Juana la Loca, ya para siempre, en Tordesillas. Residiendo en la zona palaciega mandada construir hacía más de un siglo por aquella otra Reina del siglo XIV también llamada Juana. Y viviendo aquellos primeros años con ella, aquella Infanta, aquella criaturilla que tanto le recordaba a su marido: la infanta Catalina.
Y cercano, tanto que podía verlo desde alguna de las ventanas de su palacio que daban al convento de Santa Clara, el cuerpo insepulto de Felipe el Hermoso.
Evidentemente, ese cuadro no es completo. Falta por saber cómo vivía la Reina, quiénes la acompañaban, y quiénes la guardaban.
O por mejor decir: quiénes la vigilaban.
Por lo pronto, hemos de mencionar a las personas que Fernando el Católico puso al frente de la Casa Real de Juana de Castilla.
Es cuando nos encontramos con un aragonés muy mal visto por los vecinos de Tordesillas y que se nos antoja con cierto aire siniestro: Mosén Ferrer.
Pronto por la Villa corrió un rumor: mosén Ferrer no era un cortesano al servicio de la Reina; era un carcelero más o menos disimulado, cuya consigna era tener a buen recaudo a doña Juana, aislándola y no permitiéndole contacto alguno con el exterior.
Eso era hacer de la vida de doña Juana una vida en prisión.
Es más: se añadía que en el ejercicio de sus funciones mosén Ferrer abusaba de su poder, con un trato cruel sobre la desventurada, y que el Rey Católico pasaba por todo, con tal de que se cumpliera a rajatabla su orden de aislamiento y reclusión de la Reina.
El único consuelo de Juana era tener a su lado a su hija Catalina, que iba creciendo sana, pese a todas las dificultades; y hemos de suponer que las gracias de la niña harían sonreír de cuando en cuando a la madre. Lo que sí sabemos es que la Reina, ante el temor de que le arrebatasen a su hija, la hacía dormir en un cuarto interior al que solo se podía pasar por el de la propia doña Juana. Y que en ese cuarto pasaba las más de las horas la pequeña, a la única luz de las candilejas con que se alumbraba la habitación; hasta que un servidor de la Reina, acaso Hernán Duque de Estrada, tuvo compasión de la Infanta, y mandó abrir un hueco en el muro, para que al menos pudiera asomarse y ver a la gente del pueblo que transitara por aquellos alrededores.
Mientras tanto, se sucedían notables sucesos por todo el mundo, de buena parte de los cuales Castilla era principal protagonista. En primer lugar, el despliegue por el norte de África de los tercios viejos, y de forma tan rápida que provocó la admiración de Europa: en 1508 ya se había tomado Orán, bajo el patrocinio del cardenal Cisneros. Y a partir de esa fecha, se suceden las tomas de una serie de plazas importantes: Mers-el-Kebir (el Mazalquivir de nuestras viejas crónicas), Bugía y hasta la propia lejana Trípoli, en plenos arenales de Libia. Y Argel misma, la fortísima plaza de Argel, acataría la supremacía de Castilla.
Grandes triunfos, pero también algún que otro desastre, en particular el acaecido en la isla de las Djelbes, donde pereció, junto con el primogénito del duque de Alba, don García de Toledo, lo mejor de la nobleza salmantina, y que daría lugar a un romancillo popular:
Las Gelves, madre
malas son de tomare…
Pero a partir de 1512, África cedería ante Italia. De pronto, la actitud del Rey francés, al apoyar un conciliábulo cismático en Pisa, le convertía a él y a sus aliados en los enemigos de la Iglesia a batir. Lo cual era tanto más apetecible para el Rey Católico cuanto que de ello podía obtener grandes ventajas de la Santa Sede. Porque los soberanos cismáticos quedaban fuera de la ley, y ellos y sus reinos y señoríos podían ser ocupados a sangre y fuego, con el beneplácito de la Iglesia.
No se trataba, evidentemente, de que Fernando pensase en ocupar Francia; ese era un bocado demasiado suculento, incluso para él que estaba habituado a los grandes festines políticos. Pero ahí estaba Navarra, cuyos Reyes habían tenido la imprudencia de declararse aliados del francés.
