Soy el vampiro Lestat. Soy inmortal. Más o menos. La luz del sol, el calor prolongado de un fuego intenso… tales cosas podrían acabar conmigo. Pero también podrían no hacerlo.

Mido un metro ochenta, una estatura que resultaba bastante impresionante hacia 1780, cuando yo era un joven mortal. Ahora no está mal. Tengo el cabello rubio y tupido, largo hasta casi los hombros y bastante rizado, que parece blanco bajo una luz fluorescente. Mis ojos son grises pero absorben con facilidad los tonos azules o violáceos de la piel que los rodea. También tengo una nariz fina y bastante corta, y una boca bien formada, aunque resulta demasiado grande para el resto del rostro. Una boca que puede parecer muy mezquina, o extremadamente generosa, pero siempre sensual. Mis emociones y estados de ánimo se reflejan siempre en mi expresión. Mi rostro está continuamente animado.

Mi condición de vampiro se pone de relieve en la piel, extremadamente blanca y que refleja excesivamente la luz: ello me obliga a maquillarme para aparecer ante cualquier tipo de cámara.

Cuando estoy sediento de sangre, mi aspecto produce verdadero horror: la piel contraída, las venas como sogas sobre los contornos de mis huesos… Pero ya no permito que tal cosa suceda, y el único indicio firme de que no soy humano son las uñas de mis dedos. A todos los vampiros nos sucede lo mismo: nuestras uñas parecen de cristal. Y hay gente que se fija sólo en eso aunque no advierta nada más.

Ahora soy lo que en Norteamérica llaman una superestrella del rock. He vendido cuatro millones de copias de mi primer álbum y voy camino de San Francisco para dar el primer concierto de una gira nacional que me llevará de costa a costa con mi grupo. MTV, el canal por cable de música rock, lleva dos semanas pasando mis videoclips día y noche. También los pasan en el Top of the Pops inglés y en el continente, así como en algunas partes de Asia además de en Japón. Las cintas que recogen la serie completa de videoclips se están vendiendo por todo el mundo.

También soy autor de una autobiografía que se publicó la semana pasada.

Respecto a mi inglés, idioma que utilizo en la autobiografía, lo empecé a aprender de boca de los marineros que conducían las barcazas por el Mississippi hasta Nueva Orleans, doscientos años atrás. Después, aumenté mis conocimientos con las obras de los escritores anglosajones, desde Shakespeare a Mark Twain y Rider Haggard, a quienes leí con el transcurso de las décadas. El último aporte lo recibí de los relatos policiacos de la revista Black Mask, a principios del siglo XX.

Eso fue en Nueva Orleans, en 1929.

Cuando escribo, tiendo a emplear un vocabulario que me habría resultado natural en el siglo XVIII, a utilizar frases en el estilo de los autores que he leído. Cuando hablo, en cambio, a pesar de mi acento francés, parezco una mezcla entre marinero fluvial y el detective Sam Spade. Por lo tanto, espero que no me lo tengáis en cuenta si a veces mi estilo resulta contradictorio. Si, de vez en cuando, hago añicos la atmósfera de alguna escena dieciochesca.

Desperté en el siglo XX el año pasado.

Dos cosas fueron las que me hicieron volver a la actividad.

En primer lugar, la información que me estaba llegando a través de las voces amplificadas que habían empezado a llenar el aire con sus cacofonías por la misma época en que me había retirado a dormir.

Me refiero, por supuesto, a las voces de las radios y de los fonógrafos y, más adelante, de los aparatos de televisión. Oía las radios de los coches que pasaban por las calles del viejo Garden District, cerca de donde yo yacía, y me llegaba el sonido de los fonógrafos y televisores de las casas que rodeaban mi morada.

Veréis: cuando un vampiro deja de beber sangre y se limita a reposar en la tierra —es decir, en nuestra jerga, cuando «se entierra»—, pronto queda demasiado débil para resucitarse a sí mismo, y entra en un estado de sopor.

En ese estado, fui absorbiendo las voces lentamente, envueltas en mis propias imágenes mentales, como les sucede a los mortales cuando sueñan. Sin embargo, en algún momento de los últimos cincuenta y cinco años empecé a «recordar» lo que estaba oyendo, a seguir los programas de esparcimiento, a escuchar los boletines de noticias, las letras y los ritmos de las canciones populares.

Y, muy lentamente, empecé a entender el calibre de los cambios que había experimentado el mundo. Comencé a prestar atención a ciertos tipos concretos de información sobre guerras o nuevos intentos, a ciertos nuevos modos de hablar.

A continuación, fui despertándome a un estado de vigilia. Me di cuenta de que ya no estaba soñando. Estaba pensando en lo que oía. Estaba perfectamente despierto. Me hallaba sepultado bajo tierra y me sentía sediento de sangre viva. Medité sobre que tal vez estaban ya curadas todas las viejas heridas que yo había recibido. Quizá me habían vuelto las fuerzas. Quizás incluso habían aumentado, como sin duda habría sucedido, con el paso del tiempo, de no haber sido herido. Deseé averiguarlo.

