La interminable soledad de la Reina durante treinta años, si contamos desde la fecha en que su hija Catalina dejó el palacio de Tordesillas, camino de su nuevo destino como Reina de Portugal. Pero ¿cómo era la vida en aquel palacio? A esa pregunta algo más se puede añadir, sobre lo ya dicho, porque poseemos los datos que nos presentan a todos los que integraban la Casa de doña Juana.
De entrada hemos de decir que la partida asignada para la Casa de la Reina no era pequeña: en 1544 ascendía a 38.000 ducados anuales. Para la debida valoración de esa cifra hay que añadir que la que se le asignaba en el mismo año a la Casa del príncipe Felipe —ya desposado con la princesa María Manuela— era de 32.000 ducados, si bien con el aumento de otros 22.000 para la Princesa, su esposa. A su vez, las infantas María y Juana tenían 20.000 ducados; todas estas partidas muy superadas, por supuesto, por la de la Casa de Carlos V, con 250.000 ducados, dentro de un presupuesto total de 1.790.000 ducados[179]. Esto nos indica que la Casa de doña Juana absorbía el 1,7 por 100 de todo el presupuesto regio. Cantidad necesaria para mantener todos los servidores asignados a doña Juana, del que poseemos una entera relación correspondiente al año 1555, a raíz de la muerte de la Reina[180].
Estaba, en primer lugar, el reducido grupo nobiliario: el marqués de Denia, con un salario de 925.000 maravedís anuales más otros 95.000 en concepto de hachas de cera y velas; al tiempo que su mujer, doña Catalina de Zúñiga, aparece con 40.000 mrs., más una ración diaria de 4 reales (136 mrs.), que hacían un monto de 49.640 mrs. anuales. Venía después el conde de Lerma, don Francisco de Rojas, como contino de la Casa real, con 70.000 mrs. anuales, y su mujer, doña Isabel de Borja, con 40.000 y 3 reales de ración en la despensa, que suponían otros 37.230 mrs. anuales; y don Fernando de Tovar, maestresala y capitán de la guardia, con 80.000 mrs., más otros 44.320 por cerero, que vivía con su mujer, doña Isabel de Orange.
Dentro de ese reducido sector nobiliario hay que insertar también a «las dueñas de acompañamiento», empezando por una mujer de prestigio religioso, que sería la que daría la nota moral: la beata doña Ana Enríquez de Rojas, con 240.000 mrs. de quitación anuales, más otros 20.000 de ayuda de costa y 202 mrs. diarios de ración en la despensa (esto es, 73.730 mrs. anuales), lo que da idea de la importancia de su cargo, el mejor remunerado dentro de las mujeres y uno de los más altos de toda aquella pequeña Corte; y aún, por si fuera poco, tenía derecho a una carga de leña diaria durante todo el invierno.
Otras dueñas de acompañamiento lo eran doña Magdalena de Rojas, condesa de Castro; doña Francisca de Rojas, condesa de Paredes, y doña Margarita de Rojas, todas hijas de los marqueses de Denia; lista que se cerraba con doña Beatriz de Bobadilla, descendiente sin duda de la célebre privada de Isabel la Católica, de la que el documento dice que era «criada antigua».
En ese sector nobiliario, aunque a otro nivel, hay que poner a «las mujeres de cámara», todas con su título de don, que venía a marcar su alto nivel social, de las que aparecen nueve consignadas: doña María de Vargas, camarera; doña Francisca de Álava, doña María de Luna, doña Francisca de Verdugo, doña Marina de Cepeda, doña Ana de Hinistrosa, doña María de Villafañe («que había sido moza de cámara de la Emperatriz») y doña Jerónima de Avendaño.
