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El invierno en que cumplí veintiún años, salí a caballo en solitario para acabar con una manada de lobos.

Esto sucedía en las tierras de mi padre, en la región francesa de Auvernia, durante las últimas décadas que precedieron a la Revolución Francesa.

Era el peor invierno que yo recordaba, y los lobos se dedicaban a robar las ovejas de nuestros campesinos e incluso merodeaban de noche por las calles del pueblo.

Aquéllos eran años amargos para mí. Mi padre era el marqués; y yo, su séptimo hijo y el menor de los tres que habían sobrevivido hasta la edad adulta, no tenía derechos al título ni a las tierras y carecía de perspectivas. Así habrían sido las cosas para un hijo menor aunque la mía hubiera sido una familia acaudalada, pero todas nuestras riquezas se habían consumido mucho tiempo atrás. Augustin, mi hermano mayor y heredero legítimo de cuanto poseíamos, había gastado la pequeña dote de su esposa no bien se había casado.

El castillo de mi padre, sus posesiones y el pueblo cercano constituían todo mi universo. Y yo era inquieto de nacimiento: era el soñador, el irritado, el protestón. No soportaba quedarme junto al fuego charlando de viejas guerras y de los tiempos del Rey Sol. La historia no significaba nada para mí.

Pero, en ese mundo sombrío y anticuado, me había convertido en el cazador y pescador. Yo traía el faisán, el venado y la trucha de los torrentes de montaña —todo lo que necesitábamos y se dejaba cazar—, para alimentar a la familia. A esas alturas de mi existencia, la caza y la pesca se habían convertido en mi vida y, al mismo tiempo, en unas actividades que yo no compartía con nadie más. Y era una suerte que me dedicara a ellas, pues había años en que, sin las piezas que cobraba, nos habríamos muerto literalmente de inanición.

Por supuesto, cazar y pescar en las tierras y ríos de los antepasados de uno eran ocupaciones de nobles, y únicamente nosotros teníamos derecho a hacerlo. Ni el más rico de los burgueses podía alzar su arma en mis bosques o probar suerte en sus arroyos. Pero, en contrapartida, el burgués no necesitaba ni empuñar un arma. Él tenía el dinero.

Dos veces en mi vida había intentado escapar de aquella existencia, y sólo había conseguido que me devolvieran a ella con las alas rotas. Pero de eso ya hablaré más adelante.

Ahora recuerdo la nieve que cubría todas aquellas montañas, y los lobos que asustaban a los campesinos y nos robaban las ovejas. Y pienso en el viejo dicho que corría por Francia aquellos días, según el cual si uno vivía en Auvernia, no podía llegar nunca más allá de París.

Entended que, como yo era el amo y el único en la familia capaz todavía de montar a caballo y disparar un arma, era lógico que los aldeanos acudieran a mí para quejarse de los lobos y pedirme que los matara. Y era mi deber hacerlo.

Tampoco sentía el menor temor a los lobos. En toda mi vida no había visto ni tenido noticia de que un lobo atacara a un hombre y, por mí, los habría exterminado con veneno, pero la carne, sencillamente, escaseaba demasiado, y la de los lobos me servía como cebo.

Así pues, a primera hora de una mañana muy fría de enero, tomé las armas para matar a los lobos uno por uno. Disponía de tres pistolas de chispa y de un excelente fusil del mismo tipo, y me llevé las cuatro piezas junto con mis mosquetes y la espada de mi padre. Cuando ya me disponía a dejar el castillo, añadí a este pequeño arsenal un par de armas antiguas a las que no había prestado atención hasta aquel momento.

Nuestro castillo estaba lleno de viejas armaduras. Mis antepasados habían combatido en incontables guerras feudales desde los tiempos de las Cruzadas, con san Luis, y, colgada en las paredes sobre los chirriantes trajes de metal, había una gran cantidad de lanzas, hachas de guerra y mazas.

Esa mañana tomé conmigo dos de estas últimas, una especie de garrote con puntas metálicas y una maza de estrella de buen tamaño, consistente en una bola de hierro unida a una cadena y a un mango, que podía descargarse con inmensa fuerza contra un atacante.

Recordad que estamos en el siglo XVIII, la época en que los parisienses de peluca blanca caminaban de puntillas con zapatillas de satén de tacón alto, tomaban rapé y se daban toquecitos en la nariz con pañuelos de encaje.

Y, mientras, yo salía de caza con botas de cuero sin curtir y abrigo de piel de ante, con aquellas armas antiguas atadas a la silla y mis dos mejores mastines a mi lado, con sus collares de puntas metálicas.

Ésa era mi vida. Idéntica a la que podría haber llevado en la Edad Media. Y yo sabía suficientes cosas de los viajeros ricamente ataviados que pasaban por el camino de postas; ellos me permitían apreciar nuestras profundas diferencias. Los nobles de la capital llamaban «cazaconejos» a los caballeros de provincias como nosotros. Naturalmente, nosotros nos burlábamos de ellos llamándolos lacayos del rey y de la reina. Nuestro castillo había resistido mil años, y ni siquiera el gran cardenal Richelieu, en su guerra contra nuestra clase, había conseguido derribar sus viejas torres. De todos modos, como ya he dicho antes, yo no le prestaba mucha atención a la historia.

Mientras cabalgaba montaña arriba, me sentía desgraciado y furioso.

Deseé librar una buena batalla con los lobos. Según los aldeanos, había cinco animales en la manada, y yo tenía mis armas y dos perros de mandíbulas poderosas, capaces de partirle en un instante el espinazo a una alimaña.

Avancé más de una hora por las laderas a lomos de mi yegua, hasta llegar a un pequeño valle que conocía lo suficiente como para no dejarme confundir por la nieve caída. Y cuando empecé a cruzar la amplia y yerma hondonada en dirección a los árboles desnudos del bosque, escuché el primer aullido.

Segundos después, llegó otro y, a continuación, un tercero; el coro cantaba con tal armonía que no pude precisar el número de animales de la manada. Sólo tuve la certeza de que me habían visto y de que se hacían señales para reunirse; que era precisamente lo que yo había esperado que hicieran.

Creo que en ese instante no tenía miedo alguno, pero, de todos modos, sentí algo que me erizó el vello de los brazos. El campo, en toda su inmensidad, parecía vacío. Preparé las armas y ordené a los perros que dejaran de gruñir y me siguieran, mientras una vaga sensación me urgía a darme prisa en salir del campo abierto y ponerme al abrigo de los árboles.

Los perros dieron la alarma con sus roncos ladridos. Volví la cabeza y vi a los lobos a cientos de metros, avanzando raudos hacia mí, por el valle nevado. Eran tres enormes lobos grises los que me seguían, en fila india.

Aceleré el paso de la yegua hacia el bosque.

Parecía que no me costaría llegar a éste antes de que los tres lobos me dieran alcance, pero estos animales son tremendamente listos y, mientras galopaba hacia los árboles, vi aparecer delante de mí, hacia la izquierda, al resto de la manada: cinco ejemplares adultos. Había caído en una emboscada y no conseguiría llegar a tiempo a la protección de los troncos. Y la manada la componían ocho lobos, no cinco, como me habían asegurado los aldeanos.

Ni siquiera entonces tuve el suficiente buen juicio para sentir miedo. No tuve en cuenta el hecho evidente de que aquellos animales debían de estar muy hambrientos o no se habrían acercado tanto al pueblo. Su natural reserva hacia el hombre había desaparecido por completo.

Me apresté a la batalla. Colgué la maza al cinto y apunté con el fusil. Abatí a un gran macho a unos metros de distancia y tuve tiempo de volver a cargar mientras mis perros y la manada se atacaban.

Las alimañas no podían hacer presa en el cuello de los perros debido a los collares de afiladas puntas metálicas y, en la primera escaramuza, mis animales no tardaron en dar cuenta de uno de los lobos con sus poderosas mandíbulas. Volví a disparar y abatí otro.

Pero la manada había rodeado a los perros. Mientras yo seguía disparando, cargando lo más deprisa que podía y tratando de apuntar bien para no darles a los perros, vi que el menor de éstos caía con las patas traseras rotas. La sangre formaba regueros en la nieve, el segundo perro se mantuvo aparte de la manada mientras ésta trataba de devorar a su agonizante compañero, pero, apenas un par de minutos más tarde, los lobos también le habían abierto el vientre y yacía muerto.

Mis mastines, como ya he dicho, eran animales muy fuertes que yo mismo había alimentado y entrenado, y cada uno pesaba más de noventa kilos. Siempre me los llevaba a cazar y, aunque ahora hablo de ellos como simples perros, entonces sólo los trataba por el nombre y, al verlos morir, comprendí por primera vez a qué me enfrentaba y qué podía suceder.

Pero todo esto había ocurrido en cuestión de minutos.

Cuatro lobos yacían muertos y otro estaba malherido sin remedio. Pero aún quedaban tres más, uno de los cuales había detenido su salvaje festín con las entrañas de los perros para fijar en mí sus ojos rasgados.

Disparé el fusil, fallé, disparé el mosquete, y la yegua se encabritó mientras el lobo se lanzaba hacia mí. Como movidos por cuerdas, los otros lobos se volvieron, abandonando también sus presas recién muertas. Sacudí bruscamente las riendas y dejé que mi montura corriera a su aire, en línea recta hacia la protección del bosque.

No volví la cabeza ni siquiera cuando escuché los gruñidos y los chasquidos de las mandíbulas casi a mi altura. Pero entonces noté la dentellada de los colmillos en el tobillo. Tomé el otro mosquete, me volví a la izquierda y disparé. Me pareció que el lobo se erguía sobre las patas traseras, pero quedó fuera de mi visión demasiado pronto para asegurarlo, al tiempo que la yegua se encabritaba otra vez. Estuve a punto de caer y noté que sus ancas cedían bajo mi cuerpo.

Casi habíamos alcanzado el lindero del bosque y desmonté antes de que la yegua terminara de caer. Me quedaba una pistola cargada. Me volví, sostuve el arma con ambas manos, apunté de lleno al lobo que se lanzaba sobre mí y le volé el cráneo.

Quedaban ahora dos alimañas. La yegua emitía unos estentóreos relinchos que se convirtieron en un agudo alarido de agonía, el sonido más terrible que he oído nunca a criatura alguna. Los dos lobos habían caído sobre ella.

Di unos rápidos pasos sobre la nieve, notando la solidez de la tierra rocosa bajo mis pies, y llegué a los árboles. Si lograba encaramarme a uno, podría cargar de nuevo las armas y disparar a los lobos desde arriba. Sin embargo, no vi un solo tronco con las ramas lo bastante bajas para trepar por ellas.

Probé a subir por un tronco, pero mis pies resbalaron en la corteza helada y caí de nuevo al suelo mientras los lobos se acercaban. No me daba tiempo a cargar la única pistola que me quedaba. Tendría que valerme sólo de la maza de estrella y la espada, pues el garrote se me había caído hacía un buen trecho.

Creo que, mientras me ponía a duras penas en pie, me di cuenta de que probablemente iba a morir. Sin embargo, en ningún momento me pasó por la cabeza rendirme. Estaba enloquecido, lleno de furia. Casi gruñendo, hice frente a las alimañas y miré directamente a los ojos al más próximo de los dos lobos.

Abrí las piernas para afirmarme sobre el terreno. Con la maza en la mano izquierda, desenvainé la espada con la diestra. Los lobos se detuvieron. El primero, después de sostenerme la mirada, agachó la cabeza y trotó unos pasos hacia un lado. El otro esperó, como si estuviera pendiente de alguna invisible señal. El primero volvió a mirarme un momento con aquel aire extrañamente tranquilo, y luego se lanzó hacia delante.

Empecé a voltear la maza de modo que la bola con puntas formara círculos a mi alrededor. Capté mis propios jadeos, casi gruñidos, y me di cuenta de que tenía las rodillas dobladas como para saltar adelante. Dirigí el arma hacia el costado de la mandíbula del animal, impulsándola con todas mis fuerzas, pero no conseguí más que rozarle.

El lobo se apresuró a alejarse y su compañero se puso a correr en círculos a mi alrededor, avanzando de vez en cuando hacia mí y retirándose inmediatamente.

No sé cuánto rato se prolongó esto, pero entendí claramente su estrategia. Los lobos se proponían fatigarme y tenían la fuerza y la astucia necesarias para conseguirlo. Para ellos, la caza se había convertido en un juego.

Yo daba vueltas, lanzaba golpes, me defendía hasta casi caer de rodillas en la nieve. Probablemente, el lance no duró más de media hora, pero no hay modo de medir el tiempo en una situación así.

Y, cuando las piernas empezaron a fallarme, intenté una jugada desesperada. Me quedé inmóvil, con los brazos caídos y las armas a los costados. Y los lobos se acercaron para acabar conmigo de una vez, como yo esperaba que hicieran.

En el último instante, volteé la maza, noté cómo la bola golpeaba el hueso, vi la cabeza del lobo levantada a mi derecha y, con el filo de la espada, le abrí la garganta de un tajo.

El otro lobo ya estaba a mi lado y noté cómo sus dientes desgarraban mis pantalones. El animal podía desencajarme la pierna en cuestión de segundos, pero descargué la espada contra el costado de su hocico, reventándole el ojo. La bola de la maza cayó a continuación sobre el lobo y éste soltó la presa. Con un salto hacia atrás, encontré el espacio suficiente para mover la espada otra vez y la hundí hasta la empuñadura en el tórax del animal antes de retirarla de nuevo.

Todo había terminado.

La manada estaba exterminada y yo seguía vivo.

Y los únicos sonidos en el valle solitario cubierto de nieve eran mi propia respiración y los quejumbrosos relinchos de mi yegua moribunda, que yacía a unos metros de mí.

No estoy seguro de que me hallara en mis cabales, en ese instante. No estoy seguro de que las cosas que me pasaran por la mente fueran pensamientos. Tenía ganas de dejarme caer en la nieve y, sin embargo, me encontré alejándome de los lobos en dirección a mi agonizante montura.

Cuando estuve más cerca de ella, la yegua alzó el cuello, luchó por incorporarse sobre sus patas delanteras y volvió a emitir uno de aquellos agudísimos alaridos de súplica. El eco repitió el sonido en las montañas. Y pareció llevarlo hasta el cielo. Me quedé mirándola, contemplando su cuerpo roto y oscuro contra la blancura de la nieve, sus cuartos traseros inútiles y el forcejeo de sus patas delanteras, su hocico alzado hacia el cielo, las orejas echadas atrás y los ojos enormes casi en blanco al emitir sus gimientes relinchos. Parecía un insecto con la mitad posterior aplastada contra el suelo, pero no se trataba de ningún insecto. Era mi yegua, mi agonizante yegua. Vi que trataba de incorporarse otra vez.

Tomé el fusil de la silla, lo cargué y, mientras ella seguía agitando la cabeza y trataba en vano, una vez más, de ponerse en pie con su lastimero alarido, le descerrajé un tiro en el corazón.

Ahora, la yegua parecía en paz. Yacía inmóvil y sin vida, la sangre manaba de ella y el valle había quedado en silencio. Yo estaba temblando. Escuché un desagradable sonido sofocado que salía de mi garganta y vi caer los vómitos en la nieve antes de darme cuenta de que eran míos. Me sentía envuelto por el olor de los lobos, y por el de la sangre. Cuando intenté caminar, estuve a punto de caer rodando.

Sin embargo, sin detenerme ni siquiera un instante, volví entre los lobos muertos y llegué junto al que casi había acabado conmigo, el último en morir. Me lo eché a los hombros y, cargado así, emprendí el trayecto de vuelta al castillo.

Probablemente tardé un par de horas. Como antes, no sé cuánto tiempo transcurrió. Pero lo que había aprendido o sentido mientras combatía a aquellos lobos, fuera lo que fuese, continuó calando en mi mente incluso mientras caminaba. Cada vez que tropezaba o caía, algo en mi interior se endurecía, se volvía peor.

Cuando llegué a las puertas del castillo, creo que ya no era Lestat. Era alguien completamente distinto cuando entré tambaleándome en el gran salón portando sobre los hombros aquel lobo. El calor del cadáver ya había disminuido mucho, y el repentino fulgor de las llamas me irritó los ojos. Me sentía completamente extenuado.