Comencé a obsesionarme con la idea de beber sangre humana.

La segunda cosa que me hizo volver a la actividad —el motivo decisivo, en realidad— fue la repentina presencia, cerca de mi lugar de reposo, de un grupo de jóvenes cantantes de rock que se hacían llamar La Noche Libre de Satán.

Los jóvenes se instalaron en una casa de Sixth Street —a menos de una manzana de donde yo dormitaba bajo mi casa de Prytania, cerca del cementerio Lafayette— y empezaron a ensayar sus piezas de rock en el desván en algún momento de 1984.

Yo escuchaba el fragor de sus guitarras eléctricas, el frenesí de sus voces. Eran canciones tan buenas como las que oía por las emisoras de radio o los equipos estéreos, y más melodiosas que la mayoría. Pese a la contundencia de la batería, su música tenía algo de romántica. El piano eléctrico sonaba como un clavicordio.

Capté imágenes de los pensamientos de los músicos y así supe qué aspecto tenían, qué veían cuando se miraban entre ellos o ante un espejo. Eran unos jóvenes mortales esbeltos, nervudos y, en conjunto, encantadores; dos chicos y una chica, seductoramente andróginos y hasta un poco salvajes en sus movimientos y en su indumentaria.

Cuando se ponían a tocar, su música sofocaba todas las demás voces amplificadas a mi alrededor. Sin embargo, eso, para mí, no resultaba ningún problema.

Tuve ganas de levantarme y de unirme a aquel grupo de rock llamado La Noche Libre de Satán. Sentí deseos de cantar y de bailar.

Pero no puedo decir que, en un primer momento, esos deseos tuvieran mucho de pensamiento elaborado. Me guiaba, más bien, un impulso irrefrenable, lo bastante poderoso como para hacerme salir de las entrañas de la tierra.

Me sentía fascinado por el mundo de la música rock, por cómo sus cantantes podían gritar sobre el bien y el mal, proclamarse ángeles o demonios, entre las ovaciones y el entusiasmo de los mortales. A veces, parecían la personificación de la locura. Y, sin embargo, la complejidad de sus actuaciones resultaba tecnológicamente deslumbrante. Era un espectáculo bárbaro y cerebral como no creo que el mundo haya visto nunca en el pasado.

Por supuesto, todo aquel delirio era metafórico. Ninguno de aquellos cantantes creía en ángeles o demonios, por muy bien que interpretaran sus papeles. Y también los actores de la antigua Commedia italiana habían parecido igual de osados, de inventivos, de escandalosos.

Sin embargo, había en ellos algo totalmente nuevo: los extremos a que llevaban la actuación, la brutalidad y el desafío que expresaban… y el modo en que eran aceptados por el mundo, desde el más rico al más pobre.

También había algo de vampirismo en la música rock. Debía de sonarle sobrenatural incluso a quienes no creían en lo sobrenatural. Me refiero a cómo la electricidad podía sostener indefinidamente una nota, a cómo se podía superponer una armonía tras otra hasta que uno se sentía disolver en el sonido. ¡Qué profunda sensación de temor reverencial despertaba aquella música! El mundo no la había experimentado nunca de la misma forma hasta entonces.

Sí, quise acercarme más a ella. Quise hacerla. Tal vez llevar a la fama a aquel grupito desconocido. La Noche Libre de Satán. Estaba dispuesto a volver a la vida.

Me llevó alrededor de una semana hacerlo. Me alimenté con la sangre fresca de los animalillos que viven bajo tierra, cuando podía capturarlos. Después, empecé a excavar con las manos hacia la superficie, donde pude recurrir a las ratas. Después, no me costó mucho cazar algunos felinos, hasta llegar, finalmente, a la inevitable primera víctima humana, aunque tuve que esperar mucho para encontrar el tipo concreto de individuo que buscaba: un hombre que hubiera matado a otros mortales y no sintiera remordimientos de ello.

Por fin, caminando muy pegado a la verja, se acercó alguien así, un joven de barba entrecana que había matado a otro en cierto lugar muy lejano, al otro lado del mundo. Un auténtico homicida, sin la menor duda. ¡Y, ah, ese primer sabor a lucha humana y a sangre humana!

Robar ropas de las casas próximas y recuperar parte del oro y las joyas que había escondido en el cementerio Lafayette no me representó ningún problema.

Naturalmente, de vez en cuando tenía un sobresalto. El hedor de gasolina y a productos químicos me ponía enfermo. El zumbido de los aparatos de aire acondicionado y el ruido de los aviones al pasar sobre mi cabeza me producían dolor de oídos.

Con todo, a la tercera noche de haber reaparecido, ya circulaba rugiendo por Nueva Orleans en una gran motocicleta Harley-Davidson de color negro, haciendo un ruido ensordecedor. Buscaba más homicidas de los que alimentarme. Llevaba unas espléndidas ropas de cuero negro que había quitado a mis víctimas y, en el bolsillo, un pequeño walkman Sony estéreo cuyos minúsculos auriculares hacían sonar dentro de mi cabeza el Arte de la Fuga, de Bach, mientras daba gas por las avenidas.

