Muerta su madre, la gran reina Isabel la Católica, recién fallecido su marido, el ambicioso Felipe el Hermoso, ausente de Castilla su padre, Fernando el Católico —quien, pese a que le llega la noticia de la desaparición de su rival, el Archiduque, prefiere continuar su viaje a Nápoles—, Juana queda reducida a sí misma, a sus propias posibilidades. Por lo tanto, y durante casi un año, del 25 de septiembre de 1506, fecha de la muerte de Felipe el Hermoso, hasta el 29 de agosto de 1507, en que se produce el encuentro con Fernando el Católico, la suerte de Juana de Castilla, lo que haga y lo que deje de hacer, lo que diga y lo que calle no será fruto de ninguna violencia externa. Y eso nos dará luz para conocer los extremos de su mal.
Al quedar viuda, Juana de Castilla tiene veintiséis años, edad en la que la mayoría de los Reyes de su tiempo estaban gobernando con un poder casi absoluto; sin ir más lejos, recordemos que su madre Isabel tenía veinticuatro años cuando sucede a su hermano Enrique IV, y uno menos Fernando el Católico. Por lo tanto, no es un problema de edad lo que la afecta, sino de inestabilidad emocional.
Sin embargo, una cosa es clara: Juana no era una simple. Juana era una enferma, sin duda con una carga genética que la predisponía a graves depresiones, en las que acaba cayendo al no poder soportar la fuerte presión que sufre durante diez años, en esa década tan decisiva en la que se pasa de la adolescencia a la edad madura. Arrojada a una Corte extraña, donde todo le era ajeno, chocando con la barrera del idioma, que la aislaba, recibida con recelo, cuando no con hostilidad, en aquellas tierras de los Países Bajos, privada del entorno familiar que le era tan caro, trocando la luz del Sur por las brumas del Norte, todo colaboró para que aumentara su sentimiento de soledad. Quizá eso también le hizo arrojarse con tanta furia en la vida amorosa, que le haría entrar en el infierno de los celos, siguiendo aquí el ejemplo, en parte, de lo que había sufrido su madre, la reina Isabel.
Junto a esos problemas personales, los deparados por las apetencias de poder de los que la rodeaban. Destinada a ocupar el trono más poderoso de la Europa de su tiempo, pronto se dio cuenta Juana de que tanto su esposo como su padre querían manejarla, en función de sus intereses. Los que la rodean le aseguran que su padre trama incapacitarla «por su falta de seso», y cuando regresa a España, en 1506, alguien le advierte que Felipe prepara su encierro en un castillo. ¿Bastó eso para provocar su posterior apatía, su repugnancia a tomar decisiones políticas?
De todas formas, a pesar de todas las sospechas sobre su comportamiento, mientras Felipe el Hermoso estuvo enfermo el de Juana no pudo ser más ejemplar. El cuadro que nos pinta el anónimo cronista flamenco, testigo de aquellas penosas jornadas, no puede ser más notable, en cuanto a la entrega de Juana, en su papel de enfermera, y en cuanto a la entereza con que asumió lo que el destino le deparaba:
Apenas si mostró —nos dice— semblante de duelo en la hora de su muerte, ni tampoco lo hizo durante su enfermedad; pero estaba continuamente a su lado, dándole de beber y de comer ella misma, a pesar de estar embarazada, y ni de día ni de noche le abandonaba. Y con la pena y el trabajo que se tomaba al hacer eso, los que había alrededor temían que a ella y a su fruto no les pasase algo malo.
Con ánimo igual, sin descomponerse en ningún momento, Juana defiende primero como puede la vida de su esposo y acepta después su muerte:
… es una mujer para sufrir y ver todas las cosas del mundo, buenas o malas, sin mutación de su corazón ni de su valor. Ni en la muerte ni en la enfermedad de su difunto marido, al que amaba tanto que tenía fama de estar fuera de su sentido, mostró ninguna debilidad de mujer; al contrario, mantuvo su situación con tanta firmeza, que parecía que nada le sucediese, exhortando siempre a su difunto marido, que agonizaba ya, para que tomase las medicinas que los médicos le habían mandado, y ella misma, aun estando encinta como estaba, las probaba y tomaba grandes tragos para darle ánimos y para que hiciese como ella…[80]
Admirable conducta entonces la de Juana, en aquellas horas adversas de la agonía de su marido, casi heroica, negándose a sí misma, mientras quede un minuto para luchar por aquella vida que se escapaba a toda furia, dándose cuenta entonces de su responsabilidad y asumiendo sus deberes de esposa y de enfermera.
