle. Desde ese instante, aquél era el único nombre con que podría llamarla.

—Gabrielle —le dije.

Jamás la había llamado así, salvo en alguno de mis pensamientos más íntimos, y vi que me sonreía.

Me miré la muñeca. La herida había desaparecido, pero la sed gritaba en mi interior. Las venas me respondían como si les hubiera hablado. Miré a Gabrielle y vi que movía los labios en una ligera mueca de hambre. Y ella me dirigió una extraña expresión cargada de intención como si dijera «¿no me entiendes?». Pero no escuché nada. Silencio. Sólo la belleza de sus ojos mirándome de frente, y acaso el amor con el que nos contemplábamos, pero acompañados de un silencio que se extendía en todas direcciones, que no ratificaba nada. No podía entenderlo. ¿Estaba cerrándome su mente? La interrogué en silencio, pero no pareció captar mi pregunta.

—¡Ahora! —exclamó, y su voz me sobresaltó.

Era más suave y sonora que antes. Por un instante volvimos a estar en la Auvernia, caía la nieve y ella me cantaba, y el eco repetía la nana como en una gran cueva. Pero esto había muerto.

—Vamos… —dijo—. Acabemos con todo esto, deprisa… ¡Ahora! —Asintió con la cabeza para persuadirme, se acercó y me tiró de la mano—. Mírate en el espejo —susurró por fin.

Pero yo sabía bien lo que vería. Le había dado más sangre de la que le había extraído a ella. Estaba debilitado. Ni siquiera me había saciado antes de acudir a verla.

Con todo, estaba tan sorprendido por el sonido de sus palabras, la breve visión de la nieve cayendo y el recuerdo de la canción infantil, que, por un instante, no respondí. Observé sus dedos que tocaban los míos. Vi que nuestra carne era idéntica. Me incorporé del sillón y tomé sus dos manos, y luego toqué sus brazos y su rostro. ¡Lo había hecho y seguía vivo! Y ella estaba conmigo ahora. Había llegado a aquella terrible soledad y estaba allí, junto a mí. De pronto, no tuve otro pensamiento que abrazarla, estrecharla contra mí y no permitir que nunca se fuera.

La levanté del suelo, la mecí en mis brazos y juntos dimos vueltas y vueltas.

Ella echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír inconteniblemente, cada vez más alto, hasta que le cubrí la boca con la mano.

—Con esa voz puedes hacer añicos todos los cristales de la estancia —le susurré, con la vista vuelta hacia la puerta, tras la cual estaban Nicolas y Roget.

—¡Pues que se hagan añicos! —replicó, y en su expresión no había nada de humorístico.

La deposité de pie en el suelo. Creo que nos abrazamos una y otra vez, casi como dos tontos. No pude contenerme de hacerlo.

Pero había otros mortales en el piso. El doctor y las enfermeras se hallaban también tras la puerta, cavilando sobre si debían entrar o no.

Vi que Gabrielle miraba a la puerta. Ella también los estaba oyendo. Entonces, ¿por qué no podía escucharme a mí?

Se apartó de mi lado mientras pasaba su mirada de un objeto a otro. Asió de nuevo el candelabro y lo acercó al espejo, donde se contempló a su luz.

Comprendí lo que le estaba sucediendo. Necesitaba tiempo para ver y calcular con su nueva visión. Pero teníamos que salir del piso.

Escuché la voz de Nicolas a través de la pared, urgiendo al médico a que llamara a la puerta.

¿Cómo iba a hacer para salir de allí y librarme de ellos?

—No, por ahí no —dijo ella al ver que miraba hacia la puerta.

Sus ojos repasaban la cama, los objetos colocados sobre la mesa. Se acercó a la cama y sacó sus joyas de debajo de la almohada. Las examinó y volvió a guardarlas en una gastada bolsa de terciopelo. Después, ató la bolsa a la falda de modo que se perdiera entre los pliegues de la ropa.

Había un aire de importancia en aquellos pequeños gestos. Comprendí que aquello era lo único que le importaba de la estancia, aunque su mente no me lo reveló ni por un instante. Estaba despidiéndose de sus cosas, de los vestidos que había traído consigo, de su querido cepillo de plata y su peine, de los libros manoseados de la mesilla junto a la cama.

Llamaban a la puerta.

—¿Por qué no por ahí? —me preguntó, y, volviéndose hacia la ventana, abrió los cristales con gesto enérgico.

La brisa movió las cortinas doradas y le levantó el cabello junto a la nuca, y, cuando se dio la vuelta, me estremecí al contemplar la cabellera enmarañada en torno al rostro, los ojos muy abiertos y llenos de mil y un fragmentos de color y una luz casi trágica. Vi que no le tenía miedo a nada.

La tomé en mis brazos y, por un instante, no la dejé desasirse. Hundí el rostro en sus cabellos, y, de nuevo, lo único que me pasó por la cabeza fue que estábamos juntos y que ya nada nos separaría jamás. No entendía su silencio, la razón de que no la oyera, pero tuve la certeza de que no era cosa suya, y creí que tal vez pasaría. Ella estaba conmigo. Y aquél era el mundo. La muerte era mi comandante y podía entregarle mil víctimas, pero a ella se la había arrebatado de las manos. Lo dije en voz alta. Dije otras cosas desesperadas y sin sentido. Los dos éramos idénticos seres terribles y mortíferos que vagábamos por el Jardín Salvaje y traté de inculcarle con imágenes el sentido de aquel Jardín Salvaje, pero no importaba que no lo entendiera.

—El Jardín Salvaje.

Repitió las palabras en tono reverencial, con una suave sonrisa en los labios. Me retumbaba en la cabeza. Noté que me besaba y me murmuraba no sé qué cuchicheo como acompañamiento de sus pensamientos.

—Pero ahora ayúdame —me dijo—. Quiero verte hacerlo. Ahora. Después nos queda la eternidad para abrazarnos. Vamos.

La sed. Debía de estar ardiendo. Yo necesitaba sangre imperiosamente y ella ansiaba probarla, de eso estaba seguro. Porque recordé que yo lo había deseado desde la primera noche. En aquel instante, me sorprendió que el dolor de su muerte física… los fluidos evacuando su cuerpo… pudiera aminorarse si primero bebía.

Hubo nuevas llamadas a la puerta, que no estaba cerrada.

Trepé al alféizar de la ventana, le tendí la mano y, de inmediato, la tuve en mis brazos. No pesaba nada, pero noté la firmeza, la tenacidad de su abrazo. Con todo, cuando vio la calleja a sus pies, la altura de la pared y el quai al fondo, pareció titubear por un segundo.

—Échame los brazos al cuello —le dije— y agárrate fuerte.

Escalé las piedras llevándola colgada sobre el vacío, con su rostro levantado hacia el mío, hasta que alcanzamos las resbaladizas pizarras del tejado.

Después la tomé de la mano y tiré de ella, corriendo más y más deprisa sobre los canalones y las chimeneas, cruzando a saltos las estrechas callejas, hasta que alcanzamos el otro extremo de la isla. Había esperado escuchar en cualquier momento un grito, o notar que me agarraba con más fuerza, pero ella no tenía el menor miedo.

Al detenernos, permaneció erguida y silenciosa contemplando los tejados de la Rive Gauche y el río salpicado de miles de oscuras barcas llenas de seres andrajosos; por un instante, pareció que gozaba simplemente del viento que alborotaba sus cabellos. Habría podido caer extasiado contemplándola, estudiando cada uno de los aspectos de su transformación, pero me dominaba una inmensa urgencia por llevarla a recorrer la ciudad, por enseñarle todas las cosas que yo había aprendido. Ahora, ni ella ni yo sabíamos qué era el agotamiento físico, y Gabrielle no estaba sobrecogida por ningún horror como había sido mi caso cuando Magnus se había arrojado a la hoguera.

Un carruaje se acercaba a buena velocidad por el quai, muy escorado hacia el río y con el cochero agachado hacia delante, tratando de mantener el equilibrio sobre el elevado pescante. Tomé de nuevo la mano de Gabrielle y le indiqué el vehículo cuando lo tuvimos cerca.

Saltamos cuando pasó por debajo y aterrizamos sin hacer ruido en la capota de cuero. El cochero, atareado, ni siquiera se volvió. Sujeté a mi compañera, ofreciéndole apoyo, hasta que los dos estuvimos bien colocados, dispuestos para saltar del vehículo cuando lo decidiéramos.

Hacer aquello con ella resultaba indescriptiblemente apasionante.

Atravesamos al galope el puente y dejamos atrás la catedral, abriéndonos paso entre la multitud en el Pont Neuf. Escuché de nuevo la risa de Gabrielle y me pregunté qué pensaría la gente de los pisos superiores si nos veía, dos figuras vistosamente ataviadas que se sostenían en el techo inestable del carruaje como un par de chiquillos traviesos encima de una balsa.

El carruaje cambió de dirección y continuó su marcha apresurada hacia St. Germain-des-Prés, dispersando a la muchedumbre a nuestro paso y bordeando el cementerio de Les Innocents, con su insoportable hedor, hasta adentrarse por unas calles estrechas de elevados edificios de viviendas.

Por un instante, percibí el fulgor mortecino de la presencia, pero desapareció tan deprisa que dudé de mí mismo. Volví la cabeza y no pude captar de nuevo el tenue resplandor. Entonces me di cuenta con extraordinaria claridad de que Gabrielle y yo podríamos hablar juntos sobre aquella presencia, que podríamos conversar juntos sobre cualquier cosa y que podríamos hacerlo todo juntos. Aquella noche era, a su modo, tan cataclísmica como la noche en que Magnus me había transformado. Y apenas acababa de empezar.

El barrio que cruzábamos ahora era perfecto. Volví a asir la mano de Gabrielle, tiré de ella para saltar juntos del carruaje y aterrizamos en la calzada.

Mi compañera contempló desconcertada las ruedas del vehículo, que desaparecieron de la vista casi al instante. La apariencia de Gabrielle, más allá de sus cabellos revueltos, resultaba imposible: una mujer arrancada de su tiempo y de su lugar, vestida solamente con unas chinelas y un vestido, libre de cadenas, libre para ir y venir a su antojo.

Penetramos en un angosto callejón y corrimos juntos, cogidos por el talle. De vez en cuando, la observaba, y veía que sus ojos recorrían las paredes que se alzaban sobre nosotros, la multitud de ventanas cerradas por entre cuyas persianas se filtraban pequeños rayos de luz.

Yo sabía qué era lo que ella veía, qué eran los sonidos que captaban sus oídos. En cambio, seguí sin oír nada procedente de ella y me asustó un poco la idea de que quizás estuviera cerrándose deliberadamente a mis tanteos.

Gabrielle se detuvo. Por la expresión de su rostro comprendí que estaba sufriendo el primer espasmo de su muerte.

La animé y le recordé en breves palabras la visión que le había mencionado antes.

—Será un dolor poco duradero, nada en comparación con el que has soportado hasta hoy. Desaparecerá en cuestión de horas; tal vez menos, si podemos beber enseguida.

Ella asintió, más impaciente que asustada ante tal posibilidad.

Fuimos a salir a una plazuela. En la verja de una vieja casa vi a un joven que parecía esperar a alguien, con el cuello de su abrigo gris levantado para protegerse el rostro.

¿Sería Gabrielle lo bastante fuerte para reducirle? ¿Tendría ella tanta fuerza como yo? Era el momento de comprobarlo.

—Si la sed no te empuja a hacerlo, es aún demasiado pronto para ti —le indiqué.

La miré de nuevo y me recorrió un escalofrío. Su mirada de concentración era tan fija, tan resuelta, que parecía casi puramente humana; y sus ojos estaban ensombrecidos por la misma sensación de tragedia que ya había percibido antes. Gabrielle no se perdía un solo detalle. Sin embargo, cuando avanzó hacia el hombre, no hubo en ella nada de humano. Se convirtió en un puro depredador, como sólo puede serlo una fiera, aunque siguiera ofreciendo el aspecto de una simple mujer caminando lentamente hacia un hombre; mejor aún, de una dama abandonada en plena calle, sin capa ni sombrero, ni acompañantes, que se acercaba a un caballero como si se dispusiera a pedirle ayuda. Todo esto era Gabrielle.

Me sobrecogió de espanto verla avanzar por los adoquines de la calle como si ni siquiera los rozara, comprobar cómo todas las cosas, incluso los mechones de su cabello mecidos por la brisa en una dirección y otra, parecían de algún modo sometidas a su dominio. Me dio la impresión de que, con aquel paso inexorable, mi nueva congénere podría hasta haber atravesado las paredes.

Me retiré a un rincón en sombras.

El hombre se fijó en la mujer que se le aproximaba, se volvió hacia ella con un ligero crujido del tacón de la bota sobre los adoquines, y la mujer se puso de puntillas como para cuchichearle algo al oído. Me pareció verla vacilar por un instante. Tal vez se sentía ligeramente horrorizada. De ser así, ello indicaba que la sed no había llegado a su punto culminante. Pero, si realmente tuvo alguna duda, ésta no duró más de un segundo. Muy pronto, vi que tenía apresado al hombre y que éste era impotente para resistirse. También yo estaba demasiado fascinado como para hacer otra cosa que observar.

Sin embargo, de pronto me vino a la cabeza que no había avisado a Gabrielle acerca de lo del corazón, que no debía llegar hasta el extremo de dejar de latir. ¿Cómo podía haber olvidado algo así? Corrí hacia ella, pero ya había soltado a su presa, y el joven se había derrumbado junto a la tapia con la cabeza ladeada y el sombrero caído a sus pies. Estaba muerto.

Gabrielle se quedó mirándole y aprecié el efecto de la sangre en su interior, calentándola e intensificando el rosado de su piel y el rojo de sus labios. Cuando me miró, sus ojos eran un destello violeta, reflejo casi exacto del color que tenía el cielo cuando yo había entrado en su alcoba aquella noche. Continué contemplándola en silencio mientras ella observaba con un aire de curiosidad y asombro a su víctima, como si no terminara de aceptar lo que veía. Volvía a tener el cabello enredado, y lo aparté de su rostro.

Se deslizó entre mis brazos y la conduje lejos de su víctima. Ella volvió la cabeza un par de veces y, por fin, miró resueltamente hacia delante.

