1

Debían de ser las tres de la madrugada; había oído entre sueños las campanas de la iglesia.

Y, como todos los hombres juiciosos de París, teníamos la puerta atrancada y la ventana cerrada con pestillo. No era muy recomendable en una habitación con un hogar de carbón, pero el tejado estaba a un paso de nuestra ventana. Y estábamos a salvo.

Soñaba con los lobos. Me hallaba en la montaña, rodeado, y volteaba sobre mi cabeza la vieja maza medieval. Luego, los lobos ya estaban muertos otra vez y el sueño se hacía mejor, sólo que me quedaban aún todos aquellos kilómetros que recorrer por la nieve. Mi yegua relinchaba en la nieve. La montura se convirtió en un insecto repulsivo medio aplastado en el suelo de piedra.

Lánguida y susurrante, una voz dijo «Matalobos» en un murmullo que era a la vez una invitación y un homenaje.

Abrí los ojos. O creí hacerlo. Y había alguien de pie en mitad de la estancia. Era una figura alta, encorvada, situada de espaldas al pequeño hogar, en el cual aún brillaban las ascuas cuyo resplandor recortaba claramente la silueta de la figura antes de difuminarse, dejando en sombras sus hombros y su cabeza. Sin embargo, comprendí que tenía ante mí el rostro blanco que había visto entre el público del teatro; y mi mente, receptiva y penetrante, advirtió que la estancia estaba cerrada por dentro, que Nicolas dormía a mi lado y que la figura estaba de pie al lado de nuestra cama.

Escuché la respiración de Nicolas y fijé la mirada en el rostro blanco.

«Matalobos», repitió la voz, aunque los labios de la figura no se habían movido. El misterioso intruso se acercó aún más y aprecié que el rostro no era ninguna máscara. Unos ojos negros, unos rápidos y calculadores ojos negros, y una piel muy blanca. Y advertí entonces que despedía un hedor insoportable, como el de un montón de ropa pudriéndose en una habitación húmeda.

Creo que me incorporé. O tal vez fui levantado, pues en un abrir y cerrar de ojos me encontré de pie. Mi mente estaba ya muy despierta y retrocedí hasta topar con la pared.

La misteriosa figura tenía mi capa roja en las manos. Desesperado, recordé la espada, las pistolas. Estaban en el suelo, debajo de la cama. Entonces, el desconocido arrojó la capa hacia mí y, a través del terciopelo forrado de piel, noté cómo su mano se cerraba en la solapa de mi vestimenta.

Me vi arrastrado hacia delante. Sin tocar con los pies en el suelo, fui llevado al otro extremo de la habitación. Llamé a gritos a Nicolas. «¡Nicolas, Nicolas!», grité con todas mis fuerzas. Vi la ventana entreabierta y, de pronto, el cristal estalló en mil pedazos y el marco de madera quedó hecho astillas. Al instante, me encontré volando sobre la calleja, a una altura de seis pisos sobre el suelo.

Volví a gritar y lancé puntapiés contra aquel ser que me transportaba. Atrapado en la capa roja, me contorsioné para tratar de soltarme.

Sin embargo, estábamos volando sobre los tejados y, en ese instante, remontábamos la lisa superficie de una pared de ladrillo. Yo iba colgado del brazo del extraordinario ser. De pronto, sin el menor aviso, mi captor me soltó en la azotea de un edificio muy elevado.

Permanecí un momento tendido en la azotea, contemplando París que se extendía ante mí en un gran círculo: la nieve blanca, los sombreretes de las chimeneas, los campanarios de las iglesias y el cielo encapotado. Luego me incorporé, tropecé con la capa forrada, y eché a correr. Llegué hasta el borde de la azotea y miré abajo. No vi más que una caída a pico de decenas de metros y, cuando me asomé por el otro lado después de una nueva carrera, encontré exactamente lo mismo. ¡Y estuve a punto de caerme!

Me volví, desesperado y jadeante. El ser y yo estábamos en lo alto de una torre cuadrada, separados por apenas quince metros. No distinguí ningún edificio más alto en ninguna dirección. La extraña figura me observaba sin moverse y le oí emitir por lo bajo una ronca risotada que me recordó el susurro anterior.

—Matalobos —repitió una vez más.

—¡Maldito! —grité yo—. ¿Quién diablos eres?

En un acceso de rabia, me lancé contra él con los puños por delante.

El ser no se movió. Cuando le golpeé, fue como hacerlo en un muro de ladrillo. Salí literalmente rebotado, resbalé en la nieve, me incorporé como pude y volví a la carga.

Sus risas se hicieron más y más estentóreas, deliberadamente burlonas pero con un considerable aire de satisfacción y placer que resultaba aún más exasperante que el escarnio. Corrí hasta el borde de la torre y luego me volví de nuevo hacia el misterioso ser.

—¿Qué quieres de mí? —pregunté—. ¿Quién eres?

Al comprobar que sólo me respondía con aquellas irritantes risotadas, volví al asalto contra él. Esta vez, sin embargo, me lancé a por su rostro y su cuello; convertí mis manos en un par de zarpas y logré echarle hacia atrás la capucha, poniendo al descubierto sus negros cabellos y la forma y aspecto plenamente humanos de su cabeza. Y una piel blanda. Sin embargo, mi raptor se mostró tan impertérrito como anteriormente.

Luego retrocedió un paso, alzó los brazos y se puso a jugar conmigo, a sacudirme hacia delante y hacia atrás como haría un hombre con un niño pequeño. Con movimientos demasiado rápidos para mis ojos, apartó su rostro de mí volviéndolo a un lado y a otro. Efectuaba sus gestos sin aparente esfuerzo, mientras yo, frenético, trataba de golpearle sin lograr otra cosa que notar su piel blanca y blanda resbalando bajo mis dedos. Un par de veces, quizá, conseguí apenas rozar su fino cabello negro.

—Mi pequeño, valiente y fuerte Matalobos —me dijo entonces con una voz más sonora y profunda.

Me detuve, jadeante y bañado en sudor, le miré y contemplé con detalle sus facciones, los marcados detalles de su rostro que sólo había visto fugazmente en el teatro, la sonrisa de bufón que formaban sus labios.

—¡Oh, Dios, ayúdame, ayúdame…! —exclamé, al tiempo que retrocedía. Me parecía imposible que un rostro así pudiera moverse, mostrar expresiones, mirarme con el afecto que lo hacía—. ¡Dios santo!

—¿Qué dios es ése, Matalobos? —preguntó el ser.

Le di la espalda y emití un terrible rugido. Noté que sus manos se cerraban sobre mis hombros como tenazas de metal forjado y, cuando inicié un último intento frenético de resistirme, me dio la vuelta hasta dejar mi rostro justo ante sus ojos, grandes y oscuros. Tenía los labios cerrados, pero había en ellos una débil sonrisa y, de pronto, inclinó la cabeza sobre mí y noté que sus dientes se hundían en mi cuello.

Surgiendo de los cuentos infantiles, de las antiguas historias, el nombre me vino a la mente como si algo largo tiempo sumergido en aguas oscuras apareciera de nuevo en la superficie y se asomara libre a la luz.

—¡Un vampiro!

Lancé un último grito frenético, e intenté rechazar al ser con todo cuanto podía.

Luego cayó el silencio. La quietud.

Advertí que aún estábamos en la azotea. Noté que la criatura me sostenía en sus brazos. Sin embargo, me dio la impresión de que habíamos ascendido, que nos habíamos vuelto ingrávidos, que viajábamos de nuevo por la oscuridad aún más fácilmente que como lo habíamos hecho antes.

—Sí, sí —quise decir—. Exacto.

Y a mi alrededor retumbaba un gran ruido que me envolvía, tal vez el sonido profundo de un gran gong, golpeando con mucha parsimonia y un ritmo perfecto; un sonido que me inundaba y recorría mi cuerpo haciéndome sentir el placer más extraordinario. Moví los labios, pero no salió de ellos sonido alguno. Con todo, en realidad no importaba. Todo cuanto siempre había deseado decir estaba claro para mí; eso, y no que fuera expresado en palabras, era lo importante. Y había muchísimo tiempo; tenía muchísimo tiempo para decir y hacer lo que fuera. No tenía la menor sensación de premura.

Éxtasis. Dije la palabra y ésta me pareció clara, aunque era incapaz de hablar ni de mover realmente los labios. Y me di cuenta de que había dejado de respirar. Sin embargo, algo seguía haciéndome respirar. Algo estaba respirando por mí y tomaba y expulsaba el aire al ritmo del gong que nada tenía que ver con mi cuerpo, y me encantó aquel ritmo, el modo en que sonaba una vez y otra, y no tener ya que respirar, ni hablar, ni saber nada.

Mi madre me sonreía y le dije: «Te quiero», y ella me respondió: «Sí, siempre te he amado, siempre…». Y me vi sentado en la biblioteca del monasterio cuando tenía doce años, y el monje me decía: «un gran erudito», y yo abría los libros y podía leerlos todos, en latín, en griego o en francés. Las letras capitales ilustradas eran de una belleza indescriptible y me volví de cara al público del teatro de Renaud y vi a todos los espectadores de pie, y una mujer apartó de su rostro su abanico pintado y era María Antonieta. «Matalobos», murmuró, y apareció Nicolas corriendo hacia mí y gritándome que volviera. Su rostro estaba lleno de angustia. Llevaba el cabello suelto y los ojos inyectados de sangre. Trató de alcanzarme y le dije: «¡Nicolas, apártate de mí!», y advertí con dolor, con sumo dolor, que el sonido del gong iba desvaneciéndose.

Grité, supliqué: «No te detengas, por favor, por favor. No quiero… no… por favor…».

—Lelio, el Matalobos —dijo el ser, que me sostenía en sus brazos.

Yo lloraba porque el hechizo se estaba rompiendo.

—No, no…

Me sentí pesado otra vez, el cuerpo había vuelto a mí con sus dolores y achaques y con mis gritos sofocados, y me vi alzado, arrojado hacia arriba hasta caer sobre el hombro del ser. Noté su brazo en torno a mis rodillas.

Quise rogarle a Dios que me protegiera, quise pedírselo con cada partícula de mi ser, pero no pude pronunciar la súplica y de nuevo vi a mis pies la calleja, el vacío de decenas de metros y toda la ciudad de París inclinada en un ángulo imposible, y la nieve y el viento cortante.

2

Estaba despierto y muy sediento.

Deseaba una gran cantidad de vino blanco muy frío, tal como está cuando se trae de la bodega en otoño. Me apetecía comer algo fresco y dulce, como una manzana madura elegida entre muchas de una cesta.

Abrí los ojos y supe que era la última hora de la tarde. La luz podría haber sido la de un amanecer, pero había transcurrido demasiado tiempo para que lo fuera. Era por la tarde.

Y, al otro lado de una amplia ventana de piedra cerrada con gruesos barrotes, vi bosques frondosos y colinas cubiertas de nieve y, a lo lejos, la enorme serie de tejados y torres que constituía la ciudad. No había vuelto a ver una panorámica como aquélla desde el día de mi llegada en la diligencia. Cerré los ojos, pero la panorámica siguió ante mi mente, como un sueño.

No obstante no era ninguna visión imaginaria. La vista era real. Y la habitación estaba caldeada pese a la ventana abierta. El olfato me decía que en la estancia había habido un fuego, aunque ahora ya estaba apagado.

Traté de razonar, pero no pude dejar de pensar en el vino blanco frío y en las manzanas de la cesta. Pude ver las manzanas, me noté cayendo de las ramas del árbol y olí a mi alrededor la hierba fresca recién cortada.

El sol resultaba cegador sobre los verdes campos. Brillaba en el cabello castaño de Nicolas y en la laca oscura del violín. La música se elevaba hasta las nubes de suave algodón. Y, recortadas contra el cielo, vi las almenas del castillo de mi padre.

Almenas. Abrí los ojos de nuevo.

Y supe que estaba tendido en el suelo de una habitación, en una torre elevada a varios kilómetros de París.

Y justo delante de mí, sobre una tosca mesilla de madera, había una botella de vino blanco frío, precisamente tal como lo había soñado.

Permanecí un largo rato mirándola, contemplando las gotitas de vapor condensado que la cubrían, y me pareció imposible poder extender la mano y beber de ella.

Jamás había conocido la sed que ahora sufría. Todo mi cuerpo estaba sediento. Y me sentía muy débil. Y empezaba a notar un poco de frío.

Cuando me moví, la habitación lo hizo conmigo. El cielo relucía en la ventana.

Y cuando al fin logré asir la botella y quitarle el tapón, aspiré su aroma acre y delicioso y bebí un trago tras otro, sin parar, sin preocuparme por lo que pudiera sucederme, ni por dónde me encontraba ni por qué habían dejado allí la botella.

Cuando eché de nuevo la cabeza hacia delante, la botella estaba casi vacía, y la ciudad, a lo lejos, se difuminaba en el cielo dejando tras sí un pequeño mar de luces.

Me llevé las manos a la cabeza.

El lecho donde había estado durmiendo no era más que una losa con un poco de paja encima y, poco a poco, fui haciéndome a la idea de que estaba en una especie de cárcel.

Pero el vino… Era demasiado bueno para una cárcel: ¿quién le daría un vino así a un prisionero? Salvo, naturalmente, que estuvieran a punto de ejecutarle.

Otro aroma llegó entonces a mí, intenso y embriagador, y tan delicioso que me hizo exhalar un suspiro. Miré a mi alrededor, o, más bien, traté de hacerlo, pues estaba como demasiado débil para moverme. Sin embargo, la fuente de aquel aroma estaba cerca de mí, y era un gran tazón de caldo de ternera. El caldo estaba acompañado de pedazos de carne, y observé el vapor que se alzaba de él. Todavía estaba caliente.

Tomé enseguida el tazón en mis manos y engullí su contenido con la misma voracidad y precipitación con que había bebido el vino.

Saboreé aquel suculento y sustancioso caldo, más bien salado como si nunca hubiera comido nada semejante, y, cuando el tazón quedó vacío, me eché de nuevo sobre la paja, saciado y casi empachado.

Me pareció que algo se movía en la oscuridad, cerca de mí, pero no estuve seguro. Escuché un tintineo de cristales.

—Más vino —me dijo una voz.

Y la reconocí.

Poco a poco, fui recordándolo todo. El ascenso por las paredes, la pequeña azotea cuadrada, la cara blanca y sonriente.

Por unos instantes pensé que no, que era imposible, que debía de haber sido una pesadilla. Pero no era así. Había sucedido realmente, y, de repente, recordé el éxtasis, el sonido del gong: me entró un vahído como si fuera a perder el sentido otra vez.

Logré controlarme. No permitiría que tal cosa sucediera. Y me atenazó un miedo tal que no osé hacer el menor movimiento.

—Más vino —repitió la voz.

Cuando volví ligeramente la cabeza, descubrí una nueva botella, aún por descorchar pero a mi disposición, recortada contra el luminoso resplandor que se colaba por la ventana.

Me entró de nuevo la sed, y, esta vez, aumentada por la sal del caldo. Me sequé los labios, tomé la botella y bebí otra vez.

Recostado contra el muro de piedra, luché por ver algo en las sombras, casi temiendo lo que sabía que encontraría.

Por supuesto, para entonces estaba ya muy ebrio.

Vi la ventana, la ciudad, la mesilla. Y, cuando mis ojos recorrieron lentamente los rincones en sombras de la estancia, le vi a él en un rincón.

Ya no llevaba su capa negra con capucha, y no estaba sentado o de pie como haría un hombre, sino que más bien descansaba, al parecer, encorvado sobre el grueso marco de piedra de la ventana, con una rodilla ligeramente doblada hacia ella, y la otra pierna, larga y delgada, extendida hacia el otro lado. Los brazos parecían colgarle a los costados.

La impresión general que producía era como de algo fláccido y carente de vida, aunque sus facciones seguían tan animadas como la noche anterior. Los enormes ojos negros que parecían estirar la blanca carne en profundas arrugas, la nariz larga y afilada, la sonrisa de bufón en la boca. Allí estaban los colmillos, rozando los labios carentes de color, y el cabello, una masa reluciente de negro y plata que surgía sobre su blanca frente y le caía sobre los hombros y hasta los brazos.

Creo que se echó a reír.

Yo estaba paralizado de terror. Era incapaz incluso de gritar.

La botella de vino se me había escapado de entre los dedos y rodaba por el suelo. Cuando traté de moverme hacia delante, de recobrar el control y hacer de mi cuerpo algo más que un saco torpe y borracho, sus piernas delgadas y larguiruchas cobraron vida de repente.

El ser avanzó hacia mí.

No grité. Emití un ronco rugido de furia y terror y salté del lecho, tropezando con la mesilla y huyendo de él lo más deprisa que pude.

Pero él me atrapó con sus largos dedos blancos, tan fríos y fuertes como lo habían sido la noche anterior.

—¡Suéltame, maldito, maldito, maldito! —exclamé balbuceando. La razón me dijo que le suplicara y lo intenté—. Me iré sin más, por favor. Déjame salir de aquí. Tienes que hacerlo. Déjame ir.

Acercó a mí su rostro enjuto y macilento, con los labios abiertos al máximo en sus pálidas mejillas, y soltó una risotada ronca y estentórea que pareció interminable. Me debatí en inútiles empujones, suplicándole de nuevo y balbuciendo tonterías y disculpas, y finalmente grité: «¡Ayúdame, Dios mío!». En ese instante, me tapó la boca con una de sus manos monstruosas.

—Basta, no vuelvas a decir eso en mi presencia, Matalobos, o te arrojaré a los lobos del infierno para que den cuenta de ti —dijo con una sonrisa despectiva—. ¿Hummm? Responde. ¿Hummm?

Asentí y cedió un poco su presión.

Su voz tuvo un pasajero efecto tranquilizador. Al hablar, el ser parecía capaz de razonar. Sonaba casi refinado.

Levantó las manos y me acarició la cabeza mientras yo me encogía.

—El sol en el cabello —susurró— y el cielo azul fijado para siempre en los ojos.

Casi parecía meditabundo mientras me observaba. Su aliento no olía a nada, y creo que tampoco su cuerpo. El hedor a moho procedía de sus ropas.

No me atreví a moverme, aunque ya no me sujetaba. Contemplé sus ropas: una desgastada camisa de seda de mangas anchas y frunces en el cuello, polainas de lana peinada y unos calzones raídos.

En suma, su indumentaria era la de un hombre de siglos atrás. Yo había visto ropas como aquéllas en algunos tapices de mi casa, y en los cuadros de Caravaggio y de La Tour que colgaban en los aposentos de mi madre.

—Eres perfecto, mi Lelio, mi Matalobos —dijo el ser abriendo su gran boca hasta permitirme ver otra vez sus blancos y afilados colmillos.

Eran los únicos dientes que tenía.

Me estremecí y advertí que estaba cayendo al suelo.

Pero él me levantó fácilmente con un brazo y me dejó con suavidad en el lecho.

Mientras levantaba la vista hacia su rostro, mi mente repetía ardientemente una oración: «Dios mío, ayúdame; Virgen Santa, ayúdame, ayúdame, ayúdame».

¿Qué era lo que tenía ante mí? ¿Qué era lo que había visto la noche anterior? Aquella cosa sonriente era la máscara de la vejez, agrietada por las profundas marcas del paso del tiempo y, a la vez helada y tan dura y firme como sus manos. Aquello no era un ser viviente. Era un monstruo. Un vampiro. ¡Eso era, un muerto salido de la tumba y dotado de inteligencia, que se alimentaba chupando sangre!

Y sus piernas, ¿por qué me producían tal horror? El ser tenía aspecto humano, pero no se movía como un hombre. No parecía importarle si caminaba o gateaba, si se inclinaba o se arrodillaba. Me daba asco, pero, al mismo tiempo, me fascinaba. Tuve que reconocerlo: me fascinaba. Pero me hallaba en una situación demasiado peligrosa como para permitirme un estado mental tan extraño.

El ser soltó una profunda risotada, con las rodillas muy separadas, apoyando los dedos en mis mejillas al tiempo que efectuaba un gran arco encima de mí.

—¡Sí, querido, cuesta mucho mirarme! —dijo. Su voz seguía siendo un susurro y hablaba en largos jadeos—. Ya era viejo cuando me hicieron. Y tú, Lelio mío, muchacho de ojos azules, eres perfecto. Aún resultas más hermoso sin las luces del escenario.

La mano blanca y de largos dedos jugueteó de nuevo con mi cabello, levantando mechones y dejándolos caer mientras lanzaba un suspiro.

—No llores, Matalobos —añadió—. Eres un elegido y tus deslucidos triunfos en esa Casa de Tespis no serán nada cuando la noche llegue a su fin.

Y, de nuevo, estalló en aquellas roncas risotadas.

No tuve ninguna duda, al menos en ese instante, de que aquel ser era un enviado del diablo, que Dios y el diablo existían, de que más allá del vacío que había conocido hacía apenas unas horas se extendía aquel vasto mundo de seres oscuros y terribles amenazas en el cual, de algún modo, había sido engullido.

Me vino a la cabeza con toda claridad que estaba recibiendo el castigo por la vida que había llevado, pero tal cosa parecía absurda. En todo el mundo, millones de personas pensaban como yo. ¿Por qué, entonces, todo aquello me estaba sucediendo a mí? Y una siniestra posibilidad empezó a tomar forma, imparable: que el mundo no tuviera más sentido que antes y que todo aquello no fuera más que otro horror…

—¡En el nombre de Dios, vete! —grité.