Y aunque empecé a hablar cuando vi a mis hermanos levantarse de la mesa y a mi madre dándole unas palmaditas en las manos a mi padre, que ya estaba ciego y quería saber qué sucedía, no recuerdo qué dije. Sé que tenía una voz muy apagada y la sensación de estar describiendo en términos muy simples lo sucedido. «Y entonces esto… y entonces lo otro…». En este mísero estilo.

Pero, de pronto, mi hermano Augustin me devolvió a la realidad. Se acercó a mí, con la luz del fuego a su espalda, e interrumpió claramente el murmullo monótono de mis palabras con su voz:

—¡Cerdo embustero! —masculló fríamente—. ¡Tú no has matado ocho lobos!

En su rostro se reflejaba una torva expresión de desprecio, pero lo más notable fue otra cosa: casi en el mismo instante de pronunciar esas palabras, mi hermano se dio cuenta, por alguna razón, de que con sus palabras acababa de cometer un grave error.

Tal vez fue mi expresión. Tal vez fue el murmullo indignado de mi madre o el silencio elocuente de mi otro hermano. Probablemente fue mi mirada. Fuera lo que fuese, la reacción fue casi instantánea y en el rostro de Augustin se reflejó la más curiosa mueca de turbación.

Empezó a balbucir lo increíble que resultaba, y que debía haber estado al borde de la muerte y que haría preparar de inmediato un buen caldo para mí y todas esas cosas, pero no sirvió de nada. Lo que había sucedido en aquel breve instante era irreparable.

Debí de perder el conocimiento. Y, cuando lo recuperé, estaba tendido sobre la cama, a solas. Los perros no estaban en la cama conmigo, como siempre en invierno, porque los dos estaban muertos; aunque el fuego del hogar no estaba encendido, me metí bajo las mantas, sucio y ensangrentado, y caí en un profundo sueño.

Permanecí en la habitación durante días.

Supe que los aldeanos habían subido a la montaña, encontrado los lobos y traído sus restos al castillo; Augustin vino a verme para contármelo, pero no le contesté.

Pasó tal vez una semana. Cuando pude tolerar de nuevo la cercanía de otros canes, bajé a la perrera y escogí dos cachorros ya un poco crecidos para que me hicieran compañía. Por la noche dormía entre ellos.

Los criados entraban y salían, pero nadie me molestó.

Y por fin, en silencio y casi sigilosamente, entró en la alcoba mi madre.

2

Ya había anochecido. Yo estaba sentado en la cama con uno de los perros tendido a mi lado y el otro tumbado bajo mis rodillas. El fuego crepitaba.

Y entonces hizo aparición por fin mi madre, como debería haber esperado que sucedería.

La reconocí por su especial modo de moverse en las sombras; y, mientras que de haber sido otra persona quien se acercaba la habría echado a gritos, a ella no le dije nada. Yo sentía por mi madre un amor profundo e inconmovible. No creo que nadie más lo sintiera. Y una cosa que siempre me hacía quererla era que jamás decía nada vulgar. Expresiones como «cierra la puerta», «toma la sopa», «quédate quieto en la silla» no salían jamás de sus labios. Se pasaba el día leyendo y, de hecho, era el único miembro de la familia que tenía cierta educación. Así pues, cuando mi madre hablaba era realmente para decir algo. Por eso no me molestó su presencia en aquellos momentos.

Al contrario, despertó mi curiosidad. ¿Qué me diría? ¿Y serviría de algo que lo hiciera? Yo no había querido que acudiera, ni siquiera había pensado en ella, y no aparté los ojos del fuego para así poder mirarla.

Con todo, había entre nosotros un profundo entendimiento. Cuando me habían traído de vuelta al castillo tras mi intento de huida, había sido ella quien me mostró el camino para recuperarme del dolor que el asunto me causó. Había obrado milagros conmigo, aunque nadie a nuestro alrededor llegó a darse cuenta nunca.

Su primera intervención se había producido cuando yo tenía doce años, y el viejo párroco, que me había enseñado unos poemas de memoria y a leer un par de himnos en latín, quiso enviarme a la escuela en un monasterio cercano.

Mi padre se negó y dijo que podía aprender en mi propia casa todo lo que debía saber. Fue mi madre la que levantó la vista de sus libros para iniciar una batalla dialéctica con él, a base de gritar y vociferar. Yo iría a esa escuela, afirmó, si lo deseaba. Tras esto, vendió una de sus joyas para pagarme libros y ropa. Todas las joyas las había heredado de una abuela italiana, y cada una tenía su historia; seguro que fue una decisión dura para ella, pero la tomó al instante.

Mi padre se enfadó y le recordó que, de haber sucedido aquello antes de perder la vista, su voluntad se habría impuesto sin la menor discusión. Mis hermanos le aseguraron que su hijo menor no iba a estar mucho tiempo fuera. Volvería corriendo, decían, tan pronto como me obligaran a hacer algo que no quisiera.

Pues bien, no volví corriendo a casa. La escuela del monasterio me encantó.

Me encantaron la capilla y los himnos, la biblioteca con sus miles de viejos volúmenes, las campanadas que dividían la jornada y los ritos siempre repetidos. Me gustaba la limpieza del lugar, el hecho aleccionador de que todas las cosas allí se cuidaban y reparaban, que el trabajo nunca cesaba a lo largo y ancho del gran edificio y de los jardines.

Cuando alguien me corregía, lo cual no sucedía a menudo, me producía una profunda felicidad saber que, por primera vez en mi vida, alguien trataba de convertirme en una buena persona, alguien era consciente de que yo podía aprender cosas.

Al cabo de un mes, declaré mi vocación. Aspiraba a entrar en la orden. Deseaba pasar la vida en aquellos claustros inmaculados, en la biblioteca, escribiendo sobre pergamino y aprendiendo a leer los libros antiguos. Quería enclaustrarme para siempre con una gente que creía que yo podía ser bueno si quería.

Allí me apreciaban, y tal cosa me resultaba de lo más inusual. En aquel lugar, nadie se molestaba ni se irritaba conmigo.

El padre superior escribió de inmediato a mi casa pidiendo permiso para mi ingreso y, francamente, pensé que a mi padre le alegraría librarse de mí.

Pero, tres días después, llegaron mis hermanos para llevarme a casa con ellos. Lloré y supliqué que no me llevaran, pero el padre superior no podía hacer nada en mi favor.

No bien estuvimos de vuelta en el castillo, mis hermanos me quitaron los libros y me encerraron. Yo no lograba entender por qué estaban tan enfadados, aunque capté la insinuación de que, de algún modo, me había portado como un estúpido. Yo no podía dejar de llorar y no hacía más que dar vueltas y vueltas en la estancia, descargaba mis puños sobre los objetos que contenía y lanzaba puntapiés sobre la puerta.

Después, mi hermano Augustin empezó a entrar de vez en cuando para hablar conmigo. Al principio, Augustin dio muchos rodeos, pero, finalmente, quedó de manifiesto que un miembro de una gran familia francesa no iba a terminar como un pobre hermano lego. ¿Cómo podía haber malinterpretado yo la situación hasta aquel punto? Si me habían enviado al monasterio, era sólo para que aprendiese a leer y a escribir. ¿Por qué siempre tenía que tomarme yo las cosas tan a la tremenda? ¿Por qué me comportaba habitualmente como un animal salvaje?

En cuanto a profesar las órdenes con auténticas perspectivas de futuro dentro de la Iglesia… bien, yo era el hijo menor de la familia, ¿verdad? Pues entonces debía pensar en mis obligaciones para con mis sobrinos.

Traducido en pocas palabras, todo esto venía a decir: no tenemos dinero para proporcionarte una auténtica carrera eclesiástica, para hacerte obispo o cardenal como corresponde a nuestro rango, de modo que tendrás que desarrollar tu vida aquí, pobre y analfabeto. Ahora, baja al salón a jugar una partida de ajedrez con tu padre.

Cuando entendí la situación, sentado a la mesa para cenar con el resto de la familia, me eché a llorar y murmuré unas palabras que nadie comprendió, diciendo que aquella casa nuestra era «un caos». Como castigo por hacerlo, me mandaron de nuevo a mi habitación.

Entonces subió a verme mi madre.

—Si no sabes qué es el caos, ¿por qué utilizas esa palabra? —me preguntó.

—Sí que lo sé —repliqué, y empecé a hablarle de la suciedad y el deterioro que reinaban en el castillo y a describirle la limpieza y el orden que había encontrado en el monasterio, un lugar donde uno podía perfeccionarse, si se lo proponía.

Ella no discutió mis palabras y, pese a mi juventud, advertí que apreciaba con agrado la inusual profundidad de lo que yo estaba diciendo.

A la mañana siguiente, mi madre me llevó de viaje.

Cabalgamos juntos durante media jornada hasta alcanzar el impresionante castillo de un noble vecino y, una vez allí, el caballero y mi madre me condujeron a la perrera, donde ella me indicó que escogiera una pareja entre una camada de cachorros de mastín.

Jamás había visto nada tan tierno y cautivador como aquellos cachorros. Y los perros adultos nos miraban como leones soñolientos. Sencillamente, magníficos.

Estaba tan emocionado que casi no pude decidirme por ninguno, y volví con el macho y la hembra que el noble caballero me recomendó escoger. Hice todo el camino de vuelta llevando a los perrillos en el regazo, dentro de una cesta.

Y, al cabo de un mes, mi madre me compró también mi primer fusil de chispa y mi primer caballo de montar. No me explicó por qué hacía todo aquello, pero yo, a mi manera, comprendí qué era lo que ponía en mis manos. Me ocupé de los perros, los entrené y establecí un gran criadero a partir de ellos.

Con aquellos mastines, me convertí en un verdadero cazador, y, a los dieciséis años, mi vida se desarrollaba en el campo abierto.

En cambio, en el castillo, resultaba más latoso que nunca. En realidad, nadie quería oírme hablar de recuperar los viñedos, de volver a plantar los campos abandonados o de impedir que los arrendatarios de las tierras siguieran robándonos.

Era impotente para cambiar nada. El silencioso flujo y reflujo de la vida sin cambios me resultaba devastador.

Todos los días de fiesta acudía a la iglesia sólo para romper la monotonía de mi vida y, cuando se presentaban en el pueblo los feriantes, siempre iba a verles, ávido de aquellos pequeños espectáculos que no podía contemplar en ninguna otra ocasión, de cualquier cosa que me sacara de la rutina.

No importaba que fueran los mismos prestidigitadores, mimos y acróbatas de años anteriores. Siempre eran algo más que el lento transcurso de las estaciones y que los ociosos e inútiles comentarios sobre glorias pasadas.

Pero ese año, el año que cumplí dieciséis, llegó una troupe de cómicos italianos con un carromato pintado en cuya parte posterior montaron el escenario más elaborado que yo había visto nunca. Representaron la vieja comedia italiana de Pantaleón y Polichinela y los jóvenes amantes, Lelio e Isabella, y el viejo doctor y todas las escenas habituales.

Me sentí extasiado con su actuación. Nunca había visto nada semejante, tan lleno de ingenio, de vitalidad, de agilidad. Me entusiasmó la representación, aunque a veces los actores hablaban tan deprisa que no podía seguirles.

Cuando la compañía terminó la obra y hubo pasado el platillo entre los espectadores, me mezclé entre los actores en la taberna y les invité a unos vinos, que en realidad no podía pagar, sin más propósito que poder hablar con ellos.

Sentía un amor imposible de expresar por aquellos hombres y mujeres. Ellos me explicaron que cada actor tenía un papel para toda la vida y que no utilizaban textos aprendidos de memoria, sino que lo improvisaban todo en el escenario. Cada actor conocía su nombre, su personaje, y entendía a éste y le hacía hablar y actuar como consideraba adecuado. En eso consistía la grandeza del género.

Un género que era denominado Commedia dell’arte.

Me sentía hechizado. Y me enamoré de la muchacha que hacía el papel de Isabella. Subí al carromato con los actores y examiné todo su vestuario y los decorados pintados y, cuando volvimos a estar ante unas jarras de vino en la taberna, me dejaron representar a Lelio, el joven amante de Isabella, y aplaudieron asegurando que tenía don escénico. Era capaz de interpretar un papel como ellos lo hacían.

Al principio, creí que los elogios no eran más que lisonjas, pero, en realidad, de algún modo no me importó si lo eran o no.

A la mañana siguiente, cuando el carromato abandonó el pueblo, yo iba en su interior, oculto en la parte de atrás con unas cuantas monedas que había conseguido ahorrar y todas mis ropas en un hatillo. Me disponía a ser actor.

Veréis, en la vieja comedia italiana, al personaje de Lelio se le atribuye una gran donosura; como ya he explicado, es el amante y no lleva máscara. Si el actor le aporta buenos modales, dignidad y porte aristocrático, tanto mejor, pues todo ello forma parte del papel.

Pues bien, la troupe consideró que yo poseía todas aquellas características y me preparó inmediatamente para la siguiente representación que tenían previsto ofrecer. Y, el día antes de la actuación, recorrí la ciudad —un lugar mucho mayor y, sin duda, más interesante que nuestra aldea— anunciando la obra junto a los demás actores.

Me sentía en el paraíso, pero ni el viaje ni los preparativos ni la camaradería de mis colegas actores fueron comparables al éxtasis que experimenté cuando por fin hice mi aparición en el pequeño escenario de madera.

Me entregué alocadamente a enamorar a Isabella. Descubrí una facilidad para los versos y para las frases ingeniosas que jamás había sospechado. Escuché el eco de mi voz en los muros de piedra del recinto. Oí las risas que llegaban hasta mí en oleadas desde el público. Casi tuvieron que sacarme a rastras del escenario para detenerme, pero todo el mundo se dio cuenta de que había sido un gran éxito.

Por la noche, la actriz que hacía el papel de mi enamorada me hizo objeto de sus especiales e íntimas muestras de elogio. Me dormí entre sus brazos y lo último que le oí decir fue que, cuando llegáramos a París, actuaríamos en la feria de St. Germain y luego dejaríamos a la troupe para quedarnos en la ciudad; trabajaríamos en el Boulevard du Temple, hasta ingresar en la propia Comédie Française y actuar para María Antonieta y el rey Luis.

Cuando desperté a la mañana siguiente, mi Isabella había desaparecido con todos los demás actores, y en su lugar encontré a mis hermanos.

Nunca supe si habían comprado a mis amigos para que me entregaran, o si sólo los habían asustado. Muy probablemente, lo segundo. Fuera como fuese, fui devuelto a casa otra vez.

Por supuesto, mi familia estaba absolutamente horrorizada ante lo que había hecho. Querer hacerse monje a los doce años era comprensible, pero el teatro era cosa del diablo. Incluso al gran Molière le habían negado un entierro cristiano. ¡Y yo me había escapado con unos harapientos vagabundos italianos, me había pintado la cara de blanco y había actuado con ellos en una plaza pública por unas monedas!

Me molieron a palos y, cuando lancé maldiciones contra todo el mundo, siguieron golpeándome.

Sin embargo, el peor castigo fue ver la expresión de mi madre. Ni siquiera a ella le había dicho que me iba. Y eso le había dolido, cosa que jamás hasta entonces le había sucedido.

De todos modos, en ningún momento me hizo el menor comentario al respecto. Cuando acudió a verme, escuchó mi llanto y vi lágrimas en sus ojos. Y me puso una mano en el hombro, gesto un poco sorprendente en ella.

No quise contarle cómo habían sido los breves días de mi fuga, pero creo que ella lo supo. Algo mágico se había perdido por completo. Y, una vez más, desafió a mi padre y puso fin a las recriminaciones, a los golpes y a las limitaciones de movimientos.

Me hizo sentar a su lado a la mesa, me dedicó una especial atención, incluso trabó conmigo una conversación que resultaba absolutamente forzada para ella, hasta que hubo apaciguado y disuelto el rencor de la familia.