Volvía a ser el vampiro Lestat. Estaba de nuevo en acción. Nueva Orleans volvía a ser mi territorio de caza.

En cuanto a mis fuerzas, se habían triplicado respecto a lo que eran antes. De un salto, podía alcanzar el tejado de una casa de cuatro pisos desde la calle. Podía arrancar rejas de las ventanas y doblar por la mitad una moneda. Si quería, podía escuchar las voces y los pensamientos humanos a manzanas de distancia.

Al final de la primera semana, contraté en un rascacielos de acero y cristal del centro de la ciudad a una bella abogada que me ayudó a conseguir un certificado legal de nacimiento, una cartilla de la Seguridad Social y un permiso de conducir. Buena parte de mis viejas riquezas estaban ya camino de Nueva Orleans desde unas cuentas numeradas del inmortal Banco de Inglaterra y de la Banca Rothschild.

Pero lo más importante de todo era que yo me encontraba muy concentrado en hacer comprobaciones. Y constaté que cuanto me habían contado las voces amplificadas acerca del siglo XX era verdad.

He aquí lo que descubrí mientras deambulaba por las calles de Nueva Orleans en 1984:

El sombrío y aterrador mundo industrial, del que hacía tanto tiempo me había retirado a mi largo sueño, se había consumido por fin, y la vieja conformidad y pacata pudibundez burguesa habían perdido su dominio de la mentalidad norteamericana.

La gente volvía a ser atrevida y erótica como en los viejos tiempos, antes de las grandes revoluciones de la clase media de fines del siglo XVIII. Incluso su aspecto recordaba al de esos tiempos.

Los hombres ya no lucían el uniforme a lo Sam Spade —traje y sombreros grises, camisa y corbata—, sino que, si lo deseaban, podían vestirse con sedas y terciopelos y colores chillones. Tampoco tenían ya que cortarse el cabello como legionarios romanos; cada uno lo llevaba a la medida que quería.

Y las mujeres… ¡ah!, daba gloria ver a las mujeres, desnudas bajo el calor primaveral como si estuvieran en tiempo de los faraones egipcios, con reducidísimas faldas cortas o vestidos como túnicas, o luciendo pantalones de hombre y camisetas ajustadas sobre sus cuerpos curvilíneos, a su elección. Se maquillaban y lucían aderezos de oro o de plata aunque fuera para ir a la tienda de la esquina, o bien aparecían sin adornos y con el rostro absolutamente limpio de cosméticos: no importaba. Se rizaban el cabello como María Antonieta, o lo llevaban corto, o se dejaban melena y la llevaban suelta.

Quizá por primera vez en la historia, resultaban tan fuertes e interesantes como los hombres.

Y todo esto sucedía no sólo entre los ricos, que siempre han poseído un cierto carácter andrógino y una cierta alegría de vivir que los revolucionarios de las clases medias llamaron, en el pasado, decadencia, sino entre la gente normal del país.

La antigua sensualidad aristocrática pertenecía ahora a todo el mundo. Estaba vinculada a las promesas de la revolución de las clases medias y todos los individuos tenían derecho al amor, al lujo y a las cosas elegantes.

Los grandes almacenes se habían convertido en palacios de embrujo casi oriental con sus mercaderías expuestas entre moquetas de tonos suaves, música espectral y luz ámbar. En las droguerías, abiertas las veinticuatro horas, las botellas de champú verdes y violetas brillaban como piedras preciosas en las refulgentes estanterías de cristal. Las camareras acudían al trabajo en automóviles de finas líneas tapizados de cuero. Los trabajadores portuarios se daban un baño en la piscina climatizada del jardín de su casa cuando volvían del trabajo. Las mujeres de la limpieza y los fontaneros, al final de la jornada, vestían ropas de buena calidad y corte exquisito.

De hecho, la pobreza y la suciedad, habituales en las grandes ciudades de la Tierra desde tiempos inmemoriales, habían desaparecido casi por completo.

No encontraba uno inmigrantes cayendo muertos de inanición en cualquier calleja. No había barrios pobres superpoblados donde durmieran ocho o diez personas en una habitación. Nadie arrojaba los desperdicios a las alcantarillas.

El número de mendigos, tullidos, huérfanos y enfermos incurables se había reducido hasta el punto de no apreciarse en absoluto su presencia por las calles inmaculadas de la ciudad.

Hasta los borrachos y lunáticos que dormían en los bancos de los parques y en las estaciones de autobuses comían carne con regularidad e incluso tenían radios que escuchar y llevaban ropas que habían sido lavadas.

Pero esto era sólo en la superficie. Me quedé asombrado al comprobar otros cambios más profundos provocados por aquel pasmoso sistema de vida.

Por ejemplo, algo completamente mágico había sucedido con las épocas.

