XV

No cabe duda: la suerte de Juana estaba ligada a la causa comunera. De ahí la importancia de los hechos que se desarrollaron a finales de aquel otoño de 1520, cuando ya los primeros fríos sacudían la meseta.

De entrada, y como mal presagio de lo que había de ocurrir, la Junta se mostró vacilante en sus decisiones, tanto de cara a su rebeldía frente a Carlos como en los planes de su lucha armada. Por razones todavía mal esclarecidas, quitó el mando militar a Juan Padilla y lo dio a Pedro Girón, un miembro de la alta nobleza, como hijo que era del conde de Urueña; quizá como un gesto dirigido a los Grandes de Castilla, para desligarse de los movimientos antiseñoriales que aquel verano habían sacudido a Castilla la Vieja.

Fue una medida desafortunada. Girón emplazó sus tropas en Villabrágima, lugar cercano a Medina de Rioseco, la ciudad del Almirante, donde la alta nobleza castellana iba concentrando sus fuerzas. Se podía esperar un ataque a la plaza, que viniera a dar el golpe de gracia al partido carolino. En vez de eso, Girón cambió repentinamente de planes, levantó el sitio y se dirigió a Villalpando, alejándose de las cercanías de Tordesillas. Ahora bien, desde Villabrágima interceptaba el paso de las fuerzas realistas a Tordesillas. A la inversa, su alejamiento dejaba libre esa ruta, propiciando el ataque del ejército imperial, afanoso por recuperar la villa donde moraba la Reina.

Y lo que es más asombroso todavía: mientras se produjo ese combate por Tordesillas, Girón no hizo nada por ir a socorrerla.

No sin razón la época tachó de traicionera la maniobra de Girón. Un testigo de aquellas jornadas, fray Antonio de Guevara, nos daría la explicación: durante su permanencia en Villabrágima, Girón mantuvo contactos con la alta nobleza. Y otra prueba más: en la hora de la victoria, Carlos V, que se mostró tan implacable con los cabecillas del ejército comunero, acabó perdonando a Pedro Girón.

En todo caso, la realidad fue que las milicias comuneras, que mandaba Pedro Girón, abandonaron el 3 de diciembre Villabrágima; que al día siguiente las fuerzas de la alta nobleza salieron de Medina de Rioseco en dirección a Tordesillas, de la que le separaban 44 kilómetros, y que el 5 de diciembre por la mañana ya estaban atacando la villa.

En Tordesillas había un pequeño destacamento (en torno a los quinientos defensores), entre ellos la compañía reclutada por el obispo Acuña entre el clero secular zamorano, que ofrecieron alguna resistencia; pero a la tarde, y con la amenaza de que podía tomar a saco la plaza, el ejército imperial acabó dominando la situación. Aún así, el saqueo fue general, salvándose solo las casas de la Reina, las iglesias y los conventos.

Con la caída de Tordesillas en manos imperiales, otra vez volvió el marqués de Denia a sus funciones de carcelero y otra vez se reanudó el cautiverio de Juana de Castilla.

Tal ocurría a fines del año de 1520.

Pese a la dureza de aquella reclusión, pese a que una y otra vez Juana cayera en un estado de aguda depresión, su naturaleza física, más fuerte que la mental, la haría sobrevivir año tras año, venciendo incluso a su carcelero, que, volis nolis, hubo de dejar a su muerte el mando de la plaza a su hijo y sucesor en el cargo.

Año tras año, desde esos fines de 1520 hasta bien entrado el de 1555.

Ese fue el prolongado cautiverio renovado de doña Juana. Duró todo el reinado de Carlos V, y no por una coincidencia, sino porque su muerte fue como la señal esperada por el Emperador para proceder a su abdicación, como si considerara que había dado fin a aquella extraña situación por la que madre e hijo habían compartido el título regio durante tanto tiempo.

Año tras año, durante otros treinta y cinco, Juana seguiría siendo la cautiva de Tordesillas. En diciembre de 1520 tenía cuarenta y un años, estaba en la madurez de la vida; en 1555 era ya una anciana que había llegado, cosa rara en aquellos tiempos, a los setenta y cinco, edad jamás conseguida por los soberanos de aquel siglo. Isabel la Católica, su madre, había muerto a los cincuenta y tres; Fernando, su padre, a los sesenta y cuatro; su hijo Carlos V, a los cincuenta y ocho; su nieto Felipe II, el más longevo, a los setenta y uno.

Dicho así, parece una victoria. Pero ¡cuántas penalidades, cuántas vejaciones, cuántas amarguras! Y eso también año tras año, día tras día, casi hora tras hora. Porque los cautiverios no se cuentan por años, eso no dice apenas nada; cada hora que pasa se hace interminable. Y treinta y cinco años más, cuando ya se habían sufrido once, suponen otros doce mil setecientos setenta y cinco días, y cifrado en horas llega hasta las trescientas seis mil.

Ese es el cálculo verdadero que debe hacerse.