Por último, como hiciera ya una vez, tomó otra de sus joyas y me compró el espléndido fusil de caza que llevé conmigo cuando maté a los lobos.

Se trataba de un arma cara y excelente, y, a pesar de lo desdichado que me sentía, no vi el momento de probarla. Y mi madre añadió al fusil otro regalo, una espléndida yegua zaina con una potencia y una velocidad como jamás había visto en ningún animal. Pero estas cosas eran nimiedades en comparación con el consuelo general que me proporcionó su presencia.

Con todo, la amargura que sentía dentro de mí no remitió.

Nunca olvidé lo que había sentido cuando representaba a Lelio. Me hice un poco más cruel por lo que había sucedido y nunca jamás volví a la feria del pueblo. Me hice a la idea de que no debía escapar de allí nunca más; y, cosa extraña, cuanto más profunda se hizo mi desesperanza, más aumentó mi contribución a la buena marcha de la casa.

A los dieciocho años, sin la ayuda de nadie, yo me encargaba de poner el temor de Dios entre los criados y los arrendatarios. Sin la ayuda de nadie, yo proveía la comida para nuestra mesa. Y, por alguna extraña razón, esto me producía satisfacción. Ignoro por qué, pero me gustaba sentarme a la mesa y pensar que todos se estaban dando cuenta de lo que yo había proporcionado.

Así pues, esos momentos me habían unido a mi madre. Esos momentos habían despertado entre nosotros un afecto mutuo que pasaba inadvertido y que, probablemente, no tenía igual en las vidas de quienes nos rodeaban.

Y ahora había acudido a mí en aquel extraño momento en que, por razones que ni yo mismo entendía, la presencia de cualquier otra persona me resultaba insoportable.

Con los ojos fijos en el fuego, apenas la vi subir al colchón de paja y dejarse caer sentada a mi lado.

Silencio. Sólo se oía el chisporroteo del fuego y la respiración profunda de los perros que dormían junto a mí.

Entonces la miré y me sentí vagamente alarmado.

Había pasado todo el invierno con una tos persistente y ahora parecía realmente enferma; por primera vez, su belleza, que siempre había sido muy importante para mí, parecía vulnerable.

Su rostro era anguloso y sus pómulos resultaban perfectos, altos y muy separados, pero delicados. Tenía la mandíbula fuerte, pero exquisitamente femenina, y unos ojos diáfanos de color azul cobalto, orlados por unas tupidas pestañas cenicientas.

Si algún defecto tenía era, tal vez, que sus rasgos eran demasiado pequeños, demasiado gatunos, y le daban el aspecto de una chiquilla. Los ojos se le hacían aún más pequeños cuando estaba enfadada y, aunque dulces, sus labios solían mostrar un aire de dureza. No expresaban tristeza ni se descomponían, sino que formaban una especie de pequeña rosa roja en su rostro. Las mejillas, en cambio, eran muy finas, y la forma del rostro muy estrecha; cuando se ponía muy seria, sus labios parecían mezquinos aunque no cambiaran en absoluto de expresión.

En aquella ocasión se la veía ligeramente abatida, pero a mí seguía pareciéndome hermosa. Seguía siendo hermosa. Me gustaba mirarla. Tenía un cabello rubio y abundante, y yo había heredado ese rasgo de ella.

De hecho, me parezco a mi madre, al menos en un primer vistazo, aunque mis facciones son más grandes y bastas, y mi boca es más móvil y puede volverse muy mezquina. Y en mi expresión puede apreciarse mi sentido del humor, la capacidad para la picardía y para la risa casi histérica que siempre he conservado, por desgraciado que me sintiera. Ella no solía reírse y podía lanzar una mirada profundamente helada. Aun así, siempre conservaba una dulzura casi infantil.

Pues bien, la miré allí sentada en mi cama —incluso le sostuve la mirada, supongo— y ella empezó a hablarme de inmediato.

—Ya sé qué te sucede —me dijo—. Los odias a todos. Los odias por lo que has tenido que sufrir y ellos ignoran. Ninguno de ellos tiene la imaginación suficiente para entender lo que te sucedió ahí arriba, en la montaña.

Experimenté un frío placer al escuchar estas palabras y respondí con un mudo asentimiento que ella entendió perfectamente.

—Lo mismo me sucedió a mí la primera vez que tuve un hijo —siguió entonces—. Padecí terribles sufrimientos durante doce horas y me sentí atrapada en el dolor, sabiendo que la única liberación era el parto o mi muerte. Cuando todo hubo pasado, sostuve en los brazos a tu hermano Augustin, pero no quise a nadie más cerca de mí. Y no era porque los culpara a ellos. Era sólo que había sufrido tanto, hora tras hora, que había entrado en el círculo infernal y había vuelto a salir de él. Ellos no habían estado en aquel círculo infernal. Y yo me sentía completamente sosegada. En aquel hecho tan corriente, en el acto vulgar de dar a luz, entendí lo que significa la soledad absoluta.

—Sí, eso es —respondí.

Me sentía un poco emocionado.

Ella no añadió nada. Me habría sorprendido que lo hiciera. Una vez dicho lo que había venido a decir, no íbamos a mantener, en realidad, ninguna conversación. Con todo, me puso la mano en la frente —un gesto muy poco usual en ella— y, cuando observó que todavía llevaba las mismas ropas de caza ensangrentadas con las que había vuelto a casa, yo me di cuenta también y advertí lo sucio y maloliente que estaba.

Mi madre guardó silencio unos minutos.

Mientras estaba allí sentado, con la vista fija en el fuego detrás de su silueta, deseé decirle muchas cosas; sobre todo, cuánto la quería.

Sin embargo, fui cauto. Ella tenía un modo muy seco de cortarme cuando le hablaba y, mezclado con mi amor, había un profundo resentimiento hacia ella.

Toda mi vida la había visto leer sus libros italianos y escribir cartas a gente de Nápoles, donde había crecido, pero jamás había tenido paciencia ni para enseñarnos a mí o a mis hermanos el abecedario. Y nada de esto había cambiado tras mi regreso del monasterio. Yo había cumplido los veinte y seguía sin poder leer o escribir más que mi nombre y un puñado de oraciones. Me repugnaba ver los libros de mi madre y odiaba verla absorta en ellos.

Y, de una manera vaga, me disgustaba el hecho de que sólo un sufrimiento extremo por mi parte consiguiera arrancar de ella alguna muestra de calor o de interés.

Con todo, ella había sido mi salvadora. Y no había nadie más que ella. Y tal vez yo estaba todo lo cansado de mi soledad que puede estarlo un joven. En aquel momento la tenía allí, fuera de los confines de su biblioteca, y me prestaba atención. Por fin, me convencí de que no se levantaría para marcharse y me encontré hablando con ella.

—Madre —dije en voz baja—, hay algo más. Antes de que sucediera eso, había veces que sentía cosas horribles. —No hubo ningún cambio en su expresión—. A veces he soñado que los mataba a todos —continué—. En el sueño, mato a mis hermanos y a mi padre. Voy de habitación en habitación acabando con ellos como he hecho con los lobos. Siento dentro de mí el deseo de matar…

—Yo también, hijo mío —intervino ella—. Yo también.

Su rostro se iluminó con una enigmática sonrisa al mirarme. Me incliné hacia delante y la contemplé más detenidamente. Bajé el tono de voz.

—Me veo gritando cuando sucede —añadí—. Veo mi rostro desfigurado en muecas y escucho unos gritos atronadores que surgen de mí. Mi boca es una O perfecta y de mi garganta surgen gritos y alaridos.

Mi madre asintió con la misma mirada comprensiva, como si tras sus ojos destellara una luz.

—Y en la montaña, madre, cuando luchaba con los lobos… Fue un poco lo mismo.

—¿Sólo un poco? —preguntó ella.

Asentí con la cabeza.

—Mientras mataba a los lobos, me sentía alguien distinto de mí. Ahora no sé quién está aquí contigo, si tu hijo Lestat o ese otro hombre, el que disfruta matando.

Ella permaneció en silencio un largo rato.

—No —dijo por último—. Fuiste tú quien mató a los lobos. Tú eres el cazador, el guerrero. Tú eres el más fuerte de todos aquí, y ésa es tu tragedia.

Sacudí la cabeza. Mi madre tenía razón, pero no importaba. Aquello no compensaba la infelicidad que sentía.

Sin embargo, ¿de qué servía pregonarlo?

Ella apartó un momento la mirada; luego la concentró de nuevo en mí y añadió:

—Pero tú eres muchas cosas, no sólo una. Eres el matador y el hombre. No cedas ante el matador que llevas dentro, sólo porque los odies. No tienes que cargar sobre ti el peso del asesinato o de la locura para liberarte de este lugar. Sin duda habrá otros modos.

Las dos últimas frases fueron dos mazazos. El comentario había ido directo al meollo del asunto. Y me desconcertó lo que eso significaba.

Siempre había considerado que no podía ser una buena persona y enfrentarme a ellos. Ser bueno significaba someterme a ellos. Salvo, naturalmente, que encontrara una idea más interesante de la bondad.

Permanecimos sentados en silencio unos instantes. Y pareció surgir una atmósfera de intimidad inhabitual incluso para nosotros. Ella tenía la vista fija en el fuego y se rascaba su espesa cabellera, que llevaba recogida en un moño en la parte posterior de la cabeza.

—¿Sabes qué imagino? —me preguntó, mirándome otra vez—. No tanto en su muerte como en un abandono que prescinda completamente de ellos. Me imagino bebiendo vino hasta estar tan ebria que me quito la ropa y me baño desnuda en los arroyos de la montaña.

Casi me eché a reír, pero era una sublime diversión. La contemplé, dudando por un instante de si la había entendido bien. Pero aquéllas eran las palabras que había pronunciado y no había terminado.

—Y luego imagino que voy al pueblo —dijo— y entro en la posada y me llevo a la cama a todos los hombres que acuden allí: hombres bastos, hombres grandes, ancianos y muchachos. Me imagino allí tendida, tomándoles uno tras otro y dejándome llevar por una sensación de triunfo, por un total abandono sin la menor preocupación por lo que pueda sucederles a tu padre o a tus hermanos, si están vivos o muertos. En ese momento, me siento puramente yo misma. Yo no pertenezco a nadie.

Me sentí demasiado escandalizado y asombrado para responder, pero, de nuevo, aquello me resultó terriblemente divertido. Pensé en mi padre y en mis hermanos y en los pomposos tenderos del pueblo e imaginé cómo reaccionarían ante tal conducta, y me pareció una situación casi hilarante.

Si no me reí a carcajadas fue, probablemente, por una especie de respeto hacia la imagen de mi madre desnuda. Sin embargo, no pude quedarme callado del todo. Solté una ligera risilla y ella asintió con una sonrisa mientras enarcaba las cejas, como si dijera: «Nosotros nos entendemos».

Finalmente, estallé en carcajadas, descargué el puño sobre mi rodilla y golpeé con la coronilla la cabecera de la cama. Entonces, mi madre casi se echó a reír. Tal vez lo estaba haciendo para sus adentros, con su estilo discreto y callado.

Curioso instante. Tuve una visión casi brutal de mi madre como un ser humano completamente aparte de todo lo que la rodeaba. Nosotros dos nos entendíamos, en efecto, y el resentimiento que sentía hacia ella no tenía importancia ahora.

Mi madre se quitó el alfiler del cabello y dejó que éste le cayera libremente sobre los hombros.

Tras esto, permanecimos sentados en silencio durante tal vez una hora. No hubo más risas ni más palabras, sólo el resplandor del fuego y la presencia de ella junto a mí.

Ella había vuelto el rostro para contemplar el fuego. Su perfil, con la delicadeza de la nariz y los labios, era una visión muy hermosa. Entonces, movió la cabeza para mirarme de nuevo, y, con la misma voz uniforme y sobria, desprovista de toda emoción desmedida, me reveló:

—Ya nunca me iré de aquí. Me estoy muriendo.

Me quedé anonadado. El asombro y el desconcierto que había sentido antes no fueron nada comparados con lo que sentí en aquel instante.

—Todavía viviré esta primavera —continuó— y es posible que el verano también, pero no resistiré otro invierno, lo sé. El dolor de los pulmones es demasiado insoportable.

Lancé un pequeño gemido de angustia. Creo que me incliné hacia delante y exclamé: «¡Madre!».

—No digas nada más —replicó ella.

Creo que le desagradaba oírse llamar madre, pero yo no había podido evitar la palabra.

—Sólo deseaba decírselo a otra alma —continuó—. Oírlo en voz alta. Estoy absolutamente horrorizada con esa idea. Me da miedo.

Quise cogerle las manos entre las mías, pero sabía que ella no lo permitiría. No le gustaba que la tocaran. Nunca pasaba sus brazos en torno a nadie. Así pues, fueron nuestras miradas las que se abrazaron. Y los ojos se me llenaron de lágrimas al mirarla.

Ella me dio unas palmaditas en la mano.

—No le des muchas vueltas a eso —me dijo—. Yo no lo hago. Sólo de vez en cuando. Pero debes prepararte para seguir viviendo sin mí cuando llegue la hora. Tal vez te resulte más difícil de lo que piensas.

Quise decir algo, pero no me salieron las palabras.

Mi madre salió de la alcoba como había entrado, en completo silencio.

Y, aunque en ningún momento había dicho nada de mis ropas ni de mi barba, ni del aspecto horrible que yo presentaba, mi madre me envió a los criados con ropas limpias, la navaja de afeitar y agua caliente. Sin decir palabra, dejé que se ocuparan de mí.

3

Empecé a sentirme un poco más fuerte. Dejé de pensar en lo sucedido con los lobos y concentré los pensamientos en mi madre.

Recordé sus palabras, «absolutamente horrorizada», y no supe qué pensar de ellas, salvo que parecían reflejar la verdad exacta. Así me sentiría yo si estuviera muriéndome lentamente. Antes preferiría haber acabado mi vida en la montaña, con los lobos.

Pero en su confidencia había mucho más. Tras su permanente silencio, mi madre siempre se había sentido desgraciada. Le disgustaban tanto como a mí la inercia y la falta de perspectivas de nuestras vidas. Y ahora, después de tener ocho hijos, tres vivos y cinco fallecidos, estaba cerca de la muerte. Aquél era su final.

Decidí abandonar la cama y la habitación si eso la hacía sentirse mejor, pero, cuando lo intenté, no pude. La idea de que estuviera muriéndose me resultaba insoportable. Recorrí paso a paso la estancia una y otra vez, comí todo lo que me trajeron, pero seguí sin acudir a su encuentro.

Sin embargo, cuando casi se cumplía un mes de los hechos, acudieron al castillo unos visitantes que reclamaban mi presencia.

Mi madre acudió a verme y dijo que debía recibir a los comerciantes del pueblo, que querían honrarme por haber matado los lobos.

—¡Bah, al diablo con eso! —respondí.

—No —insistió ella—. Tienes que bajar. Te traen regalos. Ve a cumplir con tu deber.

Todo aquello me fastidiaba.

Cuando entré en el salón, encontré esperándome a los ricos tenderos, todos ellos hombres a quienes conocía bien. Todos venían engalanados para la ocasión, pero entre ellos destacaba un joven a quien no reconocí en un primer momento.

Tenía aproximadamente mi edad, y era muy alto. Cuando nuestras miradas se cruzaron, recordé quién era. Nicolas de Lenfent, el hijo mayor del pañero, a quien su padre había enviado a estudiar a París.

Ahora, el muchacho era como una aparición.

Vestido con una espléndida casaca de brocado en colores rosa y oro, calzaba chinelas de tacones dorados y llevaba una llamativa pechera de encaje italiano. Únicamente su cabello seguía siendo el de antes, oscuro y muy rizado, y le daba un aspecto un tanto infantil pese a llevarlo atado a la nuca con una delicada cinta de seda.

Todo aquello era moda parisiense, de la que yo veía pasar por la casa de postas.

Y ahora tenía que ir a su encuentro con mis raídas ropas de lana y mis gastadas botas de cuero y unos encajes amarillentos, mil veces zurcidos.