El servicio religioso de palacio estaba notablemente asistido, empezando por los capellanes Francisco Rodríguez Papax, Francisco Redondo, Rodrigo de Velasco y Pedro de Ayala, todos ellos con 562.500 mrs. anuales, amén de una ayuda de costa cuya cuantía no se especifica; de todas formas, gozando los cuatro de los sueldos más elevados de la Casa de la Reina, después del que tenía el Gobernador. Y no eran los únicos, pues aparecen otros diez capellanes, algunos tan veteranos como Francisco del Mercado, «de los antiguos del tiempo del Rey Católico». La capilla estaba además servida por dos mozos, dos reposteros y un portero.
Los cargos palaciegos, además del ya citado de maestresala, estaban atendidos por Luis de Cepeda, teniente de mayordomo mayor; Alonso de Ribera, como camarero, y cuatro continos.
La administración estaba a cargo de Andrés Martínez de Ondarca, veedor y contador; Luis de Landa, como pagador, y Fernando de Munabay, veedor de la despensa y de la cocina. Había también un escribano de cámara (Francisco Burgos), asistido por cuatro «hombres de cámara». Además se cita a Diego Fernández de Gamarra, «oficial de los libros de la mayordomía mayor».
La guarda, compuesta por 43 alabarderos, estaba mandada por el capitán don Fernando de Tovar, contando también con un teniente del capitán, un contador, un alférez, dos cabos de escuadra, un alguacil y un aposentador; a los que podrían unirse tres «escuderos de pie» y 24 monteros de guarda; una guarda que contaba con un médico y un cirujano.
El resto del servicio médico de aquella pequeña corte lo llevaba el doctor Santa Cara, que estaba en ese cargo desde 1534.
La despensa estaba a cargo de Gaspar de Villarroel, despensero mayor, que tenía a sus órdenes a un comprador, cinco hombres de despensa y un botiller. Y no olvidemos la cocina, ese apartado tan básico en un sistema palaciego. Aquí nos encontramos con el cocinero Francisco González de la Vega, asistido por otro cocinero auxiliar, dos mozos de cocina y un portero «de cocina» (sin duda, un lugar que debía ser vigilado).
Añadamos un boticario, Cristóbal de Génova, un sastre (por cierto, flamenco) con su ayudante, un zapatero, un pellejero, una panadera y pastelera (Mari Guerra, «criada antigua»), un brasero, un aguador, un barrendero, un gallinero y un carpintero.
Faltarían por enumerar otros muchos cargos menores: reposteros de camas, reposteros de estrados y mesas, reposteros de plata con sus ayudantes, coperos, porteros, alguaciles y las mujeres del servicio: lavanderas, mozas de guardarropía y cámara, etc. En suma, en torno a los trescientos, si a los que se especifican con cargos y salarios añadimos dos largas listas de hijos de antiguos criados y de otros servidores más humildes; sin contar con que no pocos constituían familias cuyos chiquillos no se citan. Todo un pequeño pueblo, donde aparecen, por cierto, algunos flamencos, sin duda traídos por doña Juana desde Flandes y que continuaron en su servicio durante tantos años, ellos o sus sucesores y herederos, que también entonces se heredaban los cargos.
Pero no podemos dar esta relación del séquito palaciego que atendía y controlaba a la reina doña Juana sin alguna reflexión. Y la primera es el asombro que causa un cortejo mucho más numeroso de lo que pudiera creerse. En un principio, uno se imagina a doña Juana guardada por los marqueses de Denia, con alguna dueña entre ellas, las cuatro o cinco loqueras que la controlaban, algunas mujeres para el servicio doméstico y algunos guardas; en suma, apenas si dos o tres docenas de personas. Y con lo que nos encontramos es con toda una pequeña Corte, bajo el control del marqués de Denia, con un notable contingente familiar: los Rojas.
Y una Corte que tenía que suponer un impacto en la villa de Tordesillas, con ese fuerte contingente armado (cerca de los cien guardas) que, además, como buena parte de aquellos cortesanos, no vivirían en palacio, sino dispersos por la Villa. Recordemos que Tordesillas tenía en el Quinientos en torno a los mil vecinos y que, por lo tanto, esos trescientos que anotamos en la Corte venían a ser casi la cuarta parte de la población. Siendo además un sector nobiliario y de servicios pagados por la Corona, eso tenía que notarse en la pequeña urbe del Duero, que durante casi medio siglo prosperó a la sombra de doña Juana.
