VII

Aun con todo su pesar, los Reyes Católicos cumplieron con su deber, avisando a los Archiduques: había fallecido el príncipe don Miguel y, en consecuencia, debían ponerse en camino para llegar a España cuanto antes, a fin de ser reconocidos como los herederos de la Corona.

Los Archiduques apuntaban ya como una nueva fuerza política. Haciéndose eco de ello, el mismo papa Alejandro VI les envía la preciada distinción de la Rosa de Oro. Y en Castilla algo empieza a moverse: la alta nobleza, harta del fuerte autoritarismo de los Reyes, atisba en Felipe la oportunidad de levantar cabeza.

También ellos quieren ver pronto a los Archiduques en Castilla.

Por su parte, los Reyes Católicos incluso les piden que lleven consigo al príncipe don Carlos. Era un intento de acoplar a España a los nuevos Príncipes de Asturias y a su descendencia, de hispanizarlos. De forma que cuanto antes hiciesen su viaje, mejor que mejor.

Y primera respuesta evasiva de Felipe el Hermoso: el viaje tendría que aplazarse. Hacían falta dineros, y eso había que negociarlo con las provincias más ricas, especialmente con Holanda y Zelanda. Y eso tomaba su tiempo. Y, por supuesto, imposible llevar al príncipe Carlos, que aún no contaba el año de edad.

Sin duda había otras razones. Felipe el Hermoso sentía una gran admiración por Francia, y eso le había hecho concebir otros planes, incluidas una posible alianza matrimonial, en la que entraría en juego precisamente aquella criatura, pese a que no había cumplido el año, pues Luis XII tenía una hija, de nombre Claudia.

Y fue entonces cuando se produjo uno de los más fuertes conflictos que se conocen entre Felipe y Juana. Al pedirle el Archiduque la firma a su mujer para llegar a ese acuerdo, Juana se negó. Ella había crecido con la imagen de una Francia enemiga de sus padres, y no quería hacer tal cosa sin antes tener su consentimiento.

De una forma u otra, fue pasando el tiempo. Antes del otoño de 1501 no se iniciaron los preparativos del viaje. Entre otras cosas, porque Juana estaba otra vez encinta, y había que esperar a su parto, que sucedió, con la normalidad en ella acostumbrada, el 27 de julio de aquel año. Sería otra niña, a la que se le pondría el nombre de Isabel.

Se trataba, evidentemente, de un gesto de Juana hacia la madre, cuyo alejamiento tanto le había hecho llorar.

En octubre, y dejando aquella pequeña tropa infantil en la Corte de Malinas (Leonor de tres años, Carlos con dieciocho meses e Isabel con tres), los Archiduques se pusieron en camino.

Y en algo Felipe el Hermoso había dicho la verdad a sus suegros: en la necesidad de mucho dinero para costear aquel largo viaje, con su impresionante cortejo y con un equipaje de tal envergadura que era transportado por cien carros de carga, pues se había preferido la vía terrestre, atravesando Francia.

De ese modo, Juana de Castilla conoció París, donde el pueblo se agolpó para ver a los nuevos Príncipes de Asturias:

Salió tanta gente el día que entraron —nos cuenta el cronista Lorenzo de Padilla—, que se ahogaron de aprieto algunas personas por las calles…[45]

Después de descansar tres días en París, lo que nos permite imaginar a Juana admirando Notre-Dame y la Sainte Chapelle, los Archiduques siguieron su viaje hacia España. En Blois fueron recibidos por Luis XII, quien les agasajó durante ocho días con continuas fiestas y cacerías; sin olvidar, por supuesto, las negociaciones diplomáticas, con un Felipe el Hermoso en actitud sumisa, como la que podía tener un vasallo ante su señor; lo cual correspondía, en cierto sentido, a la realidad, dado que los condes de Flandes debían vasallaje a la Corona francesa.

Pero también porque sobre Felipe el Hermoso operaba aquella fascinación que sentía por la Corte de Francia. Un Felipe el Hermoso al que vemos deslumbrado por el boato de la Corte de Luis XII.

Y Luis XII supo jugar bien sus cartas.