Nos saludamos con sendas reverencias, pues él era, al parecer, el portavoz de los reunidos. A continuación, el joven Nicolas extrajo de su humilde envoltorio de estameña negra una magnífica capa de terciopelo rojo forrada de piel. Un objeto magnífico, hermosísimo. A mi interlocutor le brillaban intensamente los ojos cuando me miró. Se hubiera dicho que estaba admirando a un soberano.

—Os ruego que aceptéis esta capa, monseñor —dijo con voz sincera—. Hemos utilizado la piel más fina de los lobos para forrarla y hemos pensado que os será de utilidad en invierno, cuando salgáis de cacería a caballo.

—Y esto también, monseñor —añadió su padre, presentándome un par de botas de gamuza negras, forradas de piel y finamente cosidas—. Para la cacería, monseñor.

Me sentí un poco abrumado. Aquellos hombres, que tenían la clase de riqueza con la que yo sólo podía soñar, expresaban en sus gestos la mayor deferencia hacia mí y me rendían respeto como aristócrata.

Acepté la capa y las botas y les di las gracias con la misma efusividad con que siempre agradecía las cosas a cualquiera.

Y, a mi espalda, escuché a mi hermano Augustin comentar:

—¡Ahora sí que se pondrá realmente imposible!

Noté que me ruborizaba. Era ultrajante que hubiera hecho tal comentario en presencia de aquellos hombres, pero cuando miré a Nicolas de Lenfent vi en su rostro la expresión más afectuosa.

—Yo también soy imposible, monseñor —me susurró mientras le daba el beso de despedida—. ¿Me permitiréis algún día venir a hablar con vos para que me contéis cómo acabasteis con todos? Sólo el imposible puede hacer lo imposible.

Ninguno de los tres comerciantes me había hablado jamás de aquel modo. Por un instante, Nicolas y yo volvimos a ser dos chiquillos. Y solté una carcajada. Su padre pareció desconcertado. Mis hermanos dejaron de cuchichear. Pero Nicolas de Lenfent continuó sonriendo con parisiense serenidad.

Cuando la delegación se hubo marchado llevé la capa de terciopelo rojo y las botas de gamuza a la habitación de mi madre.

Estaba leyendo, como siempre, mientras se cepillaba el cabello con gesto indolente. Bajo la débil luz que entraba por la ventana, le vi por primera vez canas en el pelo. Le comenté lo que había dicho Nicolas de Lenfent.

—¿Por qué dice que es imposible? —quise saber—. Dijo esa frase con intención, como si se refiriera a algo concreto.

Ella se echó a reír.

—Se refiere a algo, desde luego —respondió después—. Está castigado. —Apartó los ojos del libro y me miró—. Ya sabes que toda la vida le han educado para ser una pequeña imitación de aristócrata. Pues bien, durante su primer año como estudiante de Leyes en París, fue a enamorarse locamente del violín. Al parecer, escuchó a un virtuoso italiano, uno de esos genios de Padua, tan excepcional que la gente murmura sobre si habría vendido su alma al diablo. Tras oírle, Nicolas lo abandonó todo inmediatamente para acudir a tomar lecciones de Wolfgang Mozart. Incluso vendió sus libros. No hizo otra cosa que tocar y tocar el instrumento, hasta suspender los exámenes en Leyes. Insiste en que quiere ser músico, ¿te imaginas?

—Y su padre está fuera de sí, ¿no es eso?

—Exacto. Incluso le rompió el violín, y ya sabes lo que representa una mercadería cara para un buen pañero.

Sonreí.

—¿Y, así, Nicolas se ha quedado sin violín?

—No, ya tiene otro instrumento. No tardó en escapar a Clermont y allí vendió su reloj para comprar el nuevo violín. Tiene razón cuando dice que es imposible, y lo peor es que toca bastante bien.

—¿Le has oído?

Mi madre apreciaba la buena música, pues había crecido escuchándola en Nápoles. Yo, en cambio, sólo conocía el coro de la iglesia y la música popular de las ferias.

—Sí, el domingo pasado, cuando iba a misa —respondió—. Nicolas estaba tocando en el dormitorio del piso superior, encima de la tienda. Todo el mundo podía oírle y su padre le estaba amenazando con romperle las manos.

Solté un leve jadeo ante tal crueldad. Me sentía profundamente fascinado. Creo que empecé a quererle en ese mismo instante, por lanzarse de aquel modo a hacer lo que deseaba.

—Naturalmente, el muchacho nunca llegará a nada —siguió comentando mi madre.

—¿Por qué no?

—Es demasiado mayor. No se puede empezar a aprender violín a los veinte años. De todos modos, ¿qué sé yo? A su modo, tiene una forma mágica de tocar. Y tal vez le venda su alma al diablo.

Me eché a reír, un poco inquieto. Aquello sonaba a magia.

—¿Por qué no bajas al pueblo y te haces amigo suyo? —me sugirió.

—¿Por qué diablos tendría que hacerlo? —le repliqué.

—Vamos, Lestat. A tus hermanos no les hará mucha gracia. Y el viejo comerciante no cabrá en sí de gozo. Su hijo y el hijo del marqués…

—No son razones suficientes.

—Nicolas ha estado en París —añadió ella.

Me miró durante un instante. Luego se concentró de nuevo en su libro y volvió a pasarse de vez en cuando el cepillo por el cabello con el mismo gesto indolente.

La contemplé mientras leía, furioso. Quería preguntarle cómo se encontraba, si tenía mucha tos aquel día, pero no fui capaz de hacerle el menor comentario.

—Baja al pueblo y habla con él, Lestat —insistió ella, sin volver a mirarme.

4

Tardé una semana en decidirme a ir en busca de Nicolas de Lenfent.

Me puse la capa de terciopelo rojo forrada de piel y las botas de gamuza forradas, y descendí por la serpenteante calle principal del pueblo, en dirección a la posada.

La tienda del padre de Nicolas estaba frente por frente con la posada, pero no vi a Nicolas ni escuché su violín.

Yo no tenía dinero más que para un vaso de vino, y no supe muy bien qué decir cuando el posadero se me acercó y, con una reverencia, dejó delante de mí una botella de su mejor vino.

Naturalmente, aquella gente siempre me había tratado como el hijo del amo, pero aprecié que las cosas habían cambiado mucho tras la cacería de los lobos y, cosa extraña, ello me hizo sentir aún más solo de lo habitual.

Pero apenas me había servido el primer vaso cuando apareció Nicolas, un gran torbellino de color en la puerta abierta del local.

Por fortuna, no iba vestido con la elegancia de la otra vez, pero, aun así, todo cuanto llevaba —seda, terciopelo y cuero nuevo— rezumaba riqueza.

En cambio, venía sonrojado como si hubiera estado corriendo; llevaba el cabello revuelto y enredado y tenía un brillo de excitación en los ojos. Me hizo una reverencia, esperó a que le invitara a sentarse y luego me preguntó:

—¿Cómo hicisteis, monseñor, para matar esos lobos?

Cruzó los brazos sobre la mesa y me miró fijamente.

—¿Por qué no me contáis vos cómo es París, monseñor? —repliqué, y advertí de inmediato que mis palabras habían sonado burlonas y bruscas—. Lo siento —añadí al instante—. Me gustaría saberlo, de veras. ¿Habéis estudiado en la Universidad? ¿De veras os ha dado Mozart clases? ¿Qué hace la gente en París? ¿De qué conversan? ¿Qué piensan?

Nicolas se rio por lo bajo ante la andanada de preguntas. No pude evitar reírme también. Pedí otro vaso y le acerqué la botella.

—Decidme, ¿estuvisteis en los teatros de París? ¿Visteis la Comédie Française?

—Muchas veces —respondió él, sin mucho entusiasmo—. Pero escuchad, la diligencia va a llegar en cualquier momento y se armará aquí mucho alboroto. Permitidme el honor de invitaros a cenar en una estancia privada del piso de arriba. Me encantaría que aceptarais…

Y, sin darme tiempo a formular una protesta de cortesía, dio las órdenes pertinentes y fuimos conducidos a una pequeña habitación, tosca pero acogedora.

Yo no había entrado casi nunca en una estancia pequeña de madera, y ésta me encantó desde el primer momento. La mesa estaba ya puesta para la comida que traerían más tarde, el fuego caldeaba de verdad el lugar, al contrario que las llamas directas y rugientes de las chimeneas del castillo, y el grueso cristal de la ventana estaba lo bastante limpio para poder divisar el azul invernal sobre las montañas cubiertas de nieve.

—Ahora os contaré todo lo que queráis saber sobre París —aceptó mi interlocutor, mientras esperaba gentilmente a que yo me sentara primero—. Sí, estuve en la Universidad —dijo, una vez que nos hubimos acomodado, y lanzó una risilla despectiva como si no mereciera la pena extenderse en ello—. Y estudié con Mozart, quien, de no haber andado escaso de alumnos, me habría dicho que yo era un caso perdido para la música. En fin, ¿por dónde queréis que empiece? ¿Por el hedor de la ciudad, o por su ruido infernal? ¿Por las multitudes hambrientas que le atosigan a uno en todas partes? ¿Por los ladrones dispuestos a rebanaros el gaznate detrás de cualquier esquina?

Deseché todo aquello con un ademán. La sonrisa de Nicolas era muy distinta a su tono de voz; sus gestos eran abiertos y atrayentes.

—Uno de esos grandes teatros parisienses… —dije—. Describídmelo… ¿cómo es?

Creo que estuvimos en la pequeña habitación cuatro horas completas, sin hacer otra cosa que beber y conversar.

Nicolas trazó planos de los teatros sobre la mesa; utilizaba para ello un dedo mojado. Me habló de las obras que había visto, de los actores famosos, de las casitas de los bulevares. Pronto me estaba describiendo todas las cosas de París, olvidado ya su cinismo. Mi curiosidad le daba alas para hablar de la Île de la Cité, y del Barrio Latino, de la Sorbona, del Louvre.

Nos adentramos en asuntos más abstractos, en cómo se presentaban los sucesos en los periódicos, en las tertulias de los estudiantes en los cafés. Me contó que el pueblo estaba inquieto y que era desafecto a la monarquía. Que aspiraba a un cambio en el gobierno y que no tardaría mucho en rebelarse. Me habló de los filósofos, Diderot, Voltaire, Rousseau.

No entendí todo lo que me contaba, pero, con su hablar rápido, sarcástico a veces, me proporcionó una imagen maravillosamente completa de lo que estaba sucediendo en París.

Por supuesto, no me sorprendió saber que la gente instruida no creía en Dios, sino que estaba infinitamente más interesada en la ciencia; que la aristocracia era objeto de grandes antipatías; y que lo mismo sucedía con la Iglesia. Ésta era una época guiada por la razón, no por la superstición, y cuantas más cosas decía Nicolas, mejor lo entendía yo. Pronto se puso a describirme la Enciclopedia, la gran recopilación de conocimientos supervisada por Diderot. Luego me habló de los salones a los que había asistido, las juergas, las veladas con las actrices. Me describió los bailes públicos en el Palais Royal, donde solía aparecer María Antonieta entre la gente del pueblo.

—He de confesar —dijo finalmente— que todo esto suena mucho mejor en esta habitación de lo que es en realidad.

—No os creo —repliqué yo con suavidad.

No quería que dejase de hablar. Quería que siguiera contando cosas eternamente.

—Estamos en tiempo de incredulidad, monseñor —comentó Nicolas mientras llenaba los vasos de ambos con una nueva botella de vino—. Muy peligrosos.

—¿Peligrosos? ¿Por qué? —dije—. ¿Por poner fin a la superstición? ¿Qué otra cosa podría haber mejor?

—Habláis como un auténtico hombre del siglo XVIII, monseñor —respondió él con una sonrisa de ligera melancolía—. Pero ya nadie da valor a nada. No hay más que moda. Incluso el ateísmo es una moda.

Yo siempre había tenido una mentalidad escéptica en religión, aunque por ninguna razón filosófica. En mi familia, nadie creía mucho en Dios, ni entonces ni en el pasado. Por supuesto, ellos decían que sí a la costumbre, y todos asistíamos a misa. Sin embargo, todo eso eran obligaciones sociales. Hacía mucho tiempo que la religión había muerto en nuestra familia, igual quizá que en miles de familias de aristócratas. Por mi parte, ni siquiera en el monasterio había creído en Dios. Había creído en los monjes que me rodeaban.

Traté de explicárselo a Nicolas en palabras sencillas sin que se ofendiera, porque para su familia las cosas eran de otra manera. Incluso su miserable y ambicioso padre (a quien yo admiraba en secreto) era fervientemente religioso.

—Sin embargo, ¿pueden los hombres vivir sin esas creencias? —preguntó él casi con tristeza—. ¿Pueden los hijos afrontar el mundo sin ellas?

Empecé a comprender la razón de su sarcasmo y cinismo. Todavía estaba muy reciente su pérdida de fe, y hablar de ello era un trago amargo para él.

Con todo, por acerbo que fuera su sarcasmo, emanaba de mi interlocutor una gran energía, una pasión irreprimible. Y eso me atrajo de él. Creo que sentí amor por él. Un par de vinos más y quizá terminaría confesándole algo absolutamente ridículo por el estilo.

—Yo he vivido siempre sin creencias —afirmé.

—Sí, ya lo sé —respondió él—. ¿Recordáis la historia de las brujas, esa vez que llorasteis en el lugar de las brujas?

—¿Que lloré por las brujas?

Le miré unos instantes sin saber a qué se refería, pero pronto se agitó dentro de mí un doloroso sentimiento de humillación. Demasiados de mis recuerdos tenían aquel mismo regusto. Y en aquel momento tenía que recordar haber llorado por unas brujas.

—No recuerdo —contesté.

—Éramos pequeños y el sacerdote nos estaba enseñando las oraciones. Un día el sacerdote nos llevó a ver el lugar donde habían quemado a las brujas muchos años antes, y encontramos las viejas estacas y el suelo ennegrecido.

—¡Ah, ese lugar! —Me recorrió un escalofrío—. ¡Qué sitio tan horrible!

—Os pusisteis a gritar y a llorar. Incluso mandaron llamar al propio marqués, porque vuestra niñera no conseguía calmaros.

—Era un niño terrible —murmuré, tratando de quitarle importancia al asunto.

Por supuesto que lo recordaba todo ahora: los gritos, el traslado a casa, las pesadillas con las hogueras. Alguien que me humedecía la frente y decía: «Lestat, despierta». Pero no había revivido la escena desde hacía años. Cuando pasaba por las cercanías de aquel lugar, lo único que evocaba era el emplazamiento en sí: el bosquecillo de estacas ennegrecidas, las imágenes de hombres, mujeres y niños quemados vivos.

Nicolas me estudiaba.

—Cuando vuestra madre acudió a buscaros, dijo que todo aquello era obra de la ignorancia y la crueldad. Estaba furiosa con el sacerdote por contaros esas viejas historias.

Asentí. El horror último había sido oír que toda aquella gente de nuestro propio pueblo, olvidada desde hacía tanto tiempo, había muerto por nada; que eran inocentes. «Víctimas de la superstición», había declarado ella. «No había brujas de verdad». No era extraño que yo no dejara de gritar y gritar.

—Mi madre, en cambio —dijo Nicolas—, me contó una historia diferente: que las brujas estaban en alianza con el diablo y que habían arruinado las cosechas y que, convertidas en lobos, mataban ovejas y niños…

—¿Acaso no sería mejor el mundo si nunca más se quemara a nadie en el nombre de Dios? —pregunté—. ¿Si no se continuara creyendo que Dios puede ordenar al hombre hacer tal cosa a su semejante? ¿Cuál es el peligro de un mundo racional donde horrores como éste no se produzcan?

Él se inclinó hacia delante y frunció el entrecejo con aire malicioso.

—Los lobos no os hirieron en la montaña, ¿verdad? —inquirió en tono festivo—. ¿No os habréis convertido en hombre lobo, monseñor, sin que nadie lo haya advertido? —Acarició el forro de la capa de terciopelo que aún cubría mis hombros y continuó—: Recordad lo que dijo el buen cura: que en esa época habían quemado a un buen número de hombres lobo. Entonces constituían una amenaza habitual.

Me eché a reír.