Era preciso que creyera en Dios en aquel momento. Era preciso. Era él la última esperanza. Me apresuré a santiguarme.

El ser me miró por un instante con los ojos llenos de rabia. Pero permaneció callado.

Me vio hacer la señal de la Cruz. Me escuchó invocar a Dios una y otra vez.

Y se limitó a sonreír, convirtiendo su rostro en una perfecta máscara de la comedia en el arco del proscenio de cualquier teatro.

Yo continué con mis sollozos, espasmódicos como los de un niño.

—Entonces, el diablo reina en el cielo, y el paraíso es el infierno —le dije—. ¡Oh, Dios, no me abandones…!

Invoqué a todos los santos de los que había sido devoto en algún momento. El ser me cruzó la cara con un fuerte golpe. Rodé a un costado y estuve a punto de caer del lecho al suelo. La estancia empezó a dar vueltas. El sabor amargo del vino me volvió a la boca. Y volví a notar los dedos en mi cuello.

—Sí, Matalobos, lucha —murmuró—. No te vayas al infierno sin presentar batalla. Búrlate de Dios.

—¡No me burlo de él! —protesté.

Una vez más, me atrajo hacia él. Y yo me resistí, luchando como no lo había hecho en mi vida, ni siquiera con los lobos. Le golpeé, le tiré del cabello, le di patadas, pero su fuerza era tal que fue como luchar contra las gárgolas animadas de una catedral. Y no dejó de sonreír.

Después, se borró de su rostro toda expresión. El rostro pareció hacérsele muy largo. Tenía las mejillas hundidas y los ojos muy abiertos y casi curiosos. Entonces abrió la boca, con el labio inferior contraído. Vi los colmillos.

—¡Maldito, maldito, maldito seas!

Yo rugía y gritaba. Él se acercó todavía más y sus dientes se hundieron en mi carne.

«Esta vez no —me dije enfurecido—, esta vez no. No lo sentiré. Resistiré. Esta vez lucharé por salvar mi alma».

Pero empezó a suceder de nuevo.

La dulzura, y la suavidad, y el mundo muy lejos, e incluso él, con toda la repulsión que me provocaba, curiosamente ajeno a mí, como un insecto pegado al otro lado de un cristal que no nos produce asco porque no puede tocarnos, y el sonido del gong, y el exquisito placer.., y luego me perdí por completo. Era incorpóreo y el placer era incorpóreo. No era otra cosa que placer. Me envolví en una red de sueños radiantes.

Vi una catacumba, un lugar frío y húmedo. Y un ser, un vampiro blanco, despertando en una tumba poco profunda. Estaba atado con pesadas cadenas e, inclinado sobre él, vi aquel monstruo que me había secuestrado; y supe que su nombre era Magnus y que, en aquel sueño, todavía era un mortal, un gran y poderoso alquimista que había desenterrado y atado aquel vampiro adormilado justo antes de la hora crucial de la puesta del sol.

Y en aquel instante, mientras la luz iba desvaneciéndose en el firmamento, Magnus bebió de su impotente prisionero la sangre mágica y maldita que le convertiría en uno de los muertos vivientes. El traidor había perpetrado el robo de la inmortalidad. Un oscuro Prometeo robando un fuego luminiscente. Risas en las tinieblas. Risas resonando en las catacumbas. Repitiéndose con el eco de los siglos. Y el hedor de la tumba. Y el éxtasis, absolutamente insondable e irresistible, desvaneciéndose progresivamente poco a poco hasta desaparecer.

Yo estaba llorando. Tendido en la paja, musité:

—Por favor, que no pare…

Magnus había dejado de sujetarme y yo volvía a respirar por mí mismo, y los sueños se habían borrado. Caí y caí mientras la noche estrellada se alzaba como un velo púrpura intenso de joyas a él adheridas.

—Muy ingenioso eso. Yo había creído que el cielo era… real.

El frío aire invernal penetraba un poco en la estancia. Noté mi rostro bañado en lágrimas. ¡Me torturaba la sed!

Y lejos, muy lejos de mí, Magnus estaba de pie observándome, con las manos colgando fláccidas junto a sus delgados muslos.

Intenté moverme. Estaba loco de sed. Todo mi cuerpo necesitaba beber.

—Estás muriendo, Matalobos —oí decir a Magnus—. La luz de tus ojos azules se está apagando como si todos los días de verano hubieran terminado…

—No, por favor…

La sed resultaba insoportable. Yo tenía la boca abierta y la espalda arqueada. Y allí estaba por fin el horror último, la propia muerte, en aquella forma.

—Pide, hijo —sugirió él. Su rostro había dejado de ser una máscara sonriente, totalmente transfigurado en una expresión compasiva. En aquel momento parecía casi humano; su vejez resultaba casi natural—. Pide y recibirás —añadió.

Vi correr el agua por todos los arroyos de montaña de mi infancia.

—Ayúdame, por favor.

—Yo te daré el agua de todas las aguas —me susurró al oído, y me pareció que su piel no era del todo blanca.

Sólo era un hombre viejo, sentado allí a mi lado. Su rostro era realmente humano, y hasta un poco triste.

Pero al observar su sonrisa y verle enarcar las cejas en una mueca de curiosidad, supe que me equivocaba. Aquel ser no era humano. Era el mismo monstruo de siempre, ¡sólo que ahora estaba lleno con mi sangre!

—El vino de todos los vinos —susurró—. Éste es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre.

Y, con esto, sus brazos me rodearon. Me atrajo hacia sí y noté que emanaba de él un gran calor. Parecía estar lleno, no de sangre, sino de amor a mí.

—Pídelo, Matalobos, y vivirás eternamente —murmuró.

Pero su voz sonó cansada, sin vigor, y en su mirada había algo distante y trágico.

Noté la cabeza vuelta a un lado, convertido mi cuerpo en un guiñapo pesado y húmedo que yo no podía controlar. «No lo pediré, moriré antes que pedirlo», me dije. Y entonces se abrió ante mí aquella gran desesperación que tanto temía, aquel vacío que era la muerte, pero seguí diciendo «no». Presa de un puro horror, seguí diciendo «no». No me doblegaría ante aquello, ante el caos y el horror. No y no.

—La vida eterna —susurró él.

La cabeza me cayó sobre su hombro.

—Terco Matalobos…

Sus labios me rozaron. Noté su aliento cálido e inodoro sobre mi cuello.

—Terco, no —repliqué en otro susurro, tan débil, que me pregunté si me habría oído—. Valiente, no terco.

Parecía inútil no hacer tal precisión. ¿Qué significaba un poco de vanidad en aquel momento? ¿Qué significaba cualquier cosa? Y un mundo tan trivial era terco, cruel…

Me levantó la cara y, sosteniéndola en su mano derecha, alzó la zurda y se hizo un profundo corte en su propia garganta con las uñas.

El cuerpo se me dobló por la cintura en una convulsión de terror, pero él apretó mi rostro contra la herida mientras me conminaba:

—¡Bebe!

Escuché mi propio grito, que me ensordeció los oídos. Y la sangre que brotaba de la herida tocó mis labios resecos y cuarteados.

La sed pareció emitir un sonoro siseo. Mi lengua lamió la sangre y me recorrió una sensación como un gran latigazo. Y mi boca se abrió y se adhirió a la herida. Y me apliqué con todas mis fuerzas al manantial que yo sabía que saciaría mi sed como nada la había saciado nunca.

Sangre, sangre y sangre. Y con ella no sólo quedó saciado aquel torbellino de sed, sino que desapareció también toda mi ansiedad, todos los anhelos, penas y hambres que había conocido en mi vida.

Mi boca se abrió todavía más, se apretó con más fuerza a su cuello. Noté cómo la sangre descendía por mi garganta. Noté su cabeza contra la mía. Noté el firme cerco de sus brazos.

Estaba apretado contra él y noté sus tendones, sus huesos, el propio contorno de sus manos. Yo conocía su cuerpo. Y, con todo, seguía recorriéndome aquel entumecimiento, acompañado de un extasiante hormigueo cada vez que una sensación penetraba el entumecimiento y se amplificaba en la penetración haciéndose más plena, más intensa, hasta casi permitirme ver lo que sentía.

Pero la principal protagonista de la escena siguió siendo la sangre, dulce y sabrosa, que me llenaba mientras yo bebía y bebía.

Más, quería más, ése era mi único pensamiento, si mi mente pensaba todavía. Y, pese a su espesa consistencia, pasaba ligera por mi garganta; así de brillante le parecía aquel torrente rojo a mi mente, así de cegador, y todos los desesperados deseos de mi vida se vieron mil veces colmados.

Pero su cuerpo, el armazón al que me agarraba, estaba debilitándose debajo de mí. Escuché su respiración en débiles jadeos.

Y, pese a ello, no me hizo parar.

Te amo, Magnus, quise decirle. Maestro sobrenatural y aterrador, te amo, te amo, esto es lo que siempre he deseado, lo que he anhelado tanto y nunca he podido tener, esto, ¡y tú me lo has dado!

Sentí que moriría si aquello continuaba, pero siguió y no morí.

Sin embargo, de repente, noté que sus manos suaves y amorosas acariciaban mis hombros y, con su fuerza inconmensurable, me apartaban de él.

Emití un largo grito doliente cuya intensidad me alarmó, pero Magnus me ayudó a incorporarme. Aún me sostenía entre los brazos.

Me llevó a la ventana y me asomé a ella, con las manos apoyadas en la piedra a ambos lados del cuerpo. Estaba temblando y notaba el latido de la sangre en cada una de mis venas. Apoyé la frente contra los barrotes de hierro.

Abajo, muy lejos, se alzaba la cima sombría de una montaña cubierta de árboles que parecían titilar bajo la pálida luz de las estrellas.

Y más allá, la ciudad con su mar de lucecitas, sumergida no en tinieblas, sino en una niebla de suave añil. La nieve fundente despedía reflejos luminosos. Tejados, torres y muros brillaban en un millar de tonos de lavanda, rosa y malva.

Aquélla era la extensa metrópoli.

Y, al entrecerrar los ojos, vi un millón de ventanas como otras tantas proyecciones de rayos de luz, y luego, como si esto no fuera suficiente, en lo más profundo vi el inconfundible movimiento de la gente. Pequeños mortales en pequeñas callejas, cabezas y manos palpando las sombras, un hombre solitario, apenas una mota negra ascendiendo a un campanario batido por el viento. Un millón de almas en el mosaico de la noche y, traído por el aire, el apagado y confuso murmullo de incontables voces humanas. Llantos, canciones, levísimos vestigios de música, el amortiguado tañido de las campanas.

Gemí. La brisa pareció levantar mis cabellos y escuché mi propia voz como no la había oído nunca antes de gritar.

La ciudad fue desapareciendo. La dejé ir, perdidos de nuevo sus miles y miles de bulliciosos habitantes en el inmenso y maravilloso espectáculo de sombras violáceas y luces crepusculares.

—Ah, ¿qué has hecho? ¿Qué es lo que me has dado? —exclamé en un suspiro.

Y pareció como si mis palabras no se detuvieran una después de otra, sino que corrieran a juntarse hasta que todo mi grito fue un único e inmenso sonido coherente que amplificaba perfectamente mi horror y mi alegría.

Dios, si existía, no era importante ahora. Formaba parte de un reino insulso y aburrido cuyos secretos hacía mucho que habían sido expoliados, cuyas luces se habían apagado hacía largo tiempo. Lo que ahora experimentaba era el centro pulsante de la vida misma, en torno al cual giraba toda la verdadera complejidad. ¡Ah, la fascinación de tal complejidad, la sensación de estar allí…!

Detrás de mí, el roce de los pies del monstruo surgió de las piedras. Y cuando me volví, le encontré blanco, desangrado, como un gran pellejo de sí mismo. Tenía los ojos bañados en lágrimas de sangre y alargó el brazo hacia mí como si estuviera sufriendo.

Lo estreché contra mi pecho. Sentí por él un amor como nunca había conocido.

—¡Ah, helo ahí! —dijo la voz espectral con sus lentas palabras, con sus interminables susurros—. Mi heredero, escogido para tomar de mí el Don Oscuro con más energía y valor que diez mortales. ¡Qué gran Hijo de las Tinieblas vas a ser!

Besé sus párpados. Recogí su fino cabello negro en mis manos. Ya no era para mí un ser espectral, sino simplemente algo extraño y blanco, lleno de alguna lección más profunda tal vez que los árboles rumorosos a mis pies o que la ciudad titilante que me llamaba desde la lejanía.

Las mejillas hundidas, el largo cuello, las delgadas piernas… todo ello no era sino sus partes naturales.

—No, cachorro —musitó—. Guarda tus besos para el mundo. Ha llegado mi hora y solamente me debes una única deferencia. Sígueme ahora.

3

Me condujo a una escalera que descendía en espiral. Y todo lo que vi me absorbió. Las piedras toscamente talladas parecían despedir una luz propia, e incluso las ratas que pasaban corriendo en la penumbra poseían una curiosa belleza.

Por fin, Magnus corrió el cerrojo de una gruesa puerta de madera con pernos de hierro y, tras entregarme el pesado manojo de llaves, me hizo entrar en una estancia grande y vacía.

—Como te he dicho, ahora eres mi heredero —declaró—. Tomarás posesión de esta casa y de todos mis tesoros, pero antes harás lo que yo te diga.

Las ventanas con barrotes se abrían a una vista sin límites de las nubes iluminadas por la luna y volví a atisbar el leve resplandor de la ciudad como si ésta hubiera extendido sus brazos.

—¡Ah!, más tarde podrás disfrutar todo lo que quieras con esa panorámica —dijo. Me volvió de cara a él y le vi de pie ante un gran montón de leña apilado en el centro de la estancia. Con un gesto relajado, señaló la leña y añadió—: Escucha con atención, pues estoy a punto de dejarte y hay varias cosas que debes saber. Ahora eres inmortal, y tu nueva condición te guiará bastante pronto a tu primera víctima humana. Sé rápido y no muestres ninguna piedad, pero, por delicioso que te resulte el festín, pon fin a él antes de que el corazón de la víctima cese de latir. En los años que se avecinan, adquirirás la fuerza suficiente para experimentar ese gran momento, pero, por ahora, aparta de ti la copa antes de apurarla. De lo contrario, pagarás muy cara tu osadía.

—¿Por qué has de dejarme? —pregunté con desesperación.

Me agarré a él. Víctimas, piedad, festín… Me sentí bombardeado por aquellas palabras como si me estuvieran golpeando físicamente.

Él se desasió con tal facilidad que me dolieron las manos debido al movimiento y terminé contemplándolas, maravillado de la extraña naturaleza del dolor. No se parecía a un dolor mortal.

Magnus, sin embargo, no se movió del sitio y me señaló las piedras de la pared opuesta. Vi que una de ellas, una losa de gran tamaño, había sido desencajada y sobresalía un palmo del resto del muro, que estaba intacto.

—Agarra esa losa —me indicó—, y sácala del muro.

—Imposible —respondí—. Debe de pesar…

—¡Sácala! —insistió, señalando la piedra con uno de sus dedos largos y huesudos y gesticulando para que le obedeciera.

Con el más absoluto asombro, descubrí que podía mover con facilidad la losa y, detrás de ella, vi una negra abertura del tamaño justo para permitir el paso de un hombre reptando con la cabeza por delante.

Magnus lanzó una risotada entrecortada e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Ése, hijo mío, es el pasadizo que conduce a mi tesoro. Haz lo que te plazca con él y con todas mis posesiones terrenales, pero ahora es el momento de que cumpla mis promesas.

Desconcertado otra vez, le vi escoger dos pequeños palos de entre la leña y frotarlos con tal energía que pronto ardieron con unas llamitas brillantes.

Arrojó los palos encendidos al montón de leña y la resina que había en ésta hizo que el fuego se avivara al instante, arrojando una luz inmensa sobre el techo curvo y los muros de piedra.

Con un jadeo de sorpresa, me eché atrás. El aluvión de colores amarillos y anaranjados me hechizó y me asustó; en cambio, aunque lo percibí, el calor me produjo una sensación que no pude comprender. No sentí la alarma natural ante la posibilidad de quemarme. Al contrario, el calor era delicioso y, por primera vez, me di cuenta del frío que había sufrido. El frío era como una costra de hielo sobre mí y el fuego la fundió, y estuve a punto de emitir un gemido de placer.

Él se rio de nuevo con aquellas carcajadas huecas y se puso a bailar a la luz de las llamas; sus delgadas piernas le daban el aspecto de un esqueleto danzante con un rostro lechoso de ser humano. Dobló los brazos sobre la cabeza, flexionó el tronco y las rodillas y dio vueltas y más vueltas mientras se desplazaba alrededor del fuego.

Mon Dieu! —murmuré.

Me sentía aturdido. Apenas hacía una hora, verle danzar de aquella manera me habría horrorizado, pero ahora, bajo la luz oscilante de las llamas, constituía un espectáculo que me arrastraba tras él paso a paso. La luz estalló en sus harapos de satén, en los pantalones que llevaba, en la camisa hecha jirones.

—¡No puedes abandonarme! —supliqué, tratando de mantener la cabeza clara y de comprender lo que había estado diciendo. Mi voz sonaba monstruosa en mis propios oídos. Traté de bajar el tono, de hacerlo más suave, más como era debido—. ¿Adónde vas a ir?

Entonces soltó su carcajada más estentórea, se dio unas palmadas en los muslos y se apartó de mí acelerando vertiginosamente su baile, con las manos extendidas como para abrazar el fuego.

Los troncos más gruesos empezaban a prender ahora. Con su gran tamaño, la estancia era una especie de gran horno de arcilla por cuyas ventanas escapaba la humareda.

—¡El fuego, no! —Salté hacia atrás, aplastándome contra la pared—. ¡No puedes lanzarte al fuego!

El miedo se adueñó de mí como lo había hecho todo cuanto había visto y oído. Era la misma sensación que había apreciado antes. No podía resistirme u oponerme a ella. Mi voz era mitad un grito, mitad un lloriqueo.

—¡Oh, sí! ¡Sí que puedo! —replicó sin dejar de reírse—. ¡Sí que puedo! —Echó la cabeza atrás y dejó que la risa se transformara en una serie de aullidos—. Pero ahora, cachorro mío —añadió, deteniéndose frente a mí y apuntándome otra vez con el dedo—, debes hacerme una promesa. Vamos, mi valiente Matalobos, un poco de honor mortal o, aunque eso me parta en dos el corazón, te arrojaré al fuego y me buscaré otro sucesor. ¡Respóndeme!

Traté de hablar, pero sólo pude asentir con la cabeza.

Bajo la luz enfurecida de las llamas, vi que las manos se me habían vuelto blancas. Y noté una punzada de dolor en el labio inferior que casi me hizo gritar.

¡Mis caninos ya se habían convertido en afilados colmillos! Los toqué y miré a Magnus con expresión de pánico, pero él me observaba con aire burlón, como si gozara de mi terror.

—Bien, cuando esté bien quemado —me dijo, agarrándome de la muñeca— y el fuego se haya apagado, tienes que esparcir mis cenizas. Escúchame bien, pequeño: esparce las cenizas. De lo contrario, regresaré. No me atrevo a imaginar bajo qué forma, pero, haz caso de mis palabras: si me permites regresar y vuelvo más terrible de lo que soy ahora, te cazaré y te quemaré hasta que estés tan consumido como yo, ¿me has entendido?

Yo seguía sin lograr responderle. No se trataba de miedo. Era el infierno. Notaba cómo me crecían los dientes y todo el cuerpo me escocía. Asentí con gesto frenético.

—¡Ah, veo que sí! —Sonrió, asintiendo también, mientras las llamas lamían el techo a su espalda y la luz recortaba el perfil de su rostro—. Sólo te pido un acto de caridad, que pueda ir al encuentro del infierno, si lo hay, o de un dulce olvido que con seguridad no merezco. Que, si existe un Príncipe de las Tinieblas, mis ojos puedan contemplarle por fin. Entonces, le escupiré a la cara.

»Así pues, esparce lo que quede como te ordeno y, cuando lo hayas hecho, ve por ese pasadizo hasta mi guarida, pero ten mucho cuidado en volver a colocar la losa cuando hayas entrado. En el interior encontrarás mi ataúd. Debes sellarte en él o en lugares parecidos durante el día, o la luz del sol te reducirá a cenizas. Presta atención a mis palabras: nada en el mundo puede acabar con tu vida, salvo el sol o una hoguera como la que tienes delante, y, en este segundo caso sólo, repito, sólo si tus cenizas son esparcidas cuando todo haya terminado.

Aparté mi rostro del suyo y de las llamas. Había empezado yo a llorar y lo único que me impedía sollozar en voz alta era la mano con la que me tapaba la boca. Él, sin embargo, tiró de mí alrededor de la hoguera hasta que estuvimos ante la losa suelta, que volvió a señalar con el dedo.

—Quédate conmigo, por favor, por favor… —le supliqué—. ¡Sólo un poco, una noche, te lo ruego!

De nuevo, el volumen de mi voz me dejó aterrado. No era en absoluto mi voz normal. Pasé mis brazos alrededor de él y me apreté contra su pecho. Sus facciones blancas y enjutas me resultaban inexplicablemente hermosas y en sus ojos negros aprecié una expresión extrañísima.

La luz oscilaba en sus cabellos y en sus ojos; entonces, una vez más, en su boca apareció una sonrisa de bufón.