—Por esta noche, es suficiente. Tenemos que regresar a la torre —le dije.

Deseaba enseñarle el tesoro y estar a solas con ella en aquel reducto seguro; deseaba estrecharla en mis brazos y consolarla si empezaba a perder el dominio de sí misma. De nuevo, los espasmos agónicos la asaltaban. Allí, en la torre, podría descansar a mi lado junto al fuego.

—No, no quiero ir todavía —replicó—. El dolor no durará mucho, tú me lo has prometido. Quiero que pase pronto y luego seguir aquí. —Alzó la vista hacia mí y sonrió—. Vine a París para morir, ¿recuerdas? —añadió en un susurro.

Todo a nuestro alrededor distraía su atención: el muerto envuelto en su abrigo gris y desplomado junto a la tapia, el reflejo del cielo en la superficie de un charco, el paso de un gato por la parte superior de una pared cercana. La sangre seguía moviéndose en el interior de Gabrielle, llenándola de una sensación de calor. Así su mano y la insté a seguirme.

—Tengo que beber —le expliqué.

—Sí, claro —susurró ella—. Esa presa debería haber sido para ti. Debería haberme dado cuenta… Además, incluso en estas circunstancias, tú eres el hombre…

—El hombre famélico —añadí con una sonrisa—. No caigamos en el desatino de inventar unas normas de urbanidad para monstruos.

Solté una carcajada. La habría besado, pero algo me distrajo de pronto y le apreté la mano con demasiada fuerza.

A lo lejos, en la dirección de les Innocents, escuché la presencia con más nitidez que nunca.

Gabrielle permaneció tan muda como yo, y, ladeando lentamente la cabeza, se apartó el cabello del oído.

—¿Oyes eso? —le pregunté.

Ella levantó la vista hacia mí al instante.

—¡Es otro! —exclamó. Entrecerró los ojos y volvió a mirar en la dirección de la que procedía el efluvio—. ¡Proscritos! —añadió en voz alta.

—¿Qué?

Proscritos, proscritos, proscritos. Sentí una oleada de aturdimiento, como si recordara algo salido de un sueño. Un fragmento de un sueño. Pero era incapaz de pensar con claridad, pues me había desgastado mucho transformando a la mujer en uno de mi especie. Era necesario saciar mi sed.

Eso nos ha llamado proscritos —dijo ella—. ¿No lo has oído?

Tras esto, volvió a prestar atención a las lejanas palabras, pero la presencia había desaparecido ya, y ninguno de los dos volvimos a captarla; incluso dudé de si sería cierto que había captado aquel nítido pensamiento, proscritos, ¡pero había parecido muy real!

—Sea lo que sea, no importa —afirmé—. Jamás se acerca a más de esta distancia. —No obstante, mientras pronunciaba estas palabras, me di cuenta de que en esta ocasión la presencia había resultado más virulenta que nunca y deseé alejarme enseguida de les Innocents—. Sea lo que sea, eso vive en los cementerios —murmuré—. Tal vez no pueda vivir en otro lugar… por mucho tiempo.

Antes de que pudiera terminar la frase, no obstante, volví a sentir de nuevo la presencia y me pareció que se expandía y rezumaba más malevolencia de la que nunca antes había apreciado en ella.

—¡Está burlándose! —susurró Gabrielle.

Estudié la expresión de su cara y comprendí, sin la menor duda, que ella captaba la presencia con mucha más claridad que yo.

—¡Desafíale! ¡Llámale cobarde! —indiqué a mi compañera—. ¡Exígele que salga!

Gabrielle me dirigió una mirada de sorpresa.

—¿De veras es eso lo que quieres? —me preguntó en un leve susurro.

Vi que era presa de un ligero temblor y la ayudé a sostenerse mientras se llevaba una mano al vientre como si sufriera un nuevo espasmo.

—Dejémoslo entonces —respondí—. No es el momento adecuado. Ya volveremos a oír esa voz más adelante, cuando casi nos hayamos olvidado de que existe.

—Ahora ha desaparecido —añadió ella—. Pero ese ser nos odia…

—Alejémonos de aquí —insistí en tono despectivo.

Después, pasando el brazo en torno a su cintura, la obligué a acelerar el paso.

Guardé para mí lo que estaba pensando, lo que me preocupaba mucho más que la presencia y sus trucos de costumbre. Si Gabrielle podía escucharla igual que yo, o con más nitidez todavía, era que poseía todos mis poderes, incluida la capacidad para emitir y recibir imágenes y pensamientos. ¡Y, sin embargo, no podíamos oírnos entre nosotros!

3

Encontré una víctima no bien cruzamos el río y, tan pronto como la hube escogido, me di entera cuenta de que todo cuanto había hecho a solas hasta entonces, lo seguiría haciendo en adelante con Gabrielle. En esta ocasión, ella podría observar mi actuación y sacar enseñanzas de ella. Creo que la intimidad de la experiencia hizo que me subiera la sangre al rostro.

Mientras atraía a mi presa a la salida de la taberna, mientras jugaba con el desgraciado hasta volverle loco y luego daba cuenta de él, fui consciente de que estaba haciendo ostentación delante de mi madre, añadiendo a la cacería un poco más de crueldad, un toque casi travieso. Y cuando saboreé la muerte, ésta tuvo tal intensidad que me dejó exhausto durante un rato.

A ella le encantó la escena. Lo observó todo como si pudiera absorber la visión del mismo modo en que absorbía la sangre. Nos abrazamos de nuevo y la tomé en mis brazos y noté su calor igual que ella notó el mío. La sangre invadía mi cerebro y los dos nos quedamos apretados el uno contra el otro, como dos estatuas ardientes en la oscuridad. Incluso la fina envoltura de nuestras ropas nos parecía extraña.

Tras esto, la noche perdió toda dimensión normal. De hecho, sigo recordándola como una de las noches más largas que he pasado en toda mi vida inmortal.

Fue una noche interminable, vertiginosa e insondable, y hubo momentos en los que deseé tener alguna defensa contra sus placeres y sus sorpresas, pero no encontré ninguna.

Y, aunque repetí su nombre una y otra vez para acostumbrarme, ella ya no era realmente Gabrielle para mí. Era simplemente ella, la que había necesitado toda mi vida con todo mi ser. Era la única mujer a la que había amado siempre.

Su muerte real no se prolongó mucho.

Buscamos un sótano vacío y nos quedamos en él hasta que todo hubo terminado. Y allí la sostuve entre mis brazos y le hablé mientras sucedía. Volví a contarle, esta vez con palabras, todo lo que me había sucedido.

Le hablé con detalle de la torre y repetí todo cuanto Magnus me había dicho. Le expliqué todas las manifestaciones de la presencia y cómo casi me había acostumbrado a ella y el desprecio que me inspiraba y mi decisión de no perseguirla. Probé una y otra vez a enviarle imágenes mentales, pero resultó inútil. No hice ningún comentario al respecto. Ella tampoco, pero siguió mis explicaciones con mucha atención.

Le comenté las sospechas de Nicolas, quien, por supuesto, no le había mencionado nada al respecto. Añadí que ahora aún temía más por él. Otra ventana abierta, otra habitación vacía, y, esta vez, varios testigos para corroborar lo extraño que resultaba todo el asunto.

Pero no importaba: ya me ocuparía de contarle a Roget algún cuento que resultara convincente. Ya encontraría algún medio de engatusar a Nicolas, de romper la cadena de sospechas que le vinculaba a mí.

Ella pareció ligeramente fascinada por todo aquello, pero, en realidad, no le importaba. Lo único que le interesaba era lo que se abría ante ella desde aquel momento.

Y, cuando el proceso de su muerte hubo concluido, no hubo modo de detenerla. No había muro que no pudiera escalar, ni puerta que no quisiera abrir, ni tejados demasiado inclinados.

Era como si no creyese de veras que viviría eternamente, sino que pensara que se le había concedido únicamente aquella noche de vitalidad sobrenatural y que debía conocer y llevar a cabo todas las cosas antes de que la muerte viniera a reclamarla al amanecer.

Traté en múltiples ocasiones de convencerla para que volviéramos al refugio de la torre, y, con el transcurso de las horas, se adueñó de mí un agotamiento espiritual. Necesitaba reposar allí, meditar sobre lo sucedido aquella noche. Abriría los ojos y, por un instante, lo único que vería sería oscuridad.

Ella, en cambio, sólo deseaba experimentar, vivir aventuras.

Me propuso entrar en las viviendas privadas de los mortales a buscar la ropa que le hacía falta, y se echó a reír cuando le confié que siempre había adquirido mi indumentaria como era debido.

—Podemos oír si una casa está vacía —replicó ella. Avanzaba con rapidez por las calles con la vista puesta en las ventanas de las mansiones a oscuras—. Y también podemos oír si los criados están despiertos.

Aunque nunca había probado una cosa semejante, me pareció muy coherente, y pronto me encontré siguiéndola por las estrechas escaleras de servicio y los pasillos enmoquetados, sorprendido de lo fácil que resultaba y fascinado por los detalles de las estancias informales en las que vivían los mortales. Descubrí que me gustaba tocar los objetos personales: abanicos, cajitas de rapé, el periódico que había estado leyendo el amo de la casa, sus botas junto al fuego. Era tan divertido como asomarse a las ventanas.

Pero su propuesta tenía un fin concreto. En el vestidor de la señora de una gran casona de St. Germain, encontró una fortuna en ropas elegantes a la medida de sus renovadas y abundantes formas. La ayudé a despojarse del viejo vestido de tafetán y a ponerse otro de terciopelo rosa, tras lo cual procedió a recogerse los rizos de su cabellera bajo un sombrero de plumas de avestruz. De nuevo, me sorprendieron su aspecto y la sensación extraña, fantasmal, de vagar junto a ella por la casa amueblada en exceso y llena de aroma a mortales. La vi recoger unos objetos de la mesa del vestidor. Un frasco de perfume y unas tijeritas de oro. Después, la vi mirarse en el espejo.

Le acerqué mis labios de nuevo y no me rechazó. Éramos unos amantes besándose. Y ésa era la imagen que ofrecíamos juntos, dos pálidos amantes, mientras descendíamos a toda prisa la escalera de servicio y nos perdíamos por las calles nocturnas.

Vagamos por la Opéra y la Comédie antes de que cerraran, y luego acudimos al baile del Palais Royal. A ella le encantó la manera como los mortales nos veían sin vernos, cómo se sentían atraídos por nosotros y, a la vez, se engañaban por completo.

Más tarde, mientras explorábamos las iglesias, oímos la presencia con gran claridad; pero enseguida la perdimos otra vez. Escalamos campanarios para contemplar nuestro reino, y más tarde pasamos un rato apretujados en abarrotadas cafeterías por el mero gusto de sentir y oler a los mortales que nos rodeaban, de intercambiar miradas secretas, de reírnos en voz baja, tête à tête.

Gabrielle cayó en un estado de ensoñación contemplando la columna de vapor que se alzaba del tazón de café y las capas de humo de cigarrillo que flotaban alrededor de las lámparas.

Más que ninguna otra cosa, le gustaban las calles oscuras y vacías y el aire fresco. Quiso encaramarse a las ramas de los árboles y subirse de nuevo a los tejados. Se maravilló de que yo no recorriera siempre la ciudad utilizando los tejados o cabalgando sobre las capotas de los carruajes, como habíamos hecho un rato antes.

Poco después de medianoche, estábamos en el desierto mercado caminando cogidos de la mano.

Acabábamos de escuchar otra vez la presencia pero ninguno de los dos pudo distinguir en ella un estado de ánimo como la vez anterior. Aquello me tenía desconcertado. No obstante, todo cuanto nos rodeaba resultaba asombroso todavía para mi compañera: la basura, los gatos que cazaban ratas, la extraña quietud, el hecho de que los rincones más oscuros de la metrópoli no representaran peligro alguno para nosotros. Sobre todo, esto último. Tal vez era eso lo que más le agradaba, que pudiéramos pasar por delante de las guaridas de ladrones sin que nuestra presencia fuera advertida, que pudiéramos derrotar fácilmente a cualquiera lo bastante estúpido como para molestarnos, que fuéramos a la vez visibles e invisibles, palpables y absolutamente intangibles.

Yo no le daba prisas ni le hacía preguntas. Simplemente, me dejaba llevar por ella, me sentía satisfecho, y, a veces, me descubría sumido en mis pensamientos acerca de aquel bienestar tan poco familiar para mí.

Y cuando un joven agraciado, de constitución delgada, surgió a caballo entre los tenderetes cerrados del mercado, lo contemplé como si fuera una aparición, alguien llegado de la tierra de los vivos a la tierra de los muertos. El muchacho me recordó a Nicolas por su cabello oscuro y sus ojos pardos, y por la expresión entre inocente y meditabunda de su rostro. No alcanzaba la edad de Nicolas y era un joven muy estúpido, me dije, por andar a solas por el mercado a aquellas horas.

Sin embargo, no me di perfecta cuenta de lo estúpido que era hasta que Gabrielle se movió hacia delante como un gran felino de piel rosada y, sin hacer ningún ruido, le derribó de la montura. Me estremecí. La inocencia de las víctimas no le preocupaba en absoluto. Ella no padecía mis batallas morales. Pero tampoco yo las libraba ya, de modo que, ¿cómo podía juzgarla? Con todo, la facilidad con la que mató al joven, rompiéndole el cuello con gesto grácil cuando el pequeño sorbo de sangre que tomó de él no le habría causado la muerte, me enfureció a pesar de la extrema excitación que me produjo contemplar la escena.

Era más fría que yo. Era mejor en todo, me dije. «No muestres piedad», había dicho Magnus. ¿Significaba eso que matáramos aunque no tuviéramos necesidad de hacerlo?

Un instante después, quedó desvelado por qué había actuado de aquel modo. Allí mismo, se arrancó el ceñidor de terciopelo rosa y los faldones para ponerse las ropas del joven. Lo había escogido por su talla de ropa.

Y, para describirlo con precisión, diré que, al ponerse las prendas de su víctima, Gabrielle se convirtió en el muchacho.

Se puso sus medias de seda color crema y sus calzones escarlata, la camisa de encaje y el chaleco amarillo y, por encima, la levita escarlata. Incluso cogió la cinta escarlata del cabello del joven.