Pocas veces se realiza en Europa un alarde cortesano de tal magnitud. Los cronistas, impresionados, dan puntual cuenta de toda aquella magnificencia. Cuando los Archiduques se acercan a Blois, donde les aguarda Luis XII, los príncipes de la Iglesia y los príncipes de la tierra acuden a reverenciarles: obispos y arzobispos, por supuesto, pero también los cardenales de Luxemburgo y de San Jorge, junto con los duques de Borbón y de Alençon. A la entrada del castillo de Blois, cuatrocientos arqueros y cien piqueros suizos presentan sus armas. Al encontrarse con el Rey, ya en la sala del trono, los saludos y las reverencias se suceden, conforme lo exige el protocolo, hasta llegar al abrazo, símbolo del buen entendimiento que existía entre ambos personajes.

Y empezaron los festejos: justas y torneos, saraos de las más diversas modalidades, y en particular, danzas a la alemana, como homenaje a la vinculación del archiduque Felipe al Imperio. Desde luego, las inevitables cacerías, a las que tan aficionados eran, han sido y serán los soberanos de todos los tiempos. Y tampoco faltarán los juegos de pelota, pues Luis XII se ha informado bien y conoce perfectamente los gustos de su huésped.

Y de ese modo transcurrieron muy pronto los días, desde el 7 de diciembre en que se produjo el encuentro, hasta el 17 en que llegó la despedida. Y siempre unos y otros, franceses y borgoñones, rivalizando en sus trajes y alhajas.

Fue en una de esas jornadas cuando Juana pareció despertar de su sueño, mostrando con altivez quién era y cuál era su linaje. En una solemne ceremonia religiosa, Luis XII ordenó que se entregaran unas monedas de oro a Felipe el Hermoso. Era un gesto simbólico, como correspondía al ritual del más puro feudalismo: de ese modo el señor, en este caso el Rey de Francia, señalaba su protección hacia el vasallo, aquí el conde de Flandes. Y Felipe aceptó, entrando, por lo tanto, en el juego del monarca galo.

También la Reina intentó la misma maniobra con Juana de Castilla:

Una dama —nos refiere el cronista Lorenzo de Padilla— se llegó a la Princesa y le dio ciertos dineros…

Era el momento que todos esperaban en la Corte francesa. Se contaba con la sumisión del conde de Flandes. ¿Imitaría a su esposo la hija de los Reyes Católicos? ¡No! Bien advertida por el embajador de sus padres, Gómez de Fuensalida, Juana no se dejó sorprender:

La princesa sintió el negocio —nos puntualiza en su buen castellano el cronista— y no los quiso rescibir…, y la reina de Francia lo sintió…[46]

¿No advertimos un tono de altivez en la réplica de la Princesa? ¡Ella es Juana de Castilla, la heredera del trono de las Españas, y no debe homenaje alguno a la Corona de Francia! Eso hubiera sido una afrenta imperdonable para sus gloriosos padres, los Reyes Católicos, e incluso para el pueblo español. Algo que nadie en su patria le hubiera perdonado.

La entrada en España de los Archiduques fue impresionante. Jamás se había visto nada igual, con el doble cortejo, el de los nobles flamencos que acompañaban a Felipe el Hermoso, y el castellano que había seguido a Juana, desde su salida en 1496. Hubo necesidad de acondicionar toda la ruta, ensanchando los caminos y afianzando los puentes que habían de atravesar aquellos cien pesados carromatos que llevaban toda la impedimenta de los viajeros. Y los lugareños, de cien leguas a la redonda, acudían a contemplar aquel espectáculo nunca visto.

La primera parada en España fue en Fuenterrabía. Era el 26 de enero de 1502. Hacía más de cinco años que Juana había dejado Castilla; demasiado tiempo para aquella joven princesa. Había salido casi una niña, entre temerosa y esperanzada, y volvía hecha ya una mujer, madre de tres hijos, pero ya mostrando signos de no haber podido soportar la tremenda presión sufrida, tan alejada de los suyos, y desposada con un marido mujeriego y poco afectivo. Cierto que, y gracias a su buen oído, había aprendido el idioma de la Corte de Flandes, pero jamás se había hecho a sus costumbres, permaneciendo como una extraña en aquellas tierras de los Países Bajos.