Y Navarra sí que era asequible para los tercios viejos castellanos. Y además eran tierras que habían estado vinculadas a la Corona aragonesa.
En efecto, el propio Juan II, el padre de Fernando el Católico, había enseñoreado Navarra a mediados del siglo XV. Además, en Navarra existían dos partidos enfrentados, agramonteses y beamonteses, y eso facilitaría los planes de Fernando, hábil siempre en aprovecharse de tales debilidades, hasta el punto de llamar la atención de aquel contemporáneo suyo y tratadista distinguido del arte de la política, como lo fue Maquiavelo.
En suma, Fernando decidiría en 1512 la invasión de Navarra, empresa conseguida con habilidad y fortuna.
Sería ese explosivo final de la vida de Fernando, cerrando la unidad de España, tal como la conocemos hoy en día.
Un período trepidante, mientras Tordesillas seguía con su vida rutinaria, la vida apacible, casi bucólica, de un pueblo de agricultores y ganaderos, con algunos hidalgos que dejan pasar las horas, con algún leve comentario sobre las novedades de la Corte o sobre las rarezas de aquella Juana de Castilla que sigue alojada en las cercanías del convento de Santa Clara, a la merced de su guardián mosén Ferrer. Pues nadie, en las alturas, parecía acordarse ya de la pobre loca.
Nadie, no. Una mujer la visitó en ocasiones, compadecida de la Reina cautiva. Una mujer que podía romper la consigna de aislamiento, amparada en su doble condición de Reina y de esposa del monarca todopoderoso; y me refiero, claro está, a Germana de Foix.
En efecto, los relatos del tiempo nos hablan de esas visitas de Germana a Tordesillas.
Cierto: también Fernando el Católico hizo, al menos, tres visitas a su hija: la primera en octubre de 1509, otra en noviembre de 1510, y la tercera en 1513.
En 1510 Fernando acudió acompañado de Grandes y de embajadores. El Rey, reciente el desastre de las Djelbes, proyectaba dirigir personalmente una expedición vengadora sobre aquella isla y decidió despedirse de su hija.
El espectáculo con que se encontró fue deprimente. Un testigo de aquella visita nos lo cuenta con detalle:
… su vida [de doña Juana] era tal y el atavío y ropas de su vestir tan pobres y extrañas y diferentes de su dignidad, y en su modo de vivir se trataba tan ásperamente que no se podía tener esperanza que viviese muchos dias…[110]
Pero hubo en aquella visita del Rey algo calculado, que produjo una penosa impresión en doña Juana.
Fernando el Católico quería salir al paso, sin duda, de los comentarios que se hacían al tener en aquella situación de semicautiverio a su hija. De ahí que fuera acompañado de aquel cortejo, y no solo de los miembros de la alta nobleza castellana, sino también de los embajadores presentes en su Corte. De forma que primero visita a solas a la Reina; y cuando comprueba lo que ya suponía, el lamentable abandono, fruto del estado mental de la hija, va al día siguiente con todo el acompañamiento posible. En este sentido, el relato es revelador:
Antes de tratar esto, entró el Rey solo a visitarla, y otro día llevó consigo a los embaxadores y salieron maravillados del mal tratamiento de su persona y vestidos, [pues] pasaban algunas veces sesenta horas que no comía…
Pero no tan loca doña Juana que no entendiera perfectamente aquella maniobra, aquel hacer público su abandono. Y eso también lo refleja el testigo:
Recibió la Reina gran afrenta por la visita…[111]
Penoso, en verdad: una visita paterna, que había de tomarse como una jornada de consuelo, se convierte en algo humillante, que lastima a doña Juana.
Tres años después, en 1513, Fernando volvió a visitar a su hija, encontrándola como siempre, bien de salud física, pero apática en todo, resignada a la vida solitaria «y melancólica» —el término es de un testigo de la visita—, y tan abúlica que podía pasarse días enteros sin probar bocado y sin desnudarse, ni siquiera para ir al lecho. Entonces sí trató Fernando de corregir aquel abandono, estando varios días conviviendo con su hija[112].
La muerte de Fernando el Católico trajo también, a ese nivel local, su crisis, con un alzamiento de los vecinos de Tordesillas contra mosén Ferrer, el odiado guardián, al que se le imputaban las odiosas medidas de seguridad que habían hecho de Juana una Reina cautiva.
