A partir de 1492 los Reyes Católicos, habiendo superado tan brillantemente las dos pruebas internas del pleito sucesorio frente a la Beltraneja y del final de la Reconquista, tienen ante sí una trepidante proyección exterior, tanto hacia el Mediterráneo occidental como hacia las nuevas rutas oceánicas.
En el Mediterráneo occidental, donde ya tenían excelentes bases de operaciones, como eran las islas de Cerdeña y Sicilia, sin olvidar, claro está, las islas Baleares y toda la fachada levantina de las costas españolas de cara al Mare Nostrum, y donde les esperaba la aventura napolitana. Ello les abocaba, más pronto o más tarde, a un enfrentamiento con la poderosa Francia, ya bien molesta por verse apartada del gran festín de Ultramar, y que anhelaba también el dominio del reino de Nápoles.
A la vista de ello y de los riesgos que les acechaban, los Reyes Católicos despliegan una ambiciosa política internacional, a la búsqueda de poderosos aliados que les permitieran afrontar con éxito el que parecía inevitable enfrentamiento con el vecino galo. Serían las alianzas matrimoniales con las principales Monarquías de Occidente.
Algo que habían iniciado con Portugal, mediante la reiterada boda de su hija Isabel con miembros de la dinastía Avis que reinaba en Lisboa; primero sería con el príncipe Alfonso y, al morir este a los pocos meses de la boda, la princesa castellana lo haría con el rey, don Manuel O Venturoso, en 1495.
A poco, los Reyes Católicos tantearon una doble alianza matrimonial con los Países Bajos, tanteos que cristalizarían en la boda del príncipe don Juan con Margarita de Austria y de Juana de Castilla con Felipe el Hermoso, entonces conde de Flandes.
Como Margarita y Felipe eran hijos del emperador Maximiliano I, ello traía consigo la alianza de la Casa de Austria, lo que suponía aislar casi por completo a Francia en el ámbito de la Europa occidental; faltaba, evidentemente, el factor inglés, objetivo posterior de los Reyes Católicos, con la boda de la infanta Catalina, tanteada primero a principios de siglo con el príncipe Arturo, y ultimada finalmente con Enrique VIII en 1509.
Pero fijémonos ahora en los esponsales de Juana de Castilla.
Toda boda, sea cual sea el nivel de los contrayentes, tiene dos caras, presenta dos aspectos: el lúdico, en primer lugar, el de la gran fiesta, eso de que «corra el vino», y de forma generosa; pero también hay que tener en cuenta el otro, más soterrado, más escondido, casi se podría decir que más orillado por los protagonistas y no solo por los contrayentes, sino y mucho más por los verdaderos promotores de la boda, que en la sociedad del Antiguo Régimen lo eran, a todas luces, los padres, pero no menos real: el de la incógnita de lo que depararía el destino a los novios. Algo que en aquella época era particularmente azaroso para la nueva esposa, que había de abandonar el hogar materno, donde recibía normalmente todo el mimo del mundo, para quedar al caprichoso poder autoritario del marido. Lo cual era particularmente serio cuando esa novia había de dejar algo más que la casa familiar, su propio entorno habitual, su ciudad, su pueblo, para partir a un lejano y desconocido país, de extrañas costumbres, donde la misma lengua era ya una barrera difícil de superar.
Por lo tanto, lo primero a considerar, para entender lo que supuso el choque afectivo que sufrió Juana, es lo que venía a ser la condición de la mujer en aquella sociedad, en especial en la vida matrimonial.
No hay que insistir en el hecho de que fueran los padres los que montaban los nuevos matrimonios, porque eso, en el ámbito de las familias reales, aún se mantenía hasta hace bien poco. Pero sí que debían realizarse a un mismo nivel de los dos contrayentes. Por consiguiente, para el caso de Juana, hija de tan preclaros Reyes de España, su novio debía buscarse dentro de las Casas reales; y aunque Felipe el Hermoso, como conde de Flandes, podría parecer como fuera de juego, y, por lo tanto, que esa boda perjudicaba al prestigio de la Casa real española, el hecho de que fuera el hijo del Emperador nivelaba ya la situación. En todo caso, no eran tenidos en cuenta, en absoluto, los sentimientos amorosos de los novios.
Digamos algo, aunque sea somero, respecto a la estructura familiar en el Quinientos y sobre el papel de la mujer.