—Si me volviera lobo —respondí—, una cosa os puedo asegurar. No me quedaría por aquí a matar niños. Me alejaría de este pueblo repugnante y miserable donde todavía asustan a los niños con cuentos de quemas de brujas. Huiría camino de París y no me detendría hasta ver sus murallas.

—Y entonces descubriríais que París es otro agujero repugnante y miserable —replicó él—, donde a los ladrones les rompen los huesos en la rueda a la vista del populacho en la Place de Grève.

—No —insistí—. Vería una ciudad espléndida donde nacen grandes ideas en las mentes de ese populacho, ideas que habrán de iluminar hasta el rincón más oscuro de este mundo.

—¡Ah, sois un soñador! —exclamó Nicolas, pero estaba encantado.

Cuando sonreía, su belleza destacaba todavía más.

—Y conoceré gente como vos —proseguí—, gente que tiene ideas en la cabeza y verbo fácil para expresarlas, y nos sentaremos en los cafés y beberemos juntos y nos enfrentaremos apasionadamente con palabras y seguiremos conversando el resto de nuestras vidas en un divino frenesí.

Él alargó el brazo, me lo pasó en torno al cuello y me besó. Casi volcamos la mesa de lo felices y borrachos que estábamos.

—Mi señor, el matador de lobos —me susurró.

Con la tercera botella de vino, empecé a contar mi vida como nunca lo había hecho: expliqué lo que sentía cada día al adentrarme a caballo por las montañas, al alejarme hasta perder de vista las torres del castillo de mi padre, al cabalgar por los campos arados hasta el lugar donde el bosque parecía casi encantado.

Las palabras comenzaron a fluir de mis labios como antes lo habían hecho de los suyos, y pronto nos encontramos hablando de mil cosas que habíamos sentido en nuestros corazones, confidencias de secretas soledades, y las palabras parecían fundamentales, como lo habían sido en aquellas raras ocasiones con mi madre. Y mientras describíamos nuestras mutuas añoranzas e insatisfacciones, nos expresábamos con gran vivacidad, con cosas como «¡sí, sí!», y «¡exactamente!», y «entiendo perfectamente a qué os referís», y «sí, claro, uno siente que no puede soportarlo», etcétera.

Otra botella y un nuevo fuego. Le pedí a Nicolas que tocara el violín para mí y corrió a buscarlo inmediatamente a su casa.

Caía ya la tarde. El sol entraba al sesgo por la ventana y el fuego del hogar estaba muy vivo. Y… estábamos muy borrachos. No habíamos llegado a pedir la cena y yo me sentía más feliz que nunca en mi vida. Me acosté en el apelmazado colchón de paja del camastro con las manos detrás de la cabeza, observándole mientras sacaba el instrumento.

Se llevó el violín al hombro y empezó a puntear las cuerdas mientras las afinaba ajustando las clavijas.

Después levantó el arco y lo dejó caer con fuerza sobre las cuerdas para hacer sonar la primera nota.

Me incorporé hasta quedar sentado y apoyado con la espalda contra la pared de madera; le miré fijamente, pues no podía creer en el sonido que empecé a escuchar.

Entró en la melodía desgarrándola, arrancando las notas del violín. Y cada una de ellas era translúcida y vibrante. Nicolas tenía los ojos cerrados, la boca un poco distorsionada, el labio inferior ligeramente ladeado; y lo que me encogió el corazón casi tanto como la propia tonada fue ver cómo todo su cuerpo se fundía en la música, cómo su alma se apretaba al instrumento como si fuera un sensible oído más.

Jamás había escuchado música como aquélla, tales vigor e intensidad, los rápidos y brillantes torrentes de notas que surgían de las cuerdas. Estaba interpretando una pieza de Mozart y tenía toda la alegría, la ligereza y el intenso encanto de cuanto Mozart escribió.

Cuando terminó, yo estaba mirándole, y me di cuenta de que yo tenía mi cabeza apretada entre ambas manos.

—¿Qué os sucede, monseñor? —exclamó él, casi con impotencia.

Me puse en pie y le estreché entre mis brazos y le besé en ambas mejillas y besé el violín.

—Deja de llamarme monseñor —le dije—. Llámame por mi nombre.

Me tendí de nuevo en la cama y hundí el rostro en el brazo y rompí a llorar y, una vez hube empezado, no pude parar. Él se sentó a mi lado, me abrazó y me preguntó por qué lloraba, y, aunque no pude explicárselo, advertí que estaba abrumado por el efecto que me había producido su música. En ese instante, no había en Nicolas el menor sarcasmo, la más mínima amargura.

Creo que, esa noche, él me llevó al castillo de mi familia.

Y, a la mañana siguiente, yo estaba en la zigzagueante calle empedrada, delante de la tienda de su padre, arrojando piedrecitas a su ventana.

Y, cuando al fin asomó la cabeza, le pregunté:

—¿Quieres bajar a continuar nuestra conversación?

5

A partir de entonces, cuando no andaba de caza, mi vida estaba con Nicolas y evocando «nuestra conversación».

Se acercaba la primavera, las montañas estaban salpicadas de verde y el huerto de manzanos empezaba a revivir. Y Nicolas y yo estábamos siempre juntos.

Dimos largos paseos por las laderas rocosas, tomamos pan y vino al sol, sobre la hierba, y recorrimos las ruinas de un viejo monasterio al sur del pueblo. A veces nos quedábamos en mis habitaciones o subíamos a las almenas. Y luego, cuando estábamos demasiado bebidos y armábamos demasiado alboroto como para que los demás nos soportaran, volvíamos a nuestra habitación de la posada.

Con el paso de las semanas, fuimos abriéndonos cada vez más el uno al otro. Nicolas me habló de su infancia en la escuela, de las pequeñas decepciones de sus primeros años, de la gente que él había conocido y querido.

Y yo empecé a contarle mis aflicciones… hasta terminar con la vieja vergüenza de mi escapada con los actores italianos.

Me vino a los labios una noche, durante una nueva visita a la posada, mientras estábamos ebrios como de costumbre. De hecho, estábamos en ese momento de la borrachera que los dos habíamos dado en llamar el Instante de Oro, en el que todo tenía sentido. Siempre tratábamos de prolongar ese momento, hasta que, inevitablemente, uno de nosotros confesaba: «No puedo seguir más; creo que el Instante de Oro ha pasado».

Esa noche, mientras contemplaba la Luna sobre las montañas, afirmé que, en ese Instante de Oro, no era tan terrible que no estuviéramos en París, que no nos halláramos en la Opéra o en la Comédie, esperando a que se levantara el telón.

—Tú y tus teatros de París —replicó él—. Hablemos de lo que hablemos, siempre vuelves al tema de los teatros y los actores…

Sus ojos pardos eran enormes y confiados. E, incluso borracho como estaba, conservaba la elegancia con su levita de terciopelo rojo parisiense.

—Los actores y actrices hacen magia —afirmé—. Hacen que se produzcan cosas en el escenario, inventan, crean…

—Espera a ver cómo les corre el sudor por los rostros pintarrajeados bajo el resplandor de las luces.

—¡Ah, ya estamos con ésas otra vez! ¡Precisamente tú, el que lo ha abandonado todo para tocar el violín!

De repente, Nicolas adoptó un aspecto terriblemente serio, abatido, como si estuviera cansado de sus propias luchas.

—Sí, eso hice —confesó.

Para entonces, el pueblo entero sabía ya de la batalla entre él y su padre. Nicolas no volvería a estudiar en París.

—Cuando actúas, creas vida —insistí—. Haces surgir algo de la nada. Haces que suceda algo bueno. Y, para mí, eso es una bendición.

—Yo hago música, y eso me hace feliz —respondió—. ¿Qué tiene de bueno o de bendito?

Hice caso omiso de su comentario, como siempre hacía ahora con sus muestras de cinismo.

—Yo he vivido todos estos años entre gente que no crea nada ni cambia nada —declaré—. Los actores y los músicos… para mí son santos.

—¿Santos? —repitió él—. ¿Bondad? ¿Bendición? ¡Lestat, tu léxico me asombra!

Sonreí y sacudí la cabeza.

—No entiendes. Estoy hablando de la naturaleza de los seres humanos, no de las creencias. Hablo de los que no aceptarían una mentira inútil por el solo hecho de haber nacido para ello. Me refiero a los que serían algo mejor. Se esfuerzan, se sacrifican, hacen cosas…

Le vi conmovido por mis palabras y me sorprendió un poco haberlas pronunciado. Sin embargo, sentí que, de alguna manera, le había herido.

—Hay beatitud en ello. Hay santidad. Y, con Dios o sin Él, hay bondad. Lo sé como sé que ahí fuera están las montañas, como sé que las estrellas brillan.

Me dirigió una mirada triste. Aún parecía dolido. Pero, en aquel momento, yo no pensaba en él.

Pensaba en la conversación que había tenido con mi madre y en mi creencia de que no podía ser bueno si desafiaba a mi familia. Pero si realmente creía en lo que estaba diciendo…

Como si leyera los pensamientos, Nicolas me preguntó:

—¿Pero de verdad estás convencido de esas cosas?

—Quizá sí, quizá no —respondí.

No podía soportar verle tan triste.

Y creo que, más por ello que por cualquier otra causa, le conté toda la historia de cómo había escapado yo con los actores. Le conté lo que no había explicado nunca a nadie, ni siquiera a mi madre, sobre aquellos pocos días y la felicidad que me habían proporcionado.

—Y bien —le pregunté a continuación—, ¿cómo podría no ser bueno dar y recibir tal felicidad? Dimos vida a esa ciudad cuando representamos nuestra obra. Es magia, te lo digo. Podría curar a los enfermos, seguro que sí.

Él movió la cabeza y me di cuenta de que, por respeto a mí, callaba algunas cosas que deseaba decir.

—No entiendes, ¿verdad? —insistí.

—Lestat, el pecado siempre sienta bien —afirmó él con voz grave—. ¿No lo ves? ¿Por qué crees que la Iglesia ha condenado constantemente a los actores? El teatro procede de Dioniso, el dios del vino. Lo puedes leer en Aristóteles. Y Dioniso fue un dios que conducía a los hombres al desenfreno. Te sentó bien salir a ese escenario porque era un acto de abandono y lujuria y libertinaje, el ancestral culto al dios de la uva, y te lo pasaste en grande por el hecho de desafiar a tu padre…

—No, Nicolas. No y mil veces no.

—Lestat, somos compañeros de pecado —dijo él, sonriendo por fin—. Siempre lo hemos sido. Los dos nos hemos portado mal y los dos estamos totalmente desacreditados. Eso es lo que nos une.

Ahora había llegado mi turno de mostrarme triste y dolido. Y el Instante de Oro era ya imposible de recuperar… a menos que sucediera algo nuevo.

—Vamos —dije de pronto—. Coge el violín y vámonos a algún rincón del bosque donde no despertemos a nadie con la música. Ya veremos si no hay bondad en ella.

—¡Eres un loco! —exclamó él, pero agarró por el cuello la botella sin abrir y se encaminó hacia la puerta inmediatamente.

Yo fui tras él.

Cuando salió de su casa con el violín, me propuso:

—¡Vamos al lugar de las brujas! Mira, hay media luna y tendremos suficiente luz. Bailaremos la danza del diablo y tocaremos para los espíritus de las brujas.

Me eché a reír. Tenía que estar borracho para continuar con aquello.

—Volveremos a consagrar el sitio —insistí— mediante una música buena y pura.

Llevaba años y años sin pisar el lugar de las brujas.

El claro de luna que lo bañaba permitía ver, como Nicolas había descrito, las estacas chamuscadas formando el círculo siniestro y la zona de terreno donde seguía sin crecer nunca nada, transcurridos cien años de la quema. Los arbolillos jóvenes del bosque se mantenían a distancia, y ello hacía que el viento azotara el claro. Arriba, aferrado a la rocosa ladera, el pueblo se cernía en sombras.

Me recorrió un leve escalofrío, pero no fue más que la mera sombra de la angustia que había sentido de niño al escuchar las terribles palabras «asados vivos», cuando había imaginado el sufrimiento.

El encaje blanco de Nicolas destacaba bajo la pálida luz; empezó de inmediato a tocar una canción gitana y a bailar dando vueltas en círculo al mismo tiempo.

Me senté en un gran tocón quemado y eché un trago de la botella. Y me embargó aquel sentimiento desgarrador que me invadía cada vez que Nicolas interpretaba la música. ¿Qué otro pecado había allí, pensé, salvo el de desperdiciar mi existencia en aquel horrible lugar? Muy pronto me encontré llorando en silencio y a hurtadillas.

Aunque me parecía que la música no había cesado, vi a Nicolas consolándome. Nos sentamos uno al lado del otro y me dijo que el mundo está lleno de injusticia, y que los dos, tanto él como yo, éramos prisioneros de aquel horrible rincón de Francia, y que algún día escaparíamos de allí. Yo pensé en mi madre, allá en el castillo en lo alto de la montaña, y la tristeza me embargó hasta que me resultó insoportable, y Nicolas empezó a tocar de nuevo, instándome a bailar y a olvidarlo todo.

Sí, quise decir, eso era lo que podría impulsar a uno a obrar. ¿Era eso pecado? ¿Cómo podría ser malo? Fui tras Nicolas, que se puso a bailar en un círculo. Las notas parecían surgir y elevarse del violín como si fueran de oro. Casi podía verlas destellar. Di vueltas y vueltas en torno a Nicolas y él se sumergió en una música más frenética y profunda. Desplegué las alas de mi capa forrada de piel y eché la cabeza hacia atrás para contemplar la Luna. La música se alzó a mi alrededor como si fuera humo, y el lugar de las brujas dejó de existir. Encima de mí, sólo estaba el cielo, formando un gran arco que bajaba hasta las montañas.

Debido a todo esto, Nicolas y yo nos sentimos más unidos en los días que siguieron.

Pero, unas noches después, sucedió algo extraordinario.

Era tarde. Volvíamos a encontrarnos en la habitación de la posada, y Nicolas, que no dejaba de deambular por la estancia y de gesticular teatralmente, puso al fin en palabras lo que había estado rondando nuestras mentes desde hacía tiempo.

Dijo que debíamos huir a París aunque no tuviéramos un céntimo. Que era mejor eso que quedarse allí. ¡Aunque tuviéramos que vivir como mendigos en la capital! Tenía que ser mejor.

Como es lógico, los dos habíamos llegado gradualmente a aquella conclusión.

—Bien —asentí—. Aunque tengamos que ser mendigos callejeros, Nicolas. Porque antes prefiero condenarme al infierno que interpretar el papel de primo del pueblo que llega sin un céntimo a suplicar a la puerta de las grandes mansiones.

—¿Crees que quiero verte hacer tal cosa? —replicó él—. Te estoy hablando de huir lejos de ellos, Lestat. De vengarnos de todos ellos.

Me pregunté si realmente quería seguir adelante con aquello. Sin duda, nuestros padres nos maldecirían. Pero, al fin y al cabo, nuestra vida en el pueblo era completamente vacía.

Por supuesto, los dos sabíamos que, esta vez, nuestra huida juntos sería mil veces más seria que nada de cuanto habíamos hecho hasta entonces. Ya no éramos adolescentes, sino hombres hechos y derechos. Nuestros padres nos maldecirían, sin duda, y eso era algo que ninguno de los dos podíamos tomarnos a risa.

Y también teníamos edad suficiente para conocer el significado de la pobreza.

—¿Qué voy a hacer en París cuando tengamos hambre? —pregunté—. ¿Cazar ratas para cenar?

—Si es preciso, yo tocaré el violín por unas monedas en el Boulevard du Temple. Y tú puedes ir a los teatros. —Nicolas me estaba retando de verdad. Me estaba diciendo: «¿Qué era todo eso, Lestat: sólo palabras?»—. Con tu apariencia, seguro que subirás a algún escenario del Boulevard du Temple en un abrir y cerrar de ojos.

Me alegré de este cambio en «nuestra conversación». Me encantó ver que Nicolas estaba convencido de que podíamos hacerlo. Se había desvanecido todo su cinismo, aunque seguía empleando la palabra «resentimiento» cada par de frases, más o menos.