—¡Ah, mi ávido hijo! —exclamó—. ¿No te basta ser inmortal con todo el mundo para alimentarte? Adiós, pequeño. Haz lo que te he dicho. ¡Las cenizas, recuerda! Y la cámara que hay tras esa piedra. En su interior tienes todo lo que puedas necesitar para salir adelante.

Luché por seguir sujetándole y le oí reírse junto a mi oído, sorprendido de mis fuerzas.

—Excelente, excelente —susurró—. Ahora, Matalobos, vive eternamente con los regalos que he añadido a los que ya tenía.

De un empujón, me mandó lejos de él dando traspiés. Luego se lanzó al mismo centro de las llamas en un salto tan alto y tan largo que pareció que estaba volando.

Contemplé su caída y vi cómo el fuego prendía en sus ropas.

Su cabeza pareció convertirse en una antorcha y, de repente, sus ojos se abrieron como platos y su boca se convirtió en una gran caverna negra y de entre las llamas se alzó su risa con un volumen tan desgarrador que me tapé los oídos.

Pareció saltar arriba y abajo a cuatro patas en el centro de la pira y, de pronto, advertí que mis gritos habían ahogado su risa.

Brazos y piernas, negros y larguiruchos, se alzaron y cayeron varias veces hasta que, súbitamente, parecieron languidecer. El fuego se agitó con un rugido y, en su centro, ya no vi otra cosa que el propio resplandor.

Pero continué gritando. Caí de rodillas y me cubrí los ojos con las manos, pero en mis párpados cerrados seguí viendo la escena, un inmenso estallido de chispas tras otro, hasta que apoyé con fuerza la frente contra las losas del suelo.

4

Me pareció que transcurrían años, allí tendido en el suelo observando cómo se consumía el fuego hasta que sólo quedaron algunos leños a medio quemar.

La sala se había enfriado. El aire helado penetraba por la ventana abierta. Volvía a llorar sin poder contenerme. El aire devolvió los sollozos a mis propios oídos, hasta que no pude soportar más su sonido. Y no me sirvió de consuelo saber que todo, incluso la desazón que sentía, resultaba magnificado en el estado en que me hallaba.

De vez en cuando, rezaba una oración. Rogaba el perdón, aunque no sabía bien de qué. Oré a la Virgen y a los santos. Musité el Avemaría una y otra vez hasta que la oración se convirtió en una salmodia sin sentido.

Y lloré lágrimas de sangre que me mancharon las manos cuando me enjugué el rostro.

Seguí tendido sobre las piedras cuan largo era, sin murmurar ya más oraciones sino elevando esas súplicas inarticuladas que se hacen a todo lo sagrado, a todo lo poderoso, a todo lo que, bajo uno o mil nombres, pueda existir o no. «No me dejes aquí solo. No me abandones. Estoy en el lugar de las brujas. Éste es el lugar de las brujas. No me dejes caer más de lo que ya he caído esta noche. No permitas que suceda…». Lestat, despierta.

Pero las palabras de Magnus volvían a mí una y otra vez: Ir al encuentro del infierno, si lo hay… Si existe un Príncipe de las Tinieblas

Finalmente, me incorporé hasta apoyarme en las rodillas y en las manos. Me sentía aturdido y desquiciado, casi mareado. Miré la hoguera. Aún estaba a tiempo de reavivar lo que quedaba y arrojarme yo también a las llamas voraces.

Pero en el mismo instante en que me obligaba a imaginar el sufrimiento de hacer tal cosa, me di cuenta de que no tenía la menor intención de llevarlo a cabo.

Después de todo, ¿por qué tendría que hacerlo? ¿Qué había hecho yo para merecer el destino de las brujas? Yo no deseaba ir al infierno; ni por un instante había pensado tal cosa. ¡Por todos los infiernos que no tenía interés alguno en descender a ellos para escupirle en la cara al Príncipe de las Tinieblas, fuera quien fuese!

Al contrario, si yo era ahora un ser condenado, ¡que fuera el propio diablo quien viniera por mí! Que me dijera él la razón de mi condena al sufrimiento. Me gustaría conocerla, realmente.

En cuanto al olvido… bien, podíamos esperar un poco antes de eso. Podíamos dedicar un poco de tiempo, al menos, a meditar al respecto.

Una extraña calma se adueñó de mí poco a poco. Me sentía triste, lleno de amargura y creciente fascinación.

Ya no era un ser humano.

Y allí, agachado a cuatro patas pensando en ello y con la vista puesta en las brasas agonizantes, me fue invadiendo una inmensa energía. Gradualmente, mis sollozos juveniles cesaron y empecé a estudiar la blancura de mi piel, la agudeza de mis nuevos y perversos colmillos y el modo en que mis uñas brillaban en la oscuridad, como si las llevara lacadas.

Todos mis pequeños dolores habituales habían desaparecido, y el calor residual que despedía la madera todavía humeante me reconfortó, como una prenda de abrigo que me envolviera.

Pasó el tiempo, pero no lo sentí transcurrir.

Cada cambio en el movimiento del aire fue una caricia. Y, cuando de la lejana ciudad débilmente iluminada llegó un coro de apagadas campanas que daban la hora, su sonido no marcó el paso del tiempo mortal. Los tañidos eran sólo la música más pura, y permanecí tendido, aturdido y boquiabierto, mientras contemplaba el paso de las nubes.

Pero en el pecho empecé a sentir un nuevo dolor, vivo y ardiente, que se extendió a través de las venas, se apretó en torno a la cabeza y se concentró en el vientre y las entrañas. Entrecerré los ojos, ladeé la cabeza y advertí que no tenía miedo de aquel dolor, sino que más bien lo notaba como si lo estuviera oyendo.

Entonces vi la causa. Estaba expulsando mis excrementos en un pequeño torrente. Me descubrí incapaz de controlar mi cuerpo, pero, mientras observaba cómo la suciedad manchaba mis ropas, me di cuenta de que no sentía repugnancia.

Unas ratas se deslizaron por la estancia, acercándose a aquella inmundicia sobre sus pequeñas patas silenciosas, pero ni siquiera su presencia me desagradó.

Aquellas criaturas no podían tocarme, aunque corrieran por encima de mí para devorar los excrementos.

De hecho, no pude imaginar absolutamente nada en la oscuridad, ni siquiera el contacto con los viscosos insectos de las tumbas, que fuera capaz de provocarme repulsión. Ahora no importaba nada que se arrastraran sobre mis manos y mi rostro.

Yo no formaba parte del mundo que sentía asco ante aquellas cosas. Y, con una sonrisa, comprendí que ahora formaba parte de lo que producía temor y repugnancia a los demás. Poco a poco y con gran placer, me eché a reír.

Con todo, la pena no me había abandonado por entero. Me acompañaba como una idea, y aquella idea contenía una pura verdad.

Estoy muerto y soy un vampiro. Y las criaturas morirán para que yo pueda vivir: beberé su sangre para seguir viviendo. Y nunca jamás volveré a ver a Nicolas, ni a mi madre, ni a ninguno de los humanos que he conocido y amado, ni a nadie de mi familia humana. Beberé sangre. Y viviré para siempre. Eso será exactamente lo que sucederá. Y lo que sucederá está sólo empezando: ¡apenas acaba de nacer! Y el parto que lo ha dado a luz ha sido un éxtasis como jamás antes había conocido.

Me puse de pie. Me sentía ligero y poderoso y extrañamente entumecido. Di unos pasos hasta el fuego apagado y anduve entre la leña quemada.

No había huesos. Era como si el ser diabólico se hubiera desintegrado. Llevé hasta la ventana las cenizas que pude recoger y, mientras el viento las dispersaba, musité un adiós a Magnus preguntándome si podría oírme.

Finalmente, sólo quedaron los troncos carbonizados y el hollín de mis manos, que sacudí en la oscuridad.

Era el momento de examinar la cámara inferior.

5

Desplacé la losa con bastante facilidad, como ya lo había hecho antes, y en su interior había un gancho para que pudiera encajarla en su sitio una vez dentro.

Pero para entrar en el estrecho conducto tuve que tenderme boca abajo y, cuando me arrodillé para asomarme, no alcancé a ver ninguna luz al otro extremo. Su aspecto no me agradó.

Me dije que, de haber sido mortal todavía, absolutamente nada me habría inducido a arrastrarme por un pasillo como aquél. Sin embargo, el viejo vampiro había sido muy explícito al decir que el sol podía destruirme con la misma eficacia que el fuego. Era preciso que llegara al ataúd.

Noté que el miedo volvía a asaltarme como un torrente.

Me aplasté contra el suelo y avancé como un lagarto por el pasadizo. Como temía, apenas podía alzar la cabeza y no había espacio para darme la vuelta y alcanzar el gancho de la losa. Tuve que introducir el pie en el gancho y arrastrarme hacia dentro tirando de la piedra hacia mí.

Oscuridad total. Con espacio apenas para incorporarme unos centímetros sobre los codos.

Solté un jadeo, me entró pánico y estuve a punto de volverme loco pensando que no podía levantar la cabeza, hasta que, por último, me di con ésta contra la piedra y quedé tendido allí, lloriqueando.

¿Qué podía hacer ahora? Era preciso que llegara al ataúd.

Así pues, me obligué a dejar de gimotear y empecé a avanzar a rastras, cada vez más deprisa. Me arañé las rodillas contra la piedra mientras mis manos buscaban grietas y hendiduras para impulsarse. El cuello me dolía debido a la tensión de contener el impulso de levantar la cabeza, otra vez presa del pánico.

Y cuando, de pronto, mis manos toparon con una piedra sólida en su avance, la empujé con todas mis fuerzas. Noté que se movía, al tiempo que una suave luz penetraba por los resquicios.

Salí gateando del conducto y me encontré en una pequeña estancia de techo bajo y curvo, con una ventana alta y estrecha cerrada por otra reja de gruesos barrotes de hierro. Sin embargo, la suave luz violácea de la noche penetraba por ella dejando a la vista una gran chimenea en la pared opuesta, un montón de leña para prender el fuego y, a su lado, bajo la ventana, un antiguo sarcófago de piedra.

Mi capa de terciopelo rojo forrada de piel de lobo estaba extendida sobre el sarcófago y, sobre un tosco banco, descubrí un espléndido traje, también de terciopelo rojo, bordado en oro y profusión de encaje italiano, así como unos calzones de seda roja, unas medias de seda blanca y unas chinelas de tacón rojo.

Aparté el cabello de mi rostro y sequé la fina capa de sudor que bañaba mi frente y mi bigote. Era un sudor mezclado con sangre, y, cuando lo advertí por las manchas en las manos, sentí una curiosa excitación.

«¡Ah! —pensé—, ¿qué soy? ¿Qué me espera?». Contemplé durante un largo instante la sangre de mis manos y luego me lamí los dedos. Me recorrió una deliciosa sensación de profundo placer y tardé unos minutos en recuperarme lo suficiente como para acercarme al hogar.

Tomé dos astillas de leña como había hecho el viejo vampiro y, frotándolas con fuerza y velocidad, casi las vi desaparecer tras la llama que se alzó de ellas. No había en aquello nada de mágico, sólo habilidad. Cuando el fuego empezó a calentar, me quité mis ropas sucias y, tras limpiar con la camisa hasta el último vestigio de excrementos, arrojé mi indumentaria a las llamas antes de ponerme las prendas que acababa de encontrar.

Unas prendas rojas, de un encarnado deslumbrante. Ni siquiera Nicolas había lucido nunca ropas como aquéllas. Eran galas para la Corte de Versalles, con perlas y pequeños rubíes intercalados en los bordados. El encaje de la camisa era de Valenciennes, y yo lo conocía ya del vestido de boda de mi madre.

Me eché la capa de piel de lobo sobre los hombros y, aunque el frío me desapareció del cuerpo, me sentí como una criatura esculpida en el hielo. Me pareció que mi sonrisa era dura y lustrosa y extrañamente torpe mientras me dedicaba a contemplar y palpar aquellas prendas.

Contemplé el sarcófago al resplandor de las llamas. Sobre la pesada tapa estaba tallada la efigie de un anciano y me di cuenta enseguida de que recordaba a Magnus.

Allí, sin embargo, Magnus aparecía en ademán tranquilo, con su boca de bufón bien cerrada ahora, los ojos mirando apacibles hacia el techo y el cabello en una larga melena de rizos y ondas perfectamente esculpida.

Sin duda, aquel sarcófago tenía al menos tres siglos. La figura de Magnus reposaba con las manos cruzadas sobre el pecho, vestido con una larga túnica. De la espada tallada en la piedra, alguien había eliminado a golpes la empuñadura y parte de la vaina.

Permanecí un rato interminable observando este detalle y comprobé que el trozo que faltaba había sido eliminado a golpes de cincel y con gran esfuerzo.

¿Era tal vez la forma de cruz de la empuñadura lo que había querido borrar el autor del hecho? La dibujé con el dedo, pero no sucedió nada, como tampoco había sucedido nada en la otra sala, cuando había murmurado mis plegarias. Acuclillado en el polvo junto al sarcófago, dibujé otra cruz.

Tampoco sucedió nada.

Luego, añadí a la cruz unos cuantos trazos para representar el cuerpo de Cristo, sus brazos, el ángulo de sus rodillas, su cabeza caída sobre el pecho. Escribí «Nuestro Señor Jesucristo», las únicas palabras que sabía escribir correctamente, además de mi nombre, pero siguió sin suceder nada.

Y, lanzando aún inquietas miradas hacia la pequeña cruz y las palabras garabateadas, intenté levantar la tapa del sarcófago.

No me resultó fácil, ni siquiera con las nuevas fuerzas que ahora poseía. Desde luego, ningún hombre mortal podría haberla alzado.

Pero lo que me dejó perplejo fue el grado de esfuerzo que me exigió. Me di cuenta de que mis fuerzas no eran ilimitadas, y de que, desde luego, no podían compararse con las del viejo vampiro. Aun así, poseía la fuerza de tres hombres, quizá de cuatro; resultaba imposible calcularlo.

En aquel instante, me pareció algo realmente impresionante.

Contemplé el sarcófago. No era más que un estrecho hueco lleno de sombras, en el cual no podía imaginarme metido. Alrededor de la tapa había una inscripción en latín que no supe leer.

Esto me atormentó y deseé que las palabras no estuvieran allí. La añoranza de Magnus, la sensación de desamparo, amenazaron con atenazarme de nuevo. ¡Le odié por haberme abandonado! Y me sorprendió en toda su ironía el hecho de haber sentido amor por él cuando se disponía a saltar sobre las llamas. Y de haberle amado de nuevo al encontrar las ropas rojas en la estancia.

¿Se quieren entre ellos los demonios? ¿Caminan del brazo por el infierno, diciéndose unos a otros: «¡Ah, amigo mío, cuánto te quiero!», y cosas parecidas? La mía era una pregunta puramente intelectual e intrascendente, ya que no creía en el infierno, pero era una cuestión de un concepto del mal, ¿no era así? Se supone que todas las criaturas del infierno se odian entre ellas, igual que todos los que se salvan odian a los condenados, sin reservas.

Aquella idea me había acompañado toda la vida. De niño, me había aterrado el pensamiento de que yo pudiera ir al cielo y mi madre al infierno, y de que entonces tuviera la obligación de odiarla. Eso era imposible. ¿Y qué sucedería si nos encontrábamos los dos en el infierno?

«Bien —me dije— ahora sé, tanto si creo en el infierno como si no, que los vampiros pueden amarse entre ellos, que uno no deja de amar por el hecho de estar dedicado al mal».

Al menos, eso me pareció en aquel breve instante. Pero no debía ponerme a llorar otra vez. No podía soportar tantas lágrimas.

Volví los ojos a un gran baúl de madera semioculto a la cabecera del sarcófago. No estaba cerrado, y la tapa, de madera putrefacta, casi saltó de los goznes cuando la levanté.

Y, aunque el viejo maestro me había dicho que me dejaba su tesoro, me quedé mudo de asombro ante lo que vi. El baúl estaba repleto de oro, plata y piedras preciosas. Había incontables anillos con joyas montadas, collares de diamantes, sartas de perlas, piezas de orfebrería, monedas y cientos de objetos valiosos.

Pasé las yemas de los dedos sobre aquellas riquezas y luego las cogí a puñados, jadeando de asombro cuando la luz encendía el rojo de los rubíes, el verde de las esmeraldas. Vi refracciones del color como no las había soñado, y una riqueza incalculable. Aquél era el famoso cofre de los piratas del Caribe, el proverbial rescate de un rey.

Y era todo mío.

Lo examiné más detenidamente. Entre las joyas había otros artículos personales y perecederos. Máscaras de satén de cuyo tejido putrefacto se desprendían los bordados de oro, pañuelos de encaje y jirones de tela en los que había prendidos broches y agujas. Había allí una cincha de cuero de un arnés adornada con campanillas de oro, un retal de encaje lleno de moho, atado en torno a un anillo, decenas de cajitas de rapé y numerosos medallones colgando de cintas de raso.

¿Les habría quitado Magnus todo aquello a sus víctimas?

Levanté una espada con incrustaciones de piedras preciosas, con mucho demasiado pesada para los tiempos en que me hallaba, y unas raídas chinelas, conservadas quizá por su hebilla de brillantes.

Naturalmente, Magnus había tomado lo que había querido de sus víctimas. En cambio, su indumentaria había consistido en ropas gastadas, casi harapos, a la moda de otro tiempo, y su vida en la torre había transcurrido como la de un ermitaño de otro siglo. No alcancé a comprenderlo.

Pero entre aquel tesoro había muchos otros objetos diversos. Rosarios confeccionados con espléndidas gemas, ¡y que todavía conservaban sus crucifijos! Toqué las pequeñas imágenes sagradas, sacudí la cabeza y me mordí el labio, como diciendo: «¡Qué horrible que las robara!». Sin embargo, también lo encontré muy divertido. Y lo tomé como una demostración más de que Dios no tenía ningún poder sobre mí.

Y, mientras pensaba en ello, tratando de decidir si el hallazgo era tan fortuito como había parecido en el instante de producirse, cogí del tesoro un exquisito espejo con mango de perlas.

Me miré en él de forma casi inconsciente, como se suele hacer ante los espejos. Y allí me vi como un hombre normal, salvo que tenía la piel muy blanca, igual que la había tenido mi viejo y malévolo maestro, y que mis ojos habían pasado de su habitual color azul a una mezcla de violeta y cobalto que resultaba suavemente iridiscente. Mis cabellos tenían un brillo muy luminoso, y, cuando me pasé los dedos por ellos, aprecié que tenían una nueva y extraña vitalidad.

De hecho, no era en absoluto Lestat quien se hallaba ante el espejo, sino una especie de réplica suya confeccionada con otra materia. Y las pocas arrugas que me había causado el paso del tiempo a mis escasos veinte años habían desaparecido o se habían reducido mucho; las pocas que tenía se habían hecho un poco más profundas de lo que habían sido.

Contemplé mi reflejo y traté frenéticamente de reconocerme a mí mismo en el espejo. Me froté el rostro, incluso froté el pulido disco, y apreté los labios para evitar echarme a llorar una vez más.

Finalmente, cerré los ojos y volví a abrirlos, lanzando una levísima sonrisa al ser del espejo. Éste me la devolvió. Aquél era Lestat, sin duda. Y en sus facciones no parecía haber nada de malévolo. Bueno, de muy malévolo. Sólo se apreciaba la antigua malicia, la impulsividad. En realidad, aquella criatura del espejo podría haber pasado por un ángel, de no ser porque, cuando al fin le cayeron las lágrimas, éstas eran de sangre y toda la imagen aparecía teñida de encarnado ya que su visión estaba empañada por ella. Y poseía aquellos pequeños colmillos maléficos que apoyaba en el labio inferior cuando sonreía y que le daban una apariencia absolutamente aterradora. ¡Un rostro bastante pasable con un único, pero horrible, espantoso, detalle incoherente!

Sin embargo, de pronto, me asaltó una idea: ¡lo que estaba viendo era mi propio reflejo! ¿Y no se había dicho y repetido que los fantasmas y los espíritus y los que han condenado su alma al infierno eran invisibles ante un espejo?

Me invadió el ansia de conocer todo lo concerniente a lo que ahora era. El ansia de saber cómo haría para caminar entre hombres mortales. Deseé estar en las calles de París, ver con mis nuevos ojos todos los milagros de la vida que había conocido hasta entonces. Quise contemplar las caras de la gente, los capullos en flor y las mariposas. Quise ver a Nicolas, oírle interpretar su música… ¡No!

A esto último, renunciaría. Pero había mil formas de música, ¿no era así? Y, cerrando los ojos, casi pude oír a la orquesta de la Opéra, captar las arias en mis tímpanos. El recuerdo surgió muy claro, muy intenso.

A partir de ahora, nada sería normal. Ni la alegría, ni el dolor, ni el más pequeño recuerdo. Todo, aun el pesar por las cosas perdidas para siempre, poseería aquel lustre extraordinario.

Dejé el espejo y me sequé las lágrimas con uno de los pañuelos de encaje, viejo y amarillento, que contenía el baúl. Me volví y tomé asiento lentamente frente al fuego. El calor en el rostro y las manos me resultó delicioso.

Me invadió una dulce modorra y, mientras cerraba los ojos de nuevo, me vi sumergido de pronto en el extraño sueño de Magnus robándome la sangre. Me invadió de nuevo una sensación de hechizo, de mareante placer: Magnus sosteniéndome en sus brazos, unido a mí, y mi sangre fluyendo a él. Pero escuché las cadenas arrastradas por el suelo de la vieja catacumba, vi al indefenso vampiro en los brazos de Magnus… Y allí había algo más… algo importante. Un sentido, una advertencia acerca de la traición del robo, de no ceder ante nadie, ni Dios ni demonio, y nunca ante el hombre.