Lo viejo ya no era sustituido rutinariamente por lo nuevo. Al contrario, el inglés que oía a mi alrededor era el mismo que conocía del siglo XIX. Incluso la antigua jerga «no hay moros en la costa» o «mala suerte» o «ahí está el asunto» seguía «funcionando». Al propio tiempo, otras frases novedosas y fascinantes como «te han lavado el cerebro» o «es muy freudiano» estaban en labios de todos.

En el mundo artístico y del espectáculo, todos los siglos anteriores estaban siendo «reciclados». Los músicos interpretaban por igual a Mozart que una música de jazz o de rock.

La gente iba a ver Shakespeare una noche, y una película francesa al día siguiente.

Uno podía comprar cintas de madrigales medievales en una enorme tienda iluminada con fluorescentes y escucharlas en el equipo estéreo del coche mientras corría por la autopista a ciento cincuenta por hora. En las librerías, la poesía del Renacimiento estaba a la venta junto a las novelas de Dickens o de Ernest Hemingway. Los manuales de educación sexual coexistían en la misma estantería con el Libro de los Muertos egipcio. A veces, la riqueza y la pulcritud que me rodeaban se convertían en una especie de alucinación, y yo me sentía como a punto de desmayarme.

En los escaparates de las tiendas, contemplaba estupefacto ordenadores y teléfonos de formas y colores tan puros como las conchas de moluscos más exóticas de la naturaleza. Limusinas plateadas de enormes proporciones navegaban por las estrechas callejas del barrio francés como indestructibles monstruos marinos. Deslumbrantes torres de oficinas desgarraban el cielo nocturno como obeliscos egipcios al lado de los desvencijados edificios de ladrillo de la vieja Canal Street. Incontables programas de televisión vertían su incesante flujo de imágenes en el aire acondicionado de las habitaciones de hotel.

Pero, en verdad, yo no estaba sufriendo una serie de alucinaciones. El siglo XX había heredado la tierra en todos los sentidos de la expresión.

Y una parte no pequeña de este imprevisto milagro era la inocente curiosidad de las gentes en medio de su libertad y de su prosperidad. El Dios cristiano estaba tan muerto como en el siglo XVIII, y ninguna nueva religión mitológica había ocupado el lugar de la anterior.

Como contrapartida, hasta la gente más sencilla de esta época era impulsada por una vigorosa moralidad secular, más fuerte que cualquier moral religiosa que yo hubiera conocido. Los intelectuales marcaban la pauta, pero, por todo el país, personas muy corrientes y normales se preocupaban apasionadamente de «la paz», «los hombres» y «el planeta», como impulsadas por un celo místico.

En este siglo se proponían eliminar el hambre. Y acabar a toda costa con la enfermedad. Discutían con ardor sobre la ejecución de criminales condenados, sobre el aborto. Y combatían las amenazas de la «contaminación ambiental» y del «holocausto nuclear» con la misma ferocidad con que siglos atrás la había empleado el hombre contra la brujería y las herejías.

En cuanto a la sexualidad, ya no era un asunto envuelto en supersticiones y temores. El tema se había despojado de sus últimas connotaciones religiosas. Por eso la gente se paseaba medio desnuda. Por eso se besaban y se abrazaban por las calles. Ahora se hablaba de ética y de responsabilidad y de la belleza del cuerpo. Había barreras muy efectivas para librarse de un embarazo o del contagio de eventuales enfermedades venéreas. ¡Ah, el siglo XX! ¡Ah, las vueltas que da el mundo! El futuro había sobrepasado mis sueños más descabellados. Había dejado como estúpidos a los agoreros del pasado.

Medité mucho sobre esta moralidad secular libre de pecados, sobre este optimismo, sobre este mundo brillantemente iluminado donde el valor de la vida humana era mayor de lo que había sido nunca.

En la amarillenta penumbra de luz eléctrica de una espaciosa habitación de hotel, me senté ante la pantalla del televisor para ver una película de guerra, asombrosamente bien hecha, titulada Apocalypse Now. Era una gran sinfonía de sonido y color que cantaba a la centenaria batalla del mundo occidental contra el mal. «Debe hacerse amigo del horror y del terror moral», dice el comandante loco en la salvaje jungla camboyana, a lo que el hombre occidental contesta lo que siempre ha respondido: «No». No. El horror y el terror moral no pueden tener disculpa jamás. No tienen valor real. El mal en estado puro no tiene cabida real.

Y eso significa que yo no tengo cabida, ¿verdad?

Excepto, quizás, en el arte que repudia el mal —los cómics de vampiros, las novelas de horror, los viejos relatos fantásticos del Romanticismo— o en los cantos rugientes de los astros del rock que representan en el escenario las batallas contra el mal que cada mortal libra en su interior.

Aquella desconcertante irrelevancia para el desarrollo general de las cosas era suficiente para que un monstruo surgido del pasado volviera al seno de la tierra, para hacerle enterrarse y llorar. O para hacerle convertirse en un cantante de rock. Bien pensado…

Me pregunté dónde estarían los demás monstruos del pasado. ¿Cómo existirían otros vampiros en un mundo donde cada muerte quedaba registrada en gigantescos ordenadores electrónicos, y donde los cuerpos eran conducidos a criptas refrigeradas? Probablemente, se esconderían en las sombras como repugnantes insectos, como siempre habían hecho, por mucho que filosofaran y celebraran reuniones.

