Juana la Loca, pues; su conducta, a partir de la muerte de Felipe el Hermoso, no puede ser calificada de otro modo. Ahora bien, con extraños altibajos. Cuando Luis Ferrer, el embajador aragonés de su padre Fernando, le avisa de que el Rey Católico estaba a punto de embarcar en Nápoles para regresar a Castilla, y que era bueno que se hicieran rogativas para pedir a Dios que le salvase de los riesgos de tan largo viaje, le contestó con plena lucidez que así se haría, aunque para ella eran tantos los méritos de su padre, al prestarse a dejar sus Reinos, tan seguros, para venir a gobernar los ajenos, tan perturbados, que pocas oraciones necesitaba quien tan loable empresa acometía. Y Pedro Mártir de Anglería no pudo menos de comentar, admirado:
Tiene mucho talento y memoria esta nuestra soberana. Con agudeza penetra no solo en lo que respecta a una mujer, sino también a un gran hombre. No da explicaciones; se niega a tomar iniciativas. Tal como nos la enviaron de Flandes, así la tenemos. Tan pronto nos hace concebir esperanzas de una próxima curación como nos las ahuyenta. Así vivimos[93].
Cuando los correos anuncian la próxima llegada de Fernando el Católico, Juana sale a su encuentro, pasando de Hornillos a Tórtoles, si bien siempre del mismo modo: acompañando al carro fúnebre que lleva el cadáver de su marido.
El 29 de agosto de 1507 padre e hija se encontraron en Tórtoles y se abrazaron. De los dos el más emocionado parecía el padre —«no pudo contener las lágrimas», nos dice un testigo—, mientras Juana mantuvo su impasibilidad habitual, indiferente a las buenas como a las malas noticias. Y en la larga entrevista que mantuvieron, Fernando abordó el tema capital: ¿Dónde debía instalarse la Corte? Que Juana lo ordenase, pues a ella, como Reina y señora, era a quien correspondía decidir.
Hábil maniobra del padre, que invitaba de ese modo a la hija al gesto generoso: que fuera él quien lo marcara, porque los hijos debían acatar las órdenes de los padres.
En principio, Fernando pensó en Santa María del Campo, lugar próximo a Burgos, permitiendo que su hija continuase trasladándose con su fúnebre cortejo. Sin duda pensaba que podía conseguir que Juana se aviniese finalmente por una capital mayor. Pero se equivocó al elegir Burgos.
¡Burgos! Precisamente donde un año antes Juana había visto morir a Felipe el Hermoso. Fue imposible hacerla pasar de Arcos, separándose así de su padre.
Era el 29 de octubre de 1507.
En Arcos permanecería Juana más de un año, cada vez más abandonada y desasistida, con un notorio empeoramiento de su estado.
Ya no quiere atender a su cuerpo, como si fuera la cárcel que la encerraba en el mundo y que la apartaba de su marido: dormía en el suelo, no se cambiaba de ropa y no se lavaba. El obispo de Málaga, que la visitó por aquellas fechas, escribiría a Fernando el Católico:
Su poca limpieza en cara, y diz que en lo demás, es grande[94].
«Y diz que en lo demás…». Suficiente. El bueno del obispo de Málaga nos deja intuir, con esa frase, el grado de suciedad a que había llegado la Reina.
Los graves sucesos provocados en Córdoba por el marqués de Priego obligan a Fernando a trasladarse a Andalucía. Allí le llegan alarmantes noticias sobre conjuras del partido filipino, acaso en connivencia con el emperador Maximiliano. Había peligro de rapto de doña Juana, expuesta como se hallaba a un golpe de mano en tan apartados e indefensos lugares.
Fue cuando Fernando el Católico decidió llevar a su hija a un sitio más seguro, donde hubiera aposentamiento más adecuado y donde estuviera a mejor recaudo. Tordesillas reunía tales condiciones. Estaba además cercana a Valladolid, donde con mucha frecuencia habían puesto su Corte los Reyes Católicos.
De ese modo, a mediados de febrero de 1509, y siempre acompañada del carro fúnebre donde iban los restos de su difunto esposo, Juana entraba en Tordesillas.
Tordesillas era sitio regio. En ella habían alzado los reyes Alfonso XI y Pedro I un palacio. Tal palacio había sido convertido en convento, pero cercano a él había edificado a fines del siglo XIV, curiosamente otra reina Juana, la esposa de Enrique II, unas habitaciones palaciegas, para tener comunicación con las monjas[95]. Y allí quedó aposentada Juana la Loca, con su tierna hija de dos años, la infanta Catalina.