A su vez, hay que pensar en la Reina.
Pues ese era el entorno palaciego en el que transcurrieron los últimos años de Juana de Castilla.
Unos años ensombrecidos, aún más, porque a la enfermedad de la mente se unió otra corporal, y de tal calibre que, acaso por una caída, Juana quedó inmóvil de la cintura para abajo. Con lo cual las evacuaciones, tanto de la orina como las defecaciones, se tornaron más difíciles. Hubo días que se lo hizo encima, sin que nadie la limpiara. Las mujeres que la atendían —o que debían atenderla— se excusaban con que la Reina las echaba a voces; mala excusa para quienes, cuando la Reina se mostraba rebelde en el corredor que daba al río, la metían a la fuerza en su cámara interior, alumbrada solo con velas.
Todo ello fue minando la salud de aquella anciana que, ante la sorpresa general, había superado los setenta años.
Otra cuestión preocupaba, y no poco, a la Corte, haciéndose eco de un runrún generalizado entre el pueblo: la Reina mostraba una indiferencia en materia religiosa poco edificante. Incluso con actos y gestos que podrían achacarse a atisbos heréticos.
Y no olvidemos que a mitad de siglo se vivió en Castilla un recrudecimiento de la intolerancia, dirigida por la omnipotente Inquisición, que desembocaría en los terribles autos de fe de 1559 y en el proceso de las más altas personalidades, como fue el caso del arzobispo Carranza. Bien era cierto que si Juana de Castilla era tratada como una demente, incapaz de gobernar, no podía ser acusada de herejía, por la misma razón de que quien carecía de ella no podía ser acusada de culpa.
En todo caso, ello llevó a la Corte a ordenar a una de las figuras de mayor relieve del clero, al padre jesuita Francisco de Borja (hermano, por cierto, del gobernador de Tordesillas), a realizar una misión cerca de la Reina. Porque había la sospecha, tan de la época, de un posible endemoniamiento de la Reina. Se llegaba a decir que había mandado arrojar de su presencia unas velas benditas, y eso solo se podía entender porque obrara movida por el demonio que llevaba dentro. Y además hacía gestos extraños a la hora de la misa, precisamente cuando el cura alzaba la sagrada forma.
San Francisco trató de comprobar qué había de cierto en ambas acusaciones, y las encontró faltas de fundamento, concluyendo en su informe a Felipe II:
… por lo cual saco que desta mesma manera serán [las] otras [cosas] que se han dicho…[181]
Fue el Santo quien llevó un poco de paz a la Reina en sus últimos días. Su categoría moral e intelectual, el ser enviado por el príncipe Felipe y el mismo hecho de ser miembro de aquel linaje de los Rojas, todo ayudaba a que su intervención en la Corte de doña Juana fuera por todos acatada, y eso le ayudó infinito en su tarea.
San Francisco de Borja llegó a la conclusión de que no se había tenido el trato adecuado con la Reina para paliar su enfermedad depresiva. Y con su comprensión hacia la enferma y con sus dotes de persuasión y su dulzura logró adelantos espectaculares en el comportamiento de doña Juana.
Así, comenzó consiguiendo que la Reina abandonara aquella indiferencia hacia las prácticas religiosas que había sido una constante de su vida, desde los primeros años de su estancia en Flandes. Es más, si hemos de creer a sus panegiristas, el padre Borja logró que la Reina recobrara plenamente la razón, lo que fue achacado a un milagro del Santo. Y si eso es más dudoso, al menos sí parece evidente que acertó con el tratamiento adecuado para combatir aquellas profundas depresiones: un trato más humano con la Reina.