Muy bien: si yo alzara la voz junto a mi grupito de rock, La Noche Libre de Satán, tardaría muy poco en hacerles salir a todos a la superficie.

Continué mi educación en el mundo moderno. Conversé con mortales en estaciones de autobús y gasolineras y en elegantes locales de copas. Leí libros. Me atavié con brillantes ropas de ensueño en las tiendas elegantes. Llevaba camisas blancas de cuello de cisne y chaquetas de safari de color caqui tostado, o lujosas americanas de terciopelo gris con bufanda de cachemira. Me oscurecía el rostro con maquillaje para poder pasar bajo las luces de los supermercados abiertos noche y día, los locales de hamburguesas, las callejas carnavaleras donde se sucedían los clubs nocturnos.

Estaba aprendiendo. Estaba entusiasmado.

Y el único problema que tenía era que escaseaban los asesinos de quienes alimentarse. En este mundo reluciente de inocencia y abundancia, de gentileza y jovialidad y estómagos llenos, los ladrones rebanapescuezos del pasado y sus peligrosos escondrijos portuarios habían casi desaparecido. Así pues, tuve que esforzarme para conseguir una vida. Sin embargo, siempre he sido un cazador y me gustaban los tenebrosos salones de billar, llenos de humo y con una única luz bañando el tapete verde rodeado de ex presidiarios tatuados, tanto como los brillantes clubs nocturnos forrados de satén de los grandes hoteles de cemento. Y cada vez aprendía más cosas de mis presas: los traficantes de drogas, los proxenetas, los asesinos que se juntaban a las pandillas de motoristas. Y estaba más resuelto que nunca a no beber sangre inocente.

Por fin, llegó el momento de visitar a mis vecinos, el grupo de rock La Noche Libre de Satán.

A las seis y media de una tarde de sábado cálida y húmeda, llamé al timbre del cuarto de ensayo del desván. Los hermosos jóvenes estaban echados en el suelo con sus camisas de seda irisadas y sus pantalones de lona ajustados, fumando un poco de marihuana y quejándose de su cochina mala suerte para conseguir «bolos» en el sur.

Parecían unos ángeles bíblicos, con su cabello largo, limpio y desgreñado, y sus movimientos felinos; sus aderezos eran egipcios. Y se maquillaban la cara y los ojos incluso para ensayar.

Me sentí abrumado de excitación y de amor con sólo mirar a aquel trío, Alex y Larry y la apetitosa Dama Dura.

Y en un espeluznante momento en que el mundo pareció quedarse quieto bajo mis pies, les revelé quién era. La palabra «vampiro» no les resultó nada nuevo. En la galaxia donde aquellos jóvenes brillaban, un millar de cantantes habían lucido ya el disfraz teatral de la capa negra y los colmillos.

Pese a todo, revelar aquella verdad prohibida a los mortales me hizo sentir muy extraño. En doscientos años, jamás se la había revelado a nadie que no estuviera ya marcado para convertirse en uno de nosotros. Ni siquiera se lo había confiado nunca a mis víctimas antes de que cerrasen los ojos.

Y ahora, en cambio, se lo dije clara y abiertamente a aquellas hermosas criaturas. Les dije que quería cantar con ellos y que, si confiaban en mí, terminarían ricos y famosos. Que yo les sacaría de aquel desván y les conduciría al gran mundo montados en una ola de ambición sobrenatural y despiadada.

Sus ojos se empañaron mientras me miraban, y la pequeña estancia del siglo XX, de estuco y tablero, se llenó de risas y de entusiasmo.

Me armé de paciencia con ellos. ¿Por qué no iba a hacerlo? Yo sabía que era un demonio y que podía imitar casi todos los sonidos y movimientos humanos, pero ¿cómo podía hacérselo entender? Me coloqué ante el piano eléctrico y empecé a tocar y a cantar.

Al principio imité las canciones rock, y luego fui evocando viejas letras y melodías, canciones francesas enterradas en lo más profundo de mi alma pero nunca abandonadas del todo, y las fundí con unos ritmos brutales imaginando ante mí un pequeño teatro parisiense, abarrotado allí lejos en un tiempo de hacía cientos de años. Un peligroso apasionamiento henchía mi ser, casi amenazando mi equilibrio. Era peligroso que aquel sentimiento surgiera tan pronto. Pese a ello, continué cantando y golpeando las bruñidas teclas blancas del piano eléctrico, y algo se me rasgó en el alma. No importaba que aquellas tiernas criaturas mortales que me rodeaban no lo supieran nunca.