Juana reanuda su cautiverio cuando Hernán Cortés está en plena conquista de México, aquellas tierras que él llamaría de Nueva España, y cuando Magallanes se hallaba en plena circunnavegación del globo. Y sigue en cautiverio cuando Pizarro acomete el asalto al imperio de los incas peruanos, y cuando se fundan por los españoles Lima, Santiago de Chile y Buenos Aires, cuando se da la batalla de Pavía, cuando se forcejea con Barbarroja por la posesión de Túnez y cuando se vence a los príncipes luteranos en la campaña de Mühlberg. En suma, cuando se realiza todo el impresionante despliegue del Imperio español por el nuevo y el viejo mundo. Y mientras todo eso ocurre, esa mujer, Juana, que es la Reina legítima de Castilla y de Aragón, no hace sino quejarse sin tregua contra su amargo destino, contra los malos tratos que sufre, contra las vejaciones a que le someten los marqueses de Denia, aquellos a quienes había quedado el tener «a buen recaudo» a la Reina.

Mientras tanto, paso a paso, junto al lento girar de la inexorable rueda del tiempo, Juana de Castilla iba consumiendo su vida en el palacio-prisión de Tordesillas. Y aun, dentro de la dolorosa monotonía de aquella existencia, en aquel duelo interminable entre la Reina cautiva y el Marqués carcelero, la una por salir de su cámara, aunque solo fuese a los corredores de palacio que daban al río, y el otro porque se mantuviese tranquila en ella o, si se ponía recia, en su recámara oscura «donde no había hueco alguno», para que se mantuviese alejada de todos y para que no hablase con nadie; incluso en esa penosa batalla de cada día, se podían producir novedades.

La primera, la más anhelada, la visita del hijo Carlos o de la emperatriz Isabel, o de los nietos, Felipe, María, Juana o Maximiliano.

La segunda, la más triste, la separación definitiva de aquella hija bien amada, Catalina, cuando en 1525 dejó Tordesillas para convertirse en Reina de Portugal.

La tercera, provocando alarma —una alarma que a Juana podía saber a victoria— el anuncio de cuando en cuando de que la comarca «estaba dañada», que había amagos de peste, con la consiguiente preocupación de que hubiera que salir, y a escape, de Tordesillas para buscar algún otro lugar más sano.

En fin, también ocurrió, como veremos, que la indiferencia en materia religiosa de que daba constantes muestras la Reina trajo de cabeza tanto a sus guardianes como a la propia Corte, no fuera que doña Juana hubiera pisado la frontera de la herejía; si bien de suyo se comprendía que si no se le concedía la suficiente y clara razón para gobernar, difícilmente se le podía acusar de nada, en relación con la fe.

Punto fundamental de ese período lo constituye la actitud mantenida por Carlos V con su madre, a partir de la experiencia comunera.

Carlos V tomó a gran desacato contra su dignidad regia la osadía de los comuneros al entrar en Tordesillas, y mucho más sus tratos con la Reina; tratos que, a creer a algunos testigos, no siempre habían sido respetuosos. Junto a las pláticas del doctor Zúñiga, distinguiendo entre doña Juana, «la Reina», y don Carlos «el Príncipe, su hijo», negando, por lo tanto, la dignidad regia al Emperador, estaban también las presiones y hasta las amenazas a la Reina para que firmase los papeles que le presentaban los rebeldes comuneros. Y así, el Condestable de Castilla escribía desde Briviesca al Emperador el 29 de octubre de 1520:

Razón tiene V. M. de penalle lo que acá ha sucedido, especialmente por lo que toca a la Reina, mi señora, vuestra madre, que siendo quien es su real persona, esté entre gente soldada y bárbaros que nunca conosció ni vio y que con espingardas la asombran cada día por hacelle que firme…[150]

La cólera del Emperador no podía volverse en ese caso contra la madre; a fin de cuentas, se la tenía por falta de seso y, por lo tanto, la que habría sido víctima de manipulación por parte de aquellos rebeldes; máxime cuando había protestado de que «no la revolviese nadie contra su hijo». Pero había en Tordesillas otro personaje de calidad contra quien sí podía volcarse el castigo imperial: su hermana Catalina. La Infanta tenía ya trece años cuando los comuneros entraron en la Villa, edad a la que la época empezaba a conceder cierta personalidad. Ya, para muchos, Catalina había dejado de ser una niña, lo cual suponía la correspondiente responsabilidad como mujer. Los mismos comuneros lo habían entendido así, procurando ganarla para su causa, y ella los había escuchado, acaso con demasiada complacencia, en especial cuando les oía decir que la verdadera Reina de Castilla era su madre. Y todo eso acabó sabiéndose en la Corte de Carlos V. El mismo marqués de Denia, crecido con la reposición en su cargo de guardián de doña Juana por gracia de Carlos V, no dejaba de insinuarle que la Infanta había tenido un comportamiento harto sospechoso, y que por ello era merecedora de una severa reprimenda, que la hiciera doblegar su voluntad:

… y que ha de hacer todo buen allegamiento y tratamiento a los que han sido vuestros buenos servidores, y han de estar apartados de su gracia los que no lo han sido…[151]

El propio cardenal Adriano, quizás dejándose llevar también de las acusaciones formuladas por el Marqués, informaba al César:

… los de la Junta [comunera] pusieron a la señora Infanta en más soltura de la que conviene a la honestidad y recogimiento de quien es…[152].