Por su parte, doña Juana acogió bien a san Francisco, viendo en él no a un desconocido, sino al que había sido menino de la infanta Catalina.
Las visitas de san Francisco comenzaron en 1552, por mandato del príncipe Felipe, que entonces gobernaba Castilla por ausencia de Carlos V. Se reanudaron en 1554, por orden de nuevo de Felipe II, quien ese año había acudido a Tordesillas para reverenciar a su abuela, antes de salir para Inglaterra, donde le esperaba su matrimonio con la reina María Tudor. Mal impresionado por el estado en que encontró a doña Juana, el Príncipe —ya Rey de Nápoles—, pidió a san Francisco que volviera con la Reina.
Fue cuando san Francisco consiguió que doña Juana reanudara su vida religiosa, indicándole que sería algo que contentaría mucho a su nieto. El Santo empleó un argumento válido para gente lúcida, pero que curiosamente tuvo su efecto, demostrando una vez más los claroscuros de la conducta de la Reina. Y así le razonó que puesto que Felipe había aceptado aquella boda suya con María Tudor para ayudar a la conversión de Inglaterra, caída en la herejía, sería en gran daño de su misión que se supiera cómo vivía doña Juana:
… qué dirían los que con él vivían sino que, pues S. A. vivía como ellos sin misas y sin imágenes y sin sacramentos, que también podían ellos hacer lo mismo, pues en las cosas de la fe católica lo que es lícito a uno es lícito a todos…
¿Qué era lo que apartaba a la Reina de la vida religiosa? Doña Juana se justificaría con que la culpa la tenían las dueñas que le asistían:
… porque a los tiempos que rezaba, le quitaban el libro de las manos y le reñían y se burlaban de su oración…
Unas dueñas que escupían sobre las imágenes y que hacían «muchas suciedades» en el agua bendita. Y en la misa, osaban ponerse delante del cura, volviendo el misal,
… y mandándole que no dixese sino lo que ellas quisieren.
¿Cómo se podían creer tales cosas de las dueñas? San Francisco lo puso en duda, y así se lo indicó a la Reina.
—Bien puede ser —admitió doña Juana, añadiendo otro elemento a tenor de su locura—, porque ellas dicen que son almas muertas.
¡Almas muertas!
En otras ocasiones iban a su cámara y le decían que eran el conde de Miranda, la una, y la otra el Comendador Mayor, haciéndole no solo menosprecios, sino también ensalmos,
… como si fuesen bruxas…
¡Ya apareció la palabra clave! Ya tenemos el testimonio de lo que estaba ocurriendo en aquella mente enferma; se creía atormentada por la acción de las brujas, una de las terribles obsesiones de la época. Y de esta forma, el dictamen del Santo fue que la Reina tenía tan perdida la razón que poco se podía hacer, salvo llevarle la corriente, simulando el castigo de aquellas dueñas a las que Juana tachaba de brujas[182].
¿Qué pensar de todo ello? ¿Qué pensó el propio san Francisco de Borja? Para él solo cabía una de estas alternativas: o eran fantasías de la Reina o había una intervención en todo ello del propio diablo:
… según se puede juzgar, son ilusiones o visiones malignas…
Por lo tanto, y por si acaso, lo bueno sería que se aplicasen a la Reina exorcismos, algo que Felipe II no consintió, permitiendo en cambio que se simulase el castigo de aquellas dueñas, apartándolas momentáneamente del servicio de doña Juana. Y de ese modo, san Francisco de Borja consiguió que la Reina volviese a oír la misa, e incluso que se rociase con agua bendita todo el palacio,
… por razón de aquellas bruxas que otras veces había visto…[183]
Otro fraile ayudó a san Francisco en aquella tarea de consolar a la Reina: fray Luis de la Cruz. De él tenemos uno de los pocos diálogos íntegros de la Reina.
Asistamos a ese momento, que viene a ser como una ventana abierta, que nos permite asomarnos al mundo del Quinientos, y más concretamente, al mundo interior de Juana la Loca:
—Decid, padre, por vuestra vida, ¿sois nieto de Juan de Velázquez?