Dentro de mí, algo se rebeló ante aquella transformación mágica al verla de pie, tan gallarda con su nueva indumentaria y con su larga cabellera cayéndole todavía sobre los hombros, más parecida ahora a la melena de un león que a los deliciosos y femeninos rizos que lucía momentos antes. En aquel instante, deseé destruirla. Cerré los ojos.

Cuando volví a mirarla, la cabeza me daba vueltas al pensar en todo lo que habíamos visto y hecho juntos. No pude soportar por más tiempo estar tan cerca del cuerpo sin vida.

Ella se recogió toda su rubia melena con la cinta escarlata y dejó que sus largos bucles le colgaran a la espalda. Extendió su vestido rosa sobre el cuerpo del joven para cubrirlo, y se puso al cinto su espada, desenvainándola y volviéndola a guardar. Finalmente, se puso encima la capa de color crema de su víctima.

—Vámonos ya, querido —me dijo, dándome un beso.

No pude moverme. Sólo quería volver a la torre y estar junto a ella. Me miró, me apretó la mano para animarme y, casi al instante, la vi echar a correr.

Tenía que probar la libertad de sus nuevas piernas y me encontré corriendo tras ella a toda velocidad para darle alcance.

Era algo que no me había sucedido, por supuesto, persiguiendo a ningún mortal. Parecía volar, y la visión de su figura pasando como una centella entre los tenderetes cerrados y los montones de basura me hizo casi perder el equilibrio. Me detuve de nuevo. Ella volvió sobre sus pasos y me besó.

—No hay ninguna auténtica razón para que siga vistiéndome como antes, ¿no crees? —me preguntó, como si estuviera dirigiéndose a un chiquillo.

—No, claro que no —respondí.

Tal vez era una bendición que no pudiera leer mis pensamientos. Yo no podía dejar de admirar sus piernas, tan perfectas bajo las medias de color crema. Ni el modo en que la levita ceñía su cintura de avispa. Su rostro era una llama.

Recordad que en esa época nunca se le veían así las piernas a una mujer. Ni se le marcaban el vientre y los muslos bajo los calzones de seda.

Pero ahora ya no era en realidad una mujer, como yo tampoco era un hombre. Por un mudo instante, el horror de la situación me invadió de nuevo.

—Vamos, quiero subir otra vez a los tejados —me propuso—. Quiero ir al Boulevard du Temple. Me gustaría ver el teatro, ese que compraste y luego hiciste cerrar. ¿Me lo enseñarás?

Mientras lo preguntaba, sus ojos me estudiaban.

—Claro que sí —respondí—. ¿Por qué no?

Nos quedaban un par de horas de aquella noche interminable cuando al fin volvimos a la Île de Saint Louis y llegamos al quai bañado por el claro de luna.

Al fondo de la calle empedrada vi a mi yegua, atada donde la había dejado.

Escuchamos con cuidado por si había algún rastro de Nicolas o de Roget, pero la casa parecía desierta y a oscuras.

—Sin embargo, están cerca —cuchicheó ella—. Creo que un poco más allá…

—En casa de Nicolas —dije—. Y desde allí podría haber alguien atento a la yegua. Algún criado, apostado para vigilar por si volvemos.

—Será mejor dejar esa montura y robar otra.

—No, ésa es mi yegua —repliqué, pero noté que su mano apretaba la mía con más fuerza.

Percibimos de nuevo a nuestra vieja amiga, la presencia, y esta vez se movía por el Sena, al otro lado de la isla y en dirección a la Rive Gauche.

—Ya se ha ido —murmuró ella—. Vámonos. Robaremos otro caballo.

—Espera. Voy a intentar que la yegua me obedezca y venga aquí. Que rompa las bridas.

—¿Puedes hacerlo?

—Ya veremos.

Concentré toda mi voluntad en la yegua, ordenándole en silencio que se encabritara y se soltara de sus ataduras y acudiera donde yo estaba.

En un segundo, la yegua corveteaba y tiraba con fuerza de las bridas.

Después, se incorporó sobre las patas traseras, y la tirilla de cuero se rompió. El animal se acercó a nosotros pateando los adoquines con estrépito y saltamos a su lomo inmediatamente. Gabrielle fue la primera en montar y yo me coloqué detrás de ella, asiendo lo que quedaba de las riendas al tiempo que azuzaba a la yegua, lanzándola a galope tendido.

Al cruzar el puente, percibí algo detrás de nosotros, una conmoción, un tumulto de mentes humanas.

Sin embargo, nosotros ya nos habíamos perdido en la oscura cámara de resonancia de la Île de la Cité.

Cuando llegamos a la torre, encendí la antorcha de resina y llevé a Gabrielle a las mazmorras. No quedaba tiempo para mostrarle la cámara superior en aquel momento.

Mientras descendíamos por la escalera de caracol, sus ojos se pusieron vidriosos y miraron a su alrededor con aire indolente. Sus ropas escarlata brillaban contra las piedras oscuras. Advertí un ligerísimo gesto de desagrado cuando notó la humedad.

El hedor de las mazmorras inferiores la trastornó, pero le indiqué con suavidad que aquello no tenía nada que ver con nosotros. Una vez estuvimos en la enorme cripta, el olor quedó aislado por la sólida puerta claveteada de hierro.

La luz de la antorcha llenó la estancia y descubrió las arcadas bajas del techo y los tres grandes sarcófagos con sus imágenes perfectamente talladas.

Ella no dio muestras de miedo. Le dije que debía comprobar si podía alzar la tapa del que escogiera para ella. Tal vez necesitara mi ayuda.

Estudió las tres figuras esculpidas y, tras unos instantes de reflexión, se decidió no por el sarcófago de la mujer, sino por el que tenía el caballero de armadura grabado en la tapa de piedra. Poco a poco, corrió ésta hasta poder asomarse a su interior.

No poseía la misma fuerza que yo, pero sí la suficiente.

—No tengas miedo —le dije.

—No, de eso no tienes que preocuparte —respondió ella con suavidad.

En su voz había un delicioso tonillo de irritación, junto a un matiz de tristeza. Mientras pasaba los dedos sobre la piedra, pareció perdida en ensoñaciones.

—A estas horas —musitó—, tu madre ya habría muerto y la habitación estaría llena de malos olores y del humo de cientos de velas. Piensa lo humillante que es la muerte. Unos extraños le habrían quitado la ropa, la habrían bañado y vuelto a vestir… unos extraños la habrían visto, demacrada e indefensa, en su último sueño. Otros, en los pasillos, cuchichearían por lo bajo comentarios sobre su buena salud, sobre si nunca había habido la más leve enfermedad en sus familias, no, ninguna tisis entre los suyos. «La pobre marquesa», estarían diciendo. Y se preguntarían si había dejado algún dinero, para sus hijos tal vez. Y cuando la vieja entrara a recoger las sábanas sucias, seguro que robaría una de las sortijas de la mano de la muerta.

Asentí. «Y ahora —quise decirle—, estamos en cambio en esta cripta junto a las mazmorras y nos disponemos a acostarnos en lechos de piedra sin otra compañía que las ratas. Pero esto es infinitamente mejor que lo otro, ¿verdad? Vagar eternamente por el territorio de las pesadillas tiene su oscuro esplendor».

La vi pálida y aterida. Con aire soñoliento, sacó algo del bolsillo. Eran las tijeritas de oro que había cogido de la casa en la que habíamos entrado en el barrio de St. Germain. El objeto centelleó como una pequeña joya a la luz de la antorcha.

—No, madre —dije, y me sobresalté al oír mi propia voz, que rebotó con el eco en los arcos del techo, demasiado aguda.

Las figuras de los otros sarcófagos tomaron el aspecto de testigos implacables. El dolor que sentí en el corazón me dejó aturdido. Un sonido malsano, un chasquido de metal, un corte, y sus cabellos cayeron al suelo en grandes mechones.

—¡Oh, madre!

Ella contempló su melena en el suelo, la esparció en silencio con la punta de la bota; luego alzó la mirada hacia mí y me encontré ahora con un hombre joven cuyo cabello corto se rizaba contra su mejilla. Sin embargo, los ojos se le estaban cerrando. Extendió la mano hacia mí, y las tijeras le cayeron de los dedos.

—Ahora, a descansar —susurró.

—Sólo es el sol naciente —respondí para animarla.

Advertí que perdía fuerzas antes que yo. Me dio la espalda y se dirigió al sarcófago. La tomé en brazos y cerró los ojos. Empujando un poco más hacia un lado la tapa del sarcófago, la deposité en su interior dejando que sus fláccidos miembros adoptaran una postura natural y grácil.

Sus facciones ya dormidas se habían dulcificado, y los cabellos enmarcaban su rostro con los rizos de un muchacho.

Muerta parecía; muerta, roto el hechizo.

Continué mirándola.

Hinqué los dientes en la punta de la lengua hasta sentir el dolor y probar la sangre caliente de la herida. Después, inclinado sobre ella, dejé que la sangre cayera hasta sus labios en pequeñas gotas brillantes. Sus ojos se abrieron. Añiles y brillantes, se alzaron hacia mí. La sangre fluyó a su boca entreabierta y, muy despacio, levantó la cabeza al encuentro de mi beso. Mi lengua penetró en su boca. Sus labios eran fríos. Los míos, también. La sangre, en cambio, era cálida y fluyó entre nosotros.

—Buenas noches, querida mía —dije—. Mi oscuro ángel Gabrielle.

Cuando me separé de ella, volvió a caer en el silencio y la inmovilidad. Corrí la piedra sobre ella.

4

No me gustó despertar en la negra cripta. No me gustó el frío del ambiente, aquel ligero hedor procedente de las celdas inferiores, la sensación de que allí era donde yacía todo lo muerto.

Me embargó un temor. ¿Y si no despertaba? ¿Y si sus ojos no se volvían a abrir? ¿Qué sabía yo lo que había hecho?

No obstante, me pareció un acto de soberbia, una obscenidad, mover otra vez la tapa del ataúd y contemplarla mientras dormía como había hecho la noche anterior. Una sensación de vergüenza propia de mortales se adueñó de mí. En nuestra vieja casa, jamás habría osado abrir su puerta sin llamar, o apartar las cortinas de su lecho.

Despertaría. Era preciso que lo hiciera. Y era mejor que levantara la losa por sí misma, que supiera despertarse sola y que la sed la empujara a hacerlo en el momento adecuado, como me había empujado a mí.

Dejé para ella encendida la antorcha en la pared y salí un momento a respirar aire fresco. Después, sin cuidarme de cerrar puertas y verjas que abría a mi paso, subí a la cámara de Magnus a contemplar cómo se difuminaba el crepúsculo en el cielo.

La oiría al despertarse, me dije.

Debió de transcurrir una hora. La luz azulada se desvaneció, aparecieron las estrellas, y la distante ciudad de París encendió sus miles de pequeños reclamos luminosos. Dejé el alféizar donde había estado sentado tras los barrotes de hierro, fui hasta el baúl y empecé a escoger joyas para ella.

Las joyas le seguían gustando. Al dejar su habitación mortuoria, se había llevado sus viejas joyas de familia. Prendí las velas para rebuscar entre las piezas, aunque en realidad no necesitaba la luz. La iluminación me resultaba hermosa. Era hermosa en las joyas. Y encontré algunas piezas muy delicadas para ella: alfileres tachonados de perlas que podría lucir en las solapas de su levita masculina, y anillos que parecerían varoniles en sus manos pequeñas, si era eso lo que deseaba.

De vez en cuando, me detenía a escuchar por si ella venía. Y luego me recorrió aquel escalofrío. ¿Y si no despertaba? ¿Y si para ella todo se había reducido a aquella noche? El terror se desbocó dentro de mí; y el mar de joyas del baúl, la luz de la vela danzando sobre las gemas talladas en facetas, los engastes de oro, no significaron nada.

Pero seguí sin oírla. Escuché el viento en el exterior, el grave y suave rumor de los árboles, el silbido débil y distante del mozo de cuadra, el piafar de los caballos.

A lo lejos sonó la campana de una iglesia.

Entonces, de improviso, me asaltó la sensación de que alguien me observaba. Era una sensación tan extraña para mí que estuve a punto de ser presa del pánico. Me volví, casi tropezando con el baúl, y miré hacia la boca del túnel secreto. Allí no había nadie.

Nadie en el pequeño cuarto privado a la luz de la vela, que hacía juegos de sombras en las piedras y en la torva expresión de Magnus en la tapa del sarcófago.

Por fin, miré directamente delante de mí hacia la ventana cerrada por los barrotes. Y la descubrí mirándome.

Parecía flotar en el aire, sujeta con ambas manos a los barrotes, y sonreía.

Estuve a punto de soltar un grito. Retrocedí unos pasos, al tiempo que todo mi cuerpo quedaba bañado en sudor. De pronto, me avergoncé de que me hubiera pillado tan desprevenido, de haber reaccionado con aquel sobresalto.

Ella permaneció inmóvil, sin dejar de sonreír, y su expresión fue pasando gradualmente de la serenidad a la malevolencia. La luz de las velas hacía sus ojos demasiado brillantes.

—No está bien que andes asustando a otros inmortales de esta manera —le dije.

Ella respondió con una risa más franca y fácil de la que había tenido en vida.

Me recorrió una sensación de alivio al verla moverse y articular sonidos. Me di cuenta de que estaba ruborizándome.

—¿Cómo has llegado ahí? —le pregunté.

Me acerqué a la ventana, pasé las manos entre los barrotes y la sujeté por las muñecas.

Su boquita era todo risa y dulzura. Su cabello, una gran melena resplandeciente en torno al rostro.

—Escalando la pared, naturalmente —le respondió—. ¿Cómo pensabas?

—Bueno, vuelve a bajar. No puedes pasar entre los barrotes. Iré a tu encuentro.

—En eso tienes mucha razón —murmuró ella—. Me he asomado a todas las ventanas. Reunámonos en las almenas de arriba. Será más rápido.

Se puso a escalar otra vez, colocando con agilidad las botas en los barrotes, y pronto desapareció.

Era toda exuberancia, como lo había sido la noche anterior mientras bajábamos juntos las escaleras.

—¿Por qué estamos aquí todavía? —me preguntó—. ¿Por qué no nos vamos ya a París?