Quizá de ese texto del anónimo cronista flamenco lo más impresionante sea esa definición del destino de Juana; aquello de que
… es una mujer para sufrir…
Pero cuando al fin pierde a su marido, cuando se le va esa vida por la que lucha con tanta fuerza, entra ya definitivamente en un estado depresivo agudo, al que sin duda era propicia por su naturaleza. Y ya nada le importará, ni la familia —ni siquiera los hijos, salvo curiosamente aquella criatura que llevaba en las entrañas, la futura infanta Catalina—, ni los problemas de Estado, ni su mismo cuerpo. Vivirá ya enajenada, abandonada en el vestir y en el comer, encerrada cada vez más en su mutismo, prefiriendo la soledad y las tinieblas. Solo mantiene una antigua afición: la música:
Desde una pequeña ventana oye al Arzobispo de Toledo y a los demás próceres pidiéndole remedio, pero no les presta atención. No ha puesto todavía su mano sobre ningún papel, excepción hecha de las nóminas para que abonen los sueldos a los cantores de Flandes, que fueron los únicos de los filipenses a los que admitió a su servicio, pues siente gran deleite en las melodías musicales, arte que ella aprendió en su tierna infancia…[81]
Tenemos así la estampa de una mujer caída en la apatía, una mujer desentendida de las cosas del mundo, que no quiere hacerse cargo de sus deberes como Reina, indiferente a todo salvo a ese mundo musical que parece salvarla, que le recuerda su infancia en la Corte de sus padres, un mundo musical que por su inocencia la hace olvidar las amarguras y las intrigas que la rodeaban. Pero su estampa es la de un ser abatido por la desgracia:
Arrastra una vida desdichada —nos cuenta el humanista Anglería—, gozándose en la oscuridad y en el retiro, con la mano en la barbilla y cerrada la boca como si fuera muda. No gusta del trato con nadie y mucho menos con mujeres, a las que odia y aparta de sí como hacía en vida de su marido, sin que haya manera de convencerla de que ponga una firma o redacte unas líneas para el gobierno del Estado[82].
Sin embargo, mantiene a ratos su lucidez. Y así, cuando se le presiona para que designara ciertos obispos para diócesis vacantes, con el argumento de que no podía dejar aquellos rebaños sin su pastor, contestaría no a tontas y a locas, sino replicando con tanta lógica que deja asombrados a sus interlocutores:
Mucho más grave sería —les dice— si yo eligiera unos pastores poco idóneos para regir su rebaño[83].
Esto es, ella nada sabía de aquellas tierras, de las que llevaba tantos años separada, ni de sus hombres más cualificados, ni de la mejor manera de gobernarlos, por lo que consideraba que lo mejor era esperar al regreso de su padre, el Rey Católico, para que él, con mejor conocimiento de causa, actuase.
Un dolor, sin duda, una estampa digna de compasión, y más cuando la suscitaba una mujer tan joven todavía y tan hermosa:
… buena, guapa y joven señora, digna de ser amada…
Así la veía el anónimo cronista flamenco testigo de aquellas penosas jornadas[84].
¿Qué pasaba mientras tanto en Castilla? Muerto Felipe el Hermoso, ausente Fernando el Católico y postrada en el abatimiento la joven Reina, todo hacía temer que la anarquía se extendiese por el Reino. Y los primeros signos fueron tan manifiestos, que para evitarla el Condestable de Castilla y el duque de Nájera constituyeron con Cisneros un triunvirato que gobernaría Castilla hasta el regreso del Rey Católico; constituiría, por la mayor personalidad del Arzobispo, lo que viene en denominarse primera regencia de Cisneros.
Y no le faltó tarea, empezando por las amenazas del partido filipino que trató de apoderarse del infante don Fernando, que vivía en Simancas bajo la custodia de su ayo don Pedro Núñez de Guzmán, clavero de Calatrava, cuyo castillo estaba dominado por uno de los más destacados ministros que había llevado consigo Felipe el Hermoso, el señor de La Chaulx. Por fortuna, el clavero pidió ayuda a la cercana Valladolid —recuérdese que solo dos leguas separan Simancas de la capital del Pisuerga—, donde los Oidores de la Chancillería organizaron a toda prisa un contingente armado que pudo poner a salvo al Infante.