La estructura familiar estaba caracterizada por el tono autoritario; la familia era, en cualquier nivel, como un pequeño reino, donde el padre era el monarca, con un poder absoluto e indiscutible, tanto más que de sus acciones, buenas o malas, no tenía que dar cuenta a nadie, salvo que constituyera un flagrante delito de sangre, o barbaridad semejante. Y el primer miembro que quedaba sometido a ese dominio absoluto —que a todas luces podía convertirse en tiránico— era la mujer. Normalmente, esa situación tan desventajosa se dulcificaba en la práctica porque había un reparto de papeles: el hombre se proyectaba en la sociedad, volcando sus esfuerzos en el mundo exterior, y dejaba el gobierno de la casa a la esposa, la madre que debía cuidar al tiempo de la crianza de los hijos y de la buena marcha del hogar. Por supuesto, entre los esposos, dada la unión de los intereses familiares —de la propia hacienda familiar y del mutuo cariño hacia los hijos, cosa indeleblemente marcada en el código genético de todas las especies—, podía saltar también lo afectivo, convirtiéndose aquellos dos desconocidos en amantes, en el más completo y más noble sentido de la palabra, como lo hicieron años más tarde Carlos V e Isabel la Emperatriz.
Pero también podía ocurrir lo contrario. Podía suceder que el marido fuera un hombre violento, incluso un borracho, que era la droga de la época. ¿Y qué ocurría entonces? ¿Qué podía hacer la mujer? ¿A quién podía apelar? ¿Qué apoyo encontraba en aquella sociedad, en sus instituciones directivas, incluida la propia Iglesia?
Veamos lo que nos dice una de las autoridades morales del siglo: fray Luis de León:
Que por más áspero y de más fieras condiciones que el marido sea, es necesario que la mujer le soporte, y que no consienta por ninguna ocasión que se divida la paz.
El gran poeta, en su celebrada obra en que moraliza sobre La perfecta casada, no se limita a esas consideraciones generales. Apunta incluso a los casos extremos, porque sabe bien que eran realidades que podían darse, y que de hecho se daban. Y así, añade:
¡Oh, que es un verdugo! Pero es tu marido. ¡Es un beodo! Pero el ñudo matrimonial le hizo contigo uno. ¡Un áspero, un desapacible! Pero miembro tuyo ya, y miembro el más principal.
Ahora bien, dado que en ese mundo familiar tan cerrado la segunda potencia era la mujer, lo que solía ocurrir era que la violencia desatada por el cabeza de familia se tradujera en una cascada, en la que el turno le tocaba a la esposa, convertida en una furia difícil de soportar para los demás. Y eso también lo refleja, como otra realidad, el fraile agustino:
Conocí yo a una mujer que cuando comía reñía, y cuando venía la noche reñía también, y el sol cuando nacía la hallaba riñendo, y esto hacía el disanto y el día no santo, y la semana y el mes, y todo el año no era otro su oficio sino reñir; siempre se oía el grito y la voz áspera y la palabra afrentosa y el deshonrar sin freno, y ya sonaba el azote y ya volaba el chapín… Y así era su casa una imagen del infierno…
Dejando aparte la causa de aquel caso concreto, que fray Luis achacaba al malestar sentido por efecto de la desenfrenada gula a que era dada aquella señora, nos da la relación de los motivos más frecuentes, donde ya podremos encajar mejor a Juana de Castilla:
Y es así que estas bravas, si se apuran bien todas las causas desta su desenfrenada y continua cólera, todas ellas son razones de disparate; la una, porque le parece que cuando riñe es señora; la otra, porque le desgració el marido y halo de pagar la hija o la esclava; la otra, porque su espejo no le mintió ni la mostró hoy tan linda como ayer, de cuanto ve levanta alboroto. A la una embravece el vino, a la otra su no cumplido deseo y a la otra su mala ventura.
Su mala ventura. Este sí que iba a ser el caso de Juana de Castilla, como pronto podremos comprobar, hasta el punto que en más de una ocasión he sentido el deseo de titular esta obra no la biografía de Juana la Loca, sino la de Juana la desventurada.