Le di vueltas y más vueltas en la cabeza, en un estado de duermevela, hasta que se me ocurrió la idea más descabellada: contarle todo aquello a Nicolas. Tan pronto como volviera a casa, le explicaría el sueño y su posible significado y hablaríamos…

Con sobresaltada repulsión, abrí los ojos. El ser humano que había en mí contempló con impotencia la cámara. Se puso a llorar otra vez y la perversa criatura recién nacida era aún demasiado inmadura para poder dominarle.

Sus sollozos se convirtieron en hipidos y me llevé una mano a la boca.

«¿Por qué me has dejado, Magnus? ¿Qué debo hacer, Magnus, cómo debo seguir?».

Recogí las rodillas y apoyé la cabeza en ellas. Poco a poco, se me fue aclarando la cabeza.

«Bueno —me dije—, ha sido muy divertido imaginar que eras ese vampiro, llevar estas ropas espléndidas y pasar los dedos por ese tesoro, ¡pero no puedes vivir así! ¡No puedes vivir alimentándote de seres humanos! Aunque seas un monstruo, llevas dentro una conciencia, una tendencia natural… El Bien y el Mal, lo bueno y lo malo. No puedes vivir sin creer en… No puedes aceptar los actos que… Mañana, vas a… a… ¿vas a qué?».

«Mañana vas a beber sangre, ¿no es eso?».

El oro y las piedras preciosas brillaban como brasas en el baúl cercano, y, tras los barrotes de la ventana, se alzaba contra las nubes grises el resplandor violáceo de la lejana ciudad. ¿Cómo sería su sangre? La sangre caliente y viva, no la de monstruo. Mi lengua recorrió el paladar, tanteando los colmillos.

«Piensa en ello, Matalobos».

Me puse en pie lentamente. Me resultó muy fácil, como si fuera la voluntad, y no el cuerpo, quien lo hacía. Tomé las llaves de hierro que había traído conmigo de la cámara exterior y fui a inspeccionar el resto de mi torre.

6

Habitaciones vacías. Ventanas con rejas. El manto infinito de la noche sobre las almenas. Eso fue todo lo que encontré en la torre.

Pero en la planta baja de ésta, junto a la puerta de las escaleras que conducían a las mazmorras, encontré una tea en el puesto del centinela y una bolsa de yesca para encenderla en el nicho contiguo a la garita. Vi huellas en el polvo. La cerradura estaba bien engrasada y la llave giró con suavidad cuando por fin encontré la correspondiente.

Iluminé con la antorcha una estrecha escalera de caracol y empecé con cierta repugnancia a bajar los peldaños debido al hedor que ascendía de algún lugar situado más abajo.

Naturalmente, conocía aquel hedor. Era bastante corriente en los cementerios de París. En les Innocents era denso como un gas venenoso pero había que convivir con él para poder comprar en las tiendas del lugar, o para tratar con los amanuenses. Era el olor de los cuerpos en descomposición.

Y, aunque me produjo arcadas y me hizo retroceder unos pasos, tampoco resultaba tan intenso, y el aroma de la resina de la tea al arder contribuía a aminorarlo.

Seguí el descenso. Si había allí el cadáver de algún mortal, no podía escaparme de él.

Pero en el primer nivel bajo el suelo no encontré ningún cuerpo. Sólo había allí una enorme sala funeraria con las puertas de hierro oxidado abiertas a las escaleras y tres enormes sarcófagos de piedra en el centro. Era muy similar a la cámara de Magnus. Aunque mucho mayor, tenía el mismo techo curvo a baja altura y el mismo hogar, tosco y profundo.

¿Qué podía significar aquello, sino que otros vampiros habían dormido allí en alguna época? Nadie instala una chimenea en una cripta funeraria. Al menos, yo no había oído mencionarlo nunca. E incluso había unos bancos de piedra. Y los sarcófagos eran como el de allá arriba, con grandes figuras esculpidas en ellas.

Sin embargo, absolutamente todo estaba cubierto por el polvo de años. Y había muchísimas telarañas. Sin duda, los vampiros ya no habitaban allí. Era totalmente imposible. Y, no obstante, resultaba muy extraño. ¿Dónde estaban quienes habían ocupado aquellos sarcófagos? ¿Se habían arrojado al fuego igual que Magnus, o todavía seguían su existencia en alguna parte?

Entré y abrí los sarcófagos uno tras otro. Dentro no había más que polvo. Ningún indicio de otros vampiros, ninguna prueba de que existieran más vampiros.

Salí de la cripta y continué escaleras abajo, aunque el hedor a descomposición se hacía cada vez más penetrante. De hecho, muy pronto se hizo insoportable.

Procedía de detrás de una puerta que pude ver más abajo, y tuve verdaderas dificultades para obligarme a aproximarme. Naturalmente, cuando yo era un ser mortal, tal olor me habría repugnado; pero esto no era nada en comparación con la aversión que sentía ahora. Mi nuevo cuerpo quería alejarse de él a la carrera. Me detuve, respiré profundamente y me obligué a ir hacia la puerta, decidido a ver qué había hecho allí mi perverso maestro.

Pues bien, el hedor no era nada comparado con lo que vieron mis ojos.

En una profunda mazmorra yacía un montón de cuerpos en todas las fases de la descomposición, huesos y carne putrefacta plagados de gusanos e insectos. Las ratas huían de la luz de la antorcha, rozándome las piernas camino de la escalera. Las náuseas me hicieron un nudo en la garganta y el olor me sofocó.

Con todo, no pude dejar de mirar aquellos cuerpos. Allí había algo importante, algo terriblemente importante, que debía descubrir. Y, de repente, me di cuenta de que todos aquellos muertos habían sido varones —las botas y los jirones de ropa que llevaban lo delataba— y todos ellos eran rubios, de tonos muy parecidos al mío. Los escasos cadáveres que conservaban sus facciones parecían de jóvenes, altos y de constitución delgada. Y el ocupante más reciente del siniestro lugar —el cadáver fresco y chorreante que yacía con los brazos extendidos a través de los barrotes— se parecía tanto a mí que podría haber sido mi hermano.

Aturdido, avancé hasta que la puntera de mi bota rozó su cabeza. Bajé la antorcha y abrí la boca como para lanzar un grito. ¡Los ojos húmedos y viscosos del muerto, plagados de mosquitos, eran del mismo azul que los míos!

Retrocedí tambaleándome. Se adueñó de mí un terror cerval a que el muerto se moviera, me agarrara por el tobillo. Y supe por qué lo haría.

Cuando topé con la pared, tropecé con un plato de comida putrefacta y un cuenco. El cuenco cayó al suelo, se rompió y la leche cuajada que contenía se derramó como un vómito.

El dolor me apretó las costillas. La sangre, como un fuego líquido, me vino a la boca y brotó de mis dientes, salpicando el suelo delante de mí. Tuve que sujetarme de la puerta abierta para mantenerme en pie.

Sin embargo, entre la niebla de la náusea, mi vista se fijó en la sangre. Contemplé aquel brillante color carmesí a la luz de la antorcha. Observé cómo oscurecía la sangre al caer en la argamasa entre las piedras. Aquella sangre estaba viva y su dulce aroma cortaba como el filo de una navaja el hedor de los muertos. Espasmos de sed reemplazaron las náuseas. La espalda se me dobló y fui inclinándome con una flexibilidad desconcertante más y más hacia la sangre.

Y los pensamientos no cesaron en ningún instante de agolparse en mi cabeza: aquel joven había sido llevado con vida a aquella mazmorra; la comida putrefacta y la leche agria tenían por objeto alimentarle o darle tormento. El joven había muerto en la celda, atrapado con los demás cadáveres, sabiendo perfectamente que pronto sería otro de ellos.

¡Dios, sufrir aquello! ¡Sufrir aquel horror! Y cuántos otros habrían conocido exactamente el mismo destino, todos jóvenes de cabello rubio.

Me encontré de rodillas, y todavía me incliné más. Sostuve la antorcha a baja altura con la mano izquierda y bajé la cabeza hasta la sangre, con la lengua salida entre los labios, tan brillante que creí estar viendo la de un lagarto. La lengua lamió la sangre del suelo. Escalofríos de éxtasis. ¡Oh, qué delicia!

¿Era yo quien hacía aquello? ¿Era yo quien lamía aquella sangre a un par de centímetros del cuerpo sin vida? ¿Era mi corazón el que latía con cada sorbo apenas a dos dedos del cuerpo sin vida de aquel muchacho al que Magnus había llevado allí como me había conducido a mí, de aquel muchacho al que Magnus había condenado a muerte en lugar de a la inmortalidad?

La repugnante mazmorra parpadeaba como una llama mientras yo lamía la sangre. El cabello del muerto me rozó la frente. Su ojo, como un cristal estrellado, me contemplaba fijamente.

¿Por qué no estaba yo encerrado en aquella celda? ¿Qué prueba había superado para no estar ahora allí, gritando y sacudiendo los barrotes, notando cómo se cernía lentamente sobre mí el horror que había presagiado en la posada del pueblo?

Los temblores de la sangre me recorrieron los brazos y las piernas. Y el sonido que escuché —el sonido brillante, tan cautivador como el carmesí de la sangre, el azul del ojo del muchacho, las alas tornasoladas del mosquito, el deslizante cuerpo opalino del gusano, el resplandor de la antorcha— fue mi propio grito, salvaje y gutural.

Dejé caer la antorcha y me incorporé de rodillas, golpeando el plato de hojalata y el cuenco roto. Me puse en pie y corrí escaleras arriba. Y cuando cerré de un portazo el acceso a las mazmorras, mis gritos se alzaron más y más, hasta la misma cima de la torre.

Me perdí en el sonido, que rebotaba en las piedras y volvía a mis oídos. No podía parar. Era incapaz de cerrar la boca ni de tapármela.

Pero entonces, a través de la puerta atrancada y de una decena de estrechas ventanas que se abrían en lo alto, vi que se acercaba la inconfundible luz de la mañana. Mis gritos cesaron. Las piedras habían empezado a iluminarse. La luz rezumaba en torno a mí como un vapor hirviente que me quemaba los párpados.

No tomé la decisión de correr. Sencillamente, me encontré haciéndolo, corriendo arriba y arriba hacia la cámara interior.

Cuando salí del conducto, la estancia ardía en un mortecino fuego púrpura. Las joyas que rebosaban del baúl parecían moverse. Casi ciego, logré levantar la tapa del sarcófago.

Muy pronto, la tapa caía de nuevo sobre mí. Desapareció el dolor de mi rostro y de mis manos y me quedé inmóvil y a salvo mientras el miedo y la pena se fundían en una oscuridad fría e insondable.

7

Fue la sed lo que me despertó.

Y supe al instante dónde estaba y qué era.

No tuve sueños mortales de vino blanco muy frío ni de la verde y fresca hierba bajo los manzanos del huerto de mi padre.

En la estrecha oscuridad del sarcófago de piedra, me toqué los colmillos con los dedos y los encontré peligrosamente largos y afilados como pequeñas navajas.

Percibí que en la torre había un mortal y, aunque no había llegado a la puerta de la cámara exterior, pude escuchar sus pensamientos.

su consternación cuando descubrió abierta la puerta que daba a la escalera. Tal cosa no había sucedido nunca con anterioridad. Escuché su temor al descubrir los leños quemados en el centro de la estancia y le oí llamar a su «amo». El individuo era un criado, y un ser traicionero y falso, por lo que pude captar.

Aquella capacidad para escuchar lo que pasaba por la mente del criado me fascinó, pero había otra cosa que me perturbaba: ¡su olor!

Levanté la tapa de piedra del sarcófago y salí de él. El olor era débil, pero muy sugestivo. Era el aroma almizcleño de la primera prostituta en cuya cama había liberado mi pasión. Era el olor del venado asado después de días y días de ayuno en invierno. Era el perfume del vino joven, de las manzanas frescas o del agua cayendo con un rugido por un despeñadero en un día de calor mientras yo introducía mis manos en ella para beber.

Sólo que el aroma que ahora percibía era inmensamente más rico, y al apetito que despertaba era infinitamente más voraz y más primario.

Avancé por el conducto secreto como una criatura que nadara en la oscuridad, hasta que, después de desencajar la losa de la cámara exterior, me incorporé de pie en ésta.

Y allí estaba el mortal, mirándome con una expresión de desconcierto en sus pálidas facciones.

Era un hombre viejo y arrugado y, por algunos detalles del confuso torbellino de pensamientos que se agolpaban en su mente, supe que era cochero y mozo de cuadra. Sin embargo, todo lo que escuché en su mente resultó enloquecedoramente impreciso.

Luego, el intuitivo recelo que sentía hacia mí me alcanzó como el calor de un horno. Y no cabía ningún malentendido. Sus ojos hervían de odio mientras recorrían mi rostro y el resto de mi figura. Él era quien había conseguido las finas ropas que ahora llevaba yo. Él era quien se había ocupado de los desgraciados de la mazmorra mientras seguían vivos. ¿Cómo era, se preguntaba con muda indignación, que yo no estaba entre ellos?

Esto, como podéis imaginar, me hizo quererle muchísimo. Sólo por aquel pensamiento, le habría estrujado con mis manos desnudas hasta matarle.

—¡El amo! —dijo entonces con desesperación—. ¿Dónde está? ¡Amo!

Me pregunté qué sabría el viejo de su antiguo amo. Escuché en sus pensamientos que le tenía por el hechicero de algún rey. Y ahora era yo quien tenía el poder. En resumen, el criado no sabía nada que pudiera serme de utilidad.

Pero mientras me enteraba de todo esto, mientras lo absorbía de su mente muy en contra de su voluntad, fui extasiándome con las venas de su rostro y de sus manos. Y el aroma me embriagó.

Percibí el mortecino latir de su corazón e imaginé el sabor de su sangre, lo que se experimentaría al probarla, y me invadió de pronto una sensación avasalladora, rica y cálida que se apoderó de mí por completo.

—El amo se ha ido; el fuego ha acabado con él —murmuré, y escuché mi propia voz como un sonido gutural, extraño y monótono.

Avancé poco a poco hacia él.

El viejo criado echó un vistazo al suelo ennegrecido. Después alzó los ojos al techo cubierto de hollín.

—No. Eso que dices es mentira —replicó enfurecido.

Y su cólera destellaba como un faro ante mis ojos. Noté su mente llena de rencor y sus desesperados pensamientos.

Pero ¡ah!, qué aspecto tan delicioso tenía aquella carne viva. Me sentí dominado por un apetito despiadado.

Y él se dio cuenta. De un modo errático e irracional, el viejo lo notó y, dirigiéndome una última mirada torva, echó a correr hacia la escalera.

Le alcancé inmediatamente. De hecho, me resultó tan sencillo que disfruté con la captura. En un momento dado, deseé mentalmente extender los brazos y reducir la distancia entre el viejo y yo. Al instante siguiente, le tenía ya entre mis manos, impotente, y le levantaba del suelo mientras sus pies, libres, trataban de golpearme.

Lo sostuve en alto con la misma facilidad con que lo haría un hombre corpulento con un cuchillo, tal era la desproporción entre el viejo mortal y yo. Su mente era una maraña de pensamientos frenéticos y parecía incapaz de decidirse a actuar de algún modo para tratar de salvarse.

Pero el leve murmullo de estos pensamientos quedó borrado por la visión que me ofrecía.

Sus ojos ya no eran las puertas de su alma, sino dos globos gelatinosos cuyos colores me hipnotizaban. Y su cuerpo no era más que un pedazo de carne caliente y sangre que yo necesitaba poseer.

Me horrorizó que aquel pedazo de carne estuviera vivo, que aquella sangre deliciosa fluyera por aquellos brazos y dedos que se debatían ante mis ojos. Pero luego me pareció perfecto que así fuera. Él era lo que era, yo era lo que era, y ahora iba a saciar mi sed con él.

Le acerqué a mis labios y mordí la arteria que sobresalía de su cuello. El chorro de sangre golpeó mi paladar. Emití un breve grito, a la vez que aplastaba al viejo contra mí. No era el mismo fluido ardiente de la sangre de mi maestro, ni el delicioso elixir que había lamido de las piedras de la mazmorra. No, aquello había sido pura luz convertida en líquido. Al contrario, ésta era mil veces más suculenta, con el sabor del turbio corazón humano que la bombeaba; era la esencia misma de aquel aroma caliente, casi humeante.

Noté que mis hombros se alzaban, que mis dedos se clavaban todavía más en su carne y que casi surgía de mi cuerpo una especie de zumbido. Mi única visión era su pequeña alma jadeante, mi única sensación era la de un abandono intenso.

Tuve que aplicar toda mi fuerza de voluntad para, justo antes del momento final, apartarle de mí. ¡Cuánto deseé sentir cómo se detenía su corazón! ¡Cuánto anhelé notar cómo los latidos se espaciaban hasta cesar, saber que había poseído a aquel mortal!

Pero no me atreví.

Su cuerpo resbaló pesadamente entre mis brazos. Los suyos quedaron abiertos sobre las losas del suelo, y el blanco de sus ojos asomaba bajo sus párpados entreabiertos.

Y me sentí incapaz de apartar aquel cuerpo de mi mirada agonizante, lleno yo de muda fascinación ante su muerte. No se me escapó el menor detalle. Escuché su último suspiro y vi cómo su cuerpo se abandonaba a la muerte, sin resistirse.

La sangre me calentó. La noté latir en mis venas. Cuando lo toqué con las palmas de las manos, mi rostro estaba ardiendo. Mi vista se había hecho extraordinariamente penetrante y me sentía más fuerte que cuanto podía imaginar.

Recogí el cuerpo y lo arrastré por los peldaños en espiral de la torre hasta la mazmorra, donde lo dejé para que se pudriera con los demás.

8

Era hora de irse, de poner a prueba mis poderes.

Llené la bolsa y los bolsillos con todo el dinero que podía transportar con comodidad y me ceñí una espada adornada de gemas que no parecía demasiado pasada de moda. Luego bajé la escalera y salí de la torre cerrando detrás de mí la verja de hierro.

Evidentemente, la torre era lo único que quedaba en pie de una gran casa en ruinas. Sin embargo, capté en el viento —quizá como lo olfatearía un animal— el olor intenso y muy agradable de unos caballos, y rodeé las piedras hasta encontrar una cuadra en la parte posterior.

En su interior había no sólo un hermoso carruaje antiguo, sino cuatro espléndidas yeguas negras. Era un auténtico milagro que no se asustaran de mí. Besé sus finos flancos y sus hocicos largos y suaves. En realidad, me enamoré tanto de aquellas bestias, que me habría pasado horas aprendiendo lo que pudiera de ellas con mis nuevos sentidos. Pero lo que anhelaba en ese instante eran otras cosas.

Además de los animales, había en el establo otro ser humano, cuyo olor había yo captado también nada más entrar. Pero el mortal estaba profundamente dormido y, cuando le desperté, comprobé que se trataba de un chiquillo de muy pocas luces que no representaba ningún peligro para mí.

—Ahora yo soy tu amo —le dije, al tiempo que le daba una moneda de oro—, pero esta noche no voy a necesitarte, salvo para que me ensilles una yegua.

El muchacho me entendió lo suficiente para indicarme que no había sillas de montar en la cuadra, antes de caer dormido de nuevo.

Daba igual. Corté las largas riendas del carruaje de una de las bridas, puse éstas en la más hermosa de las yeguas y salí del establo montando a pelo.

No puedo expresar lo que sentí con el poderío de la yegua debajo de mí, el viento helado en el rostro y la gran cúpula del cielo nocturno en lo alto. Mi cuerpo estaba fundido con el del animal. Iba volando sobre la nieve, riendo estentóreamente y, a ratos, cantando. Lanzaba notas agudas que jamás antes había alcanzado, y luego descendía a una cálida voz de barítono. En algunos momentos, simplemente gritaba de algo parecido a la alegría. Sí, tenía que ser de alegría; pero ¿cómo podía un monstruo sentir tal cosa?

Quise cabalgar hacia París, por supuesto, pero sabía que no estaba preparado. Eran demasiadas las cosas que aún ignoraba sobre mis poderes. Así pues, cabalgué en la dirección contraria hasta llegar a las afueras de un pequeño pueblo.

No había humanos a la vista y, al acercarme a la pequeña iglesia del lugar, sentí un acceso de rabia, totalmente humana, que se abría paso a través de mi extraña felicidad. Desmonté rápidamente y tanteé la puerta de la sacristía. La cerradura cedió y crucé la nave hasta la barandilla del comulgatorio.

No sé qué sentí en aquel momento. Tal vez deseaba que sucediera algo. Me sentía sanguinario. Pero no cayó ningún rayo. Observé el fulgor rojizo de la lamparilla colocada en el altar. Contemplé las figuras inmóviles en la negrura nocturna de las vidrieras.

Y, desesperado, salté la barandilla y puse las manos sobre el propio sagrario. Forcé sus delicadas puertecillas, introduje las manos y saqué el copón, adornado de gemas, con sus hostias consagradas. No, allí no había ningún poder, nada que pudiera ver o sentir o percibir con ninguno de mis monstruosos sentidos, nada que me respondiera. Había obleas, oro, cera, luz.

Hundí la cabeza sobre el altar. Mi aspecto debía de ser el de un sacerdote en plena misa. Después, volví a cerrarlo todo en el sagrario. Lo dejé tal como lo había encontrado, para que nadie advirtiera que se había cometido un sacrilegio.