Pero el mayor peligro vino de las ambiciones de algunos miembros de la alta nobleza: en el sur, el duque de Medina-Sidonia se plantó con un verdadero ejército ante Gibraltar, reclamando aquella importante plaza como suya; a su vez, en el norte era el conde de Lemos quien se apoderaba de Ponferrada, mientras en la meseta la marquesa de Moya se hacía con el alcázar de Segovia.
Y como si esos males no fueran bastantes, una aguda crisis económica vino a doblar a la política.
El siglo se había iniciado bajo malos auspicios: a las cosechas muy deficitarias de los años de 1502, 1503 y 1504, se sucedieron lluvias torrenciales en 1505, y tales como nadie recordaba en Castilla:
… de manera que se dañaron los panes en toda la tierra…[85]
Y en 1506, el año de la muerte del Archiduque, las lluvias se tornaron en una extrema sequía. Y con ella, el hambre.
Un hambre terrible, y de tal manera que los pueblos se vaciaban, volcándose hombres, mujeres y niños en los caminos para mendigar.
Aquí, el cuadro que nos pinta el cronista Andrés Bernáldez es de los que encogen el corazón:
Despobláronse los lugares e villas, e dexadas sus casas e naturalezas se iban los hombres e las mujeres de unas tierras en otras, con sus hijitos a cuestas por los caminos a buscar pan, e con otros por las manos, muertos de hambre, demandando por Dios a los que lo tenían, que era muy grand dolor de ver. Y muchas personas murieron de hambre, y eran tantos los que pedían por Dios en cada lugar, que acaescía llegar cada día a cada puerta veinte e treinta personas, hombres, mujeres e muchachos…[86]
Y tras el hambre, al año siguiente de 1507, su compañera inseparable: la peste.
Una espantosa peste que se desató por las dos mesetas y por Andalucía, con la huida enloquecida a los descampados de aquellos que trataban de escapar de los lugares afectados:
E moríanse por los caminos e por los montes y en las campiñas, y no había quien los enterrase. Huían los unos de los otros, y los vivos de los muertos y los vivos unos de otros, porque no se le pegase…[87]
Una peste que también asaltó al cortejo de doña Juana. Como si se tratara de una guerra —y en realidad lo era, causando más bajas que muchas de ellas—, los cortesanos contemplaban impotentes cómo entraba en sus casas y diezmaba sus filas:
Estamos sitiados por la peste —se afligía el humanista Pedro Mártir de Anglería—. Ya se ha introducido en el zaguán de la Reina… Al obispo de Málaga la peste le ha arrebatado ya ocho criados. Colige en qué peligrosa situación nos encontramos…[88]
Tal escribía a su amigo, el conde de Tendilla, el humanista milanés al servicio de la Corte. Y lo hacía desde la villa de Torquemada, el 12 de marzo de 1507. ¿Cómo es que la Corte había llegado a ese pequeño lugar? Estamos ante la nota más sombría y más destacada de la locura de doña Juana, cuando llevó el cuerpo muerto de su marido por los campos de Castilla.
A la muerte del Archiduque sus servidores flamencos procedieron a embalsamar el cadáver; esto explica que luego soportase tanto tiempo insepulto. De todas formas, al principio fue enterrado en la Cartuja de Miraflores. Y Juana lo había aceptado. Pero de pronto, recordando el deseo de su marido de ser enterrado en Granada, ordenó que fuera desenterrado y sacado de la Cartuja. Y ello en pleno invierno. Y pese a que sus ministros trataron de disuadirla, pese a que el arzobispo de Burgos le señaló que las leyes del Reino lo prohibían, ella se mantuvo firme, iniciando así aquel macabro viaje por los caminos de Castilla la Vieja: de Burgos a Torquemada, de Torquemada a Hornillos, de Hornillos a Tórtoles, de Tórtoles a Arcos, y de Arcos a Tordesillas. Y siempre llevando consigo el cadáver del joven Rey, el cuerpo insepulto de Felipe el Hermoso.
De ahí arranca la leyenda de doña Juana, la Reina que, enloquecida por la muerte de su marido, no consiente en que lo entierren, y hace transportar su cadáver de pueblo en pueblo, cabalgando por las noches del gélido invierno meseteño, alumbrado el siniestro cortejo por los hachones de los guardas, mientras los clérigos entonan sus tristes rezos fúnebres.