Pero ahora estaba de nuevo en España, y eso, de momento al menos, era importante.

En Fuenterrabía se alojaron los Archiduques en su castillo, de cara al mar, siendo obsequiados por dos grandes de España: Gutierre de Cárdenas, comendador mayor de León, de la Orden de Santiago, y Francisco de Zúñiga, conde de Miranda. El 4 de febrero entraban en Vitoria. Ocho días después lo hacían en Burgos, haciendo jornadas pequeñas, en torno a los quince kilómetros diarios o, por emplear los términos del tiempo, dos leguas y media; jornadas pequeñas, sí, pero no hay que olvidar que era puro invierno, y que los caminos y la misma estación no permitían mayores alardes. También ocurría que un viaje lento hacía posible cumplir aquel requisito ante el pueblo de dar a conocer la grandeza de sus futuros soberanos; en todo caso, algo bien aprovechado por varios de los miembros de la comitiva, para desgajarse del cortejo y hacer el turismo por el país que pedía la época: acercarse a rezar ante la tumba del apóstol Santiago, como unos romeros más —todavía seguía viva la vía jacobea—, o bien asomarse a las tierras del Sur, a aquella misteriosa Andalucía de la que tantas maravillas se contaban, visitando Córdoba, Sevilla y Granada.

Tal harían unos jóvenes nobles flamencos, entre los que se hallaba Antonio de Lalaing, el cronista de Felipe el Hermoso.

Entre tanto, Juana y Felipe se iban adentrando, lentamente, por el corazón de España. El lunes 28 de febrero se hallaban en Valladolid, donde los alojó el Almirante. Allí pudieron admirar a San Gregorio, «el más hermoso convento de dominicos que haya en el mundo», y al Colegio Mayor de Santa Cruz, la recentísima fundación universitaria del cardenal Mendoza, con su portada renacentista, obra de Lorenzo Vázquez. Pero también hubieron de sufrir el ultraje de ser robados por unos audaces ladronzuelos, que se llevaron nada menos que el cofre en el que Felipe el Hermoso guardaba su vajilla personal de oro.

Diez días duró la estancia de los Archiduques en Valladolid, dando lugar a juegos de cañas y al tradicional espectáculo de las corridas de toros, que acompañaban normalmente las jornadas algo prolongadas. El viernes 25 de marzo, en plena Semana Santa, entraban en Madrid, tras haber pasado por Medina del Campo, Olmedo y Segovia.

Ante la vista de los asombrados flamencos se desplegó un nuevo espectáculo: el de los disciplinantes, con el torso desnudo, castigando sus carnes a puro latigazo:

Y no se ven por toda la ciudad —comenta Lalaing— más que ir gentes desnudas, que se azotan con varas…[47]

Era, no lo olvidemos —tampoco lo harían ya los asombrados flamencos—, la jornada del Viernes Santo.

El 30 de abril estaba concertado el encuentro con los Reyes Católicos en Toledo, pero Felipe el Hermoso cayó enfermo y hubo que posponerlo. Y Fernando el Católico, rompiendo el protocolo, acudió a visitar a su yerno.

Fue la oportunidad para que Juana pudiera abrazar a su padre, después de tantos años de ausencias. ¡Seis años habían pasado! La misma seca prosa del cronista deja traslucir la emoción de aquel día:

Al encuentro del Rey, al bajar del caballo, fue la Archiduquesa, su hija, … y le abrazó y besó y le hizo la mejor acogida que pudo, y le llevó de la mano al cuarto del Archiduque…[48]

Fue entonces cuando Fernando el Católico conoció a su yerno, teniendo con él una larga entrevista; pero como ninguno de los dos conocía el idioma del otro, hubo necesidad de un intérprete, alguien de calidad y de la máxima confianza, para realizar tan delicada tarea. ¿Y quién podía hacerlo? Naturalmente, Juana de Castilla:

Y hablaron durante largo rato juntos, sirviendo de intérprete la Archiduquesa entre ellos…[49]

No podemos pasar por alto esta noticia sin algún comentario: Juana de Castilla, que no conocía nada de francés a su salida de España en 1496, lo domina ya seis años más tarde.