Tras esto, recorrí una de las naves laterales de la iglesia hasta el fondo y regresé por la otra, cautivado por las sorprendentes pinturas y estatuas. Me di cuenta de que podía ver no sólo el arte creativo, sino también el proceso seguido por el escultor o el pintor. Podía ver cómo la laca captaba la luz. Distinguía los pequeños defectos en la perspectiva, junto a destellos de inesperada expresividad.

Pensé en cómo se verían los grandes maestros a mis ojos. Me sorprendí contemplando los más simples dibujos en las paredes de yeso. Después me arrodillé para mirar las aguas del mármol hasta que me encontré tendido en el suelo, con los ojos muy abiertos, mirando el suelo bajo mi nariz.

Todo aquello se estaba saliendo de contexto. Me incorporé, tembloroso y lloriqueante, veía los cirios como si estuvieran vivos y me sentí muy harto de aquel lugar.

Era hora de salir de allí y visitar el pueblo.

Pasé dos horas en sus calles, la mayor parte del tiempo, nadie me vio ni me oyó.

Me resultó absurdamente fácil saltar las tapias de los jardines y elevarme desde el suelo a los tejados no muy altos. Podía dejarme caer al suelo desde una altura de tres pisos y escalar la pared de un edificio clavando las uñas y las puntas de los pies en la argamasa entre las piedras.

Me asomé a algunas ventanas y vi parejas dormidas en sus camas revueltas, niños reposando en cunas, ancianas cosiendo bajo una débil luz.

Y las viviendas parecían casas de muñecas con todos los detalles. Colecciones perfectas de juguetes con sus finas sillitas de madera y sus pulidas repisas sobre las chimeneas, con las cortinas zurcidas y los suelos bien fregados.

Vi todo esto como quien no ha formado nunca parte de la vida, admirando con emoción hasta el menor detalle. Un delantal blanco almidonado en su percha, unas botas gastadas junto al fuego, una jarra junto a una cama.

Y la gente… ¡Ah!, la gente era una maravilla.

Naturalmente, me llegaba su aroma, pero mi apetito estaba satisfecho y el olor me hizo sentir mal. En lugar de ello, me quedé embelesado con su piel rosada y sus delicados miembros, con la precisión de sus movimientos, con el proceso entero de sus existencias, como si yo nunca hubiera formado parte de ella. Que todos tuvieran cinco dedos en cada mano me parecía admirable. Les vi bostezar, llorar, agitarse en sueños. Me sentí hechizado contemplándoles.

Y cuando hablaron, ni las paredes más gruesas pudieron evitar que oyera sus palabras.

Pero el aspecto más seductor de mis exploraciones fue que podía escuchar los pensamientos de aquella gente, igual que había oído los de aquel perverso criado al que había dado muerte. Infelicidad, pesar, expectación. Eran como corrientes en el aire, flojas unas, espantosamente fuertes otras, y unas terceras apenas una leve brisa hasta que reconocía su procedencia.

Con todo, estrictamente hablando, no podía decirse que le leyera la mente a los mortales.

La mayoría de pensamientos triviales quedaba filtrada y, cuando me sumía en mis propias consideraciones, no penetraba en mi mente ni la emoción más intensa. En resumen, eran las pasiones más fuertes las que llegaban hasta mí, y sólo cuando yo aceptaba recibirlas. Incluso había algunas mentes que no me transmitían nada ni siquiera en pleno estallido de cólera.

Estos descubrimientos me desconcertaron y casi me molestaron, igual que sucedía con la belleza ordinaria de cuanto contemplaba, con el esplendor de las cosas comunes y corrientes. Sin embargo, sabía perfectamente que detrás de todo ello existía un abismo en el cual yo podía caer irremisiblemente en cualquier instante.

Al fin y al cabo, yo no era uno de aquellos cálidos y pulsantes milagros de complejidad e inocencia. Éstos eran mis víctimas.

Era hora de dejar el pueblo. Ya había aprendido lo suficiente allí. No obstante, antes de irme, llevé a cabo un último acto de osadía. No pude reprimirme de hacerlo.

Tras alzarme el alto cuello de la capa roja, penetré en la posada, busqué un rincón lejos del fuego y pedí un vaso de vino. Todos los presentes en el pequeño local me dirigieron una mirada, pero no porque reconocieran que entre ellos se encontraba un ser sobrenatural. ¡Sencillamente, todos estaban sorprendidos de ver a un caballero ricamente ataviado! Permanecí en la posada veinte minutos, prolongando la comprobación, sin que nadie, ni siquiera el hombre que me sirvió la bebida, detectara nada extraño. Por supuesto, no toqué el vino. Con sólo olerlo, supe que mi cuerpo no lo admitiría. Pero lo importante era que podía pasar inadvertido entre los humanos, que podía moverme entre ellos.

Cuando salí de la posada, me sentía alborozado. Tan pronto como llegué al bosque, eché a correr. Y corrí tan deprisa que los árboles y el firmamento se hicieron borrosos. Casi me sentía volando.

Después me detuve, di saltos y me puse a danzar. Tomé unas piedras del suelo y las arrojé tan lejos que ni siquiera pude ver dónde caían. Y cuando localicé en tierra la rama de un árbol, gruesa y llena de savia, la levanté y la partí contra mi rodilla como si fuera una astilla.

Solté un grito y volví a cantar a pleno pulmón. Después, me tendí, entre carcajadas, sobre la hierba.

Cuando me levanté, me despojé de la capa y de la espada y empecé a dar volteretas como los acróbatas del teatro de Renaud. Y luego hice un salto mortal perfecto. Di otro, esta vez hacia atrás, y otro más hacia delante. Después probé varios dobles y triples saltos mortales, y di un brinco en vertical que me elevó casi cinco metros sobre el suelo. Caí de pie limpiamente, casi sin aliento y con deseos de repetir aquellos saltos un rato más.

Pero el amanecer estaba próximo.

En el aire, en el cielo, apenas se había producido un sutilísimo cambio, pero lo percibí como si lo anunciara el tañido de las campanas del Infierno. Unas campanas que llamaban al vampiro a refugiarse en su sueño de muerte. ¡Ah!, el fundente encanto del cielo, el encanto de ver los borrosos campanarios. Me asaltó la extraña idea de que, en el infierno, la luz de los fuegos sería tan brillante que recordaría la del sol, y que éste sería el único día que volvería a ver jamás.

«¿Qué he hecho?», me dije. Yo no había pedido todo esto, ni me había entregado a ello. Incluso cuando Magnus me decía que yo estaba a punto de morir, había tratado de resistirme. Y, pese a todo, allí estaba ahora escuchando las campanas del Infierno.

Bueno, ¿a quién le importa eso?

Cuando llegué al cementerio, dispuesto para el regreso a la torre con la yegua, algo distrajo mi atención.

Pie a tierra, sujeté por la rienda mi montura y observé el pequeño camposanto sin poder determinar de qué se trataba. La sensación me asaltó de nuevo y entonces la reconocí. Noté una clara presencia en aquel cementerio.

Me quedé tan quieto que noté la sangre corriéndome por las venas.

¡Aquella presencia no era humana! No despedía efluvios. Ni emitía pensamientos humanos que pudiera captar. Más bien parecía ocultarse, a la defensiva, como si me conociera. Me estaba observando.

¿Podía tratarse de imaginaciones mías?

Permanecí inmóvil, escuchando y mirando atentamente. Entre la nieve asomaba un puñado de lápidas grises y, a lo lejos, se alzaba una hilera de viejas criptas de mayor tamaño, ornamentadas pero en el mismo estado ruinoso que las tumbas sencillas.

La presencia parecía merodear por las proximidades de las criptas y noté claramente sus movimientos cuando se retiró hacia los árboles del fondo.

—¿Quién va? —pregunté. Oí mi voz como un cuchillo—. ¡Responde! —insistí, con voz aún más potente.

Noté una gran conmoción en aquello, en aquella presencia, y tuve la certeza de que huía de mí muy rápidamente.

Corrí tras ella por el cementerio y noté cómo retrocedía. Sin embargo, no alcancé a ver nada en el bosque solitario. ¡Y advertí también que yo era más fuerte que la presencia, y que ésta se había asustado de mí!

¡Qué sorpresa! ¡Asustada de mí!

Y no tuve la menor idea de si era alguien corpóreo, un vampiro como yo, o algo sin cuerpo.

—Bien, una cosa es segura —dije—: ¡Eres un cobarde!

Hubo estremecimiento en el aire. El bosque, por un instante, pareció exhalar un suspiro.

Se adueñó de mí la conciencia de mi propio poder, que había ido creciendo en mi interior. No le temía a nada. Ni a la iglesia, ni a la oscuridad, ni a los gusanos que pululaban en los cadáveres de la mazmorra. Ni siquiera a aquella extraña fuerza fantasmal que se había retirado al bosque y que parecía estar cerca otra vez. Ni siquiera le tenía miedo a los hombres.

¡Era un ser malévolo extraordinario! Si hubiera estado sentado en la escalera del infierno con los codos en las rodillas y el diablo me hubiera dicho: «Lestat, ven, escoge la naturaleza que prefieras para vagar por la Tierra», ¿qué mejor forma habría podido elegir, sino lo que ahora era? Y de pronto me pareció que el sufrimiento era una emoción que había conocido en otra existencia y que nunca volvería a experimentar.

No puedo evitar reírme cuando recuerdo esa primera noche y, sobre todo, ese momento en concreto.

9

Ya casi era de noche y me dirigí a París a galope tendido, con todo el oro que pude transportar. El sol acababa de hundirse en el horizonte, y el cielo aún presentaba una clara luz azul cuando monté un caballo y emprendí camino.

Estaba hambriento.

Y quiso la suerte que me asaltara un bandolero antes de llegar a las puertas de la ciudad. Surgió tronante de entre los árboles, su pistola lanzó un fogonazo y vi literalmente cómo la bala salía del cañón y me pasaba de largo mientras yo saltaba del caballo y me lanzaba contra él.

El bandido era un hombre robusto y me asombró lo mucho que me complacían sus maldiciones y esfuerzos. El perverso criado que había capturado la noche anterior era un viejo. Éste, en cambio, era un cuerpo joven y firme. Me tentaba incluso la aspereza de su barba mal afeitada, y me encantó la fuerza de sus puños al golpearme. Pero todo acabó pronto. Se quedó inmóvil cuando hundí los dientes en la arteria, y, cuando la sangre brotó de ella, fue una pura delicia. De hecho, resultó tan exquisita que me olvidé de retirarme antes de que el corazón se detuviera.

Quedamos los dos arrodillados en la nieve y me causó un sobresalto la sensación de engullir la vida junto con la sangre. Durante un largo instante, fui incapaz de moverme. Humm, pensé, ya había quebrantado las reglas. ¿Tal vez iba a morir ahora? No parecía que tal cosa fuera a suceder. Sólo era aquel vértigo delirante.

Y aquel pobre desgraciado, muerto en mis brazos, que me habría volado la cara si le hubiera dado ocasión.

Seguí contemplando el cielo crepuscular y la gran masa de sombras que era París, extendida ante mis ojos. Y sólo me quedó aquel calor, y un perceptible aumento de mis fuerzas.

De momento, todo iba bien. Me puse en pie y me sequé los labios. Después arrojé el cuerpo lo más lejos que pude en la nieve virgen. Me sentía más poderoso que nunca.

Permanecí un rato en el lugar, glotón y sanguinario, deseando sólo volver a matar para que el éxtasis se prolongara eternamente. Sin embargo, no habría podido beber más sangre, y poco a poco fui tranquilizándome. Noté un leve cambio en mí y me invadió un sentimiento de desamparo. Una soledad como si el ladrón hubiera sido un amigo o pariente mío y me hubiera abandonado. No entendí nada, salvo que beber la sangre de aquella manera había resultado muy íntimo. Ahora llevaba en mí el efluvio de aquel individuo y, de algún modo, me gustaba percibirlo. En cambio, allí estaba su cuerpo, tendido a unos metros de distancia sobre la nieve, con el rostro y las manos grisáceas a la luz de la luna.

Qué diablos, el hijo de perra iba a matarme, ¿no?

Una hora más tarde, ya había encontrado en su hogar del Marais a un competente abogado llamado Pierre Roget, un joven ambicioso con una mente totalmente abierta a mí. Codicioso, listo, concienzudo. Exactamente lo que buscaba. No sólo le podía leer los pensamientos cuando estaba callado, sino que aceptó todo cuanto le dije.

El abogado estaba más que dispuesto a ponerse al servicio del marido de una heredera de Santo Domingo y, desde luego, no tenía ningún problema en apagar todas las velas menos una, si los ojos me dolían todavía por la fiebre tropical. En cuanto a mi fortuna en joyas, él trataba con los joyeros más respetables. ¿Cuentas bancarias y letras de cambio para mi familia en la Auvernia…? Sí, inmediatamente.

Aquello era más fácil que interpretar el papel de Lelio.

Pero pasé un rato horroroso tratando de concentrarme. Cualquier cosa suponía una distracción: la llama humeante de la vela en el portatinteros de cobre, el dibujo dorado del papel pintado chino de las paredes y el curioso rostro de pequeñas facciones del abogado Roget, con los ojillos brillantes tras unas minúsculas gafas octogonales. Sus dientes me recordaban el teclado de un clavicordio.

Los objetos corrientes de la sala parecían bailar. Una cómoda me contempló con los pomos de latón por ojos. Y una mujer que cantaba en una sala del piso superior, sobre el leve murmullo de un horno, parecía estar diciendo algo en un idioma secreto y vibrante. Algo así como «ven a mí».

Pero parecía que todo iba a seguir de aquel modo indefinidamente y me esforcé por mantener el dominio de mí mismo. Ordené que se mandara aquella misma noche, por un correo, cierta cantidad de dinero a mi padre y a mis hermanos, y a Nicolas de Lenfent, un músico de la Casa de Tespis, a quien sólo debería decírsele que la cantidad procedía de su amigo Lestat de Lioncourt. Lestat deseaba que Nicolas de Lenfent se trasladara de inmediato a un piso decente en la Île de Saint Louis o a algún otro lugar adecuado, y el abogado Roget debería, por supuesto, ayudarle en ello. Terminado el traslado, Nicolas de Lenfent podría estudiar el violín. Roget se encargaría de comprarle el mejor instrumento posible, un Stradivarius.

Y, finalmente, debería escribirse una carta a mi madre, la marquesa Gabrielle de Lioncourt, en italiano, para que nadie más pudiera entenderla, acompañada de una bolsa especial destinada a ella. Tal vez si emprendía un viaje al sur de Italia, donde había nacido, allí pudiera detener el progreso de la enfermedad que la consumía.

Me dejó realmente aturdido pensar que le estaba dando la libertad para huir. Me pregunté qué pensaría ella al respecto.

Durante un instante no oí nada de cuanto Roget decía. Me la imaginé por un momento vestida por una vez como la marquesa que era en realidad, cruzando las puertas del castillo en su propio carruaje de seis caballos. Y luego recordé su rostro consumido y oí la tos de sus pulmones como si estuviera allí conmigo.

—Mándele la carta y el dinero esta noche —dije al abogado—. No importa lo que cueste. Hágalo.

Dejé a Roget oro suficiente para mantenerla cómodamente de por vida, si le quedaba alguna.

—Bien —añadí—. ¿Conoce a algún comerciante que trate de obras de arte, cuadros, tapices…? Alguien que esté dispuesto a abrirnos sus tiendas y almacenes esta misma noche.

—Desde luego, monsieur. Permítame ir por mi abrigo. Iremos de inmediato.

Minutos después, nos dirigíamos al faubourg Saint Denis.

Y, durante las horas siguientes, revolví junto a mis ayudantes mortales en un paraíso de riquezas materiales, escogiendo todo cuanto quería. Sillas y sofás, porcelana y cubertería de plata, cortinajes y esculturas… todo a mi gusto. Y, mentalmente, transformé el castillo donde había crecido mientras más y más objetos iban siendo apartados para embalarlos y enviarlos al sur a la mayor brevedad. A mis sobrinos les mandé juguetes que nunca habrían soñado: barquitos con velas de verdad, casas de muñecas de increíble perfección y realismo, etcétera.

Aprendí de cada cosa que toqué. Y hubo momentos en los que todos los colores y las texturas se hicieron demasiado brillantes, demasiado sobrecogedores. Lloré para mis adentros.

Y habría conseguido pasar por un ser humano hasta la médula durante todo aquel rato, de no ser por un desafortunadísimo incidente.

En un momento dado, mientras dábamos vueltas por el almacén, apareció una rata con la osadía propia de los roedores de ciudad, corriendo junto a la pared muy cerca de nosotros. La contemplé. No tenía nada de especial, como es lógico, pero allí, entre el yeso y la madera y los lienzos, la rata parecía extraordinariamente inusual. Y los hombres, equivocándose, como es lógico, se pusieron a murmurar frenéticas disculpas por su presencia y a batir los pies para ahuyentarla.

Sus voces formaron en mis oídos una mezcla de sonidos como un cocido hirviendo al fuego. Mi único pensamiento fue que la rata tenía los pies muy pequeños y que todavía no había examinado una rata ni ningún otro animal pequeño de sangre caliente. Me agaché y capturé al roedor, con bastante facilidad, me parece, y le miré las patas. Quise ver qué clase de uñas tenía y cómo era la carne que había entre sus minúsculos dedos, y me olvidé por completo de los hombres.

Fue su repentino silencio lo que me devolvió a la realidad. Los dos me miraban fijamente, estupefactos.

Les sonreí con toda la inocencia que pude, solté la rata y continué con las compras.

Ninguno de los dos hizo la menor mención a lo sucedido, pero extrajeron una lección de ello. Realmente, les había asustado de veras.

Esa noche, más tarde, le hice un último encargo al abogado. Debía enviar un regalo de cien coronas a un empresario teatral llamado Renaud, con una nota mía de agradecimiento por su amabilidad.

—Investigue la situación de ese pequeño local —le indiqué—. Descubra si tiene deudas.

Naturalmente, no pensaba acercarme nunca al teatro. Ellos no debían saber nunca lo sucedido, no debían ser contaminados nunca por ello. Y, de momento, ya había terminado de hacer todo lo que podía por mis seres queridos, ¿no?

Y cuando todo esto hubo terminado, cuando las campanas de las iglesias dieron las tres sobre los blancos tejados y me sentí de nuevo lo bastante hambriento para oler a sangre dondequiera que volvía el rostro, me descubrí frente al vacío Boulevard du Temple.

La nieve sucia se había convertido en lodo helado bajo las ruedas de los carruajes y me encontré contemplando la Casa de Tespis con sus muros deslustrados y sus carteles arrancados y el nombre del joven actor mortal, Lestat de Valois, anunciado todavía en letras rojas.

10

Las noches que siguieron fueron una orgía. Empecé a beber París como si la ciudad fuera de sangre. Al caer la noche, batía los peores barrios a la caza de ladrones y asesinos, ofreciéndoles en ocasiones una burlona posibilidad de defenderse, para luego caer sobre ellos en un abrazo fatal y cebarme en sus cuerpos hasta el punto de la gula.

Saboreé diferentes tipos de muerte: de criaturas grandes y pesadas, de pequeñas y nervudas, de hirsutos y de gentes de piel oscura, pero mis preferidos fueron los granujas jovencísimos, capaces de matar a cualquiera por las monedas que llevara en el bolsillo.

Me deleitaban sus gruñidos y maldiciones. A veces les sujetaba con una mano y me reía de ellos hasta verles realmente furiosos, y arrojaba sus navajas por encima de los tejados y hacía pedazos sus pistolas contra las paredes. Pero, cuando hacía todo aquello, empleaba mis fuerzas como un gato a quien no se le permitiera nunca saltar. Lo único que me desagradaba en mis víctimas era el miedo. Si mi presa se mostraba realmente aterrada, solía perder mi interés por ella muy pronto.

Con el paso del tiempo, aprendí a retrasar la muerte. Bebía un poco de uno, otro poco de otro, y no tomaba el gran trago de la muerte misma hasta la tercera o cuarta presa. Era la caza y la lucha lo que repetía una y otra vez para mi placer. Y una noche, cuando ya había cazado y bebido de esta manera lo suficiente para saciar a media docena de vampiros sanos, volví los ojos al resto de París, a todos los placeres refinados que no me podía permitir antes.

Pero eso no fue hasta haber pasado por casa de Roget para tener noticias de Nicolas o de mi madre.

Las cartas de ésta irradiaban felicidad ante mi buena fortuna y prometía viajar a Italia en primavera si le quedaban fuerzas para intentarlo. De momento quería libros de París, naturalmente, y periódicos y partituras para el clavicordio que le había enviado. Y tenía necesidad de preguntarme si era realmente feliz, si había cumplido mis sueños. Desconfiaba de las riquezas y me había notado tan feliz con Renaud… Era preciso que confiara en ella.

Escuchar la lectura de aquellas palabras fue una agonía para mí. Había llegado la hora de convertirme en un redomado mentiroso, cosa que nunca había sido. Pero lo haría por ella.

En cuanto a Nicolas, debería haber sabido que no se conformaría con regalos y palabras vagas, que exigiría verme y no dejaría de pedirlo. Tenía a Roget un poco asustado.

Pero de nada le sirvió. El abogado no podía decirle más de lo que yo le había explicado, y yo era tan reacio a ver a Nicolas que ni tan sólo pregunté la dirección de la casa donde se había mudado. Indiqué al abogado que comprobara si estudiaba con su maestro italiano y que tuviera todo cuanto pudiera desear.