Para todos era un hecho que entonces se había acabado el errar de pueblo en pueblo de Juana de Castilla:
Suponemos —comentaba Anglería— que allí [en Tordesillas] pasará Juana el resto de su vida, contenta con su soledad saturnina…[96]
Lo que ya era más difícil de suponer, es más, lo que nadie entonces podía prever era que ese resto de la vida de Juana durase casi medio siglo, prolongándose durante las regencias de Fernando y de Cisneros y durante todo el reinado de Carlos V.
Curiosamente, hubo una oportunidad de que el destino de Juana cambiase radicalmente. Pues a poco de saber Enrique VII de Inglaterra que Juana había quedado viuda, entró en negociaciones para convertirla en su esposa.
Por una vez, un pretendiente regio conoce personalmente a la que quiere convertir en su mujer; recordemos esos meses que Juana había pasado en la Corte inglesa, en 1506, cuando la armada flamenca que la llevaba, junto con Felipe el Hermoso, arribó, obligada por las tormentas, a las playas inglesas.
No cabe duda de que la belleza de Juana hizo impacto en el monarca inglés. Cierto que ya se sabía de Juana que era proclive a los profundos estados depresivos, de que daría muestras en la misma Corte de Londres. Pero aquella ansia suya de vida amorosa, aquello de ser ardentísima, acaso podía convertirse en un atractivo. Y, al menos, una cosa era segura: Juana engendraba con suma facilidad niños sanos y robustos, de los que ya por entonces había cinco por el mundo. Y esa era una condición muy alabada en las Cortes regias, siempre agobiadas por el problema de la sucesión; sin ir más lejos, Enrique VII había perdido ya uno de los dos hijos que había tenido de su anterior matrimonio, el príncipe Arturo.
En suma, aunque fuera notoria la enfermedad que aquejaba a Juana, en cuanto a su inestabilidad emocional, Enrique VII pudo pensar, como lo haría después Quevedo: no necesitaba a su mujer para conversar plácidamente sobre Aristóteles, sino para sus combates en el lecho conyugal, y para esa guerra del amor Juana, a sus veintisiete años, mostraba poseer las mejores defensas.
Y de ese modo, Enrique VII llegó incluso a utilizar la mediación de aquella otra princesa española que vivía en su Corte, a la infanta Catalina, la viuda del príncipe Arturo. Y Catalina, que abandonada por su padre se hallaba en la mayor de las penurias («No tengo ni para camisas», llegó a escribir a su padre, sin que Fernando el Católico pareciese inmutarse)[97], vio en aquella posible boda su liberación, si su hermana se convertía en la reina de Inglaterra. Y así se lo suplicó a su padre. Si alguien podía convencer a Juana, era él, sin duda:
Vi lo que el rey de Inglaterra vos fabló —contestaría Fernando a su hija, el 15 de marzo de 1507— sobre lo de su casamiento con la reina de Castilla, mi fija, vuestra hermana, y plúgome sobre todo lo que sobre ello de su parte me escrebistes.
Aquella negociación no desagradaba al Rey Católico:
Respondedle a ello de mi parte que yo no sé aún si la dicha Reina, mi fija, está en voluntad de casarse, y que si ella se ha de casar, que yo folgaré más que se case con el dicho Rey, mi hermano…[98]
No solo la infanta Catalina presionaba a Fernando; también le apretaba su embajador en Londres, el doctor Puebla, el cual abordaría la cuestión manifestando abiertamente, y no sin cierto cinismo, las ventajas que para el Rey Católico tendrían aquellos esponsales:
Vuestra Alteza terná la gobernación [de Castilla] cierta y segura…[99]
Razonamiento que hace mella en Fernando:
… hame parecido muy bien todo lo que sobrello escrebís…
Y así su embajador podía declarar a Enrique VII,
… que tiene para esto muy ganada mi voluntad…
Porque Fernando encontraba muy razonable que fuese otro el que se encargase del cuidado de su hija. Eso era bueno para él, para su propia hija y para el Reino:
Esto vernía muy bien a mi y a la Reina, mi fija, y a nuestros Estados y a mis nietos, en mi vida y en mi muerte…[100]
Y Fernando el Católico lo intentó. Lo primero sería conseguir que Juana accediese a que se diera sepultura a su marido, Felipe el Hermoso. Para ello, solicitó del papa Julio II un Breve, en el que el Pontífice instara a Juana a tal cosa[101]. Pero todo en vano. Aquí mantenía Juana su idea fija, y su respuesta siempre era la misma, con una expresión hoy desusada, que nos trae con su arcaísmo algo del sabor del tiempo:
No tan aína[102].