Hubo asalto al palacio, con expulsión de mosén Ferrer, con la esperanza de que Juana, una vez libre, reaccionase y volviese por sus fueros.
Frente a esa postura renovadora, nos encontramos con los que trataban de que todo siguiera igual. Por lo pronto, los consejeros regios que estaban con Fernando en Madrigalejo en 1516 y que asistieron a su muerte, enviaron correos a toda furia a Tordesillas, con una extraña consigna: era preciso guardar el secreto sobre la muerte de Fernando en la cámara de la Reina. Doña Juana nada debía saber en cuanto al fallecimiento de su padre.
Una dama de palacio, la condesa viuda de Salinas, Camarera mayor de la Reina, nos lo refiere:
Don Diego de Castilla ha requerido a monteros e mujeres que no hablen a la Reina ni la digan palabra…[113]
Solo que la muerte de un Rey es difícil de esconder. Algún rumor acabó llegando a la Reina, quien llamó a un fraile de su confianza, fray Juan de Ávila, para que le dijese lo que había sobre ello de cierto, y el fraile se lo declaró. Quiso saber entonces la Reina quiénes estaban con su padre a la hora de su muerte y quién quedaba al frente del gobierno. Y al saber que la empresa recaía otra vez sobre los hombros del cardenal Cisneros, se sosegó.
Y sería Cisneros, precisamente, quien pondría un poco de cordura en la pequeña Corte de Tordesillas. Envió con plenos poderes a un hombre de su confianza, Rodrigo Sánchez de Mercado, obispo de Mallorca.
El buen obispo tomó algunas medidas eficaces, que aliviaron la situación de la Reina. En primer lugar, apartó a mosén Ferrer del gobierno de la Casa regia. Encargó a un médico de experiencia, el doctor Soto, que controlase la comida y el régimen de vida de doña Juana. Y puso al frente de la Casa a Hernán Duque de Estrada, aquel que posiblemente tuvo la buena idea de abrir un hueco en la estancia de la infanta Catalina, para que al menos pudiera ver la campiña, el cielo, los pajarillos del aire y esos otros pajarillos de la tierra, los niños, los hijos de las gentes sencillas que, sabedores de su desamparo, acudían al pie de la torre para acompañar a la infantita con sus voces y para comunicarle algo de su alegría y de su libertad.
Ahora bien, la muerte de Fernando tenía que traer, por fuerza, otros grandes cambios en España, cambios a los que no podía ser ajeno el pequeño mundo tordesillano.
Porque a partir de ese momento algo se pondría en movimiento. De momento, pronto empezaron a llegar correos sobre correos, venidos de Flandes.
De Flandes, donde el príncipe Carlos seguía atento lo que pasaba en Castilla, preparando su propio y personal gobierno.
Algo iba a cambiar, eso era claro. Pero ¿en qué medida afectaría a la Reina? ¿Iba a tener sobre ella el mismo ascendiente el hijo que había tenido el padre? Pues lo que todos se preguntaban era si la Reina iba a recuperar algo del protagonismo que le correspondía, si iba a seguir o a dejar Tordesillas, y si iba a despertar de aquel sueño en que parecía sumida.
En todo caso, al menos estaba claro que una nueva etapa empezaba para Juana de Castilla.
Aunque ya no procede hablar de Juana de Castilla, sino más bien de Juana de España. Y ello porque el rey Fernando la deja heredera universal de todos sus Reinos, incluido el recientemente ganado de Navarra.