En su deliciosa figura había algo extraño, algo que no encajaba… ¿Qué podía ser?

En aquel momento ella no quería besos, ni siquiera conversación, en realidad. Y aquello tenía algo de doloroso para mí.

—Quiero enseñarte la cámara interior —le dije—. Y las joyas.

—¿Las joyas? —repitió ella.

Desde la ventana no las había visto, porque la tapa del baúl le había ocultado su contenido. Penetró delante de mí en la sala donde se había inmolado Magnus y pronto gateaba por el túnel.

Cuando vio el baúl, quedó paralizada de asombro.

Se echó el cabello hacia atrás con gesto algo impaciente y se inclinó para estudiar los broches, los anillos, los pequeños adornos tan parecidos a sus piezas heredadas, de las cuales se había ido desprendiendo una a una mucho tiempo atrás.

—Vaya, debió de estar siglos para acumularlas —comentó—. Y qué obras tan delicadas. Sabía escoger lo que quería, ¿verdad? Vaya criatura debió de ser.

De nuevo, con gesto casi de furia, apartó a un lado su melena. Sus cabellos parecían ahora más pálidos, más luminosos, más vigorosos. Era una visión gloriosa.

—Las perlas, míralas —le dije—. Y esas sortijas.

Le mostré las que había escogido para ella. Cogí su mano y le puse los anillos en los dedos. Éstos se movieron como si tuvieran vida propia, como si sintieran placer, y estalló de nuevo en risas.

—¡Ah!, qué magníficos demonios somos, ¿verdad?

—Cazadores del Jardín Salvaje —respondí.

—Entonces, vamos a París —propuso ella con una leve mueca de dolor en el rostro.

La sed. Se pasó la lengua por los labios. ¿Sería yo para ella la mitad de fascinante de lo que ella lo era para mí?

Se apartó el cabello de la frente una vez más, y sus ojos se hicieron más oscuros con la intensidad de sus palabras.

—Esta noche querría saciarme rápidamente y luego salir de la ciudad, internarme en los bosques. Salir donde no hubiera hombres ni mujeres cerca. Perderme donde sólo estuvieran el viento y los árboles en sombras y las estrellas en el cielo. Bendito silencio.

Acudió de nuevo a la ventana. Su espalda era erguida y estrecha, y sus manos, a los costados, parecían vivas con las sortijas de piedras preciosas. Y, al surgir de los gruesos puños de una prenda de hombre, aquellas delicadas manos suyas parecían aún más finas y exquisitas. Debía de estar contemplando las altas nubes envueltas en sombras y las estrellas que titilaban a través de la capa púrpura de niebla vespertina.

—Tengo que ir a ver a Roget —dije con un suspiro—. Tengo que ocuparme de Nicolas, contarles alguna mentira sobre lo sucedido ayer.

Ella se volvió y, de pronto, su rostro pareció pequeño y frío, con la expresión que a veces ponía en casa cuando desaprobaba algo. Aunque, en realidad, nunca volvió a mirar de aquella manera.

—¿Para qué contarles nada de mí? —preguntó—. ¿Por qué molestarse en pensar en ellos un solo instante más?

Aquello me dejó asombrado, aunque no fuera una completa sorpresa para mí. Quizá lo venía esperando. Quizá lo había percibido en ella desde el primer momento, en sus preguntas no formuladas.

Quise preguntarle si no significaba nada para ella que Nicolas hubiera estado junto a su lecho mientras agonizaba. Sin embargo, qué sentimental, que mortal sonaría aquello. Qué absolutamente estúpido.

Pero no era estúpido.

—No pretendo juzgarte —continuó. Cruzó los brazos y se apoyó en la ventana—: Sencillamente, no lo entiendo. ¿Por qué nos escribías? ¿Por qué nos mandabas regalos? ¿Por qué no cogías ese fuego blanco de la luna y te ibas con él donde te apeteciera?

—¿Y dónde querría yo ir? —repliqué—. ¿Lejos de todos los que he conocido y amado? No quería dejar de pensar en ti, en Nicolas, incluso en mi padre y mis hermanos. He hecho lo que quería —afirmé.

—Entonces, ¿la conciencia no tuvo nada que ver con ello?

—Si sigues tu conciencia, haces lo que quieres —sentencié—. Pero era algo más sencillo todavía. Quería que tuvieras la riqueza que te entregaba. Quería… que fueras feliz.

Permaneció meditabunda un largo instante.

—¿Habrías preferido que me olvidara de ti? —exclamé.

La pregunta sonó dolida, irritada.

Ella no respondió inmediatamente.

—No, claro que no —dijo al fin—. Y, de haber estado en tu lugar, yo tampoco te habría olvidado. Estoy segura de ello. Pero ¿y los demás? A mí no me importan absolutamente nada. Jamás volveré a cambiar una palabra con ellos. Jamás volveré a ponerles los ojos encima.

Asentí con la cabeza, pero me repugnó lo que decía. Me daba miedo.

—No puedo superar la idea de que he muerto —añadió ella—. De que estoy absolutamente desligada de todas las criaturas vivientes. Puedo ver, tocar, oler… Puedo beber sangre. Pero es como si fuera algo que no se puede ver, que no puede afectar a las cosas.

—Pues no es así —repliqué—. ¿Y cuánto tiempo crees que te sostendrá ese ver, ese tocar, ese oler y ese beber, si no hay amor, si no hay nadie contigo?

La misma mueca de incomprensión.

—¡Oh!, ¿por qué me molesto en decirte todo esto? —continué—. Estoy contigo. Estamos juntos. No sabes lo que era esto cuando estaba solo. ¡No te lo puedes imaginar!

—Te perturbo y no es mi intención —dijo ella entonces—. Cuéntales lo que quieras. Tal vez seas capaz de inventar una historia creíble. No sé. Si quieres que vaya contigo, iré. Haré lo que me pidas. Pero tengo una pregunta más que hacerte. —Bajó la voz y añadió—: Supongo que no tendrás intención de compartir el poder con ellos…

—No, jamás.

Moví la cabeza como para expresar que la idea era increíble. Mis ojos recorrían las joyas y pensé en todos los regalos que había mandado, en la casa de muñecas. Les había enviado una casa de muñecas. Pensé en los actores de Renaud, a salvo al otro lado del Canal.

—¿Ni siquiera con Nicolas?

—¡No! ¡Dios, no!

La miré. Ella asintió ligeramente, como aprobando mi respuesta. Y se apartó los cabellos de la frente una vez más con gesto distraído.

—¿Por qué no con Nicolas?

Quise que aquello terminara de una vez.

—Porque es joven —contesté— y tiene una vida ante él. No está al borde de la muerte. —Ahora me sentía más que inquieto. Me sentía desgraciado—. Con el tiempo, se olvidará de nosotros…

Quise decir: «… de nuestra conversación».

—Podría morir mañana —protestó ella—. Un carruaje podría arrollarle en cualquier calle…

—¿Acaso quieres que lo haga? —exclamé, lanzándole una mirada de rabia.

—No, no quiero que lo hagas. Pero ¿quién soy yo para decirte qué hacer? Estoy tratando de comprenderte.

Los cabellos largos y vigorosos le habían resbalado nuevamente de los hombros y, exasperada, los asió con ambas manos.

Entonces, de pronto, lanzó un profundo sonido siseante y su cuerpo se quedó rígido. Tenía el cabello recogido en dos largas colas y las contemplaba fijamente.

—Dios mío —susurró.

Y luego, en un espasmo, soltó los cabellos y lanzó un grito.

El sonido me paralizó. Envió un destello de dolor blanco que me atravesó la cabeza. Jamás había oído un grito igual. Y volvió a emitirlo como si estuviera ardiendo. Se había derrumbado contra la ventana y seguía gritando aún más fuerte mientras se miraba el cabello. Hizo ademán de tocárselo, pero rápidamente retiró los dedos, como si el contacto la quemara. Y se debatió contra la ventana, gritando y retorciéndose a un lado y otro como si tratara de escapar de su propia cabellera.

—¡Basta! —grité. La así por los hombros y le di una sacudida. Ella jadeaba. Al instante, descubrí de qué se trataba. ¡El cabello le había vuelto a crecer! Le había crecido de nuevo mientras dormía y lo tenía tan largo como antes. Y hasta más tupido, y más lustroso. ¡Era aquello lo que no encajaba y que yo había notado sin saber concretarlo! Y lo que ella acababa de advertir.

—¡Basta, basta ya! —volví a gritar en voz más alta. Su cuerpo se agitaba con tal violencia que yo apenas podía sujetarla entre mis brazos—. ¡Te ha vuelto a crecer, eso es todo! —insistí—. Es una cosa natural en tu nuevo estado, ¿no lo ves? ¡No sucede nada!

Ella jadeaba, tratando de calmarse; se llevó los dedos a los cabellos y emitió un nuevo grito como si tuviera llagadas las yemas de los dedos. Intentó separarse de mí y luego se tiró de la melena con expresión de puro terror.

Le di una nueva sacudida, esta vez más enérgica.

—¡Gabrielle! —exclamé—. ¿No lo entiendes? ¡Te ha vuelto a crecer y así sucederá cada vez que te lo cortes. No hay nada de horrible en ello! ¡Detente ya, por el amor de Dios!

Me dije que, si no se calmaba pronto, yo también empezaría a desvariar. De hecho, ya casi estaba temblando tanto como ella.

Sus gritos cesaron y se convirtieron en pequeños jadeos. Nunca la había visto de aquella manera en todos los años que había vivido con ella en la Auvernia. Me dejó que la condujera hacia el banco junto a la chimenea, donde la obligué a sentarse. Se llevó las manos a las sienes e intentó recuperar la respiración normal mientras mecía el cuerpo lentamente hacia delante y hacia atrás.

Eché un vistazo a mi alrededor en busca de unas tijeras, pero no encontré ningunas. Las tijerillas de oro habían caído al suelo de la cripta subterránea. Saqué mi navaja. Gabrielle sollozaba ahora en voz baja, con el rostro entre las manos.

—¿Quieres que te lo corte otra vez? —le pregunté.

No respondió.

—Escúchame, Gabrielle. —Le aparté las manos del rostro y añadí—: Si quieres, te lo volveré a cortar. Te lo cortaré cada noche y lo quemaremos. Eso es todo.

De pronto, me dirigió una mirada tan perfectamente serena y controlada que no supe qué hacer. Gabrielle tenía el rostro bañado en la sangre de sus lágrimas, que también le había salpicado las ropas. Todas sus ropas estaban manchadas de sangre.

—¿Lo corto? —volví a preguntar.

Su aspecto era exactamente el de alguien a quien hubieran golpeado hasta hacerle sangrar. Tenía los ojos muy abiertos y asombrados, y de ellos manaban lágrimas de sangre que corrían por sus tersas mejillas. Y, mientras la miraba, las lágrimas cesaron de fluir y tomaron un color oscuro al secarse y formar una costra sobre su piel blanquísima.

Le limpié el rostro meticulosamente con mi pañuelo de encaje. Luego fui por la ropa que guardaba en la torre, las prendas que me había hecho confeccionar en París y que había llevado a la torre para tenerlas a mano.

Le quité la chaqueta. Ella no hizo ningún movimiento para ayudarme o detenerme y le desabroché la blusa de lino que llevaba.

Vi sus pechos, absolutamente blancos salvo los delicados pezones, de un levísimo tono rosado. Tratando de no mirarlos, le puse una camisa limpia, y la abroché rápidamente. Después le cepillé el cabello, lo cepillé largo rato, y, renunciando a cortarlo con la navaja, le hice una larga trenza y volví a ponerle la levita.

Noté cómo iba recuperando las fuerzas y la compostura. No parecía avergonzada de lo sucedido, ni yo quería que lo estuviera. Ella estaba sólo meditando sobre lo ocurrido, pero no dijo nada. Ni hizo ningún movimiento.

Decidí entretenerla.

—Cuando era pequeño, solías hablarme de los lugares donde habías estado y me enseñabas grabados y vistas de Nápoles y de Venecia. ¿Te acuerdas de aquellos libros de imágenes? Y también tenías diversos objetos, pequeños recuerdos de Londres y San Petersburgo, de todos los lugares que habías visitado.

Ella no respondió.

—Quiero que vayamos a todos esos sitios. Quiero verlos ahora. Deseo verlos y vivir en ellos. Y quiero ir más lejos todavía, a lugares que, cuando era un vulgar mortal, jamás había soñado visitar.

En su rostro hubo un pequeño cambio de expresión.

—¿Sabías que me volvería a crecer? —preguntó con un hilillo de voz.

—No. Quiero decir, sí. Quiero decir, no lo sé. Debería haber caído en la cuenta de lo que sucedería.

Tras esto, permaneció un largo instante mirándome con la misma expresión inmóvil y apática.

—¿No te… no te da miedo nunca… nada de todo esto? —inquirió por fin. Su voz sonaba gutural, extraña—. ¿No hay nunca… algo que te detenga?

Tenía la boca abierta, perfecta, con todo el aspecto de una boca humana.

—No lo sé —respondí en un suspiro, impotente—. No veo por qué.

Sin embargo, pese a mis palabras, me sentía confuso. Volví a proponerle que se cortara el cabello cada noche y lo quemara. Así de sencillo.

—Sí, quemarlo —suspiró—. De lo contrario, llegaría un momento en que llenaría todas las estancias de la torre, ¿no es eso? Sería como el cabello de Rapunzel del cuento infantil. Sería como el oro que la hija del molinero tenía que hilar de entre la paja en el cuento de Rumpelstiltskin, el enano malvado.

—Escribiremos nuestros propios cuentos, amor mío —respondí—. La lección que debes aprender de esto es que nada puede destruir lo que eres ahora. Todas las heridas que recibas sanarán. Eres una diosa.

—Y la diosa tiene sed —añadió ella.

Horas más tarde, mientras caminábamos del brazo como dos estudiantes entre la muchedumbre de los bulevares, el asunto ya había caído en el olvido. Nuestros rostros estaban sonrosados, y nuestra piel, caliente.

Pero no la dejé para ir a ver al abogado, ni ella insistió en su deseo de salir a la tranquilidad y el silencio del campo abierto, sino que permanecimos juntos en todo momento. De vez en cuando, un ligerísimo indicio de la proximidad de la presencia nos hacía volver la cabeza.