Y la idea de que nuestra vida en el pueblo carecía de sentido empezó a inflamarnos.

Insistí en el argumento de que la música y el teatro eran buenos porque hacían retroceder el caos. El caos era el vacío sin sentido de la vida cotidiana y, si moríamos en aquel momento, nuestras existencias no habrían sido más que un vacío sin sentido. De hecho, me puse a pensar que la proximidad de la muerte de mi madre carecía de sentido y le confié a Nicolas lo que ella me había dicho: «Estoy absolutamente horrorizada. Tengo miedo».

El Instante de Oro, si en algún momento se había producido, había desaparecido de la estancia y empezaba a dar paso a otra cosa distinta.

Debería denominarla el Instante Tenebroso, aunque seguía siendo una situación exaltada y llena de una luz espectral. Nicolas y yo hablábamos con animación, maldecíamos aquella existencia sin sentido, y, cuando mi interlocutor se sentó por fin y apoyó la cabeza entre las manos, yo tomé unos rápidos y copiosos tragos de vino y me puse a gesticular y a deambular por la estancia como él había hecho antes.

Mientras lo decía en voz alta, en mitad de la frase comprendí que ni siquiera al morir encontraríamos respuesta, probablemente, al porqué de nuestra existencia. Incluso el ateo declarado piensa que en la muerte hallará una respuesta: o bien encontrará allí a Dios, o no habrá nada en absoluto.

—Pero lo que sucede —dije— es que en ese último trance no hacemos ningún descubrimiento. ¡Sencillamente, dejamos de existir! Pasamos a la no existencia sin averiguar absolutamente nada.

Vi el universo, una imagen del Sol, los planetas, las estrellas y una noche negra que se prolongaba eternamente. Y me puse a reír.

—¿Te das cuenta? ¡Nunca, ni siquiera cuando todo haya terminado, sabremos por qué diablos han sucedido las cosas como lo han hecho! —le grité a Nicolas, quien, recostado en el lecho, asentía mientras daba tientos a un botellón de vino—. Moriremos sin saber nada. Jamás conoceremos nada, y este vacío se prolongará indefinidamente. Y nosotros dejaremos de ser testigos de él; ni siquiera tendremos esa mínima capacidad para darle sentido en nuestras mentes. Estaremos muertos, muertos, muertos… ¡sin alcanzar jamás a saber!

Mientras decía estas palabras, dejé de reírme. De pie en la estancia, inmóvil, comprendí en toda su magnitud lo que mis labios estaban diciendo.

No había día del juicio, no había una explicación final, no había ningún momento luminoso en el cual todos los terribles errores cometidos fueran corregidos y todos los horrores fueran compensados.

Las brujas quemadas en la hoguera no serían vengadas jamás.

¡Nadie iba a decirnos nunca nada!

En aquel instante, no sólo lo comprendí así. ¡Lo vi! Lancé una exclamación: «¡Oh!»; la repetí: «¡Oh!», y continué emitiéndola, gritando cada vez más, al tiempo que dejaba caer al suelo la botella de vino. Me llevé las manos a la cabeza y proseguí las exclamaciones y pude ver que tenía la boca abierta en aquel círculo perfecto del que había hablado a mi madre, y continué gritando: «¡Oh, oh, oh!».

Era como un intenso ataque de hipo que era incapaz de detener. Y Nicolas me sujetó y empezó a sacudirme, mientras me chillaba:

—¡Lestat, basta!

Pero yo no podía parar. Corrí a la ventana, corrí el pestillo y abrí el pesado cristal para contemplar las estrellas. Su visión me resultó insoportable. No podía tolerar su inmenso vacío, su silencio, la ausencia absoluta de cualquier respuesta, y empecé a soltar alaridos mientras Nicolas me apartaba del alféizar y cerraba el cristal.

—Te pondrás bien —repitió una y otra vez.

Alguien llamaba a la puerta. Era el posadero, exigiendo que acabáramos con aquel alboroto.

—Por la mañana te encontrarás mejor —insistió Nicolas—. Ahora tienes que dormir.

Habíamos despertado a todo el mundo. Incapaz de contenerme, continué repitiendo aquel sonido. Por fin, salí corriendo de la posada con Nicolas pisándome los talones, y crucé el pueblo y subí la cuesta hacia el castillo mientras Nicolas trataba de darme alcance. Dejé atrás las puertas del castillo y subí a mi habitación.

—Lo que necesitas es dormir —continuó diciéndome Nicolas con voz desesperada.

Yo estaba apoyado en la pared, tapándome los oídos con las manos, y el sonido incontenible seguía surgiendo de mi boca.

—¡Oh, oh, oh!

—Por la mañana te encontrarás mejor —me aseguró.

Pues bien, por la mañana no me encontré mejor.

Y tampoco mejoraron las cosas al caer la noche; de hecho, con la llegada de la oscuridad empeoraron aún más.

Me pasé el día caminando, hablando y moviéndome como si estuviera normal, pero me sentía abrumado. Los dientes me castañeteaban sin que pudiera evitarlo. Observaba con horror cuanto me rodeaba. La oscuridad me aterraba. La visión de las viejas armaduras del corredor me daba miedo. Contemplé el garrote y la maza de estrella que había llevado en la cacería de los lobos. Contemplé el rostro de mis hermanos. Lo contemplé todo, y, tras cada composición de colores, luces y sombras, vi siempre lo mismo: la muerte. Sólo que no era la muerte como la había concebido hasta entonces, sino la muerte como la veía ahora. Una muerte real, total, inevitable, irreversible y que no daba respuesta a nada.

Y, en aquel insoportable estado de agitación, empecé a hacer algo que no había hecho hasta entonces. Me volví a quienes me rodeaban y me puse a interrogarles implacablemente.

—¿Pero tú crees en Dios? —le pregunté a mi hermano Augustin—. ¿Cómo puedes vivir si no? —Y luego pregunté a mi padre ciego—: ¿Pero tú crees de verdad en algo? Si supieras que ibas a morir en este mismo instante, ¿esperarías ver a Dios o encontrar tinieblas? ¡Dímelo!

—¡Estás loco! ¡Siempre lo has estado! —me gritó él—. ¡Fuera de esta casa! ¡Vas a volvernos locos a todos!

Pese a que le resultaba difícil por estar ciego e impedido, se incorporó y trató de acertarme con un tazón, aunque, como es lógico, no me alcanzó.

Me sentí incapaz de mirar a mi madre. No pude acercarme a ella. No quería hacerla sufrir con mis preguntas. Bajé a la posada. La evocación del lugar de las brujas me resultaba insoportable. ¡No me habría acercado a aquel rincón del pueblo por nada del mundo! Me cubrí los oídos con las manos y cerré los ojos, tratando de expulsar de mi cabeza la imagen de aquellos desgraciados que habían tenido una muerte tan horrible, sin alcanzar, por un solo instante, a comprender nada.

En el segundo día, las cosas no mejoraron.

Y tampoco estaban mejor al cabo de una semana.

Yo comía, bebía y dormía, pero cada instante de vigilia era puro pánico y puro dolor. Acudí al cura del pueblo a preguntarle si de verdad creía que el Cuerpo de Cristo estaba presente en el altar en la Consagración. Después de escuchar sus respuestas balbucientes, y de ver el miedo en sus ojos, me despedí de él más desesperado que antes.

—¿Pero cómo vive uno, cómo sigue respirando y moviéndose y haciendo cosas cuando sabe que no existe ninguna explicación?

Finalmente, estaba desvariando. Y, entonces, Nicolas comentó que tal vez la música me hiciera sentir mejor y que tocaría el violín para mí.

Tuve miedo de la intensidad de su música, pero salimos a los huertos y, bajo la luz del sol, Nicolas interpretó todas las tonadas que sabía. Me senté allí con los brazos cruzados, las rodillas encogidas y los dientes castañeteándome pese a estar a pleno sol. El pulido instrumento reflejaba los rayos dorados, y contemplé cómo Nicolas se sumergía en la música delante de mí. Las notas, puras y sin elaborar, se expandían mágicamente hasta llenar el huerto y el valle, aunque no se trataba de magia alguna, y Nicolas, por último, me pasó los brazos alrededor y nos quedamos allí sentados en silencio hasta que él dijo en voz muy baja:

—Créeme, Lestat, esto se te pasará.

—Toca otra vez —le pedí—. La música es inocente.

Nicolas sonrió y asintió. Le seguía la corriente al loco.

Y me di cuenta de que no se me pasaría, y de que nada podría, por el momento, hacer que lo olvidara. Sin embargo, al propio tiempo, sentí una gratitud inexpresable por la música, por el hecho de que en aquel horror pudiera haber algo de tal belleza.

Uno no podía entender nada ni cambiar nada, pero podía hacer una música como aquélla. Y sentí la misma gratitud cuando vi a los niños del pueblo bailando, cuando vi sus brazos levantados y sus rodillas dobladas y sus cuerpos moviéndose al ritmo de las canciones que entonaban. Al observarles, rompí a llorar.

Penetré en la iglesia y, arrodillado, me apoyé contra la pared y contemplé las viejas estatuas y sentí la misma gratitud al contemplar los dedos delicadamente esculpidos y las narices y las orejas y las expresiones de los rostros y los marcados pliegues de las indumentarias y no pude evitar que me saltaran de nuevo las lágrimas.

«Al menos, nos quedaba toda aquella belleza —me dije—. Toda aquella bondad».

¡Pero ahora no me parecía bello nada de cuanto me mostraba la naturaleza! La mera visión de un gran árbol alzándose en solitario en mitad de un campo me hacía temblar y gritar, llenar de gritos el huerto.

Y dejad que os cuente un pequeño secreto: en realidad nunca se me pasó.

6

¿Cuál fue la causa? ¿Fue tanto beber y charlar de madrugada, o tuvo que ver con la revelación de mi madre sobre la proximidad de su muerte? ¿Guardaba alguna relación con los lobos? ¿O acaso era el lugar de las brujas lo que había hechizado mi mente?

Lo ignoro. La sensación me había asaltado como impuesta sobre mí desde fuera. En un momento dado, era una simple idea, y al instante siguiente era algo real. Me da la impresión de que uno puede invitar a que surja una cosa así, pero no puede hacer que se produzca.

Por supuesto, su fuerza iba a decrecer con el tiempo, pero el cielo nunca volvió a tener el mismo tono de azul. Quiero decir que el mundo siempre me pareció distinto desde entonces, e, incluso en momentos de exquisita felicidad, me acechaba la oscuridad, la conciencia de nuestra fragilidad y de nuestra ausencia de esperanzas.

Tal vez fue un presentimiento, pero no lo creo. Fue más importante que eso y, para ser sincero, no creo en los presentimientos.

Volviendo al relato, sin embargo, diré que durante ese período de aflicción me mantuve a distancia de mi madre, decidido a evitar en su presencia aquellos monstruosos comentarios sobre la muerte y el caos.

Pero a pesar de mi actitud, ella oyó comentar a todo el mundo que yo había perdido la razón, y, finalmente, en la noche del primer domingo de Cuaresma, acudió a verme. Me encontraba a solas en mi habitación y toda la familia había bajado al pueblo al caer la tarde, para participar en la gran hoguera que era costumbre encender cada año en esa fecha.

A mí siempre me había repugnado la celebración. Tenía un aire espantoso y terrible: las llamas rugientes, los bailes y cantos, los campesinos alejándose luego entre los huertos de frutales con las antorchas, entonando sus extraños cánticos.

Durante un tiempo, tuvimos en el pueblo un párroco que tachaba de pagana la costumbre. Pero los vecinos se libraron pronto de él. Los campesinos de nuestras montañas mantenían sus viejos ritos. Era para hacer florecer los árboles y crecer los cereales y demás lindezas. Y en esta ocasión, más que nunca, creí ver en ellos una multitud de hombres y mujeres capaz de quemar brujas.

En el estado mental en que me hallaba, me quedé paralizado de terror. Tomé asiento junto a la chimenea de mi habitación, tratando de resistir el impulso de acudir a la ventana y contemplar la gran hoguera que me atraía tanto como me asustaba.

Mi madre entró, cerró la puerta tras ella y me dijo que debía hablar conmigo. Todos sus gestos rezumaban ternura.

—El estado en que te encuentras, ¿es a causa de mi próxima muerte? —me preguntó—. Si lo es, dímelo. Y pon tus manos en las mías.

Incluso me besó. Se la veía frágil con su camisón descolorido, y llevaba el cabello suelto. No soporté ver sus vetas canosas. Tenía un aspecto famélico.

Pero le dije la verdad, que no lo sabía, y luego le expliqué parte de lo sucedido en la posada. Intenté no transmitir el horror, la extraña lógica del asunto. Intenté no hacerlo todo tan absoluto.

Ella me escuchó y luego dijo.

—Eres un luchador, hijo mío. Nunca aceptas nada. Ni siquiera si se trata del destino de toda la humanidad.

—¡No puedo! —repliqué, abrumado.

—Y yo te quiero por ser así —continuó—. Es muy propio de ti que te dieras cuenta de eso en una pequeña estancia de una posada, de madrugada y entre trago y trago de vino. Y también es muy propio de ti enfurecerte contra ello igual que liberas tu cólera contra todo lo demás.

Me puse a llorar otra vez, aunque sabía que ella no me estaba censurando. Luego sacó un pañuelo, en cuyo interior aparecieron varias monedas de oro.

—Te recuperarás de esto —me dijo—. De momento, la muerte está estropeándote la vida, eso es todo. Pero la vida es más importante que la muerte. Te darás cuenta muy pronto. Ahora, escucha lo que tengo que decirte. He hecho venir al médico y a esa vieja del pueblo, que sabe aún más que él de curaciones. Los dos están de acuerdo en que no viviré mucho más.

—Basta, madre —la interrumpí, consciente de mi actitud egoísta pero incapaz de contenerme—. Y esta vez no habrá regalos. Guarda ese dinero.

—Siéntate —me ordenó. Señaló el banco junto al hogar y, a regañadientes, la obedecí. Ella se sentó a mi lado—. Sé que tú y Nicolas habláis de escaparos.

—No pienso irme, madre…

—¿Qué? ¿Hasta que yo haya muerto?

No respondí. No puedo describir el estado mental en que me encontraba. Aún seguía hipersensible, presa de escalofríos, y ahora teníamos que hablar del hecho de que aquella mujer, viva y palpitante, iba a dejar de vivir y de respirar para empezar a descomponerse y pudrirse, que su alma caería dando vueltas en un abismo y que todo cuanto había sufrido en vida, incluido el final de ésta, quedaría en la nada. Su pequeño rostro parecía pintado en un velo.

Y desde el pueblo lejano llegaba el leve sonido de los cánticos.

—Quiero que vayas a París, Lestat —me dijo—. Quiero que cojas este dinero, que es lo único que me queda de mi familia. Quiero saber que estás en París cuando me llegue la hora, Lestat. Quiero morir sabiendo que estás allí.

Me quedé desconcertado. Recordé su expresión afligida de años atrás, cuando me habían traído de regreso tras la aventura con la troupe italiana. La contemplé durante un largo instante. Su voz persuasiva sonaba casi enfadada.

—Me aterra morir —continuó ella. Su voz se volvió casi áspera—. Y te juro que me volveré loca si no sé que estás libre y en París cuando el momento llegue por fin.

La interrogué con la mirada. Le estaba preguntando con mis ojos: «¿Lo dices de veras?».

—Te he retenido aquí tanto como tu padre —afirmó—. No lo he hecho por orgullo, sino por egoísmo. Y ahora voy a compensarte por ello. Te veré marchar. No me importa lo que hagas cuando llegues a París, si te dedicas a cantar mientras Nicolas toca el violín o a dar saltos mortales en el escenario de la feria de St. Germain, pero márchate y haz lo que sea como mejor sepas.