El 7 de mayo, repuesto ya Felipe el Hermoso, abandona su refugio temporal de Olías, para ir a Toledo. Media legua antes vieron al Rey, que había salido a su encuentro, entrando en la ciudad cabalgando Fernando entre Felipe y Juana.

Se produjo entonces la entrevista más deseada por Juana, el abrazo con su madre la reina Isabel. La Reina se hallaba entonces muy sola, privada de todos sus hijos; a la muerte de Juan, de Isabel y del nieto Miguel, había que añadir la marcha de las otras dos hijas, de María a la Corte de Lisboa, y de Catalina a la de Londres, cosas que habían ocurrido en 1500 y en 1501. Ahora, después de tantos años, podía volver a abrazar a Juana.

Algo para saborear en la intimidad de las propias habitaciones regias, a resguardo de las miradas de la Corte:

… metió de la mano [la Reina] —nos cuenta el cronista— a su cámara, a la Princesa, su hija…[50]

Era el momento tan deseado. Era la posibilidad de emplear en el seno familiar la lengua materna, libre ya de aquel cerco que tanto le había hecho sufrir.

Pero a Juana se le encogió el corazón. Aquella Corte ya no era la suya, la que ella había dejado en 1496. Ya no estaban allí los hermanos con los que tanto había jugado.

Un hogar cada vez más frío y triste, donde envejecía a ojos vistas la gran Reina de España, su madre; donde el padre se mostraba demasiado alejado; alejado e impresionante, revestido con el formidable aparato de su grandeza. Porque ¿qué es para una hija que su padre sea el Rey? Que tenga ante sí y sobre sí una doble monarquía, una realeza sobre otra realeza, el autoritarismo multiplicado por dos, con efectos aplastantes.

Pero ahora tenemos a Juana, en el secreto de la cámara materna, con la Reina. Y a buen seguro que, entre lo mucho que hablaron, salieron los hijos que Juana había dejado en los Países Bajos: Leonor, que aún no había cumplido los cuatro años; Carlos, el futuro Emperador, que apenas si tenía dos, e Isabel, que estaba para cumplir los diez meses. Y de buen grado Juana hubiera presentado a su madre algún cuadro, para que los viera al menos en pintura.

¿No fue precisamente entonces cuando surgió la idea de recoger en un tríptico a las tres criaturas? Precisamente, el lindísimo tríptico que posee el Kunsthistorische Museum de Viena, de autor anónimo, que mide 24 centímetros de ancho por 13 de alto, listo, por lo tanto, para ser llevado con facilidad en cualquier viaje.

¡Cuántas veces me he parado a contemplar esta pequeña obra maestra, en la que tantas cosas se reflejan! En el centro aparece Carlos, flanqueado por las dos hermanas, Leonor a la izquierda e Isabel a la derecha. El artista nos anota cuidadosamente la edad de los Príncipes: Carlos «en l’aige de deux ans et demi», Leonor con cuatro años e Isabel con un año y tres meses.

Eso nos permite fijar con precisión la fecha de su ejecución, dado que Leonor había nacido el 15 de noviembre de 1498, Carlos el 24 de febrero de 1500 e Isabel el 27 de julio de 1501. Incluso la cronología de cada retratito: el de Carlos, que sería el primero, terminado en agosto de 1502; después iría el de Isabel, pintado en octubre, para terminar con el de Leonor, en noviembre del mismo año de 1502. Y hay que suponer que el tríptico sería enviado a España de inmediato, para aliviar a la Princesa, tan alejada de sus hijos, o quizá para entregar a la Reina, para que así pudiera conocer a sus nietos.

Y en verdad que los tres retratos infantiles son una pura delicia, aunque solo la pequeña Isabel porte algo propio de su edad, en este caso una muñeca, a la que coge con sus manitas. Pues Carlos y Leonor son representados, pese a sus cortos años, como si se tratara de adultos: Carlos, con semblante grave, mostrando orgulloso el collar de la Orden del Toisón de Oro; mientras Leonor, vestida como una dama de la Corte, lleva en la diestra una rosa roja, y luce un generoso escote, pues el artista incluso se ha creído obligado a insinuar el busto en aquel cuerpecillo de cuatro años. Y es que la infancia apenas si duraba en aquella sociedad, pues si la muerte respetaba a los niños —lo que era harto problemático—, era la sociedad la que se encargaba de arrebatarles sus juegos infantiles[51].