Pero, de algún modo, conseguí enterarme de que, muy en contra de mis deseos, Nicolas no había abandonado el teatro y aún seguía actuando en la Casa de Tespis de Renaud.

Aquello me enfureció. ¿Por qué diablos, me dije, tenía que hacer algo así?

Porque era feliz allí, igual que lo había sido yo. Ésa era la razón. ¿Era preciso que alguien me lo dijera? En aquella pequeña ratonera de teatro, todos éramos de la misma raza: pensar en el momento en que se alza el telón, en que el público empieza a batir palmas y a gritar…

No. Mandaría cajas de vino y champán al teatro. Mandaría flores a Jeannette y a Luchina, las chicas con las que más me había peleado y a las que más había querido, y más regalos en oro a Renaud. Pagaría las deudas que tuviera.

Mas cuando pasaron unas noches y esos regalos fueron despachados, Renaud se sintió incómodo con el asunto. Quince días más tarde, Roget me dijo que Renaud le había hecho una propuesta.

Quería que yo comprara la Casa de Tespis y le mantuviera en ella como director, con capital suficiente para representar espectáculos mayores y de más calidad de los que había intentado nunca. Con mi dinero y sus conocimientos, podría ser el lugar más famoso de París.

No respondí enseguida. Tardé en asimilar que podía hacerme dueño del teatro de aquella manera. A poseerlo como las piedras preciosas del baúl, o las ropas que vestía, o la casa de muñecas que les había mandado a mis sobrinas. Respondí que no y salí dando un portazo.

Volví a entrar inmediatamente.

—Muy bien, compre el teatro —dije—. Y dele diez mil coronas para hacer lo que quiera.

Era una fortuna, y ni siquiera supe por qué lo había hecho.

Aquel dolor pasaría, me dije. Tenía que pasar. Y yo debía conseguir cierto control sobre mis pensamientos, comprender que tales cosas no podían afectarme.

Al fin y al cabo, ¿dónde pasaba ahora el tiempo? En los mejores teatros de París. Tenía localidades preferentes en el ballet y en la ópera, y para las representaciones de Molière y Racine. Desde los palcos, encima mismo de las luces del proscenio, contemplaba a los grandes actores y actrices. Vestía trajes de todos los colores del arco iris, joyas en los dedos, pelucas a la última moda, zapatos con hebillas de diamantes y tacones de oro.

Y tenía la eternidad para emborracharme de las poesías que escuchaba, para emborracharme de los cantos y del giro de los brazos de la bailarina, para emborracharme del órgano resonando en la gran caverna de Notre Dame y para emborracharme de las campanas que contaban las horas para mí, para emborracharme de la nieve que caía en silencio sobre los vacíos jardines de las Tullerías.

Y cada noche me sentía menos cauteloso ante los mortales, más cómodo en su compañía.

No transcurrió ni siquiera un mes hasta que reuní el valor suficiente para hacer acto de presencia en un baile multitudinario en el Palais Royal. Venía ardiente y vigoroso tras dar cuenta de una presa y me lancé de inmediato al baile. No desperté la menor sospecha. Al contrario, las mujeres parecían atraídas por mí y me encantó el contacto con sus cálidos dedos y la suave presión de sus brazos y sus pechos.

Tras esto, empecé a deambular por los bulevares entre las multitudes vespertinas. Pasando apresuradamente por delante del local de Renaud, entraba a apretujones en otras salas a contemplar los espectáculos de marionetas, de mimos y de acróbatas. Ya no huía de la luz de las farolas. Entraba en las cafeterías a tomar un café por el mero placer de notar el calor de los dedos, y hablaba con la gente cuando me apetecía.

Incluso discutía con los hombres sobre el estado de la monarquía, y me volqué en dominar el billar y los juegos de cartas; incluso me pareció que podría, si lo deseaba, presentarme en la Casa de Tespis, comprar una localidad y deslizarme hasta el anfiteatro para ver la representación. ¡Para ver a Nicolas!

Sin embargo, no lo hice. ¿Qué era aquel sueño de acercarme a Nicolas? Una cosa era engañar a desconocidos, a hombres y mujeres que no me habían conocido, pero ¿qué vería Nicolas si me miraba a los ojos? ¿Qué vería cuando reparara en mi piel? Además, me quedaban muchas cosas por hacer, me dije.

Cada vez estaba aprendiendo más cosas sobre mi nueva naturaleza y sobre mis poderes.

Mis cabellos, por ejemplo, eran más escasos pero más gruesos, y no crecían en absoluto. Tampoco me crecían las uñas de manos y pies, que tenían un gran brillo, aunque, si las limaba o cortaba, se regeneraban durante el día hasta la longitud que habían tenido cuando mi muerte. Y, aunque la gente no podía advertir tales secretos al verme, percibían otros detalles, un brillo innatural en los ojos, un exceso de colores reflejados en ellos y una ligera luminiscencia en mi piel.

Cuando estaba hambriento, esta luminiscencia era muy marcada. Una razón más para saciarme.

También estaba aprendiendo que podía avasallar a cualquiera con una mirada penetrante y que mi voz requería una modulación muy estricta. Tanto podía hablar en tono demasiado grave para el sonido humano, como ponerme a reír o a gritar demasiado alto y romperle los oídos a mi interlocutor.

Tenía otra dificultad: mis movimientos. Por lo general caminaba, corría, bailaba, sonreía y gesticulaba como un ser humano, pero, cuando algo me sorprendía, horrorizaba o afligía, mi cuerpo podía doblarse y contorsionarse como el de un acróbata.

Incluso mis expresiones faciales podían resultar tremendamente exageradas. Una vez, me vino a la cabeza espontáneamente el recuerdo de Nicolas y, olvidándome de que caminaba por el Boulevard du Temple, me senté bajo un árbol, encogí las rodillas y apoyé la cabeza entre las manos como un afligido duende de un cuento de hadas. Los caballeros del siglo XVIII, vestidos con levitas de brocado y medias de seda blancas, no hacían cosas como aquélla, al menos en la calle.

Y en otra ocasión, sumido en la contemplación de los cambios de la luz sobre las superficies, di un brinco hasta sentarme con las piernas cruzadas sobre el techo de un carruaje, con los codos en las rodillas.

Cosas así desconcertaban a la gente. La espantaban. Sin embargo, las más de las veces, incluso cuando se asustaban de la blancura de mi piel, sencillamente apartaban la vista. Pronto me di cuenta de que se engañaban diciéndose que todo era explicable. Era la mentalidad racionalista del siglo.

Al fin y al cabo, no había habido un caso de brujería en cien años; el último de que tenía noticia era el juicio de La Voisin, una adivinadora, quemada viva en tiempos del Rey Sol.

Y, además, estaba en París. De modo que, si rompía accidentalmente algún vaso al levantarlo, o una puerta rebotaba en la pared al abrirla, la gente suponía que estaba borracho.

Pero, de vez en cuando, respondía a la pregunta de un mortal antes de que me formulara esa pregunta, o caía en estados de estupor mirando una vela o la rama de un árbol, y permanecía inmóvil tanto tiempo que la gente me preguntaba si me encontraba mal.

Y mi peor problema era la risa. Me entraban accesos de risa que no podía detener. Los podía provocar cualquier cosa. Hasta la absoluta locura de mi propia posición podía desencadenarlos.

Incluso hoy, estos ataques pueden sucederme con bastante facilidad. No los cambia ninguna pérdida, ningún dolor, ninguna profunda comprensión de mi difícil situación. De pronto, algo me resulta gracioso, empiezo a reír y no puedo parar.

Esto pone furiosos a los otros vampiros, por cierto. Pero eso es adelantarme en mi historia.

Probablemente, ya habréis advertido que no he hecho hasta ahora mención de otros vampiros. Lo cierto es que no encontré ninguno.

No pude encontrar ningún otro sobrenatural en todo París.

Rodeado de mortales por todas partes —justo cuando me convencía de que no era nada—, volvía a sentir de vez en cuando aquella vaga presencia, esquiva y enloquecedora.

Nunca llegó a ser más concreta que lo que lo fuera aquella primera noche en el camposanto junto al bosque. E, invariablemente, surgía en la vecindad de algún cementerio parisiense.

En cada ocasión me detenía, me volvía e intentaba investigarla, pero nunca tenía éxito, y aquello desaparecía antes de que pudiera estar seguro de que existiera. Nunca la descubría por mí mismo, y el hedor de los cementerios de la ciudad era tan nauseabundo que no podía, ni quería, entrar en ellos.

Esta sensación parecía deberse a algo más que al asco o al mal recuerdo de la mazmorra de la torre. La repulsión ante la visión o el olor de la muerte parecía formar parte de mi naturaleza.

Era tan incapaz de contemplar una ejecución como cuando era aquel muchacho tembloroso de la Auvernia, y los cadáveres me hacían cubrirme el rostro. Creo que me repugnaba la muerte a menos que fuera yo su causante. Y tenía que alejarme de mis víctimas casi inmediatamente.

Retomando el tema de la presencia, llegué a preguntarme si no sería alguna otra especie de ser espectral, algo que no pudiera comunicarse conmigo. Por otra parte, tuve la vívida impresión de que la presencia me estaba vigilando, tal vez incluso manifestándose deliberadamente a mi alrededor.

Sea como fuere, no vi más vampiros en París. Y empecé a preguntarme si acaso no podía haber más que uno de nuestra especie en cada momento. Tal vez Magnus destruyó al vampiro al que robó la sangre. Quizás había tenido que morir una vez trasmitidos sus poderes. Y también yo moriría si convertía a otro en vampiro.

Pero no, aquello no tenía sentido. Magnus había conservado una gran fortaleza incluso después de darme su sangre. Y había encadenado a su víctima vampiro tras robarle sus poderes.

Aquello era un misterio enorme y enloquecedor, pero, de momento, la ignorancia era una verdadera bendición. Y estaba haciendo buenos progresos en descubrir cosas sin la ayuda de Magnus. Tal vez ésa era la intención de Magnus. Tal vez había sido aquélla su manera de aprender, siglos atrás.

Recordé sus palabras de que en la cámara secreta de la torre encontraría todo lo necesario para progresar.

Las horas volaban mientras recorría la ciudad. Y sólo abandonaba deliberadamente la compañía de los seres humanos para refugiarme en la torre durante el día.

No obstante, empezaba a preguntarme: «Si puedes bailar con ellos, jugar al billar con ellos y hablar con ellos, ¿por qué no vas a poder vivir también entre ellos, como hacías cuando estabas vivo? ¿Por qué no hacerte pasar por uno de ellos y entrar otra vez en el tejido mismo de la vida donde está… el qué? ¡Dilo!».

Y en esto llegó casi la primavera. Las noches se hicieron más cálidas y la Casa de Tespis puso en escena una nueva función con nuevos acróbatas entre los actos. Los árboles echaban hojas de nuevo y, todos los momentos que pasaba despierto, los pasaba pensando en Nicolas.

Una noche de marzo, mientras Roget me leía la carta de mi madre, me di cuenta de que yo podía leerla tan bien como él. Sin proponérmelo siquiera, había aprendido a partir de mil fuentes distintas. Me llevé la carta a la torre.

Ni siquiera la cámara interior estaba ya tan fría y, por primera vez, pude leer las palabras de mi madre en privado, sentado junto a la ventana. Casi pude oír su voz hablándome:

«Nicolas me escribe que has comprado el local de Renaud. Así que ahora eres el propietario de ese teatrillo del bulevar donde eras tan feliz. Pero ¿posees todavía esa felicidad? ¿Cuándo me responderás?».

Doblé la carta y la guardé en el bolsillo. Los ojos se me llenaron de lágrimas de sangre. ¿Por qué tenía mi madre que entender tanto y, al mismo tiempo, tan poco?

11

El viento había perdido su helada fuerza y todos los olores de la ciudad volvían a la vida. Y los mercados estaban llenos de flores. Sin pensar en lo que hacía, corrí a casa de Roget a exigirle que me dijera dónde vivía Nicolas.

Sólo le echaría un vistazo para asegurarme de que estaba bien de salud, para cerciorarme de que la casa era suficientemente buena.

Estaba en la Île de Saint Louis y resultaba muy impresionante, como era mi deseo, pero todas las ventanas que daban al quai tenían cerradas las persianas.

Me quedé mirando la casa un largo rato mientras por el puente cercano pasaba un carruaje tras otro. Y supe que tenía que ver a Nicolas.

Empecé a escalar la pared como había subido las del pueblo y me resultó asombrosamente fácil. Escalé un piso tras otro, mucho más arriba de lo que me había atrevido hasta entonces, y luego corrí por el tejado y bajé por la fachada interior hasta la altura del piso de Nicolas.

Pasé ante un puñado de ventanas abiertas antes de llegar a la que buscaba. Y allí vi a Nicolas a la luz de la mesa donde cenaba con Jeannette y Luchina. Estaban tomando el bocado de madrugada que solíamos hacer juntos los cuatro cuando cerraba el teatro.

Lo primero que hice al verle fue retirarme del bastidor y cerrar los ojos. Habría caído al vacío si mi mano derecha no se hubiera agarrado rápidamente a la pared, como dotada de voluntad propia. Sólo había visto la habitación por un instante, pero todos los detalles estaban fijos en mi mente.

Nicolas iba vestido con sus viejas ropas de terciopelo verde, el elegante atavío que había llevado con tanto desparpajo por las tortuosas callejas de nuestro pueblo natal. Sin embargo, en torno a él abundaban los signos de riqueza que yo le había enviado, los libros encuadernados en piel de los estantes y un escritorio con incrustaciones, presidido por un cuadro ovalado. Y el violín italiano brillando sobre el nuevo pianoforte.

Lucía un anillo con piedras preciosas que le había hecho mandar y llevaba el cabello castaño atado en la nuca con un lazo de seda negra. Estaba sentado, meditabundo, con los codos sobre la mesa y sin probar bocado del plato de exquisita porcelana que tenía ante sí.

Poco a poco, abrí los ojos y volví a mirarle. Allí, bajo el resplandor de la luz, quedaban de relieve sus gracias naturales: los brazos delicados pero fuertes, los ojos grandes y sobrios y la boca que, pese a toda la ironía y todo el sarcasmo que pudieran salir de ella, era infantil y dispuesta a ser besada.

Me pareció descubrir en él una fragilidad que jamás había percibido o entendido. No obstante, mi Nicolas parecía inmensamente inteligente, lleno de pensamientos confusos e intransigentes, mientras escuchaba el rápido parloteo de Jeannette.

—Lestat se ha casado —decía la muchacha, mientras Luchina, su compañera, asentía con la cabeza—. Su esposa es una mujer rica y él no puede revelarle que ha sido un vulgar actor. El asunto es así de simple.

—Yo digo que le dejemos en paz —intervino Luchina—. Ha salvado del cierre nuestro teatro y nos colma de regalos…

—No creo que sea cierto lo que dices —replicó Nicolas a Jeannette con voz amarga—. Lestat no se avergonzaría de nosotros. —En sus palabras había una rabia contenida y una profunda aflicción—. ¿Por qué se marchó como lo hizo? Yo le oí llamarme a gritos y descubrí la ventana rota en pedazos. Os aseguro que estaba medio despierto y que escuché su voz…

Un incómodo silencio cayó sobre los tres comensales. Las muchachas no daban crédito al relato de Nicolas, a su explicación de cómo me había esfumado de la buhardilla, y volver a contarlo sólo había servido para dejarle todavía más aislado y amargado. Todo esto lo pude captar escuchando los pensamientos de los reunidos.

—Vosotras no conocisteis bien a Lestat —añadió entonces Nicolas con aire desabrido, retomando la conversación con sus dos acompañantes mortales—. ¡Lestat le escupiría en la cara a cualquiera que se avergonzara de nosotros! Me envía dinero, pero ¿qué se supone que debo hacer con él? ¡Mi viejo amigo está jugando con nosotros!

No obtuvo respuesta de las muchachas, personas prácticas y sensatas que no estaban dispuestas a hablar en contra de su misterioso benefactor. Las cosas iban demasiado bien.

Y, al prolongarse el silencio, advertí la profundidad de la angustia de Nicolas. La percibí como si estuviera asomándome a su mente. Y no pude soportarlo.

No pude soportar el hecho de sondear su mente sin que él lo supiera. Sin embargo, no podía dejar de percibir en el interior de mi amigo un inmenso territorio secreto, más tétrico de lo que nunca había soñado, y sus palabras me revelaron que esa oscuridad interior era como la que ya había percibido en él en la posada del pueblo, pero que me había tratado de ocultar entonces.

De modo que ahora, casi podía ver ese territorio secreto. Y aprecié que existía realmente más allá de su mente, como si ésta no fuera más que el pórtico de un caos que se extendía desde los límites de todo lo que conocemos.

Aquello era demasiado aterrador. No quise verlo. ¡No quería sentir lo que sentía!

¿Qué podía hacer por él? Eso era lo importante. ¿Qué podía hacer para poner fin a aquel tormento de una vez por todas?

Sí, ardía en deseos de tocarle, de rozar sus manos, sus brazos, su rostro. Quería tocar su carne con aquellos nuevos dedos inmortales. Y me descubrí susurrando la palabra «vivo». «Sí, estás vivo y eso significa que puedes morir. Y todo lo que veo cuando te miro es absolutamente insustancial, es una mescolanza de pequeños movimientos y de colores indefinibles como si carecieras de cuerpo y sólo fueras una acumulación de calor y de luz. Tú eres la luz misma; y yo, ¿qué soy ahora?».

Aunque eterno, me retuerzo como una pavesa en ese resplandor.

Pero la atmósfera de la habitación había cambiado. Luchina y Jeannette se despedían con unas frases corteses. Nicolas no les hacía caso. Se había vuelto hacia la ventana y se estaba incorporando como si le llamara una voz secreta. La expresión de su rostro era indescriptible.

¡Sabía que yo estaba allí!

En un abrir y cerrar de ojos, salté por la resbaladiza pared hasta el tejado.

Pero todavía podía oírle allá abajo. Volví la cabeza y observé sus manos desnudas en el alféizar. Y, a través del silencio, pude oír su pánico. ¡Había notado que yo estaba allí! Era mi presencia lo que había percibido, igual que yo percibía aquella presencia en los cementerios. ¿Pero cómo, se decía, podía estar allí Lestat?

Me sentía demasiado conmocionado para hacer nada. Me sujeté del canal del tejado, me tendí sobre éste, y advertí cuando se marchaban las muchachas y Nicolas se quedaba a solas. Y mi único pensamiento fue: ¿qué era, por todos los demonios, esta presencia que Nicolas había percibido?

Me refiero a que yo no era ya Lestat, sino un demonio, un poderoso y voraz vampiro. Y, pese a ello, Nicolas notaba mi presencia, la presencia de Lestat, el hombre al que había conocido.

Era algo muy distinto a cuando un mortal veía mi rostro y balbuceaba mi nombre, lleno de confusión. Nicolas había reconocido en mi naturaleza monstruosa algo que él conocía y amaba.

Dejé de escuchar sus pensamientos y, sencillamente, permanecí tendido en el tejado.

Pero supe que, abajo, Nicolas se estaba moviendo. Supe cuándo cogía el violín colocado sobre el pianoforte y cuándo se asomaba de nuevo a la ventana.

Y me cubrí los oídos con las manos.

Pese a ello, me llegó el sonido. Surgió del instrumento y desgarró la noche como si fuera un elemento reluciente, distinto al aire, la luz y la materia, que pudiera ascender hasta las propias estrellas.

Atacó las cuerdas y casi pude verle con los párpados cerrados, meciéndose a un lado y a otro con la cabeza inclinada sobre el violín como si quisiera fundirse con la música, hasta que se borró de mí toda sensación de su presencia y sólo quedó el sonido, las notas largas y vibrantes, los escalofriantes glissandos y el violín cantando en su propio idioma hasta hacer que pareciera falsa cualquier otra forma de hablar.

Sin embargo, conforme avanzaba, la canción se convirtió en la esencia misma de la desesperación, como si su belleza fuera una horrible coincidencia, una extravagancia sin un ápice de verdad.

¿Expresaba esto lo que Nicolas creía, lo que siempre había creído cuando yo le hablaba largo y tendido sobre la bondad? ¿Era él quien se lo hacía decir al violín? ¿Estaba, tal vez, creando deliberadamente aquellas notas largas, puras y líquidas, para decir que la belleza no significaba nada por que surgía de su desesperación, y que tampoco tenía nada que ver, en el fondo, con tal desesperación, pues ésta no era hermosa y la belleza era, por tanto, una terrible ironía?

No supe qué responder, pero el sonido se extendió más allá de Nicolas, como siempre había sucedido. Se hizo mayor que la desesperación. Se transformó sin esfuerzo en una lenta melodía, como el agua que busca su camino en la ladera de la montaña. Se hizo aún más rica y oscura y pareció haber en ella algo indisciplinado y rebelde, enorme y sobrecogedor. Permanecí tendido de espaldas en el tejado, con la mirada puesta en las estrellas.

Puntos de luz que los mortales no habrían podido ver. Nubes fantasmales. Y el sonido penetrante y desgarrador del violín finalizando la pieza lentamente, con una exquisita tensión.

No me moví.