En efecto, en su Testamento el Rey Católico lo marca expresamente. Tengo ante mí la copia fidedigna que custodia el Archivo de Simancas, y su texto es bien preciso. En cuanto a Navarra, la Reina aparece junto a su hijo Carlos, la madre con el título de Reina que le correspondía, el hijo solo con el de Príncipe:
Yten, dexamos, ynstituymos y hazemos heredera a la dicha sereníssima Reyna doña Juana, nuestra muy cara e muy amada hija, y al dicho yllmo. Prínçipe don Carlos, nuestro nieto, y a sus herederos e subçesores legítimamente, del nuestro Reyno de Navarra…[114]
En cambio, lo que no deja de llamar la atención, para lo que era ya el pleno de los dominios de la Corona de Aragón, doña Juana es proclamada heredera universal, sin que aparezca aquí expresamente la figura de don Carlos, sino de forma indirecta, en cuanto que la herencia menciona también a los sucesores legítimos de la Reina:
Yten, hazemos e ynstituymos heredera e subçesora vniversal en los dichos nuestros Reynos de Aragón, Seçilia… [etc.] a la dicha sereníssima Reyna doña Juana, nuestra muy cara e muy amada hija primogénita, y en los dichos nuestros Reynos, Prinçipado, Ducado y Marquesado, Condados, tierras y señoríos nuestros, Reyna e señora…[115]
¿Cuál es la razón de esa diferencia? Da la impresión de tratarse de un Testamento antiguo, redactado en la época en que vivía la princesa Isabel —y de ahí que se indique lo de primogénita—, en el que se han cambiado simplemente los nombres, sustituyendo el de Isabel por el de Juana; un Testamento al que hay que incluir una cláusula nueva por la inesperada incorporación del reino de Navarra. Y como eso ocurre en 1512, cuando la reina Juana ha dado tan marcadas muestras de trastorno mental, Fernando el Católico pone a su lado al nieto Carlos, como sucesores conjuntamente, si bien dándole tan solo el título de Príncipe. Que Carlos impusiera a poco el título regio sería, por lo tanto, una novedad, no por todos bien vista, como es notorio.
Ahora bien, e insistimos en ello, de una forma u otra, una nueva etapa daba comienzo para Juana de Castilla o Juana de España.
A la vista del Testamento del rey Fernando, ¿estaríamos ante un rasgo de afecto tardío hacia Juana? Porque lo cierto es que, en vida, el Rey soslayó el ruego de su hija de que la ayudara a gobernar, asistiéndola con su consejo, no recluyéndola en el retirado palacio de Tordesillas. Al menos, eso es lo que esperaba Juana, y eso lo sabemos muy bien por un largo informe que su carcelero, mosén Ferrer, manda a Fernando el Católico. Es un extensa carta escrita desde Tordesillas el 10 de agosto de 1511, por lo tanto cuando todavía estaba relativamente reciente la orden de reclusión dada por el Rey. Y entre otras muchas cosas, todas del mayor interés, Ferrer cuenta a su soberano cuán quejosa estaba Juana por el tratamiento que había recibido de su padre, tan distinto del que ella esperaba. Recordó que cuando los Grandes de Castilla le instaban a gobernar, se negó por esperar al Rey, entonces ausente de Castilla, para que con su regreso
«… Vuestra Alteza remediase a ella y a sus hijos y a sus Reinos…»
Pero no dejándolo todo en sus manos, sino para que la ayudase a gobernar con su consejo. Se trata de una queja reveladora de algo que no deja lugar a dudas:
«… que cuando Vuestra Alteza vino de Nápoles, que aquella (Juana) pensó que por el favor de Vuestra Alteza había de mandar toda Castilla…»[116].
Por lo tanto, Juana no estaba entonces tan loca ni tan conforme con su retiro del mundo. Sin duda, hubiera querido gobernar como la reina de Castilla que era, si bien, ante la carga que ello suponía, había confiado en poder hacerlo con la preciosa ayuda de su padre, Fernando el Católico, que tan sagaz se había mostrado siempre en materias de Estado. Y además, con el aliciente añadido de que lograría recuperar a todos sus hijos.
Pero Fernando fue de otra opinión. Nada de estar gobernando en la sombra, como el consejero desinteresado. Él quería todo el poder en sus manos, sin fisura alguna, tal como le apuntaba su embajador Puebla, buen conocedor de las intenciones de su amo.
Y de ese modo, Juana fue la sacrificada, la cautiva de Tordesillas, sin más consuelo que la compañía de su hija menor, Catalina, pero apartada para siempre del resto de sus hijos y al margen por completo del gobierno del Reino.
¿Hubiera ocurrido lo mismo si se hubiera tratado del hijo varón, de aquel Juan muerto en 1497? ¿Se habría atrevido Fernando? ¿Lo habrían consentido las Cortes de Castilla?
Pero no se trató de Juan, sino de Juana; no del Príncipe, sino de la Princesa.
Una vez más, la mujer fue la gran sacrificada.