Con esas presiones, Carlos V reaccionó con una severa reprimenda a su hermana, de la que Catalina tuvo razón —y tuvo también la valentía— de quejarse:

Yo sé que a V. M. han escrito que le deserví en tiempo que la Junta estuvo en Tordesillas, y V. M. me escribió sobrello más recio de lo que yo merescía…[153]

Ello dio lugar a una firme postura de la Infanta, que enviaría un notable memorial al Emperador que nos da no poca luz sobre lo que estaba ocurriendo en el palacio de Tordesillas, otra vez en manos de los marqueses de Denia.

Es una llamada de la Infanta al corazón de su hermano.

Sin causa —le pide— yo no sea maltratada.

Le manda un memorial por un emisario de su confianza, cuyo nombre ignoramos. El escrito tiene fecha de 19 de agosto de 1521; por lo tanto, cuando los marqueses de Denia llevaban varios meses repuestos en sus cargos.

Por amor de Dios —le ruega la Infanta al Rey, su hermano— suplico a V. M. que le dé crédito y lo mande proveer con la brevedad que ser pueda, acordándose que la Reina mi Señora y yo no tenemos otro bien ni remedio sino V. M.[154]

De entrada le advierte que en sus otras cartas tranquilizadoras que le había escrito no le había dicho la verdad, porque le habían forzado a escribirlas los Marqueses («Yo he escrito a V. M. algunas cartas y todas aquellas han sido como el Marqués y la Marquesa han querido, porque no me han dado ni dan lugar a otra cosa»). Y en cuanto a la severa amonestación que el César le había hecho, en cuanto que había sido desleal su comportamiento, lo rechazaba de plano.

¿Qué había hecho la Infanta? Pedir a los de la Junta comunera que no echasen a los Marqueses,

… en que hice lo que pude, como si me fuese la vida en ello…

También había firmado una carta cuando Padilla había sido destituido por la Junta, pidiendo que volviese («me dieron una carta que firmé»), porque le habían dicho que eso sería bueno para la Reina, en lo que habían sorprendido su buena fe. Eso era lo que había ocurrido.

Un año y medio después la Infanta, a quien los acontecimientos han hecho madurar muy deprisa, muestra otra sensatez. Y cuando recibe la carta de Carlos V, con su airado tono «más recio» de lo que merecía, le contestó no lo que quisiera, sino lo que le habían impuesto los Marqueses:

… ellos me la dieron fecha para que la firmarse.

Un comportamiento intolerable de los Marqueses, crecidos sin duda en las funciones de su cargo de carceleros, tras ser repuestos por Carlos V, al ser derrotados los comuneros. Algo de lo que ya había sido advertido el César por varios conductos. Lope de Hurtado le señalaba en diciembre de 1520:

El marqués de Denia viene aquí [a Tordesillas] con más pasión de la que era menester…

Pero, puesto que era así, bueno sería que cambiase su trato con la Reina y la Infanta, y que así se lo ordenase el Emperador:

V. M. le debe mandar que se temple mucho e trabaje con amor de contentar los criados de la Reina, nuestra Señora, e de servir a la Señora Infanta y la Marquesa mejor que lo solía facer, porque dicen que la tenía mal contenta y que agora les ha pesado [a la Reina y a la Infanta] su venida…

Y aun termina:

… dicen que trae [el Marqués] determinación de revolvello todo, y según la pasión que tiene, y la mala voluntad con que le reciben, creo que no sería bueno que lo hiciese[155].

En suma, ¿de qué se quejaba la infanta Catalina? Los Marqueses la maltrataban y le impedían su trato normal, tanto con los servidores del palacio como con las gentes de fuera que la iban a visitar o que le escribían. Por contestar a la mujer del Almirante, la Marquesa enfureció, lo que la Infanta comunica a Carlos V con la expresión popular:

… me quiere sacar los ojos…

La humillaban en público no dándole el rango que merecía. Y eso la dignidad de aquella hija y nieta de Reyes y hermana del Emperador no lo podía sufrir. El César tenía en su mano el remedio: que ordenase que las cosas fueran de otro modo:

Suplico a V. M. les escriba y envíe a mandar que me traten de otra manera y que haya alguna diferencia de mí a sus hijas en lo público.

Los Marqueses trataron incluso de cambiar al confesor que tenían en palacio, el padre Guardián, porque su influencia les hacía sombra, y la Infanta hubo de recordar a su hermano que aquel confesor lo había puesto Fernando el Católico.

Había más. Si hemos de creer a la Infanta, la Marquesa le despojaba de sus vestidos y de sus joyas:

… ge lo toman todo y lo gastan y lo funden, y yo no tengo cosa propia, ni me dura…

La Marquesa obligaba a la Infanta a pedir al Emperador vestidos y joyas, que nunca paraban en sus manos. Y eso no era lo más grave, sino la crueldad con que era tratada la Reina. Es aquí donde las quejas de la Infanta alcanzan verdadero patetismo:

V. M. provea, por amor de Dios, que si la Reina, mi señora, quisiere pasearse al corredor del río o de las esteras, o salir a su sala a recrear, que no gelo estorben, y que sus hijas ni criados de la Marquesa, ni otra persona, no pasen al retrete de mí, la Infanta, por delante de S. A., sino las personas que suelen hacer el servicio; porque por andar la Marquesa y sus hijas sin que la Reina las vea, mandan a las mujeres que no le dexen salir a la sala y corredores y la encierran en su cámara, que no tiene luz ninguna, sino con velas…[156]