5

Alrededor de las tres, cuando llegamos a las caballerizas, advertimos que nos acechaba la presencia.

Durante media hora o tres cuartos de hora, dejamos de sentirla otra vez. Después, el apagado murmullo volvió de nuevo. Aquel juego me estaba poniendo furioso.

Y, aunque tratamos de captar algún pensamiento inteligible en aquella presencia, lo único que logramos distinguir fue una sensación de malevolencia y algún esporádico tumulto como el espectáculo de las hojas secas desintegrándose en el rugido de las llamas.

Gabrielle se alegraba de estar camino de la torre otra vez. No era que la extraña presencia la inquietara, sino que se alegraba de poder disfrutar, como antes había dicho, de la quietud y el vacío de los campos.

Cuando tuvimos ante nosotros el campo abierto, cabalgamos tan deprisa que el único sonido que nos acompañó fue el del viento. Creí oírla reír, pero no estuve del todo seguro. A Gabrielle le gustaba la caricia del viento tanto como a mí, le encantaba el nuevo brillo de las estrellas sobre las sombrías colinas.

A pesar de todo, me pregunté si durante la noche habría habido momentos en que llorara interiormente sin que yo lo advirtiera. En ciertos momentos de nuestras correrías, se había mostrado silenciosa y lúgubre, y sus ojos habían vibrado como si estuviera llorando, aunque no asomó a ellos la más mínima lágrima.

Creo que estaba profundamente sumido en estos pensamientos cuando nos acercamos a un espeso bosque que se extendía a lo largo de las orillas de un riachuelo poco profundo y, en el momento más inesperado, la yegua se encabritó y se desvió hacia un lado.

Lo hizo tan de improviso que casi me arrojó de la silla. Gabrielle se sujetó con fuerza de mi brazo derecho.

Yo atravesaba cada noche aquella arboleda, salvando el estrecho puente de madera que cruzaba la corriente. Me encantaba el sonido de las herraduras de mi montura sobre la madera y la subida por la inclinada ribera. Y la yegua conocía perfectamente el camino. Esta vez, sin embargo, el animal no quería seguirlo de ninguna manera.

Relinchando y amenazando con encabritarse de nuevo, la yegua dio media vuelta por su propia iniciativa y emprendió el galope en la dirección contraria a la que llevábamos, volviendo hacia París hasta que, haciendo uso de toda la fuerza de mi voluntad, logré dominarla y obligarla a detenerse por fin.

Gabrielle tenía la cabeza vuelta hacia el pequeño bosque, hacia la masa de ramas oscuras mecidas por el viento que ocultaba a la vista el riachuelo. Y en ese instante, tras el leve aullido del viento y el suave rumor de las hojas susurrantes, se dejó sentir una vez más el nítido latir de la presencia entre los árboles.

Los dos la captamos a la vez, sin duda, pues mis brazos rodearon a Gabrielle con más fuerza y ella asintió, asiéndome la mano.

—¡No sigas avanzando hacia eso! —me gritó.

—¡Cómo que no! —respondí, tratando de dominar nuestra montura—. Quedan menos de dos horas para el amanecer. ¡Desenvaina la espada!

Ella intentó volverse para decirme algo, pero yo espoleaba ya al animal para que siguiera avanzando y Gabrielle sacó la espada como acababa de decirle, con su delicada mano cerrada en torno a la empuñadura con la misma firmeza que un hombre.

Naturalmente, la presencia huiría tan pronto como alcanzáramos la arboleda, de eso estaba seguro.

Me refiero a que aquel ser infernal no había hecho jamás otra cosa que volver la espalda y escapar. Y a mí me enfureció que hubiera espantado a mi yegua y que estuviera asustando a Gabrielle.

Con un seco picar de espuelas y toda mi fuerza de convicción mental, azucé a la montura a todo galope hacia el puente.

Apreté el arma en mi mano. Me incliné hacia delante cubriendo a Gabrielle. Vomitaba rabia como si fuera un dragón y, cuando las pezuñas de la yegua golpearon la madera hueca sobre el agua, ¡vi por primera vez aquellos demonios!

Unos rostros blancos y unos brazos lechosos encima de nosotros, entrevistos apenas un segundo, de cuyas bocas surgían los chillidos más espantosos mientras sacudían las ramas mandándonos una lluvia de hojas.

—¡Malditas seáis, jauría de arpías! —grité cuando alcanzamos la inclinada ladera del otro lado. Gabrielle, sin embargo, lanzó un alarido.

Algo había caído sobre la yegua detrás de mí, y el animal estaba resbalando en la tierra húmeda, y el ser me había cogido del hombro y del brazo con el que pretendía utilizar la espada.

Volteando ésta por encima de la cabeza de Gabrielle y descargándola por mi costado izquierdo, herí con furia a la criatura y la vi salir volando, una confusa mancha blanquecina en la oscuridad, mientras otro de aquellos seres saltaba hacia nosotros con manos como garras. La hoja de Gabrielle cortó de un tajo el brazo extendido y vi cómo éste saltaba en el aire. La sangre manaba de él como de una fuente. Los gritos se convirtieron en un gemido lacerante. Deseé hacerlos pedazos a todos con mi espada y obligué a la yegua a dar la vuelta con demasiada brusquedad. El animal se encabritó y estuvo a punto de caer, pero Gabrielle se había sujetado de su crin y la condujo de nuevo hacia el camino despejado.

Mientras galopábamos a toda prisa hacia la torre, pudimos oír los gritos de las criaturas aproximándose y, cuando la yegua quedó exhausta, la abandonamos y continuamos corriendo, cogidos de la mano, hacia las verjas.

Me di cuenta de que debíamos cruzar el pasadizo secreto hasta la cámara interior antes de que las criaturas pudieran escalar el muro exterior. Era preciso que no nos vieran sacar la piedra de su sitio.

Cerrando las verjas y las puertas a nuestro paso lo más deprisa que pude, conduje a Gabrielle escaleras arriba.

Cuando llegamos a la estancia secreta y hubimos colocado la losa de nuevo en su sitio, escuché sus aullidos y chillidos y los primeros sonidos de sus zarpas al pie de la torre.

Tomé un haz de leña y lo coloqué bajo la ventana.

—Deprisa, la leña menuda —dije.

Pero ya había media docena de rostros blancos en los barrotes. Sus chillidos resonaban con un monstruoso eco en la pequeña estancia. Por un instante sólo pude contemplarlos mientras retrocedía.

Se agarraban de la reja de hierro como murciélagos, pero no lo eran. Eran vampiros, y vampiros como nosotros, con forma humana.

Unos ojos oscuros que nos miraban bajo unas greñas de cabello hirsuto. Unos aullidos cada vez más potentes y feroces. Unos dedos con costras de suciedad adhiriéndose a la reja. Las ropas, hasta donde podía ver, no eran más que harapos descoloridos. Y el hedor que despedían era el de las tumbas.

Gabrielle arrojó la leña menuda junto a la pared y se apartó de un salto mientras las manos intentaban agarrarla. Las criaturas descubrieron sus colmillos y emitieron terribles chillidos. Las manos pugnaron por asir la leña y lanzarla contra nosotros. Todas juntas tiraron de los barrotes como si pudieran arrancarlos de la piedra.

—¡El mechero! —grité.

Agarré uno de los pedazos de madera más recios y lancé con él una estocada al rostro más cercano, arrancando a la criatura de la pared con facilidad. Eran seres débiles. Oí su grito mientras caía, pero las demás habían cerrado sus manos en la madera y luchaban conmigo ahora mientras yo desalojaba a otro de aquellos pequeños y sucios demonios. Para entonces, sin embargo, Gabrielle había encendido ya la leña.

Las llamas se alzaron y los aullidos cesaron en un frenesí de lenguaje inteligible:

—¡Es fuego! ¡Atrás, abajo, alejaos, idiotas! Abajo, abajo. ¡Los barrotes están calientes! ¡Apartaos enseguida!

¡Era francés, correcto y normal! En realidad, era una sarta cada vez mayor de maldiciones peculiares de alguna región.

Estallé en carcajadas, adelantando el pie y señalando a las criaturas mientras miraba a Gabrielle.

—¡Caiga sobre ti una maldición, blasfemo! —gritó una de ellas.

El fuego lamió sus manos en ese instante y el ser aulló, cayendo hacia atrás.

—¡Caiga una maldición sobre los profanadores, sobre los proscritos! —escuché gritar desde abajo. Los aullidos aumentaron rápidamente de intensidad hasta convertirse en un verdadero coro—. ¡Malditos sean los proscritos que osan entrar en la Casa de Dios!

Pero todos aquellos seres se retiraban de la ventana, descendiendo hacia el suelo. Los troncos más gruesos estaban ya encendidos y las llamas, con un rugido, se alzaban hasta el techo.

—¡Volved a la tumba de donde habéis salido, fantasmas de pacotilla! —exclamé, dispuesto a arrojarles encima la leña encendida si volvían a acercarse a la ventana.

Gabrielle permaneció inmóvil con los ojos entrecerrados, visiblemente concentrada.

Los gritos y aullidos continuaron elevándose desde el pie de la torre, en un renovado coro de maldiciones contra quienes quebrantaban las leyes sagradas y, con sus blasfemias, provocaban la ira de Dios y de Satán. Las criaturas trataban de forzar las puertas y ventanas de la planta inferior, o malgastaban inútilmente sus fuerzas arrojando piedras contra el muro.

—No pueden entrar —comentó Gabrielle con voz grave y monocorde y con la cabeza ladeada en gesto de atención—. No pueden forzar la verja.

Yo no estaba tan seguro de ello. La verja estaba oxidada y era muy vieja. No quedaba otro remedio que esperar.

Me dejé caer al suelo, apoyado en el costado del sarcófago con los brazos en torno al pecho y la espalda doblada hacia delante. Ya no me sentía con tantas ganas de reír.

Ella también se sentó con la espalda contra la pared y las piernas extendidas hacia delante. Tenía la respiración algo acelerada y se le estaba soltando la trenza. Era como el capuchón de una cobra en torno a su rostro, con unos mechones sueltos que le caían en las blancas mejillas. Sus ropas estaban llenándose de hollín.

El calor del fuego era insoportable. El humo despedía un leve resplandor en la estancia sin ventilación y las llamas se alzaban hasta hacer desaparecer la noche. No obstante, Gabrielle y yo no teníamos dificultades para respirar el escaso aire disponible y nuestros únicos padecimientos fueron el miedo y el agotamiento.

Y entonces, poco a poco, me di cuenta de que ella tenía razón acerca de la verja. Las criaturas no habían conseguido derribarla y las oí retirándose.

—¡Que la cólera de Dios castigue a los profanadores!

Cerca de los establos se produjo una leve conmoción, y vi mentalmente cómo mi pobre caballerizo, aquel muchachito mortal de cortas luces, era arrancado de su escondite presa del terror. La rabia que sentía se redobló. Las criaturas me enviaron imágenes de sus propios pensamientos mientras daban muerte al desgraciado. ¡Malditos fueran!

—Quédate quieto —me dijo Gabrielle—. Es demasiado tarde.

Sus ojos se abrieron primero mucho, y volvieron a entrecerrarse. Enseguida, recuperó su aire pensativo. El muchacho, aquel pobre mortal miserable, estaba muerto.

Percibí su muerte como si, de pronto, hubiera visto elevarse de los establos un pajarillo oscuro. Gabrielle irguió la cabeza como si también ella lo estuviera viendo y volvió a dejarla caer como si hubiera perdido la conciencia, aunque no era así. Escapó de su boca un murmullo que me sonó a algo así como «terciopelo rojo», pero pronunció las palabras entre dientes y no las capté bien.

—¡Os daré vuestro merecido por esto, pandilla de rufianes! —exclamé en voz alta, dirigiendo la amenaza a las criaturas—. Estáis perturbando mi casa y pagaréis por ello.

Pero sentía mis brazos cada vez más pesados. El calor del fuego era casi narcotizante. Los numerosos y extraños sucesos de la larga noche estaban cobrándose su tributo.

Entre el agotamiento y el resplandor del fuego, me fue imposible calcular la hora. Creo que caí dormido por un instante y me desperté con un escalofrío, sin saber cuánto tiempo había transcurrido.

Alcé la vista y distinguí la figura de un joven no terrenal, de un muchacho exquisito, dando pasos por la cámara.

Naturalmente, sólo se trataba de Gabrielle.

6

Mientras deambulaba arriba y abajo por la estancia, Gabrielle daba la impresión de una energía casi desenfrenada. Sin embargo, toda esta energía quedaba contenida en una hermosura inalterada. Se dedicó a pisotear los maderos y a contemplar los restos ennegrecidos de la pequeña pira durante unos momentos, antes de recuperar el control de sí misma. Eché un vistazo al cielo. Nos quedaba una hora tal vez.

—Pero ¿quiénes son? —preguntó, plantada ante mí con las piernas separadas y las manos con gestos de impaciencia—. ¿Por qué nos llaman proscritos y blasfemos? —exigió saber.

—Te he contado todo lo que sé —repliqué—. Hasta esta noche no creía que poseyeran caras, manos ni voces de verdad.

Me puse en pie y me sacudí el polvo de la ropa.

—¡Nos maldecían por entrar en las iglesias! —insistió ella—. ¿No lo has captado en las imágenes que surgían de ellos? Y no saben cómo es posible que entremos. Ninguna de esas criaturas se atrevería a hacerlo.

Por primera vez, observé que estaba temblando. Había en ella otros pequeños signos de alarma: los tics nerviosos de la piel en torno a sus ojos, el gesto con el que volvía a apartar de su frente los mechones sueltos de su cabellera.

—Gabrielle —le dije, tratando de poner una voz autoritaria y tranquilizadora—, lo importante ahora es salir de aquí enseguida. No sabemos cuándo se levantan esas criaturas, ni cuánto tiempo pasará desde el ocaso hasta que se presenten de nuevo. Tenemos que encontrar otro escondite.

—La cripta de la mazmorra —propuso ella.

—Es una trampa peor aún que ésta, si consiguen pasar la puerta. —Miré de nuevo al cielo y saqué la piedra que ocultaba el pasadizo—. Vamos —le dije.

—Pero ¿adónde?

Era la primera vez que parecía casi frágil en toda la noche.