De entrada, estamos ante una boda de Estado, como todas las de las familias reales, montada sin que se conocieran, ni siquiera de vista, los novios; ni aun, a lo que sé, sin que se mandaran los cuadros respectivos pintados por los pintores de cámara, costumbre que después se generalizaría, como el que mandó María Tudor a su prometido Felipe —la ajada mujer de la rosa roja en la mano, el retrato pintado por Antonio Moro, que es una de las joyas de nuestro Museo del Prado—. Y así, en esas condiciones, fue como Juana de Castilla hubo de disponerse a dejar su ámbito familiar, para embarcarse rumbo a las lejanas tierras de Flandes.
¿Y el aspecto lúdico, a que antes aludíamos, se cumplió en aquel caso? Sabemos que la realeza tiene sus signos, tiene sus símbolos, tiene, si se quiere, sus deberes frente a la opinión pública, de cara al pueblo; y entre esos deberes, el de manifestar la grandeza de la dinastía, que en tamaña ocasión debe brillar con todo su esplendor, para satisfacer el orgullo nacional, sobre todo cuando ese pueblo se halla en la hora cenital de su expansión; lo cual viene a consolidar a la dinastía en el poder, y a intensificar los sentimientos monárquicos del pueblo.
Así los cronistas, como Andrés Bernáldez, nos describen con todo detalle los festejos desplegados por la Corte de los Reyes Católicos con motivo de la boda que conciertan, la de su primera hija, Isabel, con el príncipe Alfonso de Portugal:
¡Quién podrá contar el triunfo, las galas, las justas, las músicas…![28]
¿Quién podrá contar los triunfos, las galas, las músicas? Parece que asistimos al inicio de un arrebato lírico, que luego dará pie al poeta, sobre todo si se trata de aquel de la Corte de los Reyes, de nombre Jorge Manrique, para marcar cuán pronto todo había de convertirse en humo, en sueño desvanecido, en nada.
Tal ocurría en 1490, todavía en plena guerra contra el reino nazarí de Granada. Seis años después, en la cumbre de su poderío, los Reyes Católicos prepararon la boda de sus otros dos hijos en edad para ello, Juan y Juana.
Y, sin embargo, como si tuvieran un presentimiento de lo que aquella doble boda iba a traer aparejada de conflictos, de malentendidos, de muertes, de desastres, en suma, los Reyes no montaron ninguna ceremonia triunfal, ningunas fiestas desusadas, ni grandes luminarias o festejos cortesanos. Eso sí, como España estaba entonces en guerra con Francia, y no cabía pensar en que la infanta Juana fuera por tierra, los Reyes planearon su viaje por mar, en una fortísima escuadra —había que prevenir un posible ataque de la marina francesa—, que tenía la doble misión de transportar a Juana a los Países Bajos y de traer, en su retorno, a la princesa Margarita, la prometida del príncipe don Juan.
No cabía duda alguna: los Reyes Católicos querían señalar al mundo entero cuál era su poderío. Y el ajuar y el cortejo, no solo de gente armada, sino también de personal palaciego, fue numeroso y escogido.
Asimismo, la reina Isabel procuró atraerse a su futuro yerno, enviándole una carta que, por encima de las fórmulas del puro protocolo cortesano, trataba de ser afectiva. Y para eso, después de dictarla a su secretario y de corregirla personalmente, aun le añade una larga posdata de su propia mano, lo más expresiva posible, como puede comprobar el lector:
Plega a Nuestro Señor que sea ello por muchos años y buenos a su servicio, y mucho bien de allá y acá. Y a vos, querido señor hijo, que de mí y de todo lo que yo tengo os aprovechéis, con mayor confianza que de vuestra verdadera madre…[29]
En cambio, no hubo fiestas especiales de despedida para la infanta Juana. Ni siquiera acudió toda la Corte a Laredo, donde se concentró la armada de la Infanta. El propio padre, el rey Fernando, se hallaba lejos, absorbido por otras tareas de Estado, aunque bien podía pensarse que pocas podían ser en aquel momento tan importantes como el de aquella aventura en la que metía a su hija, la infanta Juana.