Increíble comportamiento de los Marqueses, del que no tenemos duda alguna, porque el propio marqués de Denia se lo confesaba así al Emperador, justificándolo porque dejar a la Reina que saliese a los corredores que daban al río era harto arriesgado, pues daba voces pidiendo auxilio y armaba el gran escándalo:

… muchas veces se pone al corredor que sale al río —es ahora el Marqués quien lo indica— y llama a algunos para que llamen la gente…

Y no solo la gente. La Reina llamaba a los capitanes de sus guardas, para que matasen a los que le caían mal. Cosa harto fuerte, en verdad:

… para que llamen la gente y capitanes que aquí están, para que maten los unos y los otros. Así que estando S. A. en esta disposición, V. M. puede ver lo que conviene a su servicio y lo que pasamos los que aquí estamos…

Hábil cortesano, el Marqués no silencia las diferencias que tanto él como su mujer tenían con la Infanta, y por supuesto, no la ataca de frente; eso sería muy arriesgado, que no en vano era hermana del Emperador:

Acá he sabido que a V. M. han escrito que la Marquesa e yo no servimos y tratamos a S. A. con el acatamiento que debemos, y si esto fuese así sería mayor culpa nuestra que en otras personas, así por la voluntad y obligación que tenemos a su servicio, como a hija y nieta de sus padres y agüelos, como por ser hermana de V. M…,

Por lo tanto, el Marqués mismo nos descubre que tenía sus confidentes en la Corte del Emperador y que está al tanto de las quejas de la Infanta. Y con rara astucia, no entra en negarlas; se limita a indicar que la Infanta, por su corta edad, no podía comprender que lo que se hacía era en servicio del Emperador:

… si algo se ha dexado o se dexa de hacer en contentamiento de S. A. ha sido por servir a V. M. y a S. A., y así espero en Dios que cuando S. A. tenga más edad, lo conocerá…[157]

¿A quién dar la razón? ¿Se podía dar crédito a la Infanta, a aquella chiquilla que tan imprudentemente se había comportado ante los comuneros? Aquí Catalina encontró un buen valedor en el propio cardenal Adriano, que tras informarse concienzudamente, acabó hallándola sin culpa alguna:

Yo vi esta quexa estando en Tordesillas —escribe a Carlos V— y procuré saber la verdad. Y a lo que me pareció, hallé que había estado muy cuerda en todo, y en lo que pudo se apartó de conversaciones de los que estaban en deservicio de V. M.; y así hago saber a V. A. lo cierto, suplicándole que en todo ello y en lo demás que a la señora Infante tocare, mande proveer y favorecerle con toda honra, como es razón y se debe[158].

Salvado el crédito de la Infanta, quedaba en pie lo planteado por el marqués de Denia: lo que se hacía en Tordesillas era en servicio del Emperador; esto es, que todo aquello era una alta razón de Estado, por lo que de nada podían valer las quejas de la infanta Catalina.

Todos los testimonios, todos los indicios, todas las pruebas que hoy tenemos, apuntan a que los marqueses de Denia se aprovecharon míseramente de su ventajosa situación, tanto él como ella, abusando de su poder y maltratando, de una forma u otra, a la infeliz Reina y a la desvalida Infanta. Catalina escaparía a ese infierno cuando —y también por razones de Estado— su imperial hermano cerró su acuerdo matrimonial con Juan III, el Rey portugués; un acuerdo doble, porque también entrañaba el del propio Carlos V con la hermana de Juan III, la princesa Isabel. Pero doña Juana seguiría siendo la cautiva de Tordesillas, a merced de los marqueses de Denia.

¿Cuál fue la responsabilidad de Carlos V en todo ello? ¿Cómo quien se muestra con tan fuerte carga ética en todas sus acciones políticas pudo dejar a su madre a merced de aquel personaje, de tan dudosa actuación? Confieso que ha sido algo que me ha llenado de asombro, tras tantas veces como había visto proceder al Emperador con tan acusada responsabilidad moral en el gobierno de sus pueblos, en el trato con sus aliados, incluso en el mantenido con sus adversarios. Aquel que cuando hace treguas con el Turco le pide a su hijo que las mantenga,

… porque es razón que lo que he tratado y tratéis, se guarde de buena fe con todos, sean infieles o otros, y es lo que conviene a los que reinan y a todos los buenos…[159]

Siempre había visto en Carlos V al caballero de la Orden del Toisón de Oro, al Príncipe cristiano, al recto Emperador de la Cristiandad. ¿Y había sido capaz de olvidarse de su propia madre? ¿Había algo que justificara su conducta? Estaba, claro es, la siempre invocada razón de Estado. En principio, el cautiverio de Tordesillas era algo con lo que se había encontrado. Había sido su abuelo el que había impuesto esa situación, confirmando así la locura de doña Juana y la necesidad «de tenerla a buen recaudo», y de forma que nadie pudiera tener acceso a ella, por los peligros que para la paz del Reino podían derivarse. Y esos peligros tuvo ocasión Carlos de comprobarlos, cuando la rebelión comunera había llevado a los rebeldes a la presencia de doña Juana.