Es decir, no tan presto.
Y la verdad es que Enrique VII por aquellas fechas, con sus cincuenta años, su salud gastada y su estropeado aspecto físico, con un tufillo provocado por un pesado aliento —todo ello visto y sentido por Juana, durante su estancia de aquellos meses en la Corte inglesa—, no era precisamente el galán para hacer olvidar a Juana la imagen de Felipe el Hermoso.
En todo caso, una tisis galopante resolvió la cuestión, poniendo fuera de combate a Enrique VII el 21 de abril de 1509.
Dos meses antes, Fernando el Católico, convencido ya de la inviabilidad del proyecto inglés, dejó de contemporizar con su hija y decidió su encierro definitivo en Tordesillas.
Y así Tordesillas se convirtió en el destino de Juana; una Juana sin voluntad propia para decidir por sí misma, pese a que ella era, y no su padre, la Reina propietaria de Castilla.
Y ahora nos asalta la obligada pregunta: ¿Sufrió Juana un mal incurable, o su locura fue el resultado de una profunda depresión mal tratada? Una pregunta de difícil respuesta, si no conociéramos un caso muy similar dentro de su misma familia.
En efecto, hoy sabemos que su hija María —la que conocemos como María de Hungría— pasó por un proceso muy similar. Viuda como ella muy joven (cuando tenía veintiún años), de aquel rey Luis II de Hungría de quien estaba tan profundamente enamorada, María había sido nombrada en 1531 por su hermano, Carlos V, Gobernadora de los Países Bajos; pero dos años después cae en una grave depresión. Incapaz de superar la muerte de su marido, se ve sometida a una fortísima presión. En 1532 ha de organizar los envíos de hombres y dinero pedidos por el Emperador para hacer frente a la ofensiva de Solimán sobre Viena, lo que trae consigo la sublevación de Bruselas. Y a los pocos meses se desata una tragedia colectiva de las que marcan época: un tremendo temporal se abate sobre los Países Bajos. La mayor parte de Frisia, Holanda y Zelanda queda bajo el agua. La furia del mar se lleva por delante los diques y arrastra hombres, animales y enseres. La desolación es general. Y María se doblega ante tantas circunstancias adversas. De repente, echa en falta a su enamorado y todo se le viene encima:
Le desplaisirs qui m’a fallu passer de la mort du Roi, mon mari… —escribe, afligida a Carlos V—, m’ont comme lors vous dis tellement affaibli l’entendement…, que à la vérité, je ne sai supporter ce que pour ma charge dois faire…[103]
A raíz de aquellos sucesos, María de Hungría caería en un estado de postración muy similar al padecido por su madre, de tal forma que uno de los hombres de confianza de Carlos V, Antoine de Croy, que contemplaba en Bruselas aquel triste desplome humano, se lo advertiría alarmado al César:
… de jour à autre on la voit décliner…
La Reina nada hacía por curarse, no hacía caso a los médicos, no tomaba sus medicinas y su estado de postración cada vez era mayor. De forma que algo había que hacer, y pronto:
Sir —pediría aquel consejero al Emperador—: il me semble que V. M. ferait fort bien de la consoler…
Y Carlos V lo tuvo en cuenta. Sus cartas de ánimo comenzaron a llegar a Bruselas. Descargó a María de la presión que sufría y le mandó a uno de sus íntimos, a Charles de Poupet, señor de La Chaulx, para hacer comprender a su hermana que deseaba fervientemente su curación:
… une des choses de ce monde que singulierement je desire…[104]
Y la cosa funcionó. María se recuperó, saliendo de su postración, y convirtiéndose en la más eficaz y más leal colaboradora de Carlos V en el norte de Europa. Con lo cual, uno se plantea si lo que falló en el caso de su madre, Juana de Castilla, fue el adecuado tratamiento que la salvara de la locura, que no la llevara a convertirse en la cautiva de Tordesillas.
Pero no fue así, de forma que el rey Fernando, su padre, decide en 1509 que la villa del Duero fuera su lugar de reclusión.