—A un pueblo al este de la torre. Es absolutamente obvio que el lugar más seguro para nosotros es la propia iglesia del pueblo.

—¿Serías capaz? ¿En la iglesia?

—Naturalmente. ¡Como bien has dicho, esas pequeñas bestias jamás se atreverían a entrar! Y las criptas bajo el altar serán profundas y oscuras como cualquier tumba.

—¡Pero, Lestat: descansar bajo el altar!

—Madre, me asombras —repliqué—. ¡Si hasta he dado cuenta de mis presas bajo el techo de la mismísima Notre Dame!

Pero me vino a la cabeza otra idea más. Fui al baúl de Magnus y rebusqué en el tesoro. Saqué dos rosarios, uno de perlas y otro de esmeraldas, ambos con el crucifijo de costumbre.

Gabrielle me observó con la cara muy pálida, contraída.

—Mira, tú coge éste —le dije entregándole el de esmeraldas—. Llévalo encima. Y, si volvemos a encontrarnos con esas criaturas, muéstrales el crucifijo. Si estoy en lo cierto, saldrán huyendo al verlo.

—Pero ¿encontraremos un lugar seguro en la iglesia?

—¿Cómo diablos voy a saberlo? ¡Volveremos aquí!

Noté que el miedo se concentraba en su interior e irradiaba de ella, mientras, titubeante, observaba las estrellas apagándose en el cielo. Había traspasado el velo que la conducía a la promesa de ser eterna y ya volvía a estar en peligro.

Rápidamente, le quité el rosario de la mano, la besé y deslicé el objeto en el bolsillo de su levita.

—Las esmeraldas representan la vida eterna, madre —le murmuré.

Volvía a parecerme el muchacho de antes, allí plantada con el último resplandor del fuego dibujando apenas el perfil de la mejilla y de los labios.

—Tenía razón en lo que he dicho antes —susurró—. No le tienes miedo a nada, ¿verdad?

—¿Qué importa eso? —respondí, encogiéndome de hombros. La tomé del brazo y la llevé hacia el pasadizo—. Nosotros somos aquellos a quienes temen los demás, recuérdalo.

Cuando llegamos a los establos, vi que el muchacho había recibido una muerte horrible. Su cuerpo descoyuntado yacía retorcido en el suelo sucio de heno como si un titán lo hubiera arrojado allí. Tenía una fractura en la nuca, y, para burlarse de él, al parecer, o tal vez para burlarse de mí, le habían vestido con una elegante levita de terciopelo rojo propia de un caballero. Terciopelo rojo. Éstas eran las palabras que ella había murmurado mientras las criaturas cometían el crimen. Yo sólo había visto la muerte. Aparté la vista del muchacho. Todos los caballos habían desaparecido.

—Pagarán por esto —prometí.

Tomé de la mano a Gabrielle, pero ella contempló el cuerpo del desdichado muchacho como si le atrajera contra su voluntad. Después me miró a mí.

—Siento frío —musitó—. Estoy perdiendo fuerza en los brazos y las piernas. Debo llegar enseguida a un lugar oscuro, es preciso. Lo siento.

La conduje a toda prisa hacia el camino, subiendo la ladera de la colina cercana.

Por supuesto, en el cementerio del pueblo no había pequeños monstruos aulladores. Tampoco yo había esperado encontrarlos. La tierra de las viejas tumbas no se había removido desde hacía mucho tiempo.

Gabrielle no quiso seguir discutiendo el asunto conmigo. La ayudé a llegar a la puerta lateral de la iglesia y rompí en silencio la cerradura.

—Estoy aterida y me escuecen los ojos —repitió en un susurro—. Un sitio oscuro…

Pero, cuando me dispuse a conducirla adentro, interrumpió la frase.

—¿Y si las criaturas tienen razón? —preguntó—. ¿Y si no debemos entrar en la Casa de Dios?

—Palabrerías y estupideces. Dios no está en la Casa de Dios.

—¡No…! —gimió ella.

Crucé la sacristía tirando de ella y la conduje ante el altar. Se cubrió el rostro con las manos y, cuando alzó la vista, lo hizo hacia el crucifijo que remataba el sagrario. Dejó escapar un profundo jadeo. Sin embargo, no era de esa visión de lo que protegía sus ojos cuando volvía el rostro hacia mí, sino de las cristaleras de vidrios de colores. ¡El sol que yo aún no podía notar en absoluto estaba ya quemándola a ella!

La tomé en brazos como había hecho la noche anterior. Tenía que encontrar una antigua cripta que no hubiera sido utilizada en muchos años. Corrí hacia el altar de la Santísima Virgen, donde las inscripciones estaban casi borradas por el paso del tiempo, y, arrodillado, hundí las uñas en torno a una losa y la levanté rápidamente para descubrir un profundo sepulcro ocupado por un único ataúd carcomido.

La hice bajar al interior del sepulcro conmigo y coloqué de nuevo la losa en su lugar. La oscuridad fue total, y el ataúd se hizo astillas bajo mi peso, de modo que mi mano derecha fue a posarse sobre una calavera. Noté también la dureza de otros huesos bajo mi pecho. Gabrielle habló como si estuviera en trance:

—Sí, lejos de la luz.

—Estamos a salvo —susurré yo.

Aparté los huesos e improvisé un nido con la madera podrida y el polvo, demasiado antiguo para conservar olor alguno a cuerpo humano putrefacto.

Pero tardé una hora o tal vez más en conciliar el sueño. No dejaba de pensar una y otra vez en el mozo de cuadra, hecho un guiñapo y arrojado allí en el suelo con aquella elegante levita de terciopelo rojo. Yo había visto antes aquella levita, pero no lograba recordar dónde. ¿Era tal vez una de las mías? ¿Habrían conseguido penetrar en la torre?

No, eso era imposible. Seguro que no habían entrado. ¿Se habrían procurado una prenda idéntica a una de las mías? ¿Hasta aquel punto habrían llegado para burlarse de mí? No, ¿cómo podrían hacer algo semejante criaturas como aquéllas? Y, sin embargo, aquella levita… Había algo en ella que…

7

Cuando abrí los ojos, escuché unos cantos dulcísimos y deliciosos. Como tantas veces sucede con la música, incluso con los fragmentos más preciados, el cántico me devolvió a la infancia, a cierta noche de invierno en que todos los miembros de la familia habíamos bajado a la iglesia del pueblo y habíamos estado durante horas entre las velas encendidas, respirando el humo penetrante y sensual del incienso mientras el sacerdote recorría el recinto con la custodia en alto.

Después de esa primera, un millar más de Bendiciones del Santísimo habían grabado en mi mente la letra del viejo himno:

O Salutaris Hostia

Quae caeli pandis ostium

Bella premunt hostilia,

Da robur, fer auxilium…

Y allí tendido en los restos del ataúd destrozado bajo la losa de mármol blanco del altar lateral de aquella gran iglesia de pueblo, con Gabrielle asida a mí, incluso en la quietud del sueño, me di cuenta poco a poco de que encima de mí había cientos y cientos de humanos que entonaban aquel mismo himno en aquel instante. ¡La iglesia estaba llena de gente! Y no podríamos salir de aquel maldito nido de huesos hasta que todos los mortales la hubieran abandonado.

Noté cómo se movían algunos bichos en la oscuridad que me envolvía. Aprecié el olor del esqueleto destrozado sobre el que yacía. Pude oler también la tierra, y notar la humedad y el rigor del frío.

Las manos de Gabrielle eran unas manos muertas que se agarraban a mí. Su rostro era inflexible como el hueso. Traté de no darle vueltas a todo aquello y quedarme absolutamente inmóvil.

Encima de mí, cientos de humanos respiraban y jadeaban. Tal vez un millar de ellos. Y ahora entonaban el segundo himno.

«¿Qué viene ahora? —me dije desconsoladamente—. ¿La letanía, las bendiciones?». Precisamente aquella noche, de todas las noches, no disponía de tiempo para quedarme allí recordando. Era preciso salir de allí. La imagen de la levita de terciopelo rojo volvió a mi mente con una irracional sensación de urgencia y con un destello de dolor igualmente inexplicable.

Y, de repente —o eso me pareció—, Gabrielle abrió los ojos. Por supuesto, no lo vi, pues la oscuridad era total. Lo noté. Aprecié que sus miembros volvían a la vida.

Pero apenas se había movido, cuando se quedó otra vez rígida de alarma. Le tapé la boca con la mano.

—Guarda silencio —le susurré.

Noté cómo la dominaba el pánico.

Todos los horrores de la noche anterior debían de estar volviendo a Gabrielle, y ahora se encontraba en un sepulcro junto a un esqueleto destrozado, debajo de una losa que apenas podría levantar.

—¡Estamos en la iglesia! —le informé en un nuevo susurro—. Estamos a salvo.

Llegó a mis oídos el cántico. Tantum ergo Sacramentum, Veneremus cernui.

—¡No, es una Bendición del Santísimo! —dijo Gabrielle con un jadeo.

Intentaba dominarse y seguir quieta, pero, de pronto, perdió el control y tuve que asirla con fuerza por ambas muñecas.

—Es preciso que salgamos de aquí —suplicó—. ¡Lestat, por el amor de Dios, el Santísimo Sacramento está expuesto en el altar!

Los restos del ataúd de madera crujieron y se quebraron sobre la losa del fondo haciéndome caer encima de mi compañera y aplastándola bajo mi peso.

—Quédate quieta y callada, ¿me oyes? No tenemos más remedio que esperar.

Sin embargo, su pánico estaba contagiándome. Noté los fragmentos de huesos crujiendo bajo mis rodillas y percibí el olor de la tela putrefacta. Parecía que el hedor a muerte penetraba por los muros del sepulcro, y me di cuenta de que no soportaría seguir encerrado entre aquel olor.

—No podemos quedarnos aquí —jadeó—. No podemos. ¡Tengo que salir! —Me lo pedía casi gimoteando—. ¡Lestat, no puedo!

Empezó a palpar las paredes, y luego la losa que nos cubría. Escuché un sonido puro, átono, que escapaba de sus labios.

Encima de nosotros, el cántico había cesado. El sacerdote habría vuelto a subir los peldaños hasta el altar y estaría elevando la custodia con ambas manos. Se volvería hacia los feligreses y alzaría la Sagrada Hostia para bendecirlos. Gabrielle, por supuesto, lo sabía. Y, de pronto, Gabrielle se volvió como loca, agitándose debajo de mí hasta casi arrojarme a un lado.

—¡Esta bien, escúchame! —susurré, incapaz de controlar aquello por más tiempo—. Vamos a salir, pero lo haremos como verdaderos vampiros, ¿me oyes? En la iglesia hay un millar de personas y vamos a darles un susto de padre y señor mío. Yo levantaré la piedra y apareceremos los dos a la vez. Cuando lo hagamos, levanta los brazos y pon la mueca más horrible que se te ocurra y lanza alaridos si puedes. Eso les hará retroceder en lugar de lanzarse sobre nosotros y conducirnos a la cárcel. Después, echaremos a correr hacia la puerta.

A Gabrielle le faltó tiempo hasta para responder, pues ya estaba debatiéndose y golpeando con los talones la madera podrida.

Me incorporé, di un fuerte empujón con ambas manos a la losa de mármol y salté del sepulcro como acababa de decir que haría, levantando la capa en un enorme arco.

Fui a caer en el piso del coro, envuelto en el resplandor de las velas, y emití el grito más potente de que fui capaz.

Cientos de mortales se pusieron en pie delante de mí. Cientos de bocas se abrieron para gritar.

Emitiendo un nuevo alarido, así de la mano a Gabrielle y me lancé hacia ellos saltando la barandilla del comulgatorio. Ella me acompañó con un delicioso gemido muy agudo, levantando la mano izquierda como una zarpa mientras yo tiraba de ella por el pasillo central. El pánico se generalizó: hombres y mujeres sujetaban a sus niños y lanzaban chillidos sin dejar de retroceder.

Las pesadas puertas cedieron al instante, abriéndose al cielo oscuro y al viento racheado. Empujé a Gabrielle delante de mí y, volviéndome, lancé el aullido más agudo de que fui capaz. Puse al descubierto mis colmillos ante la grey espantada y angustiada. Incapaz de determinar si parte de la feligresía se lanzaba en nuestra persecución o si caía hacia mí debido al pánico, me llevé la mano al bolsillo y sembré de monedas de oro el suelo de mármol.

—¡El demonio arroja monedas! —chilló alguien.

Gabrielle y yo huimos a toda velocidad, atravesando el cementerio y los campos. En cuestión de segundos, ganamos el bosque y capté el olor de los establos de un caserón que se alzaba ante nosotros más allá de los árboles.

Me quedé quieto y concentrado, casi doblado por la cintura, y llamé a los caballos. Después corrimos hacia ellos y escuchamos el sordo golpeteo de sus herraduras contra los pesebres.

Salvando de un salto el seto bajo, con Gabrielle a mi lado, arranqué la puerta de sus goznes, al tiempo que un caballo castrado de fina estampa salía al galope de su caballeriza destrozada. Saltamos a su lomo. Gabrielle se acomodó delante de mí y le pasé el brazo en torno a su cintura.

Clavé los talones en el animal y nos perdimos en el bosque en dirección sur, hacia París.

8

Intenté elaborar un plan mientras nos acercábamos a la ciudad, pero, para ser sincero, no estaba nada seguro de cómo proceder.

No había modo de evitar a aquellos pequeños monstruos repulsivos. Cabalgábamos hacia una batalla y la situación no era muy distinta a la mañana en que saliera a matar los lobos, confiado en que mi rabia y mi voluntad me ayudarían a vencerlos.

Apenas habíamos entrado entre las casas de campo que salpicaban Montmartre cuando escuchamos durante una fracción de segundo su leve murmullo, nocivo como un vapor tóxico.

Gabrielle y yo nos dimos cuenca de que debíamos beber enseguida para estar preparados cuando se produjera el encuentro.

Nos detuvimos en una de las pequeñas alquerías, cruzamos con sigilo el huerto hasta la puerta trasera y encontramos en el interior al hombre y a su esposa, dormitando ante una chimenea.