Cuando Carlos V llega a España, doña Juana ya llevaba ocho años recluida en Tordesillas. El Emperador la visita al punto, como hemos tenido ocasión de comprobar, y es cuando pone al frente de la Casa de su madre a un noble de su confianza, el marqués de Denia. Todo ello parece razonable. Aun así, las preguntas se disparan: ¿Había sabido escoger Carlos V? ¿Había dado demasiadas atribuciones al Marqués? ¿Había vigilado como debía su actuación?

Carlos V menciona en sus Memorias tres visitas realizadas a su madre: en 1517, en 1522 y en 1537; y se nos antojan demasiado pocas, para la obligación que tenía con la Reina cautiva. Pero ¿las recuerda todas? Hoy podemos saberlo gracias a una valiosísima labor de investigación realizada por un benemérito historiador carolino de principios de siglo: Manuel Foronda y Aguilera, autor de un notable libro: Estancias y viajes del emperador Carlos V[160].

¿Con qué nos encontramos? Con que ese número de visitas, que nos parecían tan pocas, hay que multiplicarlas por cuatro.

En efecto, al menos en doce ocasiones se puede documentar la presencia de Carlos V en Tordesillas, y eso ya nos da otra imagen del Emperador. Pues además de aquella primera visita realizada el 4 de noviembre de 1517, en la que estuvo una semana con la madre y la hermana, y que ya hemos comentado, le vemos volver a poco, a los dos meses, el 16 de enero de 1518, estando entonces solo tres días. Pero en marzo de 1520, antes de ponerse en camino para Alemania, con motivo de su coronación imperial, otra vez se presenta Carlos en Tordesillas para reverenciar a su madre, en una estancia que duraría siete días. Y una de las primeras cosas que hace a su regreso, cuando ha de pacificar el Reino tras la revuelta comunera, será también la visita a doña Juana, que realizaría el 2 de septiembre de 1522. Al año siguiente se presentaría nada menos que en tres ocasiones: aparece el 9 de mayo de 1523, viniendo de Valladolid, para una estancia de seis días. Al mes siguiente, el 13 de junio, lo hará solamente de paso; aun así, cenará y pernoctará en Tordesillas. Pero como si le remordiera la conciencia por tan corta visita, regresa el 17 y está ya cuatro días.

Pero es en 1524 cuando podemos afirmar que Carlos V trata de afrontar de lleno los problemas suscitados en la Casa de su madre, hasta el punto de que durante más de un mes establece su Corte en Tordesillas, pues llega el 3 de octubre y no se marcha hasta el 5 de noviembre. Y es cuando se convence de quién es su hermana, para el tiempo toda una mujer a sus diecisiete años, a la que dará ya toda su confianza: Catalina puede convertirse en la nueva Reina de Portugal, cosa que no tardará en producirse, como hemos de ver.

Transcurre después un largo período de ausencias del Emperador, que tardaría diez años en volver a Tordesillas. Sin duda, Carlos considera que la cuestión de la Casa de su madre está bajo control y él debe dedicarse, de pleno, a afrontar la difícil situación internacional y los grandes cambios personales, como su propia boda y sus primeras campañas militares. Veamos las fechas, y sus resonantes acontecimientos: 1525, batalla de Pavía; 1526, las bodas imperiales de Carlos e Isabel de Portugal; 1527, saco de Roma y nacimiento del príncipe Felipe; 1528, cerco de Nápoles por los franceses y su liberación; 1529, Paz de las Damas y primer viaje de Carlos V a Italia; 1530, coronación imperial en Bolonia; 1531, muerte de Margarita de Saboya, la tía de Carlos V, y reorganización del gobierno de los Países Bajos, estando allí el Emperador; 1532, en fin, expulsión de los turcos que habían invadido Austria, con entrada de Carlos V en Viena. Pero cuando el Emperador vuelve a España y realiza su visita a las tierras de Castilla la Vieja, en 1534, no se olvida de ir a reverenciar a su madre en Mojados, porque la peste que entonces azotaba la región la había obligado a salir de Tordesillas[161]. Y volverían las ausencias de Carlos V: 1535, campaña de Túñez, acaudillando el César el ejército imperial que derrota a Barbarroja; 1536, en fin, campaña de Provenza contra la Francia de Francisco I, asimismo acaudillada por el Emperador.

Y algo para anotar: cuando Carlos V anuncia a su mujer, la Emperatriz, que al fin puede regresar a España, le pide que le espere en Tordesillas, «en la cámara de la Reina», su madre[162]. Y allí llega el Emperador el 19 de diciembre de 1536, estando con su mujer y sus hijos hasta el 28 de diciembre; por lo tanto, durante diez días, en unas auténticas vacaciones navideñas y familiares, como podía hacer otro cualquier viajero tras una prolongada ausencia de la casa familiar; pero en este caso, al lado de la madre.