Me bastaba con que estuvieran exultantes, que les encantara aquella música espectral e inconexa, que estuvieran gritando, que vieran un futuro de prosperidad; me bastaba con ver en ellos nacer y crecer el ímpetu del que habían carecido hasta entonces. Conectaron las grabadoras y empezamos a tocar y a cantar juntos, haciendo lo que llamaban una jam session. El desván se llenó del aroma de su sangre y de nuestras atronadoras canciones. A continuación, sin embargo, recibí una sorpresa como nunca había imaginado ni en mis sueños más extraños, algo tan extraordinario como la propia revelación que hacía un rato había yo hecho a aquellas criaturas. De hecho, resultó tan abrumadora que me habría podido impulsar a retirarme de su mundo y volver a enterrarme.

No quiero decir con ello que habría vuelto a caer en el estado de sopor profundo, pero seguramente me habría apartado de La Noche Libre de Satán y me habría pasado unos cuantos años vagando, aturdido y tratando de recuperarme del golpe.

Lo que sucedió fue que los dos chicos —Alex, el delgado y nervudo batería de aspecto delicado, y su rubio hermano, Larry, el más alto— reconocieron mi nombre cuando les revelé que era Lestat.

No sólo lo reconocieron, sino que lo relacionaron con toda una serie de informaciones acerca de mí que habían leído en un libro.

De hecho, les pareció magnífico que no pretendiera ser un vampiro cualquiera. Ni, por supuesto, el conde Drácula. Todo el mundo estaba harto del conde Drácula. Los jóvenes consideraron maravilloso que me hiciera pasar por el vampiro Lestat.

—¿Cómo que «hacerme pasar»? —protesté, pero ellos se burlaron de mi exagerada teatralidad, de mi acento francés.

Les contemplé durante unos instantes y probé a sondear sus pensamientos. Por supuesto, no había esperado que me creyeran un vampiro de verdad; pero que hubieran leído algo sobre un vampiro de ficción con un nombre tan insólito como el mío… ¿qué explicación tenía?

Noté que empezaba a perder la confianza en mí mismo. Y cuando pierdo la confianza, mis poderes se resienten. El pequeño estudio de ensayo pareció empequeñecer, y los instrumentos, los cables y las antenas tenían algo de insectos amenazadores.

—Enseñadme ese libro —dije entonces. Los chicos trajeron de la otra habitación una pequeña novela en edición barata que se caía en pedazos. La encuadernación había desaparecido, la cubierta estaba rota y el libro se mantenía junto gracias a una goma elástica.

Tuve una especie de escalofrío sobrenatural al contemplar la cubierta. Entrevista con el vampiro. Trataba de un muchacho mortal que conseguía de uno de los no muertos que le contara su historia.

Con permiso de los jóvenes, pasé a la otra habitación, me eché en la cama y empecé a leer. Cuando llevaba leída más de la mitad, cerré el libro y dejé la casa de los músicos. Me detuve de pie con el libro bajo una farola de la calle, y allí permanecí hasta que lo hube terminado. Luego lo guardé con cuidado en el bolsillo interior de la chaqueta. No volví a presentarme ante el grupo hasta siete noches después.

Durante gran parte de ese tiempo continué deambulando, surcando la noche en mi moto Harley-Davidson con las Variaciones Goldberg, de Bach, sonando a todo volumen. Y continué preguntándome: «¿Qué quieres hacer ahora, Lestat?».

El resto del tiempo lo dediqué a estudiar con renovado interés. Leía los gruesos volúmenes de historias y enciclopedias de la música rock, las crónicas de sus principales artistas. Escuchaba discos y estudiaba en silencio cintas de vídeo de conciertos. Y, cuando la noche quedaba vacía y en calma, oía las voces de Entrevista con el vampiro cantándome como si lo hicieran desde la tumba. Leí el libro una y otra vez; y por fin, en un momento de furia y desdén, lo rompí en pedazos.

Finalmente, tomé una decisión.

Me reuní con mi joven abogada, Christine, en el despacho a oscuras del rascacielos de oficinas, sin más luces que las del centro urbano para vernos. La muchacha tenía un aspecto encantador, recortada contra la pared acristalada; tras ésta, los edificios en penumbra formaban un paisaje áspero en el que ardía un millar de antorchas.

—Ya no basta con que mi pequeño grupo de rock tenga éxito —le dije—. Debemos crearnos una fama que lleve mi voz y mi nombre a los más remotos rincones del mundo.

Con palabras inteligentes y pausadas, como suelen hacer los abogados, Christine me aconsejó que no arriesgara mi fortuna. Sin embargo, cuando insistí con obsesiva confianza, aprecié cómo la iba seduciendo, cómo se disolvía lentamente su sentido común.

—Para las filmaciones y vídeos, quiero los mejores directores franceses —le indiqué—. Debes traerlos aquí de Nueva York y de Los Ángeles. Hay dinero de sobra para eso. Y, sin duda, aquí podrás encontrar los estudios donde preparar nuestra obra. Sobre esos jóvenes productores de grabación que hacen las mezclas de sonido, también debes traer los mejores. No importa cuánto invirtamos en esta empresa. Lo importante es que esté bien organizada y que hagamos el trabajo en secreto hasta el momento de la presentación, cuando nuestros álbumes y filmaciones aparezcan al mismo tiempo que el libro que me propongo escribir.