Cierto, Fernando pudo contribuir, con su presencia, a serenar aquel espíritu, a dar confianza a su hija, a ofrecerle seguridad. Está claro que para el Rey no contaban demasiado los sentimientos humanos, y que se dejaba llevar excesivamente por las desnudas razones de Estado. De igual modo que permitiría, ya entrado el siglo, que su hija menor Catalina estuviese desamparada y viviendo con la mayor penuria en la Corte inglesa, para forzar la mano de aquella alianza matrimonial, que tanto tardaría en producirse (ocho años exactamente, pues Catalina desembarcó en Inglaterra en 1501 como la prometida del príncipe Arturo y no se casaría con Enrique VIII hasta 1509), de igual modo ahora se desentendió Fernando de sus deberes paternos respecto a su hija Juana.
No así la madre Isabel.
Es más. La víspera del viaje, cuando ya estaban Juana y todo su cortejo e impedimenta embarcados en el puerto de Laredo, la Reina quiso pasar la última noche con su hija, en la nave que había de llevarla a un destino tan incierto. No cabe duda de que Isabel era consciente de lo azaroso de aquella empresa y que andaba por medio la vida de su hija, expuesta a las tormentas del «Mar de Poniente», como lo titulaban los documentos de la época; sin contar la incertidumbre de lo que encontraría en la Corte de los Países Bajos.
Un autor de nuestros días recoge bien esos instantes:
Isabel la Católica —nos dice— despidió así uno de los grandes amores de su vida; no volvería a ver en Juana nunca más la muchacha nerviosa y alegre que se embarcaba temerosa del mar. De Flandes volvería una mujer distinta, con un jirón de tinieblas en el alma turbada[30].
No es de extrañar la inquietud de Isabel. En esas fechas, Juana contaba dieciséis años; demasiado pocos para tamaña aventura.
Era la noche del 20 de agosto de 1496. Al día siguiente la flota alzaba anclas. Nadie imaginaba entonces lo que aquello supondría: el relevo de la dinastía de los Trastámaras por la Casa de Austria al frente de la Monarquía Católica estaba en marcha, y con ello uno de los mayores cambios en la historia de España, y acaso de toda Europa.
De momento, tenemos a Juana embarcada con destino a los Países Bajos. ¿Cómo eran esas tierras? ¿Cuáles sus costumbres? Y, sobre todo, la pregunta clave, puesto que se trata de hacer la biografía de Juana: ¿Cómo era el príncipe borgoñón con el que iba a desposarse? Es más, también debiéramos preguntarnos cómo era la propia doña Juana, cómo era físicamente aquella Infanta enviada a tan lejanas tierras.
De Juana la Desventurada —si se me permite llamarla así— tenemos algún cuadro, precisamente de esa etapa juvenil. Si observamos el retrato que posee la Colección Mme. Tudor Wilkinson de París, obra del maestro de la Leyenda de María Magdalena, que se sitúa hacia ese año de 1496, se nos aparece una muchacha con las manos cruzadas sobre el regazo y una mirada soñadora, pero sin que el artista supiera reflejar la belleza de la Infanta, la más hermosa de las hijas de los Reyes Católicos, según el parecer de los testigos de la época, quizá por el poco favorecedor tocado que le cubre la cabeza. Mucho más atractiva se nos muestra en el retrato de Juan de Flandes, que custodia el Museo de Bellas Artes de Viena. Aquí sí luce Juana con toda su gracia juvenil: la cabeza descubierta, el pelo peinado a dos bandas, unos grandes ojos con un no sé qué de misterio, el generoso escote que deja ver un bien formado busto, y la fina mano diestra con el índice alzado como marcando una línea a seguir, acaso un proyecto de vida; como si la Princesa conociera ya su destino, como si supiera que iba a ser la llamada a heredar los reinos de España. Para mí, este es el primer cuadro que tenemos de Juana de Castilla, posiblemente mandado hacer para enviarlo a la Corte de Flandes, en el curso de las negociaciones matrimoniales tanteadas por los Reyes Católicos[31].
Los retratos que poseemos de Felipe el Hermoso, tanto el del maestro de la Leyenda de Santa María Magdalena como el del maestro de Bruselas que posee el Museo del Louvre, nos presentan un joven ricamente ataviado, con larga melena que le cae sobre los hombros, conforme la moda juvenil de la época, portando el collar de la Orden del Toisón de Oro; un joven de mirada inquisitiva y labios sensuales. Es, sin duda, la estampa de un joven Príncipe seguro de sí mismo, acaso un tanto pagado de su persona, donde la apostura física parece corresponderse con la posición social, y por ende, como desdeñoso hacia el mundo que le rodea. Nacido en 1478, un año, por tanto, mayor que Juana, reunían ambos a este respecto las mejores condiciones para convertirse en una excelente pareja.