UNAS NAVIDADES PARA EL RECUERDO

Asomémonos, pues, a aquellas Navidades de 1536 que doña Juana pasaría con la familia imperial al completo, rompiendo su soledad. Tras la orden del Emperador de que allí le esperaran la Emperatriz, con sus tres hijos, Felipe, María y Juana, pronto fueron llegando, antecediéndoles, gran número de personajes de la Corte, ante el asombro de la Reina, que vería cómo de pronto todo era movimiento, llegada de jinetes, entrada y salida de dignatarios, bullicio y ruido grande, en suma, rompiendo la quietud y el silencio de su cautiverio.

Todo eso, como un notable acontecimiento cortesano, contado a lo vivo por los cronistas, en particular por Pedro Girón. Y de ese modo, como si se tratara de un reportaje periodístico de nuestros días, nos es dado penetrar en la casona palaciega de la Reina. El día fijado para la llegada del Emperador, que era el 19 de diciembre, ya toda aquella Corte estaba expectante, aunque dentro del palacio, a resguardo del frío anunciador del invierno meseteño. De pronto, cogiendo a todos de improviso, se hace sentir un galope de jinetes. Era el Emperador en persona, junto con los suyos más fieles.

Gran conmoción entre los cortesanos, que al momento se abalanzan, escaleras abajo, para ver quién era el primero en reverenciar al conquistador de Túnez, al soldado de África, al nuevo Carolus Africanus, que así se le empezaba a llamar como si se tratara de un héroe de la Antigüedad.

El fiel cronista nos describe la escena:

Y como se dixo que S. M. entraba, comenzaron a salir y ir a recibirle abaxo al patio, y como eran tantos, cuando los primeros eran llegados al pie de la escalera, ya S. M. era apeado, y llegaba al escalera y allí le comenzaron a besar todos las manos, a quien S. M. las daba muy alegre…[163]

Carlos V se ve ante sus fieles nobles castellanos, y ante aquel agolpamiento en que se salta el protocolo, expresa su alegría. En lo alto de la escalera le aguarda su hijo Felipe, el Príncipe, ya todo un personaje a sus nueve años, en medio de los dos cardenales, Tavera y García de Loaysa. Son, pues, los únicos que han sabido mantener el protocolo cortesano, sin descomponer la figura[164].

Restaba lo principal: el saludo a la Reina, su madre, y el abrazo a la Emperatriz. Ambas le esperaban en la sala de la casona-palacio donde residía doña Juana. Lo que sigue del relato del cronista, que se nos aparece aquí como testigo de vista, es una prueba del respeto que Carlos V manifestaría siempre hacia su madre, aun con todo que la mantuviera en aquella situación de forzada reclusión.

Pues añade el cronista:

Y fuese ansí hablando con ellos[165] hasta la sala donde estaban la Reina y la Emperatriz. S. M. se hincó de rodillas y pidió la mano a la Reina, su madre. Ella respondió que se levantase, que ya sabía que no daba la mano. El Emperador se levantó y abrazó a la Emperatriz. Ella le hizo una reverencia baxa. S. M. la alzó y tornó a hablar con la Reina, con quien estuvo un poco hablando…

¿De qué podría hablar Carlos V con su madre? Evidentemente, no de asuntos de Estado y sí, con toda seguridad, de su salud y de cómo era tratada. En el siempre difícil tema del enclaustramiento de la Reina, estas Navidades que el César quiere pasar con su madre, llevando además a sus seres queridos, nos da la estampa de un hijo respetuoso con aquella pobre mujer que está enferma de un mal que la época no sabe tratar bien. Y siendo como es la Reina, hay que tener sumo cuidado con ella. Ni se la puede ignorar ni se la puede dejar en libertad. Ni puede, ni quiere Carlos aparecer como el hijo que se levanta contra su madre, ni puede ni debe dejarla a merced de cualquier intrigante. Debe tenerla «a buen recaudo», como se lee en los documentos del tiempo; pero nunca dejará de expresarle su respeto. De ahí que esa imagen del César, que nos transmite el cronista Pedro Girón —sin duda, presente en aquel acto—, hincando la rodilla ante su madre, como cuando por primera vez la visitó en 1517, sea de tanto valor.

Además, para que la estampa navideña fuese completa, el día de Navidad se pasó nevando:

Amanesció nevando y nevó dos días y medio quasi sin cesar, que fue cosa que los hombres viejos dicen que había más de cuarenta años que nunca se había visto en esta tierra…

Y fue tanta la nieve caída, que hubo que organizar cuadrillas de hombres para que abriesen caminos por entre la nieve y tomar medidas para el aprovisionamiento de la Corte de Tordesillas, que había quedado como cercada por el temporal[166].

Pero esto no importó demasiado. Carlos V había querido pasar las Navidades con su familia en Tordesillas para reverenciar a su madre, como recordaría más tarde en sus Memorias. También aquí la cita de Pedro Girón es muy precisa:

Escribió el Emperador a la Emperatriz que se fuese a esperarle a la villa de Tordesillas, porque quería ir allí a besar las manos a la Reina, su madre…[167]

Y su motivo también nos lo atestiguan otros documentos del tiempo:

S. M. se detuvo en Tordesillas para se holgar…[168]

En 1538 Carlos V volvería a Tordesillas, acompañado de la Emperatriz[169]. Sería la décima vez que visitara a su madre. Y él todavía volvería en otras dos ocasiones: el 19 de noviembre de 1539, cuando ya había muerto su esposa —poco antes de emprender aquel arriesgado viaje en el que tendría que atravesar Francia, camino de los Países Bajos, para castigar a la rebelde ciudad de Gante que le había visto nacer—, y por último, el 23 de enero de 1542, fecha en que estaría tres días acompañando a su madre.