En silencio, entendí el idioma que hablaba el violín. ¡Ah, Nicolas, si pudiéramos volver a hablar…! Si pudiéramos continuar «nuestra conversación»…

La belleza no era la perfidia que él imaginaba, sino más bien una tierra inexplorada donde uno podía cometer mil errores fatales, un paraíso salvaje e indiferente sin postes indicadores que señalaran lo bueno y lo malo.

Pese a todos los refinamientos de la civilización que conspiraban para producir arte —la mareante perfección de un cuarteto de cuerda o la irregular grandeza de los lienzos de Fragonard—, la belleza era algo salvaje. Era tan peligrosa y anárquica como había sido la Tierra eones antes de que el hombre tuviera el primer pensamiento coherente en la cabeza o escribiera el primer código de comportamiento en tablillas de arcilla. La belleza era un Jardín Salvaje.

Entonces, ¿por qué tenía que dolerle que la música más desesperada estuviera llena de belleza? ¿Por qué tenía que hacerle mostrarse cínico, triste y desconfiado?

El bien y el mal eran meros conceptos elaborados por el hombre. Y el hombre era mejor, realmente, que aquel Jardín Salvaje.

Pero tal vez, en lo más profundo de su ser, Nicolas siempre había soñado con una armonía de todas las cosas que yo había considerado imposible desde el primer momento. El sueño de Nicolas no era la bondad, sino la justicia.

De todos modos, ya no volveríamos a discutir tales cosas frente a frente. Nunca volveríamos a estar en la posada. Perdóname, Nicolas. El bien y el mal existen todavía, y seguirán existiendo. En cambio, «nuestra conversación» ha terminado para siempre.

Sin embargo, en el mismo instante en que me retiraba del tejado y me alejaba en silencio de la Île de Saint Louis, ya sabía lo que me proponía hacer.

No quise reconocerlo, pero ya lo sabía.

La noche siguiente, ya era tarde cuando llegué al Boulevard du Temple. Venía de saciarme a gusto en la Île de la Cité y el primer acto de la representación en la Casa de Tespis ya estaba avanzado.

12

Me había vestido como para presentarme en la Corte, con brocados de plata y, sobre los hombros, una capa de terciopelo color espliego hasta la rodilla. Llevaba una espada nueva con empuñadura de plata bellamente tallada, las habituales hebillas grandes y adornadas en los zapatos, y el lazo, los guantes y el tricornio de costumbre. Llegué al teatro en un carruaje alquilado pero, no bien hube pagado al cochero, tomé el callejón trasero hasta la puerta de artistas, como siempre había hecho.

Al instante, me envolvió la familiar atmósfera del teatro, el olor de la espesa base de maquillaje y de los trajes baratos, llenos de sudor y perfumes, y el polvo. Alcancé a ver un fragmento del escenario iluminado, refulgente tras la confusión de enormes decorados, y escuché un estallido de carcajadas en la sala. Una troupe de acróbatas —vestidos de bufones con mallas rojas, gorras puntiagudas y cuellos colgantes con cascabeles en los extremos— esperaba al intermedio para salir a actuar.

Me sentí aturdido y, por un instante, tuve miedo. El recinto me producía la sensación de lugar cerrado y peligroso, pero resultaba maravilloso volver a estar en él. Y también crecía dentro de mí una sensación de tristeza. No; de pánico, en realidad.

Luchina me vio y soltó un chillido. Por todas partes se abrieron las puertas de los pequeños y atestados camerinos. Renaud corrió a mi encuentro y me estrechó la mano con fuerza. Donde momentos antes no había más que madera y tela, apareció un pequeño universo de excitados rostros humanos, caras llenas de sudor y rubor, y me descubrí apartándome de un candelabro humeante mientras decía apresuradamente:

—Mis ojos… Apagad eso.

—Apagad las velas. Le duelen los ojos, ¿no lo veis? —repitió Jeannette con voz urgente.

Noté sus labios húmedos entreabiertos contra mi mejilla. Me rodeaba todo el mundo, incluso los acróbatas, que no me conocían, y los viejos pintores y carpinteros del teatro, que tantas cosas me habían enseñado.

—Llamad a Nicolas —dijo Luchina, y estuve a punto de gritar «¡No!».

Los aplausos sacudían el viejo local. El telón fue bajado desde ambos lados del escenario y, al instante, mis viejos compañeros actores corrieron a mi encuentro mientras Renaud llamaba a brindar con champán.

Mantuve las manos sobre los ojos como si, cual basilisco, fuera a matar a cualquiera con sólo mirarle. Noté que se me llenaban los ojos de lágrimas y comprendí que debía enjugarlas antes de que nadie viera caer las gotas sanguinolentas. Sin embargo, estaban tan cerca de mí que no podía alcanzar el pañuelo y, presa de una súbita y terrible debilidad, pasé los brazos en torno a Jeannette y Luchina y apreté el rostro contra el de esta última. Eran como dos aves, de huesos llenos de aire y corazones como alas batientes; por un segundo, mi oído de vampiro escuchó correr la sangre por ellas, pero tal cosa me pareció una obscenidad. Me limité a rendirme a los besos y caricias, olvidando el latir de sus corazones, y a asirme a ellas, a oler su piel empolvada, a notar de nuevo la presión de sus labios.

—¡No sabe lo preocupados que nos tenía! —retumbó la voz de Renaud—. ¡Y, luego, todas esas historias sobre su buena fortuna!

Batió palmas y anunció:

—¡Atentos todos! ¡Todo el mundo! Éste es monsieur De Valois, propietario de este gran establecimiento teatral…

Continuó con un montón de frases pomposas y festivas, arrastrando a actores y actrices para que me besaran la mano, supongo, o el pie. Yo seguí sujeto con fuerza a las muchachas, como si, de soltarlas, fuera a estallar en pedazos. Entonces oí a Nicolas y supe que estaba apenas a un palmo de mí, mirándome, y que se alegraba demasiado de verme para seguir mostrándose dolido.

No abrí los ojos pero noté en el rostro el contacto de su mano, que luego me sujetó por la nuca con fuerza. Debían de haberle abierto paso y, cuando al fin llegó a mis brazos, me recorrió una ligera convulsión de terror, pero la luz era allí mortecina y yo me había saciado a conciencia para estar cálido y tener un aspecto humano. Pensé desesperadamente que no sabía a quién rezar para que el engaño funcionase. Y, entonces, sólo quedó Nicolas y nada más me importó.

Levanté la vista a su rostro.

¡Cómo describir el aspecto que tienen los humanos a nuestros ojos! Ya he intentado hacerlo un poco, al explicar la belleza de Nicolas la noche anterior como una mezcla de movimientos y colores. Pero no podéis imaginar qué significa para nosotros la visión de la carne viva. Por una parte están esos millones de colores y pequeñas configuraciones de movimientos que dan forma a las criaturas vivas en las que nos concentramos. Pero este resplandor se confunde totalmente con el olor de la carne. Hermosura: ésa es la impresión que nos produce cualquier ser humano, si nos detenemos a pensarlo. Incluso los viejos y los enfermos, los mendigos a los que nadie vuelve la mirada en la calle. Todos son bellos como flores en el momento de abrirse, como mariposas surgiendo eternamente del capullo.

Pues bien, todo esto vi cuando miré a Nicolas, cuando olí la sangre que latía dentro de él y, por un embriagador instante, sólo sentí amor; un amor que borró todo recuerdo de los horrores que me habían deformado. Todos mis perversos éxtasis, todos mis nuevos poderes con sus gratificaciones, me parecieron irreales. Tal vez sentí también una profunda alegría al advertir que aún podía amar, si alguna vez había dudado de ello, y que se quedaba confirmada una trágica victoria.

Me embriagó todo el viejo consuelo mortal, y había podido cerrar los ojos y perderme en la inconsciencia llevándole conmigo, o así me pareció.

Pero algo más se agitó en mi interior, y cobró fuerzas tan deprisa que mi mente discurrió aceleradamente para ponerse a su paso y negarlo cuando ya casi amenazaba con salirse de control. Y supe muy bien de qué se trataba: era algo monstruoso y enorme y tan natural para mí como ajeno me era el sol. Quería a Nicolas. Le quería tanto como a cualquier presa con la que hubiera pugnado en la Île de la Cité. Quería su sangre fluyendo en mis venas, quería su sabor y su aroma y su calor.

El teatro se estremeció de gritos y risas, mientras Renaud ordenaba a los acróbatas que continuaran con el intermedio y a Luchina que abriera el champán. Pero nosotros estábamos lejos de todo en nuestro abrazo.

El fuerte calor de su cuerpo me hizo entrar en tensión y retirarme, aunque no parecí moverme en absoluto. Y de pronto me enloqueció la idea de que aquel al que amaba tanto como a mi madre y mis hermanos, aquel que me había inspirado la única ternura que había sentido nunca, era una ciudadela inconquistable, asido firmemente a la ignorancia frente a mi sed de sangre cuando tantos cientos de víctimas se me habían entregado.

Era para esto para lo que yo servía ahora. Y aquél era el camino que debía recorrer. ¿Qué representaban aquellos otros, los ladrones y asesinos que había abatido en la selva de París? Era esto lo que deseaba. Y la grande, pasmosa posibilidad de la muerte de Nicolas estalló en mi cerebro. Tras los párpados cerrados, la oscuridad se había vuelto rojo sangre. La mente de Nicolas vaciándose en aquel último instante, rindiendo su complejidad junto con su vida.

No podía moverme. Notaba su sangre como si la estuviera absorbiendo y dejé descansar los labios contra su cuello. Cada partícula de mi ser decía: «Tómalo, llévatelo lejos de este lugar, lejos de todo, y sáciate de él, sáciate de él hasta… hasta…». ¿Hasta cuándo? ¡Hasta que esté muerto!

Me aparté y le separé de mí. A nuestro alrededor, todos vociferaban y alborotaban. Renaud gritaba algo a los acróbatas, que seguían pendientes de lo que pasaba. Fuera, el público exigía el número del intermedio con unas palmadas acompasadas. La orquesta ensayaba el animado sonsonete que acompañaría la actuación de los acróbatas. Músculos y huesos me empujaban y se me clavaban. El lugar se había convertido en un degolladero, maloliente por los efluvios de todos aquellos seres destinados al sacrificio. Noté unas náuseas demasiado humanas.

Nicolas parecía haber perdido el dominio sobre sí mismo, y, cuando nuestros ojos se encontraron, percibí las acusaciones que emanaban de él. Noté su pesadumbre y, peor aún, su casi desesperación.

Me abrí paso entre todos ellos, dejé atrás a los acróbatas con sus cascabeles y no sé por qué me encaminé hacia las bambalinas en lugar de hacia la puerta de artistas. Quería ver el escenario. Quería ver al público. Quería penetrar más profundamente en algo para lo cual no tenía nombre ni palabra.

Pero en esos instantes estaba loco. Decir que «quería» o que «pensaba» carece de sentido.

El pecho se me alzaba y volvía a descender agitadamente y la sed era como un gato arañando para salir. Y, mientras me apoyaba en el poste de madera junto al telón, Nicolas, dolido y sin entender nada, se me acercó otra vez.

Dejé que hirviera en mí la sed. Dejé que desgarrara mis entrañas. Seguí agarrado al poste y, en un gran recuerdo, vi a todas mis víctimas, la escoria de París, eliminadas del arroyo; y comprendí la locura del plan de acción que me había propuesto, la falsedad que encerraba, y cuál era mi verdadera naturaleza. Qué sublime estupidez era haber llevado conmigo aquella miserable moralidad, haber decidido dar cuenta solamente de los condenados. ¿Qué buscaba? ¿Tal vez salvarme a pesar de todo? ¿Por quién me había tomado, por un probo colega de los jueces y verdugos de París, que ejecutan a los pobres por delitos que los ricos cometen cada día?

Había probado un vino fuerte, en jarras desportilladas y agrietadas, y ahora el sacerdote estaba ante mí al pie del altar con el cáliz de oro en las manos, y el vino de éste era la Sangre del Cordero.

Nicolas estaba hablando rápidamente:

—¿Qué sucede, Lestat? ¡Dímelo! —exclamó, como si los demás no pudieran oírnos—. ¿Dónde has estado? ¿Qué ha sido de ti? ¡Lestat!

—¡Salid al escenario! —gritó Renaud a los boquiabiertos acróbatas.

La troupe pasó deprisa junto a nosotros y penetró en el humeante resplandor de las luces del proscenio, iniciando una serie de saltos mortales.

La orquesta convirtió los instrumentos en trinos de pájaros. Un destello de rojo, unas mangas de arlequín, el tintineo de los cascabeles, gritos de la multitud: «¡Dadnos espectáculo! ¡Vamos, enseñadnos algo de verdad!».

Luchina me besó y contemplé su blanco cuello, sus manos como la leche. Vi las venas del rostro de Jeannette y el suave cojín de su labio inferior cada vez más cerca. El champán, servido en decenas de copas, corría por las gargantas. Renaud improvisaba una especie de discurso acerca de nuestra «sociedad» y de que la pequeña farsa aquella noche no era sino el principio y que pronto seríamos el mejor teatro de los bulevares. Me vi a mí mismo representando el papel de Lelio y oí de nuevo la tonadilla que le había cantado a Flaminia, hincado de rodillas.

Ante mí, unos pequeños mortales daban volteretas pesadamente y el público rugía cuando el jefe de la troupe hizo un gesto procaz con sus posaderas.

Sin darme tiempo a pensar en lo que hacía, me encontré en pleno escenario.

Estaba en el mismo centro, notando el calor de las luces y el escozor del humo en los ojos. Contemplé las abarrotadas galerías, los palcos separados por mamparas, las filas y filas de espectadores hasta la pared del fondo. Y escuché mi voz mascullando a los acróbatas la orden de que se marcharan.

Las risas me resultaron ensordecedoras: los comentarios jocosos y los gritos que acogieron mi presencia eran espasmos y erupciones y detrás del rostro de cada espectador distinguí con toda claridad una calavera sonriente. Mis labios tarareaban la cancioncilla que había interpretado en mi papel de Lelio, sólo un fragmento de la tonada, el mismo que había repetido luego en mis expediciones por las calles, «hermosa, hermosa Flaminia». Lo repetí una y otra vez, hasta que las palabras formaron un sonido ininteligible.

Por encima del tumulto se oían insultos a voz en grito.

—¡Que siga la función! —dijo una voz—. ¡Veamos qué haces, además de enseñarnos tu linda cara!

Desde la galería, alguien arrojó una manzana mordisqueada que golpeó la tarima a poca distancia de mis pies.

Me desabroché la capa violeta y la dejé caer. Hice lo mismo con la espada de plata.

La canción se había convertido en un murmullo incoherente tras mis labios cerrados, pero el frenético verso seguía martilleándome en la cabeza. Vi las tierras vírgenes de la belleza con toda su rudeza brutal, como las había percibido la noche anterior mientras Nicolas tocaba el violín, y el mundo moral me pareció un desesperado sueño de racionalidad que no tenía la menor posibilidad en aquella jungla fétida y exuberante. Fue una visión y, más que entender, me limité a ver. Sólo pensé que yo formaba parte de ello, tan natural como la gata con su expresión exquisita e impávida en el momento de clavar las uñas en el lomo de la rata chillona.

—«Mi linda cara» es la de una Parca —medio murmuré— que puede apagar todas las «breves velas», todas las almas palpitantes que llenan esta sala.

Pero las palabras ya quedaban, en realidad, fuera de mi alcance. Flotaban quizás en algún estrato donde existía un dios que entendía los colores de los dibujos de la piel de una cobra y las siete gloriosas notas que formaban la música que surgía del violín de Nicolas, pero nunca el principio más allá de la fealdad o la belleza: «No matarás».

Cientos de rostros grasientos me miraban desde la penumbra. Pelucas andrajosas y falsas joyas y sucios aderezos, pieles como el agua fluyendo sobre huesos torcidos. Una multitud de mendigos harapientos, mancos y jorobados, lanzaba silbidos y abucheos desde la galería, con sus apestosas muletas bajo el brazo y los dientes del mismo color que las piezas de las calaveras que uno encuentra entre el polvo de las tumbas.

Extendí los brazos, doblé la rodilla y empecé a dar vueltas como saben hacer los acróbatas y los bailarines, girando y girando sin esfuerzo sobre los dedos de un pie, cada vez más deprisa, hasta detenerme en seco; entonces me doblé hacia atrás e inicié una serie de volteretas en círculo, seguidas de varios saltos mortales, imitando todo lo que había visto hacer a los volatineros en las ferias.

De inmediato surgieron los aplausos. Me sentía tan ágil como lo había estado en el pueblo, y el escenario me resultaba pequeño y engorroso. El techo parecía venírseme encima y el humo de las luces del proscenio me cercaba. La tonadilla a Flaminia volvió a mis labios y empecé a cantarla en voz alta mientras daba vueltas y saltos y giros de nuevo. Después, mirando al techo, ordené a mi cuerpo que se levantara al tiempo que flexionaba las rodillas para saltar.

En un instante, rocé las vigas y volví a caer sobre las tablas grácilmente y sin hacer ruido.

Unos jadeos se alzaron entre el público. La pequeña muchedumbre que se apretaba en las alas del teatro estaba asombrada. Los músicos del foso, que habían permanecido en silencio todo el tiempo, se miraban entre ellos. Desde su posición, podían comprobar que no había cable alguno.

Pero yo volvía a elevarme otra vez para delicia del público, esta vez dando saltos mortales durante todo el ascenso, de nuevo hasta más allá del arco pintado, para descender luego en giros aún más lentos y gráciles.

Gritos y vítores se alzaban sobre los aplausos, pero, tras los decorados, todo el mundo se había quedado mudo. Nicolas estaba al borde mismo del escenario y sus labios pronunciaban en silencio mi nombre una y otra vez.

«Tiene que ser un truco, una ilusión». De todas partes me llegaban comentarios parecidos. Los espectadores pedían a sus vecinos que mostraran su asentimiento. El rostro de Renaud brilló delante de mí por un instante con la boca abierta y los ojos entrecerrados.

Pero yo me había puesto a bailar de nuevo y, esta vez, la gracia de la danza ya no interesaba al público. Lo advertí porque el baile se convirtió en una parodia, con cada gesto más amplio, más largo y más lento de lo que podría haber ejecutado un bailarín humano.

Alguien lanzó un grito desde las bambalinas y una voz le mandó callar. Y entre los músicos y los ocupantes de las primeras filas de butacas se alzaron unos gritos. Los espectadores se estaban poniendo nerviosos y cuchicheaban entre ellos, pero la chusma de las galerías continuó batiendo palmas.

De pronto, corrí hacia el público como si fuera a recriminarle su falta de sensibilidad. Algunos espectadores se sobresaltaron tanto que se incorporaron y trataron de escapar por los pasillos. Uno de los cornos de la orquesta dejó caer el instrumento y salió gateando del foso.

Capté la agitación, la ira incluso, en sus rostros. ¿Qué eran todos aquellos trucos? De repente, habían dejado de divertirles; no podían comprender cómo los hacía, y en mis ademanes serios había algo que les daba miedo. Por un terrible instante, noté su desamparo.

Y percibí su destino.

Una gran horda de esqueletos rechinantes envueltos en carne y harapos, sólo eso eran; y, pese a ello, hacían derroche de atrevimiento y me lanzaban gritos con irreprimible orgullo.

Levanté las manos lentamente para exigir su atención y me puse a cantar en voz muy alta y firme la tonadilla de Flaminia, mi hermosa Flaminia, entonando un mal pareado tras otro y dejando que la voz se hiciera más y más sonora, hasta que, de pronto, la gente empezó a ponerse en pie frente a mí, gritando, pero seguí cantando todavía más alto hasta enmudecer cualquier otro sonido con un insoportable rugido y verles a todos, a los cientos de espectadores, derribando los bancos de butacas y llevándose las manos a los costados de la cabeza.

Sus bocas eran muecas, gritos mudos.

Se produjo un tumulto de gritos y maldiciones mientras todos pugnaban por abrirse paso hacia las puertas. Las cortinas fueron arrancadas de sus barras y algunos hombres se dejaron caer desde las galerías para ganar la calle.

Detuve la terrible cantinela.

En un resonante silencio, me quedé contemplando los cuerpos débiles y sudorosos que escapaban torpemente en todas direcciones. El viento soplaba por las puertas abiertas y noté una extraña frialdad en las extremidades, junto a la impresión de tener los ojos de cristal.

Sin mirar, cogí la espada y me la coloqué al cinto otra vez; después, con un dedo, levanté la capa, arrugada y llena de polvo, por el cuello de terciopelo. Estos gestos parecieron tan grotescos como todo lo demás que había hecho y no le di ninguna importancia a que Nicolas estuviera luchando por desasirse de dos de los actores, que le sujetaban temiendo por su vida mientras él pronunciaba una y otra vez mi nombre.

Sin embargo, algo entre todo aquel caos captó mi atención. Me pareció importante —terriblemente importante, en realidad— que en uno de los palcos abiertos hubiera una figura puesta en pie que no hacía el menor intento por escapar, o ni siquiera por moverse.

Me volví lentamente y le miré frente a frente, retándole, me pareció, a quedarse allí. Era un anciano, y sus empañados ojos grises me taladraban con terca indignación; mientras le miraba fijamente, me oí a mí mismo emitiendo un poderoso rugido con la boca muy abierta. El sonido parecía surgir del fondo de mi alma y se hizo más y más potente hasta que los pocos espectadores que aún quedaban abajo volvieron a cubrirse los oídos, paralizados; incluso Nicolas, que corría hacia mí, se encogió ante el doloroso sonido, asiéndose la cabeza entre las manos.