Pero no fue así, como es de sobra conocido.
Esos eran los personajes principales del drama que estaba en marcha. ¿Cómo era el país que acogería a la nueva condesa de Flandes?
Los Países Bajos formaban la parte nuclear de aquel conjunto de pueblos a los que la energía de Carlos el Temerario había dado un protagonismo de primer orden en la historia de Occidente en la segunda mitad del siglo XV.
Aunque el soberano había caído derrotado en su pugna con Luis XI de Francia, su recuerdo quedaba ya como una leyenda: la de quien había intentado constituir un poderoso Estado entre Francia y el Imperio. Él había conseguido dominar, además del condado de Flandes, los ducados de Brabante, Luxemburgo y Limburgo, y los condados de Artois, Hainaut, Namur, Holanda y Zelanda, junto con los señoríos de Malinas y Maastricht. Es cierto que Luis XI le había arrebatado el ducado de Borgoña, una pérdida lamentable por la que todavía Carlos V, su descendiente, pugnaría con Francisco I; pero aún seguiría en posesión del Franco-Condado, las ricas tierras situadas al nordeste de Francia.
Era un conjunto de territorios de difícil gobierno, porque carecían de unidad territorial y porque sus súbditos tenían lenguas distintas, mezcladas las de origen germánico, como el flamenco y el holandés, con la valona francesa; pero los unían fuertes lazos económicos y un similar modus vivendi, donde la burguesía imponía su nota común de un alto nivel de vida. La industria y el comercio, junto con su privilegiada posición, en aquella encrucijada de Europa, habían hecho de aquellos territorios los más prósperos de la Europa occidental.
Y las Letras y las Artes estaban a ese mismo nivel. Los pintores flamencos eran los únicos que en el siglo XV podían competir, y en ocasiones con ventaja, con los de la Italia renacentista. A los hermanos Van Eyck, muertos a mediados del siglo, habían sucedido otros de la talla de Thierry Bouts (m. 1475) y, sobre todo, el gran pintor Roger Van der Weyden (m. 1464), cuyas obras religiosas se las disputarían las principales cortes europeas y de las que la Corona de Castilla lograría alguna de sus piezas maestras, como el dramático Descendimiento de la Cruz que posee el Museo del Prado (una copia, excelente por cierto, de mano de Coxie, puede admirarse en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial), gracias a que María de Hungría la adquirió un siglo después y la envió a España.
Y no eran los únicos. Añádanse artistas tan consumados como Hugo Van der Goes, Hans Memling, Gerard David o Quintin Metsys. El cuadro La Natividad, de Hugo Van der Goes, pintado hacia 1470, causó verdadero impacto en la misma Florencia, donde fue a parar por adquisición de la rica familia de los Medicis (hoy puede verse en el Museo degli Uffizi de Florencia). Y los retratos de Memling rivalizaban con los que habían pintado medio siglo antes los hermanos Van Eyck, o con los que compuso Antonello de Messina a fines de la centuria en Italia.
Pues si así era de brillante el mundo de las Artes, todavía era superado por el de las Letras, donde la figura de Erasmo de Rotterdam (1476-1536) imponía un magisterio reconocido por toda Europa; un magisterio solo parangonable al que conseguiría, dos siglos después, Voltaire en la Europa de las luces dieciochescas. Príncipes y Papas pugnaban por su amistad, y la mejor línea espiritual de su tiempo discurría según lo que hoy llamamos, en su honor, corriente erasmista; la que buscaba las raíces del espíritu cristiano, tratando de aunar la purificación y la sinceridad con la tolerancia, de tal manera que no existiera divorcio entre el modo de vida del cristiano y sus creencias y de forma que no se tratara de perseguir a nadie por sus ideas.
Eran los tiempos en que aún cabía soñar con una Europa espiritualmente unida, antes de que los odios religiosos la encendieran en mil desatinadas guerras.