Sería la última vez. En 1543 se agravaría de tal forma el panorama internacional en el norte de Europa, que Carlos tendría que desplazarse urgentemente a los Países Bajos. Y ya no volvería a España más que para buscar en 1556 el retiro de Yuste, su refugio para bien morir.

Para entonces, Juana de Castilla había dejado de existir.

Hemos indicado, de pasada, que Carlos V preparó en octubre de 1524, y desde Tordesillas, la boda de su hermana Catalina con Juan III de Portugal. Pero ese acontecimiento debemos verlo también desde la perspectiva de doña Juana.

Porque para la Reina, la marcha de su hija fue el lance más doloroso que sufrió desde la muerte de su marido.

El 2 de enero de 1525 abandonaba para siempre Catalina la Casa de doña Juana. Todavía no había cumplido los dieciocho años —los haría el 14 del mismo mes—, pero había sido tan probada por la vida, que a la fuerza había madurado, convirtiéndose en toda una mujer, como sería también una gran Reina de Portugal.

Había tenido una dura escuela, y no la había desaprovechado.

Para Juana, la marcha de su hija fue un desgarrón, porque con su partida se iba también aquel arrimo que había tenido con ella, su ternura, su nexo con la vida afectiva; en suma, su único quitapesares. A partir de ese momento, salvo en las fugaces apariciones de algún otro familiar (pues ya veremos que, en efecto, también irían a verla sus nietos), Juana no conocería más que la soledad. Y como si lo presintiese, durante un día y una noche no hubo manera de separarla de la ventana desde donde había visto partir a su hija bien amada[170].

Cierto: era mucho lo que perdía, porque, entre otras cosas, la Reina ya no tendría quien la defendiese de los atropellos de los marqueses de Denia. Atropellos de los que poseemos reveladores testimonios. En aquel mismo mes de enero de 1525, a poco de la salida de Catalina, pasó por Tordesillas el Almirante, y quedó tan mal impresionado que se creyó obligado a denunciar lo que había visto al propio Carlos V. Y es de anotar que el Almirante realizara aquella visita (como él mismo confiesa) por orden de Carlos V, lo que nos prueba que el Emperador no dejó sin más a su madre a merced del marqués de Denia.

Cuando por mandado de V. M. fui a Tordesillas —comunica el Almirante—, hablé algunas veces con la Reina, nuestra señora, y en verdad, señor, que con todo su trabajo se le conocía el descontento que tiene del Marqués y de la Marquesa, que es tanto que siente mayor trabajo de oíllos que sintió de la ida de la Reina [Catalina]

Y añade el Almirante:

… por parecerme obra muy piadosa la escribo a V. M., que para hablar en esto parece que tiene todo el ser que cualquiera puede tener, y en saliendo dello está tan desconcertada como V. M. ha visto…[171].

Por lo tanto, el Almirante se apiada de doña Juana, tan a merced de los marqueses de Denia. ¿Llegaron estos a la violencia física? Pues sí, y eso lo sabemos por el propio Marqués, quien confiesa que había tenido que emplear «premias» con la Reina para reducir su rebeldía. ¡Y se lo declara al propio Emperador!

La Reina, nuestra señora, está como suele —le informa el Marqués el 23 de mayo de 1525— y habrá un mes que salió a su corredor y comenzó a dar voces, y porque no oyesen a S. A., yo mandé a las mujeres que le suplicasen que se entrase en su cámara, y si no lo hiciese, la metiesen; y viendo que lo querían hacer, entróse.

No cabe duda: las loqueras —pues así deberíamos llamar a las mujeres que con tanta facilidad cumplían las órdenes del Marqués, si denominamos loca a Juana de Castilla— no se andan por las ramas y tienen atemorizada a la Reina; solo así se explica que con tanta facilidad se hagan obedecer de doña Juana. Y así el Marqués puede jactanciarse:

Ha quedado tan ordenada que no hace sino lo que la suplicamos.

Pero, por si quedaba algo sin aclarar, a continuación el Marqués alude ya abiertamente a los castigos:

Yo siempre creí que estando S. A. en la indisposición que está, por nuestros pecados, no podría aprovechar ninguna cosa tanto como alguna premia, aunque es muy grave cosa pensar el vasallo hacella a su señor…[172]

Tenemos, pues, la estampa de la Reina que aprovechando algún descuido de sus guardianes, sale al corredor que da al río, y empieza a escandalizar con sus voces. Tenemos también la imagen de las loqueras metiendo a doña Juana, quieras que no, en aquella cámara interior suya solo alumbrada con velas, si recordamos la descripción que de ella nos hace la infanta doña Catalina. Tenemos la súbita docilidad de la Reina («… ha quedado tan ordenada…») y, finalmente, la referencia del Marqués a emplear con ella «alguna premia», de lo que él mismo se escandaliza. Pero ¿qué son exactamente las «premias»? Estamos ante un término desusado hoy día. Nuestra Real Academia Española las define como «dar prisa, compeler a alguno con mandamiento de autoridad», lo cual se nos antoja poco preciso, para el sentido con que el Marqués recuerda su acción violenta sobre la Reina; pero también define el verbo apremiar como «oprimir, apretar», y eso ya queda más cerca del texto que comentamos.