Hemos dejado a Juana de Castilla recogida en la cámara regia con su madre, hemos asistido a ese encuentro del archiduque Felipe con sus suegros. A partir de ese momento vendrá lo que estaba programado, aquello que había movido a Felipe el Hermoso a salir de su tierra natal: la jura de los Archiduques como los nuevos Príncipes de Asturias y, por lo tanto, como los herederos del trono de España.

Hoy el estudioso puede seguir con todo detalle aquellas jornadas gracias a la excelente publicación de Carretero Zamora, con su Corpus documental de las Cortes de Castilla (1475-1517)[52].

La convocatoria de las Cortes la realizaron los Reyes Católicos desde Llerena, el 8 de marzo de 1502, cuando tuvieron ya la seguridad de que Juana y Felipe iban a emprender su viaje a España. En pocos años, los penosos acontecimientos familiares vividos les habían obligado a realizar, una y otra vez, similar convocatoria para el mismo fin: la jura de los herederos a la Corona. Primero había sido con el príncipe don Juan, después a favor de Isabel, la primogénita, y más tarde con el príncipe niño don Miguel.

Todo un calvario para los Reyes. Parecía que la muerte no se daba tregua, que siempre estaba burlando las esperanzas y los proyectos de los Reyes. ¿Cuándo y ante quién se detendría? Ahora le tocaba la vez a aquella hija, tantos años distante y de la que últimamente estaban llegando noticias alarmantes, tanto por su extraña conducta en la Corte como en su vida conyugal, así como por la apatía de que daba muestras en su vida religiosa. Por otra parte se veía a su marido, el archiduque Felipe, demasiado inclinado a la alianza francesa y cada vez más distante, por no decir hostil, en cuanto a la política protagonizada por España. ¿Pero había otra solución? ¿Acaso incapacitar a Juana y pasar sus derechos a la siguiente hija, a María, ya reina de Portugal por su boda con Manuel O Venturoso? No tenemos ninguna prueba de que los Reyes pensaran en tal solución, y es posible que no se la plantearan de momento, pues todavía la incapacidad de Juana para gobernar no se había puesto tan de manifiesto.

De ese modo, los Reyes hicieron la convocatoria de las nuevas Cortes de Toledo para 1502. En ella harían alusión a los amargos momentos pasados con la muerte de don Miguel:

Bien sabedes —comunican a las ciudades y villas con voz y voto en Cortes— cómo plugo a Nuestro Señor llevar para sí al ilustrísimo príncipe don Miguel, nuestro nieto e heredero que había de ser destos nuestros Reinos e señoríos, hijo legítimo de la serenísima Reina e princesa doña Isabel, nuestra hija primogénita e heredera…[53]

Por ello, las Cortes debían reunirse de nuevo, para proceder a la jura de la nueva Princesa de Asturias, doña Juana. El lugar, la ciudad de Toledo. La fecha, el 15 de abril de 1502.

También la alta nobleza y el alto clero fueron convocados para el solemne acto. La Real Academia de la Historia posee un notable documento que nos da cuenta de aquellas jornadas, como si se tratara de una serie de lienzos pintados.

Estamos, por supuesto, en la majestuosa catedral de Toledo. El día, el domingo 27 de mayo de 1502. Los Reyes están en sus sitiales, colocados en una de las gradas altas del altar mayor; un escalón más abajo, los nuevos Príncipes de Asturias. El templo está abarrotado con la presencia de la alta nobleza y del alto clero. Entre la alta nobleza destacan el Condestable de Castilla, Bernardino Fernández de Velasco, y los duques de Alba, Infantado, Béjar y Alburquerque; entre los prelados que acompañaban al Cardenal, los obispos de Salamanca, Ciudad Rodrigo, Córdoba, Málaga y Oviedo. Y, por supuesto, por su estricta obligación, se hallan también presentes los procuradores de las dieciocho ciudades y villas con voz y voto en Cortes: Burgos, Valladolid, Ávila, Segovia, Soria, León, Toro, Zamora, y Salamanca, de Castilla la Vieja y León; Toledo, Madrid, Guadalajara y Cuenca, de Castilla la Nueva; y los de las capitales de los cinco reinos del sur: Murcia, Jaén, Córdoba, Sevilla y Granada.