Al español que llegaba a esas tierras lo primero que le llamaba la atención era la suma densidad de su población, con el rosario de sus prósperas ciudades: Gante, Brujas, Lieja, Amberes, Bruselas… Toda la tierra estaba cultivada. Era como una huerta, bien aprovechada. Si bien una tierra sin aroma. Nada parecido a las sierras de la altiplanicie castellana, refulgentes de luz, donde florecen el romero y el tomillo. Había, sí, exuberancia de árboles, de modo que las campiñas y los bosques daban su nota verde, en todas sus tonalidades, desde el esmeralda hasta el más oscuro, ese que solemos denominar verde botella. Pero no había naranjos, ni limoneros, ni, por supuesto, olivos. Y de ahí una consecuencia importante que se notaba en la vida cotidiana: no se cocinaba con aceite, sino con manteca de vaca o de cerdo.
Y falta por señalar, posiblemente, la nota más radical: la luz. En contraste con los cielos azules del Mediterráneo o de la meseta castellana, las nubes eran la nota constante; unas tierras en que lo más habitual era que la lluvia, y no el sol, presidiera cada jornada, incluso en el verano.
Y eso sí que lo había de acusar Juana de Castilla.
Estaban, además, para diferenciarlos aún más, las costumbres de un pueblo habituado a una vida regalada, a las buenas comidas y a la libertad de las relaciones amorosas, sin mayores remilgos en cuanto a los puntillos de la honra familiar. Un ambiente bien reflejado por sus escritores, como el ya citado Erasmo de Rotterdam, que nos describe su llegada a una posada neerlandesa:
En la mesa estaba siempre presente una mujer para entretener a los huéspedes con bromas y chistes, pues allí dominaba una admirable libertad… El servicio de la mesa estaba de acuerdo con todo esto, pues las divertidas charlas no llenaban el vientre[32].
Acaso ningún pintor supo recoger esta desbordante vitalidad popular como Brueghel el Viejo, aunque corresponda a una generación posterior (m. 1569), pues bien sabido es cuán lentamente se transforma el mundo rural en la sociedad del Antiguo Régimen. Nos referimos a su cuadro La fiesta aldeana, que custodia el Kunsthistorische Museum de Viena.
Estamos ante una de las obras maestras del Quinientos: en primer término irrumpe una pareja que quiere incorporarse, regocijada, al baile: él es un tosco galán, tocado con gorro de paño (donde, atención, lleva prendida una cuchara, pues cualquier momento es bueno para iniciar la cuchipanda), lanzado a la carrera, la siniestra mano apoyada en el costado, mientras, más que lleva, arrastra con la derecha a su rústica compañera, que avanza intrépida, con el pie derecho en alto, señalando el frenesí de que se halla poseída. En el ángulo izquierdo un gaitero, con los carrillos inflados, resopla y hace tocar su instrumento, y el aire entero se llena con su alegre música. Todo está en movimiento. O se canta o se baila, y los que cantan se acompañan con jarras de cerveza. La nota erótica la da una pareja que se besa en público («hocicando», dirían los moralistas españoles), mientras una mujer se esfuerza por meter en el mesón a su acompañante, quizá ya demasiado alegre para responder a lo que de él se pretende.
Si ese era el pueblo, ¿cómo era la Corte?
La Corte borgoñona era famosa por su lujo y por su complicado ceremonial palatino; no en vano su duque Felipe el Bueno había sido el fundador de la Orden del Toisón de Oro en 1429, que daría lugar a unas formas de vida cortesana y caballeresca bien descritas por el cronista Olivier de la Marche, el preceptor precisamente de Felipe el Hermoso; un ritual cortesano doblado por continuas fiestas y banquetes, que contrastaban con las austeras costumbres de la Corte de los Reyes Católicos, dejándose influir los diversos sectores de la población por ese modo de vida popular. «Así se pasó —nos dice el notable historiador holandés Huizinga— de los caballeros a los grandes señores, y de los grandes señores a los príncipes, con una ostentación y magnificencias siempre crecientes, hasta entrar en el ámbito del propio Duque»[33].
Sería en ese mundo complejo, exuberante, deslumbrante sin duda, pero acaso también turbador, donde entró aquella joven Princesa, Juana de Castilla, para quien todo parecería extraño, y para quien pronto su único asidero sería el de su esposo.
Y, por ello, es hora de asistir a su encuentro.