Intenté estrecharla en mis brazos. Al principio se resistió, pero luego noté cómo cedía y se fundía conmigo y se entregaba a mí tan completamente que, en aquel momento, creí entender por qué siempre se había mostrado tan distante. Rompió a llorar, cosa que yo nunca le había visto hacer. Y yo gocé de aquel instante pese a todo el dolor que contenía. Me dio vergüenza sentir aquello, pero no la solté. La mantuve abrazada con fuerza y tal vez la besé por todas las veces que no me había permitido hacerlo. Por un instante, parecíamos dos partes de una misma cosa.

Después, ella fue sosegándose. Pareció recobrar el dominio de sí misma y, poco a poco pero con firmeza, se desasió de mí y me apartó.

Se pasó mucho rato hablando. Dijo cosas que no entendí entonces, respecto a que sentía un maravilloso placer al verme salir de cacería a lomos de mi yegua y a que sentía el mismo placer cuando ponía furioso a todo el mundo y tronaba contra mi padre y mis hermanos preguntándoles por qué teníamos que vivir como lo hacíamos. Me habló también, con palabras casi escalofriantes, de que yo era una parte secreta de su anatomía, de que era para ella el órgano de que carecen las mujeres.

—Tú eres el hombre que hay en mí —declaró—. Por eso te he mantenido aquí, temerosa de vivir sin ti. Tal vez ahora, al enviarte lejos, sólo estoy cumpliendo con lo que ya debería haber hecho antes.

Me desconcertó un poco. Jamás había pensado que una mujer pudiera sentir ni expresar en palabras algo de esa naturaleza.

—El padre de Nicolas conoce vuestros planes. El posadero os oyó comentarlos y se lo contó. Es importante que os vayáis enseguida. Tomad la diligencia al amanecer y escríbeme cuando llegues a París. En el cementerio de les Innocents cerca del mercado de St. Germain, encontrarás amanuenses. Busca uno que escriba en italiano, así nadie más que yo podrá leer la carta.

Cuando mi madre salió de la habitación, apenas pude creer lo que acababa de suceder. Permanecí un instante con la mirada perdida al frente. Luego contemplé la cama y su colchón de paja, los dos abrigos y la capa roja, el par de botas de cuero junto al fuego. Por la estrecha hendidura de la ventana vi la mole negra de las montañas que conocía desde la cuna. La oscuridad, las sombras, se apartaron de mí durante un momento precioso.

Y me encontré corriendo escaleras y montaña abajo hasta el pueblo en busca de Nicolas, para decirle que nos marchábamos a París. Que íbamos a hacerlo. ¡Nada podría detenernos esta vez!

Le encontré con su familia, en torno a la hoguera. Cuando me vio, me pasó el brazo en torno al cuello y yo le pasé el brazo por la cintura y le arrastré lejos de la multitud y de las llamas, hacia un rincón del prado.

El aire tenía un aroma verde y fragante como sólo se da en primavera. Incluso los cantos de los campesinos parecían menos horribles. Empecé a bailar en círculos.

—¡Ve por el violín! —le dije—. Toca una canción que hable de ir a París. ¡En marcha! ¡Nos vamos por la mañana temprano!

—¿Y de qué vamos a comer en París? —entonó Nicolas mientras, con las manos vacías, tocaba un violín invisible—. ¿Piensas cazar ratas para la cena?

—¡No preguntes qué haremos cuando estemos allí! —respondí—. Lo único que importa es llegar.

7

No habían transcurrido quince días cuando ya me encontraba en medio del gentío que deambulaba a mediodía por el extenso cementerio público de les Innocents, con sus viejas criptas y sus hediondas fosas comunes —el mercado más fantástico que había visto jamás— y allí, entre el hedor y el bullicio y encorvado ante un memorialista italiano, procedía a dictarle la primera carta a mi madre.

Sí, habíamos llegado sin incidencias tras viajar día y noche, y teníamos alojamiento en la Île de la Cité, y éramos indeciblemente felices, y París era más cálida y hermosa y espléndida de lo que se podía imaginar. Deseé poder coger la pluma y escribir la carta yo mismo.

Quise contarle qué sentía al ver aquellas enormes mansiones, las antiguas callejas serpenteantes, el bullicio de mendigos, buhoneros y nobles, las casas de cuatro y cinco pisos a ambos lados de los concurridos bulevares.

Quise explicarle cómo iba la gente, los caballeros con las medias bordadas y los bastones de paseo incrustados de plata chapoteando en el barro con sus chinelas de tonos pastel, las damas con sus pelucas tachonadas de perlas meciendo a un lado y a otro las cestitas de seda y muselina, mi primer lejano encuentro con la propia reina María Antonieta que paseaba con desenfado por los jardines de las Tullerías.

Por supuesto, mi madre lo había visto todo muchos años antes de que yo naciera. Había vivido en Nápoles, en Londres y en Roma con su padre. Aun así, quise contarle lo que me había proporcionado, qué sentía al escuchar el coro de Notre Dame, al abrirme paso en los abarrotados cafés con Nicolas, al hablar con sus viejos compañeros de estudios ante una taza de café inglés, al ponerme las finas ropas de Nicolas —él me obligó a hacerlo— y a esperar tras las candilejas de la Comédie Française, contemplando con adoración a los actores que ocupaban los escenarios.

Sin embargo, lo único que escribí en la carta fue tal vez lo mejor de todo ello, la dirección de la buhardilla que llamábamos nuestro hogar, en la Île de la Cité, y las novedades:

«Me han contratado en un teatro de verdad para hacer de meritorio, con buenas perspectivas de que me den pronto un papel».

No le conté, en cambio, que teníamos que subir seis pisos para llegar a nuestra buhardilla, que hombres y mujeres reñían y se gritaban en las callejas debajo de nuestras ventanas, que ya nos habíamos quedado sin dinero debido a mi insistencia de llevar a Nicolas a todas las óperas, ballets y obras de teatro de la ciudad. Ni que el establecimiento donde trabajaba era un mísero teatrillo de bulevar, un estrado elevado sobre una plataforma en la feria, y que mi trabajo consistía en ayudar a vestirse a los actores, vender entradas, pasar la escoba y expulsar a los alborotadores.

Pese a todo, me volvía a sentir en el paraíso. Lo mismo le sucedía a Nicolas, aunque ninguna orquesta decente de la ciudad le contratara y tuviera que tocar sólo con el reducido grupito de músicos del teatro donde yo trabajaba; cuando estábamos realmente apurados, Nicolas hacía sonar su violín en pleno bulevar, mientras yo, a su lado, pasaba el sombrero. ¡No teníamos la menor vergüenza!

Cada noche, corríamos peldaños arriba con una botella de vino barato y una hogaza del fino y dulce pan parisiense, pura ambrosía después de lo que habíamos comido en Auvernia. Y, bajo la luz de la vela de sebo, la buhardilla era la vivienda más espléndida de cuantas había conocido nunca.

Como ya he explicado anteriormente, rara vez había estado en una habitación de madera, salvo en la posada del pueblo. Pues bien, la nuestra tenía paredes y techo de escayola. ¡Aquello sí que era París! También tenía un suelo de madera pulida e incluso un pequeño hogar con una chimenea nueva que, en realidad, creaba una corriente de aire.

Así pues, qué importaba si teníamos que dormir en jergones de paja apelmazada o si los vecinos nos despertaban con sus peleas. Porque abríamos los ojos en París y podíamos salir a vagar codo con codo por las calles y callejas durante horas, a revolver en las tiendas llenas de joyas y objetos de plata, de tapices y estatuas, de riquezas como no había visto jamás. Incluso los hediondos mercados de carne me deleitaban. El estruendo reinante en la ciudad, la incansable actividad de sus miles y miles de menestrales, artesanos y dependientes, las idas y venidas de una muchedumbre inacabable.

De día, casi olvidaba la visión de la posada y la oscuridad que sentía. Salvo, claro está, cuando pasaba junto a un cadáver tirado en algún sucio callejón, cosa bastante habitual, o cuando topaba con una ejecución pública en la Place de Grève.

Y siempre topaba con tales ejecuciones públicas en la Place de Grève.

Entonces me alejaba de la plaza entre escalofríos, a punto de gemir. Si no distraía mi mente, podía obsesionarme con aquello. Nicolas, por fortuna, era inflexible conmigo.

—¡Lestat, deja de hablar de lo eterno, de lo inmutable, de lo inescrutable! —exclamaba, y amenazaba con golpearme o sacudirme si me oía quejarme.

Y cuando llegaba el crepúsculo —el momento del día que menos me gustaba—, no importaba si había presenciado o no una ejecución, si el día había sido provechoso o irritante, a esa hora, me entraban los temblores. Y sólo una cosa me salvaba de ellos: el calor, la excitación que me producían las brillantes luces del teatro. Siempre me aseguraba de estar a salvo en el interior del local antes de la puesta de sol.

En el París de esa época, los teatros de los bulevares no eran ni siquiera locales reconocidos. Los únicos teatros con apoyo oficial eran la Comédie Française y el Théâtre des Italiens, y en ellos se representaban todas las obras serias, tanto tragedias como comedias, de autores como Racine, Corneille y el brillante Voltaire.

Pero la vieja comedia italiana que yo adoraba —Pantaleón, Arlequín, Scaramouche y el resto— continuaba donde siempre, entre funámbulos, acróbatas, prestidigitadores y titiriteros, en los espectáculos de barraca de las ferias de St. Germain y St. Laurent.

Y los teatros de bulevar habían crecido a partir de estas ferias. En mi época, a finales del siglo XVIII, formaban una serie de establecimientos permanentes a lo largo del Boulevard du Temple, y, aunque actuaban para los bolsillos pobres que no podían permitirse los precios de los grandes teatros, también acogían a buen número de gente pudiente. Numerosos aristócratas y ricos burgueses ocupaban los palcos para contemplar las actuaciones, pues éstas rezumaban talento y vitalidad y no eran tan rígidas como las obras del gran Racine o el gran Voltaire.

Hicimos la comedia italiana tal como yo la había aprendido, llena de improvisaciones, de modo que cada noche resultara nueva y distinta aunque siempre fuera la misma. Y también cantamos e hicimos toda clase de tonterías, no ya porque le gustaran a la gente, sino porque estábamos obligados a ello. Así no podían acusarnos de romper el monopolio de los teatros del Estado sobre las obras de reconocida categoría.

El local era una desvencijada ratonera de madera con un aforo de apenas trescientos espectadores, pero su pequeño escenario y los decorados eran elegantes, tenía un espléndido telón de terciopelo azul, y sus palcos privados tenían tabiques de separación. Y los actores y actrices eran experimentados y poseían auténtico talento, al menos, así me lo parecía a mí.

Aunque no me hubiese atenazado aquel recién adquirido temor a la oscuridad, aquella «dolencia de mortalidad», como insistía en llamarla Nicolas, no me habría resultado más emocionante cruzar aquella puerta de artistas.

Cada noche, durante cinco o seis horas, vivía y respiraba en un reducido universo de gritos, risas y peleas, de hombres y mujeres enzarzados en discusiones a favor o en contra de alguien, todos ellos camaradas de bambalinas aunque no fueran amigos. Tal vez se parecía un poco a estar en un bote de remos en mitad del océano, todos condenados a estar juntos e incapacitados para escapar unos de otros. Era divino.

Nicolas era algo menos entusiasta, pero eso era de esperar. Y se volvió aún más irónico cuando sus ricos compañeros de estudios nos visitaron para charlar con él. Le consideraban un lunático por vivir como lo hacía. En cuanto a mí, un noble que ayudaba a las actrices a embutirse en sus trajes y se ocupaba de vaciar los orinales, no tenían palabras para catalogarme. Naturalmente, lo que realmente deseaban todos aquellos jóvenes burgueses era ser aristócratas. Compraban títulos y se unían por matrimonio a familias aristocráticas siempre que podían. Y una de las ironías de la historia es que pronto se verían involucrados en la Revolución y contribuirían a abolir la clase social a la que, en realidad, deseaban incorporarse.

No me importaba si no volvíamos a ver a los amigos de Nicolas. Los actores no sabían nada de mi familia y cambié mi apellido verdadero, De Lioncourt, por el alias más común de Lestat de Valois, que no significaba nada en realidad.

Fui aprendiendo cuanto pude sobre el arte teatral. Memorizaba escenas, imitaba gestos, hacía constantes preguntas y sólo me concedía un alto en mi aprendizaje cada noche, en el momento en que Nicolas ejecutaba su solo de violín. Se levantaba de su silla en el foso de la reducida orquesta, el foco le destacaba de los demás músicos e iniciaba una pequeña sonata, muy dulce y lo bastante breve para tirar abajo el teatro con los aplausos.

Y en todo instante yo soñaba en que llegara mi momento, cuando los viejos actores, a los que estudiaba y odiaba e imitaba y servía de lacayo, dijeran por fin: «Está bien, Lestat, esta noche necesitamos que hagas el papel de Lelio. Ya debes saber qué tienes que hacer».

La ocasión llegó a finales de agosto.

Eran los días de más calor en París y las noches resultaban casi un bálsamo. El local estaba lleno de un público inquieto que se abanicaba con pañuelos y programas de mano. Mientras me lo ponía, el grueso maquillaje blanco se me corría en el rostro.

Llevaba una espada de cartón con el mejor jubón de terciopelo de Nicolas y, momentos antes de pisar el escenario, me puse a temblar pensando que aquello era como esperar a la ejecución o algo parecido.

Pero en el mismo instante de hacer mi aparición, me volví y miré de frente la concurrida sala y sucedió algo muy extraño. Se me pasó el miedo.

Lancé una radiante mirada a los espectadores y realicé una lenta reverencia. Luego contemplé a la encantadora Flaminia como si la estuviera viendo por primera vez. Tenía que conquistarla. El juego empezó.

Me adueñé del escenario como había sucedido tantos años atrás en aquella perdida población rural de mi escapada juvenil. Y mientras los actores hacíamos locas cabriolas sobre las tablas —discutiendo, abrazándonos, haciendo payasadas—, las risas llenaban el local.

Noté la atención del público como si fuera un abrazo. Cada gesto, cada frase, provocaba un rugido entre los espectadores. Casi resultaba demasiado fácil y podríamos haber seguido la representación media hora más si los demás actores, impacientes por pasar al siguiente número, no nos hubieran llevado a la fuerza hacia los laterales.

La gente se puso en pie para aplaudirnos. Y no era un público de campesinos a cielo raso. Eran parisienses reclamando a gritos que volvieran a salir Lelio y Flaminia.

A la sombra de los bastidores, la cabeza me daba vueltas. Estuve a punto de derrumbarme, de caer al suelo. En aquel instante, mis ojos no veían más que la imagen del público contemplándome desde el otro lado de la batería de luces. Deseé volver inmediatamente al escenario. Abracé a Flaminia y la besé, y me di cuenta de que ella me devolvía el beso con pasión.

A continuación, el viejo gerente, Renaud, la apartó de mi lado.

—Está bien, Lestat —dijo luego, como si estuviera molesto por algo—. Está bien, lo has hecho pasablemente. A partir de ahora, voy a dejarte interpretar con regularidad el papel.

Pero antes de que pudiera empezar a dar saltos de alegría, la mitad de la troupe se materializó a nuestro alrededor, y Luchina, una de las actrices, tomó la palabra de inmediato.

—¡Ah, no! ¡Nada de que le dejarás actuar con regularidad! Lestat es el actor más guapo del Boulevard du Temple y le vas a contratar de acuerdo con ello, y le pagarás lo correspondiente, y no volverá a tocar otra escoba.

Yo estaba aterrado. Mi carrera acababa apenas de empezar y ya parecía perdida, pero, para mi sorpresa, Renaud accedió a todas aquellas condiciones.

Por supuesto, me sentí muy halagado de que me llamaran guapo, y, como años atrás, comprendí que a Lelio, el amante, se le suponía una personalidad considerable. Un aristócrata con cierta prestancia era perfecto para el personaje. Pero si quería que los públicos parisienses me conocieran de verdad, si quería que hablasen de mí en la Comédie Française, tenía que ser algo más que un ángel de cabello amarillo, caído de una familia de marqueses sobre las tablas de un escenario. Tenía que convertirme en un gran actor, y eso era exactamente lo que estaba dispuesto a ser.