Finalmente, la cabeza de la abogada se llenó de sueños de riqueza y poder. Su estilográfica se deslizaba rauda mientras tomaba notas.

¿Y cuáles eran mis sueños mientras seguía hablándole? Soñaba con una rebelión sin precedentes, con un magno y aterrador desafío a los de mi especie en todo el mundo.

—Respecto a los vídeos —dije—, debes encontrar directores que lleven a cabo mis visiones. Los filmes serán consecutivos y contarán la misma historia que el libro que quiero escribir. En cuanto a las canciones, muchas de las cuales he compuesto ya, debes ocuparte de encontrar los mejores instrumentos; sintetizadores, guitarras eléctricas, violines, sistemas de sonido de primera categoría. Más tarde nos ocuparemos de otros detalles: el diseño de las indumentarias de vampiros, el modo de presentación ante las emisoras de televisión de música rock, la organización de nuestro primer concierto con público en San Francisco… Todo eso lo estudiaremos a su debido tiempo. Lo importante ahora es que hagas las llamadas telefónicas precisas, que consigas la información que necesitas para empezar.

No volví a ver a los chicos de La Noche Libre de Satán hasta haber cerrado los acuerdos previos y haber estampado las primeras firmas. Una vez fijadas las fechas y alquilados los estudios, formalizamos los contratos definitivos.

A continuación, Christine me acompañó a adquirir una enorme limusina para mis queridos jóvenes músicos, Larry y Alex y la Dama Dura. Teníamos una enorme cantidad de dinero y una serie de papelotes que firmar.

Bajo los robles amodorrados de aquella tranquila calle de Garden District, llené de champán sus brillantes copas de cristal.

—¡Por El Vampiro Lestat! —brindamos todos a la luz de la luna. Aquél iba a ser el nuevo nombre del grupo; y también iba a ser el título del libro que me proponía escribir. La Dama Dura me echó al cuello sus bracitos apetitosos y nos besamos con ternura entre las risas generales y los vapores del vino. ¡Ah, el olor a sangre inocente!

Y cuando los músicos se hubieron marchado en el imponente vehículo tapizado en terciopelo, di un paseo en solitario hacia St. Charles Avenue bajo la noche refrescante, pensando en el peligro que iban a correr mis pequeños amigos mortales.

El peligro no provendría de mí, por supuesto. Pero cuando el largo período de secreto terminara, los tres muchachos se encontrarían, sin comerlo ni beberlo, en el centro de la atención internacional, tras la siniestra y osada figura de su líder y cantante. «Muy bien —pensé—: yo les rodearía de guardaespaldas y moscones en todo momento y lugar. Les protegería de otros inmortales como mejor pudiera. Y si los inmortales seguían comportándose como en los viejos tiempos, nunca se arriesgarían a un vulgar enfrentamiento con un grupo de humanos mortales como aquél».

Mientras recorría la bulliciosa avenida, oculté mis ojos tras unas gafas de sol reflectantes. Monté en el desvencijado tranvía de St. Charles para llegar hasta el centro de la ciudad. Luego, abriéndome paso entre los transeúntes de aquellas primeras horas de la noche, entré casualmente en una elegante librería de dos plantas llamada De Ville Books y me detuve ante el pequeño ejemplar de bolsillo de Entrevista con el vampiro que descubrí en una estantería.

Me pregunté cuántos de mi especie se habrían fijado en el libro. De momento, no importaban los mortales, que lo consideraban una obra de ficción. ¿Cómo reaccionarían los otros vampiros? Porque, si existe una ley que todos los vampiros consideran sagrada es no hablar nunca de nosotros a los mortales. Uno no revela nunca sus «secretos» a un humano, a menos que pretenda transmitir a éste el Don Oscuro de nuestros poderes. Un inmortal no revela el nombre de sus congéneres, ni dónde puedan tener su guarida.

Mi amado Louis, el narrador de Entrevista con el vampiro, se había saltado todas estas normas. Había ido mucho más allá que yo con mi reducida revelación a los muchachos del conjunto: él se lo había contado a miles de lectores. Sólo le había faltado trazar un plano y marcar con un aspa el lugar exacto de Nueva Orleans donde yo reposaba, aunque no quedaba claro hasta qué punto lo conocía de verdad, ni cuáles eran sus intenciones.

Fuera como fuese, lo cierto era que otros vampiros lo perseguirían hasta atraparle por lo que había hecho. Y había formas muy sencillas de destruir a un vampiro, sobre todo en estos tiempos. Si aún seguía existiendo, Louis era ahora un proscrito y viviría bajo la permanente amenaza de nuestra propia especie, más terrible de la que podría suponer jamás ningún mortal.