Así, pues, a partir de 1509 Tordesillas adquiere un particular protagonismo, con la imagen incorporada de la infeliz Reina. Y de tal forma que cuando acudimos a Tordesillas nos da la impresión de que la vemos asomarse a uno de esos miradores que la Villa tiene sobre el Duero, si bien aquí no debemos confundirnos con el que la tradición popular atribuye: el balcón que se abre en el torreoncillo de la iglesia de San Antolín. Como pudo demostrar el benemérito historiador tordesillano Eleuterio Fernández Torres en su Historia de Tordesillas[105] (felizmente reeditada en fecha reciente, con excelente Prólogo de Jonás Castro Toledo), eso sí que es pura leyenda.
¿Cómo era Tordesillas en el siglo XVI? El censo general de la Corona de Castilla de 1591 le daba su verdadera importancia, colocándola en cuarto lugar en la provincia de Valladolid, detrás de la capital y de las dos Medinas, asientos de las famosas ferias. Tenía algo más de mil vecinos —que es como los hombres del tiempo contaban sus pobladores; no por habitantes, sino por vecinos, esto es, por familias—. Y mil vecinos para aquella época ya suponía algo[106].
De esos mil vecinos sabemos que 928 eran pecheros, 36 hidalgos y 40 clérigos. Y, por supuesto, que la riqueza de la villa descansaba sobre todo en lo agropecuario. Pero el haber sido el lugar escogido por Alfonso XI y por Pedro I —que en la Villa vivió sus amores con la bellísima María de Padilla— le dio ya un toque de distinción y un aire palaciego, sin olvidar que a fines del siglo XV —en 1494, exactamente— había sido la sede escogida por los Reyes Católicos para que se reunieran allí los diplomáticos portugueses y castellanos que acabarían concertando uno de los tratados de paz más importantes de toda la historia peninsular, tratado que con toda justicia toma el nombre de la Villa.
Pero para ir con la imaginación a la Tordesillas de doña Juana nada como acudir al relato del cronista flamenco Laurent Vital, que acompañó a Carlos V cuando la visitó en 1517.
Laurent Vital nos da una interesante descripción del lugar:
Tordesillas —nos dice— es una hermosa villa, pequeña, rodeada de murallas, entremezcladas con piedra y tierra, según la costumbre del país, habiendo allí varias iglesias bajas y fuertes que, en tiempos de los grandes calores, son húmedas y frescas, a fin de que en ese tiempo las gentes se encuentren mejor y no tengan que sufrir los dichos calores…
Y añade:
Toda la Villa está llena de buenos alojamientos, a causa de las gentes de bien que allí se encuentran. Está situada en una comarca muy agradable, junto a un valle muy fértil, corriendo a su pie un río muy ancho…[107]
Es el río Duero, claro, tan cantado en el Romancero, el que impresiona al cronista flamenco, el cual también nos cuenta cómo era la residencia de doña Juana:
El alojamiento de la Reina está en un extremo de la Villa, muy cerca de aquel río… Se puede descubrir desde las ventanas del cuarto donde el Rey se hospedaba una vista de cuatro o cinco leguas, hasta Medina del Campo, cuando el tiempo es claro y limpio…[108]
Así termina Laurent Vital con esa pincelada esperanzadora, en cuanto a lo que era la residencia de doña Juana en Tordesillas; pues uno quisiera creer que aquellas hermosas vistas sobre el Duero y sobre la campiña que se abre en el horizonte hacia el mediodía, la consolarían de cuando en cuando, tanto a ella como a la pequeña Catalina que iba creciendo a su lado.
Y junto a la pluma, el pincel. Pues por fortuna tenemos un dibujo también del Quinientos sobre la Villa, hecho por encargo del rey Felipe II hacia 1568, pocos años después, por lo tanto, de la muerte de doña Juana. Es el dibujo de Anton Van der Wyngaerde, el pintor flamenco que hace esa serie impresionante de panorámicas de las principales ciudades y villas de la España del siglo XVI. Aquí, Van der Wyngaerde nos presenta a Tordesillas plantada en un cerro dominando el río Duero, con su hermoso puente en primer término, con las murallas que la defendían y las torres de varias iglesias y de algunos palacios; y el artista no se olvida de anotar el nombre de la zona conventual y palaciega donde había vivido tantos años la Reina: Santa Clara[109].