Ahora bien, lo grave es que el Marqués haga esa confidencia al Emperador, porque demuestra que tenía su autorización para hacerlo. Y eso se corresponde con las primeras instrucciones que conocemos de Carlos V al marqués de Denia, sobre cómo tenía que ser su comportamiento como jefe de la Casa de doña Juana. Esas instrucciones son del mes de enero de 1520 y en ellas le advierte el Emperador al Marqués que tuviera mucha cuenta respecto al aislamiento en que debía vivir la Reina, de forma que nadie pudiera hablar con ella:

Paréceme que lo mejor y que más conviene que se haga es excusar todo lo que ser pueda que ninguna persona hable con S. A., pues aquello no puede aprovechar sino dañar[173].

Y como la materia era harto grave, todo lo que el Marqués escribiese sobre ello al Emperador debería hacerlo de propia mano, en clave y por correo seguro; tanto le preocupaba a Carlos V lo que ocurría en Tordesillas, y tanto también que aquello trasluciese al público.

En cuanto a doña Juana, no es cierto que quedase «tan ordenada», al menos no por mucho tiempo. Frente al rigor con que era tratada volvería a reaccionar, como ya había hecho en Flandes, cuando su carcelero mayor era su propio esposo: practicando la huelga de hambre:

… ha 5 o 6 días que no ha querido comer sino pan y queso —informa el Marqués a mediados de octubre de 1527—, y esto acostumbra S. A. hacer por cada cosa que no se hace a su voluntad…[174].

Al lado de eso, el contraste de la nota afectiva, con las frecuentes visitas de Carlos V a su madre, como lo harían también los miembros más destacados de la familia imperial. Ya aludimos, en su momento, a las que le hizo la emperatriz Isabel, como la que llevó a cabo en octubre de 1536, y no de forma protocolaria, pues en aquella ocasión Isabel pasaría seis días en Tordesillas[175]. También lo haría Felipe II, y particularmente emotiva fue para doña Juana la del Príncipe acompañado de su primera mujer, aquella María Manuela de Portugal, ¡la hija de su querida Catalina! Posiblemente fue uno de los pocos momentos dichosos de la Reina, cuando vio ante sí aquella pareja de jóvenes desposados —apenas si contaban dieciséis años—. Y tanto le plació, que les pidió que danzaran en su presencia[176]. También la volvió a visitar Felipe II en 1554, antes de emprender viaje para Inglaterra para consumar su matrimonio con la reina María Tudor. Y sabemos que asimismo lo hizo Maximiliano II, en la etapa de su corta estancia en Castilla como Gobernador del Reino, yendo en este caso acompañado de su mujer, María, la hija de Carlos V, otra nieta, por lo tanto, de doña Juana. Eso ocurriría el 4 de agosto de 1550, tal como informaría Maximiliano a Carlos V:

A la Reina, nuestra señora, fuimos a visitar y besar las manos, y S. A. holgó con nosotros…

Es cuando Maximiliano hace referencia al mal que tanto hizo sufrir a la anciana Reina en su vejez, y que la tendría medio inmovilizada[177].

Por último, en esa línea de lo afectivo, una consideración que suele pasarse por alto: el hecho de que la segunda hija de Carlos V llevase el nombre de su madre. Eso había sido, como suele ocurrir en cualquier familia normal, un signo de afecto hacia la abuela paterna. No cabe duda de que Carlos V quería dar una muestra de respeto y de cariño hacia su madre. Y tan es así, que la propia Emperatriz se lo comunica a doña Juana, dándole esa alegría:

La Reina, nuestra señora —es el marqués de Denia quien escribe a la Emperatriz—, está buena, a Nuestro Señor gracias, y ha holgado mucho de saber el alumbramiento de V. M. y de haberse llamado la señora Infanta Juana.

Y añade el Marqués:

Y en verdad que V. M. tiene gran razón de querer mucho a S. A. y desealla servir, porque S. A. ama verdaderamente a V. M., y, con toda su enfermedad, no dexa de tener el cuidado de madre, y así me pregunta siempre si sé nuevas del Emperador, nuestro señor…

Y aun termina:

Cuando V. M. tuviere nuevas de S. M., suplico a V. M. las haga saber a S. A., porque en verdad le dará en esto gran contentamiento[178].

¿Esto quiere decir que la Reina estaba ya más conforme con su suerte? Aquí se nos presenta como la madre que recuerda a su hijo, que no ve en él a quien la mantiene en aquel cautiverio, sino al hijo recordado y querido, siempre metido en grandes empresas y siempre sometido a grandes riesgos. Y la madre quiere saber más y más del hijo ausente.

En suma, aquella larga soledad y aquel largo cautiverio han logrado un cierto alivio. Ya nadie se plantea en la Corte imperial que alguien pueda intrigar en torno a la Reina de Tordesillas. Y ella, doña Juana, parece haberse conformado con su suerte, en aquel prolongado destierro que duraría lo que su vida.