Aquél era un motivo más para mis deseos de que el libro y el grupo El Vampiro Lestat alcanzaran la fama lo antes posible. Tenía que encontrar a Louis. Era preciso que hablara con él. En realidad, después de leer su relato de cómo habían sucedido las cosas, ansiaba verle, anhelaba sus ilusiones románticas e incluso su falta de honradez. Anhelaba incluso su caballerosa malicia y su presencia física, el sonido engañosamente suave de su voz.

Por supuesto, algo tiraba de mí pidiéndome odiarle por las mentiras que decía de mí, pero el amor que sentía por él era mucho más fuerte que la inclinación hacia ese odio. Louis había compartido conmigo los años oscuros y románticos del siglo XIX, era mi compañero como no lo había sido ningún otro inmortal.

Y ansiaba escribir mi libro por él, no como respuesta a su maliciosa Entrevista con el vampiro, sino para narrar todo lo que yo había visto y aprendido antes de entrar en contacto con él, la historia que no había tenido ocasión de contarle en el pasado.

Ahora, a mí tampoco me importaban ya las viejas normas.

Quería saltármelas todas. Y quería usar el conjunto musical y el libro para hacer aparecer no sólo a Louis, sino también a todos los otros demonios que había conocido y amado a lo largo del tiempo. Quería encontrar a los perdidos, despertar a quienes dormían como yo lo había hecho.

Antiguos y recién llegados, hermosos y perversos y locos y despiadados… todos vendrían a por mí cuando contemplaran los vídeos y escucharan los discos, cuando toparan con el libro en los escaparates de las tiendas y supieran exactamente dónde encontrarme. Yo sería Lestat, la superestrella del rock. Sí, que vinieran a San Francisco para mi primera actuación en público. Allí estaría.

Pero había otra razón para mi aventura… una razón todavía más peligrosa, más desquiciada y placentera. Quería que los mortales supieran de nuestra existencia. Quería proclamarla al mundo igual que la había revelado a Alex, Larry y la Dama Dura, y a mi dulce abogada, Christine.

Y no importaba que ellos no me creyeran. No importaba que pensaran que todo era un montaje. La realidad era que, después de dos siglos de clandestinidad, yo aparecía abiertamente entre los mortales. Pronunciaba mi nombre en voz alta, declaraba sin temor mi condición… ¡Existía!

También en esto, sin embargo, iba mucho más allá que Louis. Su historia, pese a sus peculiaridades, había pasado por mera ficción. En el mundo mortal, su libro era tan inocuo como los decorados del viejo Teatro de los Vampiros en el París donde los locos habían simulado ser actores interpretando papeles de locos en un escenario remoto e iluminado a gas.

Yo saldría ante las cámaras bajo los focos como soles. Extendería las manos y tocaría con mis dedos helados un millar de manos cálidas y deseosas de asirlos. Primero les aterrorizaría, si era posible, y luego, si podía, les hechizaría y les convencería de la verdad.

Y suponed —suponedlo sólo— que cuando los cadáveres empezaran a aparecer en cantidades cada vez mayores, que cuando los más próximos a mí empezaran a prestar atención a sus inevitables sospechas… ¡imaginad que el montaje dejara de serlo y se hiciera real!

¿Qué sucedería si mi público se convencía, si comprendía realmente que este mundo todavía albergaba al vampiro, aquel ser demoníaco surgido del pasado…? ¡Ah, qué grande y gloriosa guerra libraríamos entonces!

Los vampiros seríamos conocidos; ¡y perseguidos y combatidos por el hombre en aquella brillante selva urbana como ningún otro monstruo mítico lo había sido jamás!

¿Cómo podía no encantarme esa idea? ¿Cómo no iba a merecer la pena correr el mayor peligro, sufrir la más total y atroz derrota? Incluso en el momento de la destrucción, me sentiría más vivo que nunca.

Pero, a decir verdad, no creía que llegáramos nunca a eso, a que los mortales creyeran en nosotros. Los mortales nunca me han dado miedo.

La guerra que iba a desencadenarse era la otra, ésa en la que todos mis compañeros se me unirían… o vendrían juntos a combatirme.

Ésa era la auténtica razón de que existiera el conjunto El Vampiro Lestat. Ése era el juego por el que había apostado.

Pero esa otra posibilidad deliciosa de que se produjeran realmente la revelación y el desastre… ¡En fin, eso le añadiría mucho interés al asunto!

Dejé atrás el deprimente erial de Canal Street y subí de nuevo la escalera hasta mis aposentos en el anticuado hotel del barrio francés. Era un lugar tranquilo y adecuado para mí, con las estrechas callejas de casitas de estilo español del Vieux Carré, que tan bien conocía, extendiéndose bajo las ventanas.

Puse en el aparato gigante de televisión la cinta de Muerte en Venecia, la hermosa película de Visconti. En cierta escena, un actor decía que el mal era una necesidad. Que era alimento para el espíritu.

No lo creí, pero deseé que fuera cierto. Así podría ser simplemente Lestat, el monstruo, ¿no es cierto? ¡Y yo tenía siempre un gran talento para monstruo! ¡Ah, en fin…!

Puse un nuevo disquete en el ordenador portátil y empecé a escribir la historia de mi vida.