Esa noche, Nicolas y yo lo celebramos con una colosal borrachera. Llevamos a nuestros aposentos a toda la troupe y me encaramé por los tejados resbaladizos y abrí los brazos sobre París y Nicolas tocó el violín en la ventana hasta que despertamos a todo el vecindario.

La música era arrebatadora, pero la gente protestaba y gritaba en las callejas, y hacía sonar cazuelas y cubiertos. No prestamos atención a las quejas. Bailamos y cantamos como habíamos hecho en el lugar de las brujas. Estuve a punto de caer del alféizar.

Al día siguiente, botella en mano, bajo el sol y envuelto en el hedor de Les Innocents le dicté toda la historia al amanuense italiano y me ocupé de que la carta llegara enseguida a mi madre. Deseé abrazar a todos cuantos encontraba en la calle. ¡Era Lelio! ¡Era actor!

En septiembre, mi nombre figuraba ya en los programas de mano, de los cuales también envié uno a mi madre.

Y no ofrecíamos la vieja comedia italiana, sino una farsa de un escritor famoso que, debido a una huelga general de autores, no podía representarse en la Comédie Française.

No podíamos citar su nombre, por supuesto, pero todo el mundo sabía que la obra era suya, y media Corte abarrotaba cada noche la Casa de Tespis que regía Renaud.

Mi papel no era el del protagonista, sino el del galán joven; en realidad, una especie de nuevo Lelio: era un papel casi mejor que el de primer actor y le robaba a éste casi todas las escenas en que aparecíamos juntos. Nicolas me había enseñado el papel, regañándome constantemente por no haber escrito algunas líneas extra para mí.

Nicolas tenía su momento en el intermedio, durante el cual su interpretación de una frívola sonata de Mozart mantenía al público pegado a los asientos. Hasta sus compañeros de estudios reaparecieron. Recibíamos invitaciones a bailes privados. Yo seguí escapándome a Les Innocents cada pocos días para escribir a mi madre y, finalmente, incluí en una de las cartas un recorte de un periódico inglés, el Spectator, en el que se elogiaba nuestra obrita y, en particular, al joven rubio que les robaba el corazón a todas las damas en el tercer y el cuarto actos. Por supuesto, yo no podía leer el escrito, pero el caballero que me lo trajo me aseguró que la crítica era favorable, y Nicolas me juró que decía la verdad.

Cuando llegaron las primeras noches frías, salí al escenario envuelto en la capa roja forrada de piel. Se me distinguía desde la última fila del gallinero aunque uno estuviera casi ciego. Ahora ya tenía más práctica con el maquillaje blanco, un toque aquí y otro allá para resaltar el perfil del rostro y, aunque llevaba pintado en negro el contorno de los ojos y un poco de carmín en los labios, mi aspecto era a un tiempo desconcertante y humano. Recibí notas de amor de las mujeres del público.

Nicolas estudiaba música por las mañanas con un maestro italiano y teníamos suficiente dinero para comer bien y pagar la leña y el carbón. Recibía carta de mi madre dos veces por semana y en ellas me decía que su salud parecía haber mejorado. En cambio, nuestros padres nos habían desheredado y no querían ni oír mencionar nuestros nombres.

Nosotros éramos demasiado felices como para que tal cosa nos importara. Pero la oscura amenaza, la «dolencia de mortalidad», me acompañó en muchos momentos cuando llegó el frío.

El frío parecía peor en París. No era limpio como en las montañas de Auvernia. Los pobres se acurrucaban en los umbrales de las puertas, hambrientos y tiritando, mientras las retorcidas callejas sin pavimentar se llenaban de nieve sucia y pisada. Vi niños descalzos y enfermos ante mis ojos, y más cadáveres tirados por los rincones que nunca. Jamás me alegré tanto de tener la capa forrada de piel. Envolvía con ella a Nicolas y le mantenía apretado contra mí cuando salíamos juntos a la calle, y avanzábamos en un estrecho abrazo bajo la lluvia y la nieve.

Con frío o sin él, no exagero al expresar la felicidad que sentía en esa época. Mi vida era exactamente como pensaba que podría ser. Y estaba seguro de que no duraría mucho en el teatro de Renaud. Todo el mundo lo afirmaba. Me vi en grandes escenarios, de gira por Londres e Italia e incluso por América, con una gran compañía de actores. Sin embargo, no había motivo para apresurarse. Mi copa estaba a rebosar.

8

Pero en el mes de octubre, cuando París ya empezaba a helarse, empecé a advertir la habitual presencia entre el público de un rostro extraño que, invariablemente, me distraía. A veces, aquel rostro me hacía casi olvidar lo que estaba haciendo. Y luego desaparecía como si fuese producto de mi imaginación. Debía de llevar quince días viéndole aparecer y desaparecer cuando al fin mencioné el asunto a Nicolas.

Me sentí un estúpido y me costó encontrar las palabras adecuadas:

—Ahí fuera hay alguien que me observa —dije.

—Todo el mundo lo hace —respondió Nicolas—. Es lo que querías, ¿no?

Esa noche, Nicolas se sentía un poco triste y en su respuesta había cierta acritud.

Un rato antes, mientras preparaba el fuego, me había comentado que nunca haría gran cosa con el violín. Pese a su buen oído y a su dominio del instrumento, era demasiado lo que ignoraba. En cambio, estaba seguro de que yo sería un gran actor. Le dije que todo eso eran tonterías, pero sus palabras fueron como una sombra que cubriera mi alma, pues recordé a mi madre diciéndome que ya era demasiado tarde para Nicolas.

—Yo quiero ser un gran violinista, pero me temo que nunca lo conseguiré. Mientras estábamos en el pueblo, al menos podía imaginar que lo iba a ser.

—¡No puedes darte por vencido! —exclamé.

—Lestat, déjame ser franco contigo —replicó él—. Para ti, las cosas son fáciles. Cuando te marcas un objetivo, siempre lo consigues. Sé lo que piensas de esos años que pasaste en tu casa, sintiéndote tan mal. Pero aun entonces, si te proponías algo, lo alcanzabas. Y partimos hacia París el día preciso que tú decidiste.

—No te arrepentirás de haber venido, ¿verdad? —inquirí.

—Claro que no. Sólo quiero decir que tú crees posibles cosas que no lo son… Al menos, para el resto de nosotros. Como matar lobos…

Un escalofrío me recorrió cuando pronunció aquellas palabras. Y, por alguna razón, pensé de nuevo en aquel rostro misterioso del público, aquel que me observaba. Tenía algo que ver con los lobos. Algo que ver con los sentimientos que Nicolas estaba expresando. No tenía sentido. Traté de quitármelo de la cabeza.

—Si hubieses decidido tocar el violín, probablemente ya estarías tocando en la Corte —añadió.

—Nicolas, hablar así sólo te perjudica —dije en un susurro—. No se puede hacer otra cosa que intentar conseguir lo que uno quiere. Ya sabías que tenías los números en contra cuando te lanzaste. No hay nada más… excepto…

—Ya sé —me interrumpió con una sonrisa—. Excepto el vacío. La muerte.

—Sí. Lo único que puede hacer uno es darle sentido a su vida, hacerla buena…

—¡Oh, no me vengas otra vez con la bondad! Tú y tu mal de mortalidad. ¡Tú y tu mal de bondad! —Hasta entonces, Nicolas había mantenido la mirada en el fuego; ahora la volvió hacia mí con una expresión deliberadamente irónica—. Somos un grupo de actores y artistas que ni siquiera pueden recibir sepultura en tierra sagrada. Somos proscritos.

—¡Cielos!, si pudieras aceptar por un instante —insistí— que hacemos el bien cuando conseguimos que otros olviden sus preocupaciones, cuando les hacemos olvidar por unos instantes que…

—¿Qué? ¿Que van a morir? —Lanzó una sonrisa especialmente maliciosa y añadió—: Lestat, pensaba que todo eso cambiaría cuando estuviéramos en París.

—Fue una tontería por tu parte pensarlo, Nicolas —respondí. Ahora me estaba irritando—. Yo hago el bien en el Boulevard du Temple. Lo noto…

Me detuve a media frase, porque volví a ver el rostro misterioso, y me embargó una sensación lóbrega, una especie de presagio. Sin embargo, lo más extraño era que aquel rostro alarmante estaba casi siempre sonriendo. Sí, sonriendo… disfrutando…

—Lestat, te quiero —afirmó Nicolas con aire grave—. Te quiero como he querido a pocas personas en mi vida, pero te aseguro que eres un loco con todas esas ideas sobre la bondad.

Me eché a reír.

—Nicolas —repliqué—, yo puedo vivir sin Dios. Incluso puedo hacerme a la idea de que no existe ninguna vida futura. Pero no estoy seguro de que pueda seguir adelante si no creo en la posibilidad de la bondad. Por una vez, en lugar de burlarte de mí, ¿por qué no me dices en qué crees tú?

—En mi opinión —dijo entonces—, existen la fuerza y la debilidad. Y en el arte, están el bueno y el malo. Eso es en lo que creo. De momento estamos limitados a hacer un arte bastante malo, y que, desde luego, ¡no tiene nada que ver con la bondad!

«Nuestra conversación» podría haberse convertido en una pelea a gran escala en aquel instante si yo hubiera soltado todo lo que tenía en la cabeza acerca de la ostentación burguesa, pues estaba convencido de que nuestra obra en Renaud era, en muchos aspectos, mejor que cuanto se ofrecía en los grandes teatros. Sólo la presentación era menos ostentosa. ¿Por qué era incapaz de olvidarse del envoltorio un caballero burgués? ¿Cómo se le podía hacer ver algo más que la superficie de las cosas?

Inspiré profundamente.

—Si existe la bondad —continuó—, yo soy lo opuesto a ella. Soy malo y me recreo en ello. Me burlo de la bondad. Y, por si no lo sabías, no toco el violín para que los idiotas que acuden al local de Renaud se lo pasen bien. Toco para mí, para Nicolas.

No quise escuchar nada más. Era hora de acostarse. Sin embargo, yo estaba dolido por aquella conversación y él se dio cuenta; cuando empecé a quitarme las botas, se levantó de la silla y vino a sentarse a mi lado.

—Lo siento —dijo con la voz muy quebrada.

Su actitud había cambiado tanto respecto a unos momentos antes, que alcé los ojos hacia él y le vi tan apesadumbrado y abatido que no pude evitar pasarle el brazo por los hombros y decirle que no debía preocuparse más por ello.

—Tú posees un resplandor, Lestat, que atrae hacia ti a todo el mundo. Lo posees incluso cuando estás enfadado, o desanimado…

—Poesía —le corté—. Los dos estamos cansados.

—No, es cierto —insistió él—. Hay en ti una luz que resulta casi cegadora. En cambio, en mí sólo hay oscuridad. A veces pienso que es como la oscuridad que te invadió aquella noche en la posada, cuando te pusiste a gritar y a temblar. Estabas tan impotente, tan poco preparado para ello… Yo trato de alejar de ti la oscuridad porque necesito tu luz. La necesito desesperadamente, pero tú no necesitas la oscuridad.

—El loco eres tú —repliqué—. Si pudieras verte, escuchar tu propia voz, tu música, que, por supuesto, tocas para ti, no verías oscuridad, Nicolas. Verías una luminosidad que te es propia. Mortecina, sí, pero la luz y la belleza se conjunta en ti en un millar de formas distintas.

La noche siguiente, la actuación salió especialmente bien. El público, activo y bullicioso, nos inspiró algunas improvisaciones con éxito. Realicé unos nuevos pasos de baile que, por alguna razón, nunca habían parecido interesantes en los ensayos, pero que tuvieron un resultado milagroso en el escenario. Y Nicolas estuvo extraordinario en el violín, tocando una de sus propias composiciones. Pero hacia el final de la representación divisé nuevamente el rostro misterioso. Esta vez me sobresalté como nunca y estuve a punto de perder el ritmo de la canción. De hecho, por un instante me pareció que la cabeza me daba vueltas.

Cuando Nicolas y yo estuvimos a solas, sentí una imperiosa necesidad de hablarle de aquello, de la extraña sensación de haber caído dormido en el escenario y de haber estado soñando.

Nos sentamos juntos cerca del fuego, con el vino sobre una de las tapas de un pequeño tonel; a la luz de las llamas, Nicolas parecía tan abatido y cansado como la noche anterior.

No quería molestarle, pero no podía olvidar el enigmático rostro.

—Bueno, ¿qué aspecto tiene? —preguntó Nicolas mientras se calentaba las manos.

Y por encima del hombro pude ver al otro lado de la ventana una ciudad de tejados cubiertos de nieve que me hizo sentir más frío. Aquella conversación no me agradaba.

—Eso es lo peor de todo —respondí—. Lo único que veo es un rostro. Debe de llevar algo negro, una capa o incluso una capucha. Más que nada, lo que ese rostro me recuerda es una máscara, muy blanca y extrañamente nítida. Me refiero a que las líneas de sus facciones son tan marcadas que parecen repasadas con maquillaje negro. Lo veo por un momento. Despide un auténtico resplandor. Luego vuelvo a mirar, y no encuentro a nadie. Sin embargo, exagero al explicarlo. Todo resulta mucho más sutil: su aspecto y…

La descripción que estaba haciendo pareció trastornar a Nicolas tanto como me había afectado a mí. No dijo nada, pero su rostro se relajó ligeramente, como si olvidara su pesadumbre.

—Bueno, no quiero darte esperanzas sin razón —comentó al fin. Ahora se mostraba muy amable y sincero—, pero tal vez sea una máscara de verdad lo que ves. Y quizá se trate de alguien de la Comédie Française que acude a verte actuar.

Sacudí la cabeza en gesto de negativa y repliqué:

—Ojalá, pero nadie se pondría una máscara como ésa. Y te diré otra cosa además.

Nicolas esperó, pero pude apreciar que le estaba transmitiendo parte de mi aprensión. Alargó el brazo, agarró la botella de vino por el cuello y sirvió un trago en mi vaso.

—Sea quien sea —le confié—, sabe lo de los lobos.

—¿Qué?

—Que conoce el asunto de los lobos. —No estaba seguro de mí mismo. Era como explicar un sueño que ya casi había olvidado—. Sabe de mi encuentro con las alimañas, allá en el pueblo. Y sabe que la capa que llevo está forrada con sus pieles.

—¿De qué estás hablando? ¿Acaso has hablado con él?

—No, estoy seguro de ello y basta —respondí. Todo aquello me resultaba muy confuso. Volví a experimentar aquella sensación de que la cabeza me daba vueltas—. Eso es lo que estoy tratando de decirte. Nunca he hablado con él, nunca he estado cerca de él. Pero lo sabe.

—¡Ah, Lestat! —exclamó Nicolas, recostándose hacia atrás en el banco junto al fuego mientras me dirigía la sonrisa más cariñosa—. Dentro de poco empezarás a ver fantasmas. Tienes la imaginación más desbordante que he visto nunca.

—Los fantasmas no existen —respondí en voz baja. Miré el pequeño fuego y fruncí el entrecejo. Dejé caer unos pedazos de carbón sobre las brasas.

Nicolas dejó a un lado cualquier muestra de humor.

—¿Cómo diablos iba a conocer nada de los lobos? ¿Y cómo es que tú…?

—Ya te lo he dicho, no lo sé —respondí.

Permanecí sentado, pensativo y sin hablar, disgustado tal vez ante lo ridículo que parecía todo.

Y entonces, mientras seguíamos sentados muy juntos y en silencio, con el fuego como única fuente de sonidos o movimientos en toda la estancia, me vino a la mente el nombre Matalobos con la misma claridad con que lo habría percibido si alguien lo hubiera pronunciado.

Pero no lo había hecho nadie.

Miré a Nicolas, dolorosamente consciente de que sus labios no se habían movido, y creo que hasta la última gota de sangre se escurrió de mi rostro. Lo que percibí no fue la amenaza de muerte que me había atenazado tantas otras noches, sino una emoción que me resultaba realmente ajena: el miedo.

Aún seguía allí sentado, demasiado inseguro de mí mismo para decir nada, cuando Nicolas me besó.

—Vamos a acostarnos —dijo suavemente.