Cuando hubimos terminado de beberlos, salimos de la casa al pequeño huerto, donde nos detuvimos un instante a contemplar el cielo gris perla. No se oía la presencia de nadie más. Sólo la quietud, la claridad de la sangre fresca y la amenaza de la lluvia en las nubes que se congregaban sobre nosotros.

Me volví y ordené en silencio al caballo que acudiera a mí. Mientras sujetaba las riendas, miré a Gabrielle.

—No veo más solución que entrar en París —le dije— e ir directamente al encuentro de esas bestias. Y hasta que aparezcan y estalle de nuevo la guerra, hay otras cosas que debo hacer. Tengo que pensar en Nicolas y debo hablar con Roget.

—No es momento para esas tonterías de mortales —replicó ella.

Aún llevaba el polvo del sepulcro de la iglesia adherido a la tela de la capa y a sus rubios cabellos: le daban el aspecto de un ángel arrastrado por la tierra, un ángel caído.

—No dejaré que se interpongan entre mí y lo que deseo hacer —declaré.

Ella exhaló un profundo suspiro.

—¿Quieres conducir a estas criaturas a tu querido monsieur Roget? —preguntó.

Era una posibilidad demasiado horrible para correr el riesgo.

Empezaban a caer las primeras gotas de lluvia y sentí frío a pesar de la sangre recién bebida. En un momento empezaría a llover con fuerza.

—Está bien —reconocí—. No se puede hacer nada hasta que terminemos esto de una vez.

Monté de nuevo y tendí la mano a Gabrielle.

—Las heridas no hacen más que espolearte, ¿verdad? —comentó, estudiándome—. Intenten lo que intenten esas criaturas, no conseguirán otra cosa que darte fuerzas.

—¡Vaya, esto sí que me parece una tontería propia de mortales! ¡Vamos allá! —repliqué.

—Lestat —dijo ella entonces con voz seria—, al muchacho de la cuadra le pusieron aquella levita de caballero después de matarle. ¿Te fijaste en la prenda? ¿No la habías visto antes?

Aquella maldita ropa de terciopelo rojo…

—Yo sí la había visto —continuó—. La vi durante horas en mi lecho de muerte en París. Era la levita de Nicolas de Lenfent.

Me quedé mirándola un largo instante, pero creo que no la percibí en absoluto. La rabia que crecía dentro de mí era absolutamente muda. Sería rabia hasta que tuviera pruebas de que debía ser pena, pensé. Después, dejé de pensar.

Me di cuenta, difusamente, de que Gabrielle aún no tenía idea de lo fuertes que podían ser nuestras emociones, del efecto paralizante que podían tener. Creo que moví los labios, pero no salió de ellos sonido alguno.

—No creo que le hayan matado, Lestat —me dijo.

Intenté de nuevo decir algo. Quería preguntarle por qué lo pensaba así, pero no pude y seguí con la vista fija en el huerto.

—Creo que está vivo y le tienen prisionero —continuó—. De lo contrario, habrían dejado ahí su cuerpo, y no se habrían molestado con el mozo de cuadra.

—Es posible. Tal vez no…

Tuve que obligar a mis labios a formar las palabras.

—La ropa era un mensaje.

No pude soportarlo por más tiempo y estallé:

—Voy tras ellos. ¿Quieres regresar a la torre? Si fracaso en esto…

—No tengo ninguna intención de dejarte —contestó ella.

La lluvia caía con intensidad cuando llegamos al Boulevard du Temple, cuyos adoquines mojados reflejaban la luz de un millar de farolas.

Mis pensamientos se habían solidificado en estrategias que eran más producto del instinto que de la razón. Me sentía más dispuesto que nunca para una lucha, pero era preciso conocer bien nuestra situación. ¿Cuántas criaturas de aquéllas había? ¿Qué querían, en realidad? ¿Capturarnos y destruirnos, o sólo asustarnos y ahuyentarnos? Era preciso que contuviera mi rabia; debía recordar que eran seres infantiles, supersticiosos, y que fácilmente se dispersarían asustados ante mi presencia.

Cuando llegamos a los elevados edificios de viviendas próximos a Notre Dame, sentí y oí su presencia en las cercanías. Sus vibraciones me llegaban como un destello plateado que se desvanecía casi con la misma singular rapidez.

Gabrielle irguió el cuerpo, sentada sobre el caballo, y noté su mano zurda en torno a mi muñeca. Vi la derecha en la empuñadura de su espada.

Habíamos entrado en una callejuela serpenteante que formaba un recodo ante nosotros antes de perderse en las sombras. El martilleo de las herraduras hendía el silencio y traté de que no me pusiera nervioso el reiterado sonido.

Los dos las vimos, al parecer, en el mismo instante.

Gabrielle se apretó contra mí y reprimí un jadeo para que las criaturas no pudieran interpretarlo como una demostración de miedo.

Encima de nosotros, a ambos lados del angosto callejón, aparecían sus rostros lechosos justo sobre los aleros de los edificios, como un leve resplandor contra las nubes del cielo y el inaudible caer de la lluvia plateada.

Azucé la montura hacia delante en un estruendo de pezuñas arañando y golpeando los adoquines. Arriba, las criaturas correteaban como ratas por los tejados. Sus voces se alzaban en un leve aullido que los mortales no podían escuchar.

Gabrielle dejó escapar un grito cuando vio sus pálidos brazos y piernas descendiendo los muros delante de nosotros; detrás, escuché el sordo rumor de sus pies sobre el empedrado.

—¡Adelante! —grité. Saqué la espada y la descargué sobre dos de las figuras harapientas, que habían saltado a interceptarnos el paso—. ¡Apartaos de mi camino, condenadas criaturas! —exclamé, escuchando sus gritos a mis pies.

Por un instante, observé unos rostros angustiados. Los que nos acechaban arriba desaparecieron y los que llevábamos detrás parecieron cejar en su empeño. Continuamos adelante rápidamente, poniendo metros entre nosotros y nuestros perseguidores, hasta que llegamos a la desierta Place de Grève.

Sin embargo, las criaturas se estaban reagrupando en los alrededores de la plaza, y esta vez pude captar sus pensamientos inteligibles. Una de ellas preguntaba qué poder era aquél que poseíamos y por qué debían tener miedo: otra insistía en seguir acercándose a nosotros.

En aquel instante, una especie de fuerza surgió de Gabrielle; no me cupo ninguna duda de ello, pues vi claramente cómo retrocedían cuando ella les lanzó su mirada mientras cerraba la mano en la empuñadura de su espada.

—¡Detente, mantenles a distancia! —me masculló en un susurro—. Esas criaturas están aterrorizadas.

De inmediato, la oí soltar una maldición, pues, volando hacia nosotros desde las sombras del Hôtel Dieu, venían por lo menos seis más de aquellos pequeños demonios, con sus delgadas extremidades blancas apenas cubiertas por harapos, el cabello al viento y unos horribles gemidos surgiendo de sus bocas. Los recién aparecidos instigaron a los demás, y la malevolencia que nos rodeaba se hizo más y más intensa.

El caballo se encabritó y casi nos arrojó al suelo. Las criaturas le estaban ordenando detenerse, igual que yo le mandaba seguir adelante.

Tomé a Gabrielle por la cintura, salté del caballo y corrí a toda velocidad hasta la puerta de Notre Dame.

Un horrible barboteo irónico se alzó silencioso en mis oídos, lleno de gemidos y de gritos y de amenazas:

—¡No te atreverás! ¡No lo harás!

Una malevolencia como el calor de un alto horno se abrió sobre nosotros mientras sus pies nos cercaban, arrastrándose y chapoteando. Noté cómo sus manos luchaban por asir mi espada y mi capa.

Sin embargo, yo estaba seguro de lo que sucedería cuando alcanzáramos la iglesia. Con un último esfuerzo, empujé a Gabrielle delante de mí y juntos cruzamos las puertas del pórtico de la catedral para ir a caer en sus losas cuan largos éramos.

Gritos. Unos gritos secos y horribles alzándose en el aire y luego un gran tumulto, como si la turba entera hubiera sido dispersada por un cañonazo.

Me incorporé trabajosamente, riéndome de las criaturas. No obstante, no me quedé a oír más tan cerca de la puerta. Gabrielle estaba también ya en pie y tiraba de mí; juntos, nos internamos corriendo en la nave en sombras, pasando un arco tras otro hasta llegar cerca de las mortecinas velas del santuario. Allí buscamos un rincón oscuro y vacío junto al altar lateral y nos arrodillamos codo con codo.

—¡Igual que los condenados lobos! —exclamé—. ¡Una maldita emboscada!

—Chist, cállate un momento —ordenó Gabrielle, asiéndose a mí—. O mi corazón inmortal estallará.

9

Después de un largo rato, noté que se ponía tensa, con el rostro vuelto hacia la plaza.

—No pienses en Nicolas —me dijo—. Están esperando ahí fuera y nos oyen. Escuchan todo lo que pasa por nuestras mentes.

—¿Pero qué están pensando? —susurré—. ¿Qué está pasando por las suyas?

Pude darme cuenta de su concentración.

La estreché contra mí y miré hacia la luz plateada que entraba de las lejanas puertas abiertas. Ahora, también yo podía oír a las criaturas, aunque sólo captaba un apagado murmullo que procedía de la jauría reunida allí fuera.

Sin embargo, mientras contemplaba la lluvia, se adueñó de mí la sensación de paz más absoluta. Resultaba casi sensual. Me pareció que podíamos rendirnos a aquellos seres, que era estúpido seguir resistiéndose a ellos. Todo se resolvería si, simplemente, salíamos y nos entregábamos a ellos. No torturarían a Nicolas, a quien tenían en su poder; no le arrancarían los miembros uno a uno.

Vi a Nicolas en sus manos. Sólo llevaba los calzones y la camisa, pues le habían quitado la levita. Y escuché sus gritos mientras le descoyuntaban los brazos. Grité «¡No!», y me llevé la mano a la boca, para no llamar la atención de los mortales que ocupaban la iglesia.

Gabrielle alzó la mano y me rozó los labios con los dedos.

—No sé lo que están haciendo —dijo en un susurro—. Sólo es una amenaza. No pienses en él.

—Entonces, todavía está vivo —cuchicheé.

—Eso quieren hacernos creer. ¡Escucha!

Surgió de nuevo la sensación de paz, la invitación —sí, eso era— de unirnos a ellos, la voz diciendo: «Salid de la iglesia. Rendíos a nosotros, os acogeremos y no os haremos ningún daño si salís».

Me volví hacia la puerta y me puse en pie. Gabrielle me imitó con gesto nervioso, haciéndome una nueva advertencia con la mano. Su cautela era tal que parecía no querer ni siquiera dirigirme la palabra mientras mirábamos el gran arco de luz plateada.

«Estás mintiéndonos», dije mentalmente. «¡No tienes ningún poder sobre nosotros!». Era una arrasadora corriente de desafío que se agitaba a través de la lejana puerta. «¿Rendirnos a vosotros? Si lo hacemos, ¿qué os impedirá retenernos a los tres? ¿Por qué habríamos de salir? Dentro de la iglesia estamos a salvo: podemos escondernos en sus sepulcros más profundos. Podríamos cazar entre los fieles, beber su sangre en capillas y nichos tan habilidosamente que jamás nos descubrirían, mandando a nuestras víctimas a morir un rato después en la calle, confundidas y sin saber qué les había sucedido. ¿Qué haríais entonces, vosotros que ni siquiera podéis cruzar la puerta? Además, no creemos que tengáis a Nicolas. ¡Mostrádnoslo! Traedlo a la puerta para que hablemos».

Gabrielle estaba inmersa en un torbellino de confusión. Me miraba, desesperada por saber qué les estaba diciendo. Ella, en cambio, captaba claramente los pensamientos de las criaturas, cosa que a mí me resultaba imposible mientras les enviaba aquellos impulsos mentales.

Parecía que la intensidad de la voz se había reducido, pero no había cesado.

Y continuó como antes, como si yo no hubiera contestado y sólo fuera una salmodia que volvía a prometernos una tregua. Y ahora parecía hablar también de una sensación de éxtasis, de que todos los conflictos quedarían resueltos y desaparecerían en el inmenso placer de unirnos a ella y a las criaturas. La voz volvía a ser sensual y hermosa.

—¡Sois todos unos miserables cobardes! —exclamé. Esta vez pronuncié las palabras en voz alta para que Gabrielle pudiera oírlas también—. Traed a Nicolas a la iglesia.

El murmullo de las voces decreció en intensidad. Continué hablando, pero al otro lado de la puerta se hizo un silencio hueco como si muchas de las voces se hubieran retirado y sólo quedara ahora un par de ellas. A continuación, escuché unos leves y caóticos fragmentos de discusiones, unos indicios de rebelión.

Gabrielle entrecerró los ojos.

Se hizo un silencio total. Ahora sólo quedaban en el exterior de la iglesia algunos mortales que cruzaban la Place de Grève avanzando contra el viento. No me había pasado por la cabeza que las criaturas pudieran retirarse. ¿Qué podíamos hacer ahora para salvar a Nicolas?

Parpadeé. De pronto me sentía muy cansado, casi abrumado de desesperación, y me dije confusamente:

«¡Esto es ridículo, yo nunca me desespero! Eso les sucede a los otros, no a mí. Yo sigo luchando no importa lo que suceda. Siempre».

Y, en mi agotamiento y mi cólera, vi a Magnus saltando a la pira, y la mueca de su rostro antes de que las llamas le consumieran, reduciéndole a cenizas. ¿Era aquello producto de la desesperación?

La idea me paralizó. Me causó el mismo horror que cuando el hecho se había producido en la realidad. Y tuve la extrañísima sensación de que alguien más me estaba hablando de Magnus. ¡Por eso me había venido a la mente su recuerdo!

—Muy listo… —susurró Gabrielle.

—No hagas caso. Está jugando con nuestros propios pensamientos —le advertí.

Pero cuando dejé de mirarla para observar la puerta abierta que tenía detrás, vi aparecer una pequeña figura, perfectamente material. Pertenecía a un joven, no a un hombre maduro.

Deseé profundamente que fuera Nicolas, pero enseguida me di cuenta de que no era así. La figura era más baja que Nicolas, aunque de constitución más robusta. Y no era humana.

Gabrielle emitió un leve murmullo de asombro que, en aquel lugar, sonó casi como una oración.