¿Leyenda? Estamos ante la más estricta verdad histórica, que además conocemos bien por los relatos de los cortesanos que siguieron a la Reina en aquel desvarío suyo:
Así, pues —nos informa de nuevo Anglería—, desenterró al marido el 20 de Diciembre. Lo vimos colocado, dentro de una caja de plomo, recubierta con otra de madera, todos los embajadores presentes, a los cuales, una vez abierta la caja, nos llamó para que reconociésemos el cuerpo…
Y empieza así el fúnebre cortejo que recuerda la leyenda:
En un carruaje tirado por cuatro caballos traídos de Frisia hacemos su transporte. Damos escolta al féretro, recubierto con regio ornato de seda y oro. Nos detuvimos en Torquemada… En el templo parroquial guardan el cadáver soldados armados, como si los enemigos hubieran de dar el asalto a las murallas. Severísimamente se prohíbe la entrada a toda mujer.
¿Cómo es eso? ¿Qué es lo que cierra el paso a cualquier mujer al templo donde está el cadáver del Archiduque? Los celos, que no se detienen ni ante la barrera de la muerte, los celos de la Reina. No hay otra razón, aunque parezca increíble:
La queman los mismos celos —añade Anglería— que la atormentaban cuando vivía su marido…[89]
En Torquemada, y forzada por el avanzado estado de su gestación, hubo de detenerse Juana. Y allí daría a luz, el 14 de enero de 1507, a una niña a la que pondría el nombre de Catalina, recordando sin duda a aquella hermana más pequeña, la compañera de sus juegos infantiles y con la que había pasado las jornadas inglesas de la primavera de 1506, precisamente cuando se había gestado la criatura, en las posiblemente últimas relaciones amorosas tenidas con Felipe el Hermoso. Lo cual no deja de ser significativo. Juana no era insensible a los afectos; antes bien, se aferraba a ellos, como necesitada de cariño, del que tan poco había disfrutado.
Pero para llegar a Torquemada desde Burgos, distante más de ocho leguas, hubo que cubrir aquella distancia, en los últimos días del mes de diciembre de 1506, en cuatro jornadas, que se iniciaban al caer la tarde para culminarlas bien cerrada la noche, haciendo más fantasmagórico aquel fúnebre cortejo.
Algo jamás visto:
A juicio mío —nos dice Anglería, testigo de aquellas jornadas—, ninguna época vio un cadáver sacado de su tumba, llevado por un tiro de cuatro caballos, rodeado de funeral pompa y de una turba de clérigos entonando el Oficio de Difuntos. Como en triunfo, desde la ciudad de Burgos en jornadas nocturnas, aquí lo trajimos y aquí lo velamos…[90]
A fines de abril, pasada la cuarentena de su parto, Juana pone otra vez en marcha el fúnebre cortejo, pasando al cercano lugar de Hornillos. En vano sus consejeros le piden que vaya a lugares importantes, como podría ser Palencia. Juana se niega: ella era mujer de un solo amor y su castidad le obligaba a buscar pueblos pequeños y apartados[91].
Y al pasar de Torquemada a Hornillos es cuando se produce aquel suceso, contado por los cronistas, que nos muestra los extremos del desvarío a que estaba llegando la pobre Reina: pues al encontrarse con un convento, Juana ordenó un alto en pleno campo, pero al comprobar que era de monjas, entró en sospechas de si habría alguna asechanza para robar el cuerpo de su marido. Aquí el relato de Anglería es impresionante:
Cuando supo que era fémina la comunidad, inmediatamente dio órdenes para que trasladasen el féretro de allí y, a campo descubierto, a cielo raso, mandó que sacasen el cadáver durante la noche, a la débil luz de las hachas, que apenas si dejaban arder la violencia del viento. Unos artesanos venidos al efecto abrieron la caja de madera y la de plomo. Después de contemplar el cadáver del marido, llamando a los nobles como testigos, mandó de nuevo cerrarlo y que a hombros lo trasladasen a Hornillos.
Así transcurrió aquella noche:
Tras los primeros cantos de los gallos llegamos a nuestra nueva residencia[92].
Ante aquella actitud, ante tal comportamiento, ante tan macabro espectáculo, las gentes del tiempo, las gentes sencillas de Castilla la Vieja que tal contemplaron, movieron la cabeza y acabaron pronunciando su sentencia:
¡Juana, la loca!