Tras de la misa, oficiada por Cisneros, como arzobispo de Toledo, el licenciado Zapata, como letrado de las Cortes, leyó públicamente,

a altas e inteligibles voces,

el escrito por el que los Grandes, prelados y procuradores presentes reconocían a Juana como Princesa de Asturias y heredera de los reinos de la Corona de Castilla. A continuación se procedió a la solemne ceremonia del pleito-homenaje, poniendo uno tras otro la mano derecha sobre la cruz y los santos Evangelios:

… e luego, todos los dichos prelados e Grandes e caballeros e procuradores de Cortes, uno en pos del otro, en señal de obidiencia e por cumplir e cumpliendo lo contenido en la dicha escriptura, las rodillas puestas en el suelo, besaron cada uno por sí la mano derecha a los dichos Príncipe e Princesa, nuestros señores…

Vino después, a su vez, el acatamiento de los Príncipes a los Reyes:

… e hincaron las rodillas delante de los dichos Rey e Reina, nuestros señores, e besaron las manos a SS. AA., y SS. AA. con mucho amor les abrazaron e les dieron paz e su bendición…[54]

No todo fue liso y sencillo, porque los procuradores de Toledo, creyéndose postergados al no ser llamados los primeros, protestaron en voz alta a la salida del templo, exigiendo que constase en acta su protesta, a lo que el rey Fernando contestó con una frase que ya era la consabida, pero sin duda, no sin cierto enojo:

Los de Toledo harán lo que Nos les mandaremos y jurarán cuando Nos les mandaremos…

En todo caso, ya Juana de Castilla es algo más que mera condesa consorte de Flandes. Ahora ha aportado a su matrimonio algo mucho más sustancioso que una simple suma de escudos de oro. Ahora es la heredera de los reinos de España y está en condiciones de convertir a su marido en uno de los más poderosos hombres de su tiempo.

¿Y puede creerse que ese cambio fue valorado por el Archiduque? Valorado hasta el punto de cambiar, aunque fuera por algunas jornadas, su anterior desvío hacia la Princesa.

En efecto, aquí sí que las fechas no dan lugar a dudas, pues nueve meses después de aquellos solemnes actos de Toledo les nacería un nuevo hijo: Fernando, que vio la luz el 10 de marzo de 1503.

Pero no duró mucho el buen entendimiento entre los cónyuges. Ya en el otoño Felipe manifestó su voluntad de regresar a los Países Bajos, sin esperar al parto de su mujer. Ni siquiera accedió a pasar las Navidades en España. Y pese a las indicaciones de la reina Isabel, haciéndole ver que Juana no estaba en condiciones de ponerse en viaje, dado lo avanzado de su gestación y lo entrado que estaba el invierno, y que lo más prudente era esperar a la primavera, Felipe se mostró irreductible: él había prometido a sus súbditos de los Países Bajos regresar antes del año, y así lo haría.

Eso suponía dejar a Juana en España, pero no le importó. Es más, bien podría pensarse que fue para él un incentivo, porque así se veía libre de sus exigencias matrimoniales, pues «ardientísima» era Juana, según se lee en los textos de la época.

También hay que considerar que había cambiado otra vez el panorama político, pues de nuevo se hallaban en guerra las dos Coronas de Francia y España por la eterna disputa en torno a Nápoles. Y en un principio las cosas parecía que no podían ir peor para España: un poderoso ejército francés había ocupado casi todo el reino napolitano, dejando bloqueado al Gran Capitán en el puerto de Barletta y en tan difícil situación que se esperaba su inminente rendición. Parecía, pues, que el descalabro de España era cosa de días. La francofilia de Felipe el Hermoso hizo el resto: no solo abandonó España, sino que además lo hizo cruzando Francia.