Y, pese a todo, el anciano continuó inmóvil en el palco, terco e indignado y con una mirada colérica, frunciendo el entrecejo bajo la peluca gris.

Di un paso atrás, crucé de un salto el vacío local y fui a aterrizar en el mismo palco, frente al hombre. A pesar de sus esfuerzos, se quedó boquiabierto y con los ojos horriblemente desorbitados.

Parecía desfigurado por la edad, con los hombros hundidos y las manos deformes, pero la viveza de sus ojos no reflejaba vanidad ni concesión alguna. Cerró la boca con fuerza, echando hacia delante la barbilla. Y sacó de debajo de la levita una pistola con la que me apuntó, sosteniéndola con ambas manos.

—¡Lestat! —gritó Nicolas.

Pero el disparo sonó y la bala me dio de pleno. Permanecí de pie, tan firme como antes lo había estado el viejo, y el dolor me atravesó y cesó, dejando tras su estela una terrible tensión en todas mis venas.

De la herida manó sangre. Manó como nunca la había visto hacerlo. Me empapó la camisa y noté que también se derramaba por mi espalda. La tensión se hizo cada vez más fuerte y una especie de escozor empezó a extenderse por la superficie de mi espalda y de mi tórax.

El anciano me observó, desconcertado. Le cayó la pistola de la mano, inclinó la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados y el cuerpo encogido como si le hubieran extraído el aire, y se derrumbó en el suelo.

Nicolas había subido corriendo las escaleras y entraba en aquel instante en el palco. De su boca surgía un murmullo histérico, convencido de haber sido testigo de mi muerte.

Y permanecí callado, escuchando mi cuerpo en esa terrible soledad que me había acompañado desde que Magnus me hiciera un vampiro. Y supe que las heridas ya habían desaparecido.

La sangre estaba secándose en mi chaleco de seda y en la espalda de mis ropas desgarradas. El cuerpo me latía donde me había atravesado la bala y mis venas seguían vivas con la misma tensión, pero la herida ya se había cerrado.

Y Nicolas, volviendo a sus cabales al verme, advirtió que estaba ileso aunque la razón le decía que tal cosa era imposible.

Le aparté a un lado y me dirigí a las escaleras. Nicolas se lanzó contra mí y le repelí de un empujón. No podía soportar su olor ni su presencia.

—¡Aléjate de mí! —exclamé.

Pero él se acercó de nuevo y me pasó el brazo por el cuello. Tenía el rostro congestionado y un horrible sonido surgía de su garganta.

—¡Suéltame, Nicolas! —le amenacé.

Si le sacudía con excesiva fuerza, le desencajaría los brazos o le rompería el espinazo.

Romperle el espinazo…

Nicolas soltó un gemido, tartamudeó y, durante una atormentadora fracción de segundo, los sonidos que emitía fueron tan terribles como los de mi yegua en la montaña, mientras agonizaba aplastada en la nieve como un insecto.

Apenas supe lo que hacía cuando me desasí de sus manos.

Cuando salí al bulevar, la multitud se dispersó gritando. Renaud se adelantó corriendo hacia mí, a pesar de las manos que intentaban disuadirle.

¡Monsieur!

Me tomó la mano para besarla y se detuvo al ver la sangre.

—No es nada, mi querido Renaud —le dije, muy sorprendido de la firmeza de mi voz y de su suavidad. Sin embargo, cuando me disponía a hablar de nuevo, algo me distrajo. Algo a lo que, me dije vagamente, debía prestar atención. Pese a ello, continué diciendo—: No le dé importancia, mi querido Renaud. Es sangre falsa, sólo una ilusión. Todo ha sido una ilusión, un truco teatral. El drama de lo grotesco: sí, de lo grotesco.

Y de nuevo surgió aquella distracción, algo que podía percibir entre todo aquel tumulto de gente apretándose para acercarse, pero no demasiado. Nicolas, desconcertado, me miraba con intensidad.

—Siga con sus obras —decía yo al empresario, casi incapaz de concentrarme en mis palabras—. Siga con los acróbatas, las tragedias y sus representaciones más civilizadas, si lo prefiere.

Saqué del bolsillo un fajo de billetes y lo deposité en su mano vacilante. Arrojé unas monedas de oro al pavimento. Los actores se lanzaron a recogerlas con cierto temor. Pasé la mirada por la multitud para descubrir el origen de aquella extraña distracción, para saber qué era aquello. No se trataba de Nicolas, que me contemplaba con el ánimo abatido desde la puerta del teatro desierto. No, era algo a la vez familiar y desconocido, que tenía que ver con las tinieblas.

—Contrate los mejores actores —hablaba casi balbuciendo—, los mejores músicos, los grandes pintores de decorados.

Más billetes. Mi voz recuperaba ya su firmeza, la voz de un vampiro; distinguí de nuevo las muecas y las manos en alto, pero todos temían que les viera taparse los oídos. «¡No existe límite, NINGÚN LÍMITE, a lo que puedes hacer aquí!».

Me alejé, arrastrando la capa y acompañado del desagradable sonido de la espada, mal envainada. Algo surgido de las tinieblas.

Y, cuando me adentré apresuradamente en la primera calleja y empecé a correr, supe que lo que había oído, lo que me había distraído, había sido sin la menor duda la familiar presencia, esta vez entre la multitud.

Lo supe por una sencilla razón: Ahora estaba corriendo por las callejuelas poco concurridas más deprisa de lo que podía hacerlo cualquier mortal, y la presencia mantenía las distancias. ¡Y la presencia era más de una!

Hice un alto cuando estuve seguro de ello.

Sólo estaba a una milla del bulevar, y la sinuosa calleja en la que me encontraba era más estrecha y oscura que ninguna de las que había recorrido nunca. Entonces los escuché hasta que, brusca y conscientemente, parecieron enmudecer.

Yo estaba demasiado nervioso y me sentía demasiado mal como para ponerme a jugar con ellos. Estaba demasiado desconcertado y grité la vieja pregunta:

—¿Quién va? ¡Hablad! —En las ventanas próximas, los cristales vibraron. Los mortales se agitaron en sus pequeñas alcobas. Allí no había ningún comentario—. Respondedme, hatajo de cobardes. ¡Hablad, si tenéis voz, o apartaos de mí de una vez por todas!

Y entonces supe, aunque no sabría explicar cómo, que ellos podían oírme y responderme, si querían. Y supe que aquello que había percibido repetidamente era la irreprimible evidencia de su proximidad y de su intensidad, que no podían ocultar. En cambio, sí podían poner un velo sobre sus pensamientos, y así lo habían hecho. Quiero decir con ello que poseían inteligencia, y también palabras.

Exhalé un largo y profundo suspiro.

Su silencio me atormentó, pero mil veces me afligía lo que acababa de suceder y, como tantas veces había hecho en el pasado, les volví la espalda.

Las presencias me siguieron. Esta vez me siguieron y, por muy deprisa que yo avanzara, se mantuvieron siempre a la misma prudente distancia.

Y no dejé de percibir su extraña, trémula y átona presencia hasta que llegué a la Place de Grève y entré en la catedral de Notre Dame.

Pasé el resto de la noche en la catedral, acurrucado en un rincón en sombras junto al muro de la derecha. Estaba hambriento debido a la sangre perdida, y cada vez que se acercaba un mortal sentía una fuerte tensión y un intenso escozor donde había recibido la herida.

Sin embargo, esperé.

Y cuando se acercó una joven mendiga con su hijito, supe que había llegado el momento. La mujer vio la sangre seca e insistió, casi frenética, en acompañarme al hospital cercano, el Hôtel Dieu. Tenía el rostro demacrado por el hambre, pero trató de incorporarme con sus débiles brazos.

La miré a los ojos hasta que vi helarse su mirada. Noté el calor de sus pechos sobresaliendo bajo los harapos. Su cuerpo suave y apetitoso se apoyó contra el mío, ofreciéndoseme, y la envolví en mis brocados manchados de sangre. La besé, aspirando su calor mientras apartaba las sucias ropas de su garganta, y me incliné a beber con tal habilidad que el niño dormido no llegó a darse cuenta. Después abrí con dedos temblorosos la sucia camisa del chiquillo. Aquel tierno cuellecito también fue mío.

El éxtasis fue imposible de describir. Hasta entonces había gozado todo el placer que podía proporcionarme la fuerza. En cambio, aquellas víctimas habían sido mías en el acto más parecido a la entrega amorosa. La misma sangre parecía más cálida en su inocencia, más rica en su bondad.

Después contemplé a mis víctimas, durmiendo juntas el sueño de la muerte. Aquella noche, la catedral no había sido un santuario para ellas.

Y supe que mi visión del jardín de belleza había sido una visión real. En el mundo había propósito, sí, y leyes, e inevitabilidad, pero todo ello sólo tenía que ver con la estética.

Y en aquel Jardín Salvaje, los seres inocentes como mis víctimas estaban destinados a los brazos de un vampiro. Mil cosas más pueden decirse del mundo, pero únicamente los principios estéticos pueden ser verificados, y sólo ellos permanecen iguales.

Ahora ya estaba preparado para volver a casa. Y, cuando salí al aire de la madrugada, supe que había caído la última barrera entre el mundo y mi apetito.

Ahora, ya nadie estaba a salvo de mí, por inocente que fuera. Y eso incluía a mis apreciados amigos del teatro de Renaud. E incluía a mi querido Nicolas.

13

Quise que se marcharan de París. Quise que desaparecieran los carteles y que las puertas cerraran; quise que se hicieran el silencio y la oscuridad en el teatrillo donde había conocido la mayor y más sostenida felicidad de mi vida mortal.

Ni siquiera una docena de víctimas inocentes en una noche podía hacerme dejar de pensar en ellos, ni eliminar el dolor que sentía dentro. Todas las calles de París me conducían a su puerta.

Y me invadía una terrible vergüenza cuando pensaba en mi actuación ante ellos. ¿Cómo podía haberles asustado de aquel modo? ¿Por qué necesitaba probarme a mí mismo con tal violencia que jamás podría volver a ser parte de ellos?

No. Yo había comprado el local de Renaud. Y lo había convertido en el lugar de más éxito del bulevar. Ahora, lo cerraría.

Con todo, no se trataba de que nadie sospechara nada. Ellos habían creído las excusas simples y estúpidas que les había dado Roget, que si acababa de regresar de las calurosas colonias del trópico y que si el buen vino de París se me había subido a la cabeza. De nuevo, mucho dinero para compensar los perjuicios.

Sólo Dios sabe qué pensaron realmente, pero el hecho fue que la noche siguiente continuaron con el espectáculo de costumbre. Y las hastiadas multitudes del Boulevard du Temple encontraron, sin duda, una docena de explicaciones lógicas a la confusión producida. Bajo los castaños había cola.

Sólo Nicolas se negaba a aceptar todo aquello. Se había lanzado a beber y se negaba a volver al teatro y a seguir estudiando música. Cuando Roget se presentaba de visita, le recibía con insultos. Frecuentaba los peores cafés y tabernas y deambulaba solitario por las calles nocturnas más peligrosas.

Bueno, eso tenemos en común, me dije.

Roget me puso al corriente de todo esto mientras yo paseaba por la habitación a conveniente distancia de la vela de su mesa. Mi rostro era una máscara que ocultaba mis auténticos pensamientos.

—El dinero no significa mucho para ese joven, monsieur —me dijo el abogado—. Él mismo me ha recordado que ha tenido mucho en su vida. Dice cosas que me inquietan, monsieur. No me gustan sus palabras.

Roget parecía un personaje de un cuento infantil con su gorro y su camisa de dormir, descalzo y con las piernas al aire; porque, una vez más, le había despertado en plena noche y no le había dado tiempo de peinarse o tan siquiera de ponerse las zapatillas.

—¿Qué palabras son ésas? —pregunté.

—Habla de brujería, monsieur. Dice que usted posee poderes extraordinarios. Habla de La Voisin y de la Chambre Ardente, un viejo proceso de brujería de tiempos del Rey Sol. Era una bruja que preparaba hechizos y pócimas para miembros de la Corte.

—¿Quién creería ahora semejante basura? —repliqué, aparentando absoluta incredulidad, aunque, a decir verdad, se me había erizado el vello de la nuca.

—Murmura cosas amargas, monsieur —continuó Roget—. Que la especie de usted, como él dice, siempre ha tenido acceso a grandes secretos. Habla repetidamente de un lugar de su pueblo, llamado el lugar de las brujas.

—¡Mi especie!

—Bueno, dice que usted es un aristócrata, monsieur —añadió Roget con cierta incomodidad—. Cuando un hombre está enfadado como lo está monsieur De Lenfent, estas cosas llegan a ser importantes. Sin embargo, no comenta sus sospechas con otros. Sólo me las cuenta a mí. Dice que usted comprenderá por qué le desprecia. ¡Por negarse a compartir con él sus descubrimientos! Sí, monsieur, sus descubrimientos. No deja de hablar de La Voisin, de cosas entre el cielo y la tierra para las cuales no hay explicaciones racionales. Y afirma saber ahora por qué gritaba y lloraba usted en ese lugar de las brujas.

Por un instante, no fui capaz de mirar a Roget. ¡Era una deliciosa perversión de todo el asunto! Y, sin embargo, daba justo en la diana. Qué soberbio, y qué absolutamente irrelevante. A su modo, Nicolas tenía razón.

—Monsieur, es usted el más amable de los hombres… —empezó a decir Roget.

—Ahórrese, por favor…

—Verá, monsieur De Lenfent dice cosas fantásticas, cosas que no debería mencionar ni siquiera en estos tiempos. Dice que vio cómo una bala le atravesaba el cuerpo y que debería estar muerto.

—La bala no me alcanzó —repliqué—. Roget, no continúe con esto. Haga que se vayan de París todos esos cómicos.

—¿Que se vayan? —preguntó el abogado—. ¡Pero si ha invertido muchísimo dinero en esa pequeña empresa…!

—¿Y qué? ¿A quién le importa eso? Envíelos a Londres, a Drury Lane. Ofrezca a Renaud la cantidad suficiente para comprar un teatro en Londres. Desde allí podrán viajar a América, actuar en Santo Domingo, Nueva Orleans y Nueva York. Hágalo, monsieur. No me importa cuánto cueste. ¡Cierre de una vez mi teatro y consiga que la compañía se marche de la ciudad!

Así desaparecería el dolor, ¿no era eso? Dejaría de verles a todos apiñados a mi alrededor tras las bambalinas, dejaría de pensar en Lelio, el chico de provincias que se encargaba de vaciar los orinales y disfrutaba con ello.

Roget parecía profundamente tímido. «¿Qué debería parecerle, —me dije—, trabajar para un lunático bien vestido que le pagaba el triple de lo que cualquiera le daría, para luego hacer caso omiso de sus consejos y opiniones profesionales?».

«Nunca lo sabré —me respondí a mí mismo—. Jamás volveré a saber qué significa ser un humano mortal».

—En cuanto a Nicolas —añadí—, le convencerá usted de que viaje a Italia, y ahora voy a explicarle cómo.

—Monsieur, resulta difícil persuadir a su amigo incluso de que se cambie de ropas.

—Esto será más sencillo. Ya sabe usted que mi madre está muy enferma. Pues bien, convenza a Nicolas de que la lleve a Italia. Es una idea perfecta: él podría muy bien estudiar música en los conservatorios de Nápoles, y precisamente es allí donde debería ir mi madre.

—Es cierto que su amigo mantiene correspondencia con ella… Le tiene un gran afecto.

—Precisamente. Convénzale de que ella no podría hacer ese viaje sin su compañía. Ayúdele a efectuar todos los preparativos, monsieur. Nicolas debe abandonar París y le encargo a usted que se ocupe de ello. Le doy de plazo hasta final de semana y entonces volveré para tener noticias de su marcha.

Naturalmente, aquello era exigir mucho del abogado, pero no se me ocurría nada más. Los comentarios de Nicolas sobre actos de brujería no me preocupaban, desde luego, puesto que nadie los creería, pero yo estaba convencido de que, si no abandonaba París, Nicolas iría perdiendo la razón poco a poco.

Con el transcurso de las noches, tuve que luchar conmigo mismo todas las horas que pasaba en vela, para reprimir el impulso de ir a verle, de arriesgarme a un último contacto con él.

Me limité, pues, a aguardar a la fecha marcada; sabía muy bien que estaba perdiendo para siempre a Nicolas y que éste jamás averiguaría la causa de nada de cuanto había sucedido. Yo, que una vez había elevado mi voz contra la insensatez de nuestra existencia, le expulsaba ahora de la ciudad sin la menor explicación. Era una injusticia que tal vez le atormentaría hasta el final de sus días.

«Es mejor eso que la verdad», dije mentalmente a Nicolas. «Quizás ahora comprendía un poco mejor todas nuestras ilusiones. Y si Nicolas podía convencer a mi madre de viajar a Italia, si ella estaba todavía a tiempo de emprender el camino…».

Mientras, pude comprobar personalmente que la Casa de Tespis cerraba sus puertas. En un café cercano, oí comentar la partida de la compañía con rumbo a Inglaterra. Esta parte de mis planes quedaba, por tanto, cumplida.

Fue cerca ya del amanecer del octavo día cuando, finalmente, acudí de nuevo a la puerta de Roget y llamé a la campanilla.

El abogado me abrió más pronto de lo que yo esperaba, con un aire nervioso y aturdido bajo su acostumbrada camisa de dormir blanca de franela.

—Me empieza a gustar su indumentaria, monsieur —dije cansadamente—. Creo que no confiaría en usted ni la mitad de lo que confío si me recibiera con camisa, calzones y levita…

—Monsieur —me interrumpió Roget—, ha sucedido algo totalmente inesperado…

—Antes de nada, respóndame: ¿han llegado sin novedad a Inglaterra Renaud y los demás?

—Sí, monsieur. Ya se encuentran en Londres, pero…

—¿Y Nicolas? ¿Ha acudido junto a mi madre en la Auvernia? Dígame que sí, que ya se ha marchado.

—¡Déjeme explicar, monsieur! —exclamó el abogado.

Tras esto, guardó silencio. Y, de forma absolutamente inesperada, vi la imagen de mi madre en su mente.

De haber reparado en ello, habría sabido a qué se refería Roget. Que yo supiera, el hombrecillo no había puesto jamás sus ojos en mi madre. Entonces, ¿cómo podía tener su imagen en la cabeza? Sin embargo, en aquellos momentos, yo no razonaba. De hecho, la razón me había abandonado.

—¿No habrá…? No me estará usted diciendo que ya es demasiado tarde, ¿verdad? —murmuré.

—Monsieur, permítame ir a por el abrigo… —dijo Roget sin aclarar nada, al tiempo que hacía sonar la campanilla.

Y de nuevo capté en su mente la imagen de mi madre, su rostro enjuto y pálido, tan vívidamente que no pude soportarlo.

Agarré a Roget por los hombros.

—¡Usted la ha visto! ¡Está aquí!

—Sí, monsieur. Está en París. Lo llevaré hasta ella inmediatamente. El joven de Lenfent me informó que venía, pero no he podido dar con usted, monsieur. Nunca sé cómo ponerme en contacto con usted. Su madre llegó ayer.

Yo estaba demasiado abrumado para responder. Me hundí en el sillón y las imágenes que guardaba de mi madre resplandecieron en mi cabeza con un fuego tal que eclipsó todo cuanto emanaba del hombrecillo. ¡Está viva y en París! ¡Y Nicolas aún seguía en la ciudad, y estaba con ella!

El abogado se acercó a mí y alargó el brazo como si fuera a tocarme:

—Adelántese usted mientras me visto, monsieur. Su madre está en la Île de Saint Louis, tres puertas a la derecha de monsieur Nicolas. Tiene que acudir enseguida.

Le dirigí una mirada estúpida. En realidad, ni siquiera le veía. Estaba viendo a mi madre. Quedaba menos de una hora para el amanecer y el regreso a la torre me llevaría tres cuartos, por lo menos.

—Mañana… mañana por la noche… —creo que murmuré. Me vino a la memoria un verso de Macbeth, de Shakespeare—: «… Mañana y mañana y mañana…».

—¡Monsieur!, ¿no lo entiende? Su madre no hará ningún viaje a Italia. Ella ha hecho su último viaje viniendo aquí a verle.

Al comprobar que no respondía, me asió con sus manos y probó a sacudirme. Nunca había visto al abogado de aquella manera. En aquel instante, a sus ojos, yo era un muchacho y él era un adulto que tenía que devolverme a mis cabales.

—Le he buscado alojamiento, enfermeras, médicos, todo lo que pudiera necesitar —explicó—. Pero no consiguen que su estado mejore. Es usted quien la mantiene viva, monsieur. Quiere verle antes de cerrar los ojos por última vez. Olvídese de la hora y acuda a su lado. Ni siquiera una voluntad tan fuerte como la de su madre puede obrar milagros.

No le pude responder. Era incapaz de coordinar un pensamiento coherente.

Me puse en pie y fui hasta la puerta, arrastrando al hombrecillo conmigo.

—Vaya a verla ahora mismo —le ordené—. Dígale que estaré con ella esta próxima noche.

El abogado sacudió la cabeza, enojado y disgustado, y trató de volverme la espalda.

No dejé que se soltara.

—Vaya inmediatamente, Roget —insistí—. Permanezca con ella todo el día, ¿entiende bien?, y ocúpese de que espere… ¡de que espere mi llegada! Esté atento a si se duerme. Si empieza a agonizar, despiértela y háblele. ¡Pero no permita que muera antes de que yo me presente!