—Sí, por cierto, Señora.
—Muchas gracias a vos, que habéis querido venir a entender en esto, que yo confío que no será como hasta aquí, que me las quitan[184] y luego a tres días tornan a soltarlas, y así no puede la persona hacer lo que conviene a su alma.
—Señora, más somos los que el Emperador y el Príncipe, nuestros señores, tienen aquí para servir a V. A., y tractar su descanso, que estas dueñas que a V. A. ofenden. ¿Cómo no se ayuda V. A. poniendo de su parte lo que [como] cathólica y cristiana Reina y señora nuestra debe? ¿Cómo sus criados la podemos servir y dar contento, pues así lo estorba?
—Por cierto, padre, no tenéis razón en ahincar tanto en eso. Haced vos lo que debéis y el Príncipe decía que os mandó, que es castigar muy bien a esas deformes y sin vergoña, que lo demás dexadme el cargo, que yo lo haré[185].
Diálogo que nos muestra, sin lugar a dudas, que la Reina seguía con su manía persecutoria, propia de quien tan perdida tenía la razón. Es más, empezaba a padecer también de extrañas visiones que la atormentaban, de las que hizo confidencia a fray Luis de la Cruz:
… me contó una larguísima historia —escribe fray Luis a Felipe II en su carta del 25 de mayo de 1554— de cómo un gato de algalia había comido a la Infantita de Navarra y a la Reina Doña Isabel, nuestra señora, y había mordido al Rey Católico, nuestro señor, y otras muchas cosas de esta calidad. Y este gato tan malo ya lo habían traído las dueñas y estaba muy cerca de su cámara para hacerle el mismo mal y daño que a ellas solían. Y gustaba tanto de contarme estas historias que me mandaba sentar y ponerme a mi placer, diciendo que era muy servida de mi venida, mandándome (pues oía tales cosas de aquellas mujeres) hiciese justicia dellas muy recias…
Ante tamaña narración, el bendito fray Luis de la Cruz se atrevió a dar su juicio sobre la Reina: en ningún modo se le podían administrar los Santos Sacramentos, aunque, por supuesto, carecía de toda culpa:
Su Alteza es tan sincera e inocente de pena y culpa, que verdaderamente es más de haberle envidia que lástima…[186]
Tal era la débil disposición mental de Juana de Castilla, en aquellos últimos años de su vida, cuando los antiguos males que le aquejaban a las piernas, cada vez más inflamadas, se le agudizaron. Empezaron a salirle llagas de muy difícil curación. Apareció la gangrena, con lo cual los dolores fueron tan recios que tenían a la Reina en un continuo grito.
Se acercaba el final. Y otra vez fue llamado san Francisco de Borja, que le habló con tal dulzura y persuasión que consiguió liberarla al menos de las visiones que tanto la mortificaban. Incluso pensó que la Reina había recobrado la razón. ¿Podría, por lo tanto, recibir los Santos Sacramentos? Para salir de dudas se acudió a la Universidad de Salamanca, que mandó a su más destacado teólogo, nada menos que a Domingo de Soto.
Llegó el dominico a Tordesillas el 11 de abril de 1555 y habló largamente con la Reina, primero ante testigos, después a solas. Y su dictamen fue que, encontrándola muy mejorada, podía recibir la Extremaunción, aunque no lo estaba para la Comunión[187].
Era el Jueves Santo, de forma que también vivió Juana de Castilla su propia pasión, asistida por san Francisco de Borja, que en eso sí tuvo gran consuelo.
Sus últimas palabras fueron:
Jesucristo crucificado, sea conmigo[188].
Eran las seis de la mañana del Viernes Santo, 12 de abril de 1555.
Al fin, la desventurada Reina, aquella triste cautiva de Tordesillas había escapado a su cautiverio.
Al fin, Juana la Loca era libre.