De ese modo, y por primera vez en su matrimonio, Juana se vio apartada por un plazo largo de su esposo. Aguantó, mal que bien, hasta el parto de su hijo Fernando, el 10 de marzo de 1503. A partir de ese momento clamó por su regreso a los Países Bajos, en busca de su marido y, sin duda, pensando también en los tres hijos que allí había dejado. Y ante las largas de sus padres, que trataban de mantenerla a su lado en España, entró en una de sus fases más depresivas.

Pedro Mártir de Anglería, el humanista milanés al servicio de los Reyes, que hacía poco que había regresado de una embajada al sultán de Egipto, nos traza el cuadro de cómo se hallaba la Corte: la Reina agobiada y Juana afligida; si la una tenía motivos para preocuparse, la otra lo pasaba aún peor:

… mucho más duro para la ardiente esposa, que es una mujer simple, aunque sea hija de una mujer tan grande…

Porque Juana estaba hundida en la desesperación:

… gime y no hace más que llorar…[55]

Aún más grave resulta el dictamen de los doctores Soto y Gutiérrez de Toledo:

La disposición de la señora Princesa es tal que no solamente a quien tanto la quiere debe dar mucha pena, mas a cualquiera, aunque fuesen extraños…

Y ello porque no podía dar peores signos de ir al desastre:

… duerme mal, come poco y a veces nada, está muy triste y bien flaca. Algunas veces no quiere hablar; de manera que así en esto como en algunas obras que muestra estar transportada, su enfermedad va muy adelante…[56]

Nada parecía importar ya a Juana, salvo la presencia de su esposo:

Solicita solo por su marido, vive sumida en la desesperación, con el ceño fruncido, meditabunda día y noche, sin proferir palabra, y si alguna vez lo hace, acosada a preguntas, es siempre en forma molesta…[57]

El cuadro no podía ser más sombrío. En aquello había caído la futura reina de España. Se comprende la amargura de los Reyes, y en particular de Isabel la Católica. Y eso que aún estaba por llegar lo peor, con aquel terrible enfrentamiento entre la madre y la hija.

Pues ocurrió que Juana, estando alojada en la Mota de Medina del Campo, mientras Isabel se hallaba en el alcázar de Segovia, y no muy bien de salud (ya tan resentida desde la muerte de sus hijos mayores y de su nieto Miguel), dio Juana en escapar de la vigilancia a que estaba sometida, para irse camino adelante, en su afán de regresar a los Países Bajos. Y ante la oposición de los que estaban a su cuidado, al encontrarse con las puertas de la fortaleza cerradas, Juana tuvo un gesto de rebeldía, hasta el extremo de pasarse la noche al sereno, en el patio de la fortaleza. Y eso cuando corría aquel mes de noviembre de 1503, por lo tanto, de cara al invierno, siempre tan temible en la meseta.

Correos a toda urgencia avisaron a la reina Isabel de cuán mal andaba aquel triste negocio de su hija, lo que le obligó a dejar su reposo y a presentarse en Medina, aunque ya estaba con la salud tan quebrantada.

Y fue entonces cuando, al recriminar a su hija por su rebelde actitud, tuvo que soportar la furia desatada de una hija sin control, una hija con la razón perdida.

Así nos lo deja entrever la Reina en una carta suya:

Y entonces ella [la princesa Juana] me habló tan reciamente, de palabras de tanto desacatamiento y tan fuera de lo que hija debe decir a su madre, que si yo no viera la disposición en que ella estaba, yo no se las sufriera en ninguna manera…[58]

Amargura de Isabel, como madre y como reina, al darse cuenta del grave problema de Estado que se planteaba en España. Pero se domina, trata de apaciguar a su hija y le promete que cuando el tiempo abonanzara, se haría todo lo necesario para que regresase a Bruselas.

E Isabel cumplió su palabra.

En la primavera de 1504, Juana embarcaba otra vez en Laredo, para ir al encuentro de Felipe y de los tres hijos que había dejado en los Países Bajos, dejando con los abuelos maternos al otro hijo, a Fernando.

Cuando volviera a España, dos años más tarde, lo haría ya como Reina de Castilla, pero no por ello sus desventuras dejarían de crecer.