La criatura no vestía como los hombres de la época, sino que llevaba una túnica con cinto, muy elegante, y medias en sus piernas bien torneadas. Las mangas, muy holgadas, le colgaban a los costados. En realidad, iba vestido como Magnus, y, por un instante, tuve la loca impresión de que éste había vuelto por algún arte de magia.

Una idea estúpida. La criatura era, como ya he dicho, un muchacho que llevaba el cabello largo y rizado. Le vi penetrar con paso resuelto y nada afectado en la catedral, a través de la luz plateada. Titubeó un instante, y, por la inclinación de la cabeza, me pareció que miraba hacia arriba. Después, se acercó a nosotros cruzando la nave sin que sus pies hicieran el menor ruido sobre las piedras.

Entró en el círculo de luz de los cirios del altar lateral en que nos hallábamos. Sus ropas de raso negro, hermosas en otra época, estaban desgastadas por el paso del tiempo y salpicadas de suciedad. Su rostro, en cambio, era radiante, pálido y perfecto, la imagen misma de un dios, de un Cupido pintado por Caravaggio, seductor y etéreo, con el cabello castaño rojizo y los ojos de color pardo oscuro.

Abracé a Gabrielle con más fuerza, al tiempo que miraba al joven. Nada me desconcertó tanto de aquella criatura inhumana como el modo como nos miraba. Estaba inspeccionando hasta el menor detalle de nuestras personas. Después extendió el brazo con mucha delicadeza y tocó la piedra del altar que tenía al lado. Contempló el altar, su crucifijo y sus santos y volvió a concentrar la mirada en nosotros.

A sólo unos metros de nosotros, nos contempló tiernamente, con una expresión que era casi sublime. Y surgió de los labios de aquella criatura la misma voz que había oído antes, invitándonos, incitándonos a entregarnos, insistiendo con indescriptible dulzura en que debíamos amarnos todos, él y Gabrielle, a quien no llamó por su nombre, y yo.

Había algo de infantil en su modo de enviarnos la invitación, allí plantado delante de nosotros.

Me mantuve firme ante él. Por puro instinto. Noté que mis ojos se volvían opacos como si se hubiera levantado un muro que cegara las ventanas de mis pensamientos. Y, pese a todo, sentí tales deseos de aquel ser, tales deseos de entregarme a él y de seguirle y de dejarme conducir por él, que todos mis anhelos del pasado parecían reducidos a la nada. La criatura era un absoluto misterio para mí, como lo había sido Magnus. Pero aquel ser, aquel joven, era indescriptiblemente hermoso y parecía guardar en su interior una profundidad y una complejidad infinitas, de las que Magnus había carecido.

La angustia de mi vida inmortal me atenazó. «Ven a mí», dijo la voz. «Ven a mí porque sólo yo y los que son como yo pueden poner fin a la soledad que sientes.» La voz tocó un pozo de inexpresable tristeza, sondeó las profundidades de la melancolía, y la garganta se me secó con un rígido nudo donde debía tener la voz. Y, pese a todo, me mantuve firme.

«Nosotros dos estamos juntos», repliqué, cerrando mi abrazo en torno a Gabrielle. Luego pregunté al ser: «¿Dónde está Nicolas?». Hice la pregunta y me concentré en ella, sin hacer caso a nada de cuanto oía o veía.

El joven se humedeció los labios; un gesto muy humano. Y, en silencio, se acercó aún más a nosotros hasta quedar a no más de dos palmos, sin dejar de mirarnos alternativamente. Entonces, nos habló con una voz muy diferente a una voz humana.

—Magnus —dijo. El tono era moderado, halagador—. ¿Se arrojó al fuego como dices?

—Nunca he dicho tal cosa —respondí. El sonido humano de mi propia voz me sobresaltó, pero me di cuenta de que se refería a mis pensamientos de unos minutos antes—. Es cierto, se arrojó a la hoguera —añadí.

¿Para qué engañar a nadie en ese detalle?

Traté de penetrar en su mente. Él se dio cuenta de que lo hacía y lanzó contra mí unas imágenes tan extrañas que solté un jadeo.

¿Qué era lo que había visto por un instante? No supe reconocerlo. El infierno y el paraíso, o ambos en uno, vampiros bebiendo sangre de las propias flores que colgaban de los árboles, pendulantes y palpitantes.

Sentí una oleada de disgusto. Era como si el ser hubiera penetrado en mis sueños más íntimos como un súcubo.

Pero se había detenido. Cerró ligeramente los ojos y bajó la mirada con una vaga expresión de respeto. Mi disgusto le dejaba atónito y abrumado. No había previsto tal respuesta, no había esperado tal… ¿tal qué? ¿Tal fuerza?

Eso era, y me lo estaba haciendo saber de un modo casi cortés.

Le devolví la cortesía: dejé que me viera en la estancia de la torre junto a Magnus y recordé las palabras de éste antes de arrojarse al fuego. Le permití conocer cuanto había sucedido allí.

Él asintió, y, cuando dije las palabras que Magnus había pronunciado, aprecié un ligero cambio en su rostro, como si su frente se alisara o toda su piel se estirase. Pero no me ofreció un conocimiento similar de sí mismo, en correspondencia.

Al contrario, para gran sorpresa mía, apartó la mirada de nosotros y la dirigió al altar mayor de la catedral. Pasó por delante de nuestra posición, ofreciéndonos la espalda como si no tuviera nada que temer de nosotros y nos hubiera olvidado por el momento.

Avanzó hacia el gran pasillo central y lo recorrió lentamente. No obstante, su modo de andar no parecía humano; se movía de una sombra a la siguiente con tal rapidez que parecía desvanecerse y reaparecer. En ningún momento quedaba visible a la luz. Y aquella multitud de almas congregada en la iglesia sólo tenía que verle fugazmente para que, al instante, se esfumara de nuevo.

Me maravilló su habilidad, pues de eso se trataba. Sentí curiosidad por comprobar si podía moverme como él y le seguí al coro. Gabrielle avanzó detrás de mí sin hacer el menor ruido.

Creo que a ambos nos resultó más sencillo de lo que habíamos imaginado. El joven, en cambio, quedó visiblemente sobresaltado cuando nos vio a su lado.

Y su propio desconcierto me permitió entrever por un momento su gran debilidad: su orgullo. Se sentía humillado por el hecho de que nos hubiéramos acercado a él con aquella rapidez y de que fuéramos capaces, al propio tiempo, de ocultarle nuestros pensamientos.

Pero lo peor estaba aún por llegar. Cuando se dio cuenta de que yo había captado aquello… cuando vio que lo había revelado durante una fracción de segundo… se sintió doblemente furioso. Un calor fulminante, que no era en absoluto calor, emanó de él.

Gabrielle emitió un pequeño chasquido de desdén. Sus ojos centellearon en los de él por un instante, en un destello de comunicación entre ellos que me excluía. El inhumano joven pareció de nuevo desconcertado.

Sin embargo, por dentro estaba librando una batalla aún mayor, que yo trataba de entender. Contempló a los fieles que le rodeaban, el altar y los símbolos del Todopoderoso y de la Virgen María que encontraba donde ponía la vista. Era un perfecto dios pagano sacado de Caravaggio. La luz jugaba en la dura palidez de sus facciones inocentes.

Luego me pasó el brazo por la cintura, deslizándolo bajo mi capa. Su contacto era muy extraño, muy dulce y seductor, y la belleza de su rostro era tan hipnotizadora que no me moví. Con el otro brazo, tomó por el talle a Gabrielle, y la visión de los dos juntos, ángel con ángel, me distrajo.

«Debéis venir», dijo.

—¿Por qué? ¿Adónde? —quiso saber Gabrielle. Noté una inmensa presión. El joven trataba de obligarme a caminar contra mi voluntad, pero no podía. Me planté en el suelo de losas y vi cómo se endurecía la expresión de Gabrielle al volverse hacia él. De nuevo, se hizo patente el asombro del extraño desconocido. Se puso hecho una furia y no pudo ocultárnoslo.

Así que había subestimado nuestra fuerza física igual que nuestra fuerza mental… Muy interesante.

—Debéis venir ahora —insistió, dirigiéndome toda la gran fuerza de su voluntad, que identifiqué con demasiada claridad como para dejarme engañar por ella—. Salid y mis seguidores no os harán daño.

—Nos estás mintiendo —repliqué—. Has enviado lejos a tus seguidores con la intención de hacernos salir antes de que vuelvan, porque no quieres que te vean abandonando la iglesia. ¡No quieres que sepan que puedes entrar en ella!

Gabrielle volvió a lanzar una de sus risas burlonas y despectivas.

Planté la mano en el pecho del extraño joven e intenté apartarle a un lado, pero descubrí que era tan fuerte como Magnus. Sin embargo, me negué a sentir temor.

—¿Por qué no quieres que te vean? —susurré, mirándole fijamente.

El cambio que experimentó resultó tan inesperado y espantoso que me descubrí conteniendo la respiración. Su rostro angelical pareció marchitarse, sus ojos se abrieron y en sus labios se formó una mueca de consternación. Todo su cuerpo se puso totalmente deformado como si intentara no rechinar los dientes ni apretar los puños.

Gabrielle se apartó de él y me eché a reír. No era mi intención hacerlo, pero no pude evitarlo. El aspecto del joven era aterrador, pero también resultaba muy divertido.

Con asombrosa rapidez, aquel horroroso espejismo —si de tal cosa se trataba— se desvaneció, y nuestro interlocutor recuperó su plácido aspecto anterior. Incluso volvió a mostrar la misma expresión sublime. Mediante un sostenido flujo de pensamientos, me hizo saber que me consideraba infinitamente más fuerte de lo que había supuesto en un principio, pero que las demás criaturas se asustarían al verle salir de la iglesia y que, por tanto, debíamos abandonar ésta enseguida.

—Mientes otra vez —susurró Gabrielle.

Y me di cuenta de que aquel ser tan orgulloso no nos perdonaría nada. ¡Que Dios amparara a Nicolas si no conseguíamos engañarle!

Di media vuelta, así de la mano a Gabrielle y echamos a andar por el pasillo hacia las puertas principales. Gabrielle miró al extraño ser y luego volvió los ojos hacia mí con aire inquisitivo y el rostro tenso y pálido.

—Paciencia —susurré.

Al mirar atrás vi al joven lejos de nosotros, de espaldas al altar principal, contemplándonos con unos ojos tan enormes que su aspecto me pareció horrible, repulsivo y fantasmal.

Cuando llegué al vestíbulo de la catedral, emplacé a las otras criaturas con toda la fuerza de mi mente y, al tiempo que lo hacía, murmuré las palabras entre dientes para que Gabrielle supiera qué estaba haciendo yo. Invité a las criaturas a regresar y entrar en el recinto sagrado si lo deseaban, les dije que nadie ni nada les haría daño y que su líder estaba ya en el interior, junto al altar mayor, absolutamente ileso.

Repetí las palabras en voz más alta, insistiendo en la invitación con mis pensamientos, y Gabrielle se sumó a mis esfuerzos repitiendo las frases al unísono conmigo.

Noté que el joven se acercaba a nosotros desde el altar mayor, hasta que, de pronto, le perdí la pista. No me di cuenta del momento en que reaparecía detrás de nosotros.

De improviso, se materializó a mi lado y, al tiempo que arrojaba al suelo a Gabrielle, me agarró e intentó levantarme del suelo para lanzarme fuera de la iglesia.

Me resistí a ello, y, repasando desesperadamente cuanto podía recordar de Magnus —su rara manera de andar y los extraños movimientos de la fantasmal figura—, logré lanzarle, no al suelo como sucedería con un sólido y pesado mortal, sino directamente por los aires.

Como ya sospechaba, el extraño ser salió despedido en un salto mortal, estrellándose contra la pared.

Los humanos mortales se agitaron en los bancos. Vieron un movimiento y escucharon unos ruidos, pero el causante ya había desaparecido una vez más. En cuanto a Gabrielle y a mí, en la penumbra no nos distinguíamos de otros jóvenes caballeros.

Hice un gesto a Gabrielle para que se apartara de donde estaba. El joven reapareció entonces, embistiendo directamente hacia mí, pero me di cuenta de lo que iba a suceder y salté a un lado.

A unos cinco metros de mí, caído en el suelo, le vi mirarme con auténtico temor reverencial, como si yo fuera un dios. Sus largos cabellos castaños rojizos estaban revueltos y me contemplaba con sus enormes ojos pardos abiertos como platos. Y, pese a la dulce inocencia de sus facciones, sus pensamientos volvían a volcar sobre mí un ardiente chorro de órdenes, diciéndome que yo era débil, imperfecto y estúpido, y que sus seguidores me arrancarían los miembros uno a uno tan pronto reaparecieran. Capté imágenes de Nicolas y amenazas de que asarían a mi joven amante a fuego lento hasta la muerte.

Solté una carcajada en silencio. Aquello era tan ridículo como las peleas en la vieja Commedia dell’arte.

Gabrielle pasaba la mirada alternativamente de uno a otro.

Envié nuevas invitaciones a los demás, y esta vez, cuando lo hice, les oí responder, curiosos e inquisitivos.

—Entrad en la iglesia —repetí una y otra vez, incluso cuando su líder se levantó y volvió a cargar contra mí con una rabia ciega y torpe.

Gabrielle le sujetó al mismo tiempo que yo, y, entre los dos, le redujimos hasta inmovilizarle.

En un momento de absoluto terror para mí, trató de clavarme los colmillos en el cuello. Vi sus ojos redondos y vacíos mientras los afilados colmillos quedaban al descubierto al retirar los labios. Le repelí de un empujón y volvió a desvanecerse.

Advertí que las demás criaturas se estaban acercando.

—¡Vuestro líder está aquí dentro! ¡Comprobadlo! —les grité—. Y cualquiera de vosotros puede penetrar también en la iglesia. No sufriréis daño alguno.

Oí un grito de advertencia de Gabrielle. Demasiado tarde. Se alzó ante mí como si surgiera del propio suelo y me golpeó en la mandíbula, llevando mi cabeza hacia atrás de modo que mis ojos miraron el techo de la iglesia. Y, antes de que pudiera recuperarme, descargó un golpe preciso en mitad de mi espalda que me envió por los aires a través de la puerta abierta hasta las piedras de la plaza.