Habíamos dejado a Juana de Castilla embarcando en el puerto de Laredo, donde habían ido a despedirla su madre, la reina Isabel, y sus hermanos, el príncipe don Juan y las infantas María y Catalina; pero no Isabel, la mayor, que ya se hallaba en la Corte de Lisboa. Estamos a mediados de agosto de 1496. La flota espera a que soplen vientos propicios para aquella larga navegación. Al fin, la armada despliega sus velas y comienza el azaroso viaje de la Infanta de Castilla. Atrás queda la hermosa bahía de Laredo. Quedan también atrás la vida familiar, los juegos con los hermanos, el entorno de su pueblo castellano y la luz, acaso sobre todo eso, la luz de los cielos de España.
Para no tener tropiezos con naos francesas, con cuya nación se estaba en guerra, la armada española toma rumbo al Norte, lo que hace que los vientos y las corrientes la hagan recalar en las costas inglesas, teniendo que refugiarse unos días en Portland.
Es el 31 de agosto de 1496.
Juana de Castilla va acompañada de un lucido cortejo. No en vano sus padres, los Reyes Católicos, cuentan entre los más poderosos de toda la Cristiandad y están deseosos de mostrar al mundo entero cuanta es su magnificencia. Por el cronista del viaje, Lorenzo de Padilla[34], sabemos que acompañaban a la Infanta don Diego Ramírez de Villaescusa, «maestro en santa Teología», el que había de ser obispo de Cuenca y fundador del famoso Colegio Mayor de ese nombre, en el viejo Estudio de Salamanca, que iba con el cargo de capellán mayor de la Infanta; don Rodrigo Manrique, su mayordomo mayor; Rodrigo Manrique «el Mozo», su copero mayor; Francisco Luján, caballerizo mayor; Martín de Mújica, tesorero; Francisco de Alcaraz, contador; Francisco Godoy, veedor, y los maestresalas Martín de Tábara y Hernando de Quesada.
Como dueñas de honor iban doña Beatriz de Tábara, doña Ana de Beamonte, doña María de Villegas, doña María de Aragón, doña Blanca Manrique, doña Francisca de Ayala, doña Aldara de Portugal, nieta del infante don Dionis de Portugal, y doña Beatriz de Bobadilla, sobrina de la célebre marquesa de Moya, la gran amiga de la reina Isabel.
Durante su estancia de tres días en Inglaterra, la Infanta fue atendida por la nobleza de la isla, que acudió a festejarla. El 2 de septiembre la armada se hizo de nuevo a la mar. El 8 de septiembre, «día de Nuestra Señora», la flota alcanza, al fin, las costas neerlandesas. La futura archiduquesa de Austria y condesa de Flandes pisa, con alivio, las tierras de Holanda, a resguardo ya de los golpes de mar, que habían dado al través con más de una de las naves de su escuadra.
Y primera desilusión: allí no está, para esperarla ansioso y para darle la bienvenida, su futuro marido. Durante más de un mes, Juana de Castilla irá adentrándose por las tierras de los Países Bajos: Bergen, Amberes… En Amberes, donde saluda a Margarita de York, la viuda del legendario Carlos el Temerario, Juana de Castilla se sintió enferma y hubo de guardar cama. ¿Fiebres? ¿Pesadumbres por el desvío del que había de ser su esposo? Al fin en Lierre, cuando corría ya el 12 de octubre, se produce el encuentro.
Y entonces ocurrió lo inesperado, el golpe de pasión, la furia incontenible del sexo. «A la primera mirada —nos comenta el hispanista alemán Ludwig Pfandl— se encendió el apetito genésico de los dos jóvenes (ella tenía dieciséis años y él dieciocho), con tal fogosidad que no esperaron al casamiento fijado para dos días después, sino que mandaron traer el primer sacerdote que se encontrara para que les diese la bendición y poder consumar el matrimonio aquella misma tarde»[35].
La atracción del sexo: un mundo entrevisto hasta ahora y que se le descubre a Juana de pronto, como una explosión, y que acabará dominándola, mostrando cuán vulnerable podía ser. ¿Acaso no le ocurrió un proceso similar a su hermano Juan, hasta provocarle la muerte? Esa vida amorosa, tomada con verdadero frenesí, fue el asidero al que se agarró Juana para olvidarse de todas sus zozobras, de sus angustias, de su soledad. Y a él se aferraría tan fuertemente, con una furia tan sin control, que Felipe, su joven marido, empezó a alarmarse, hasta tratar de poner límites a aquella verdadera guerra del sexo. En su hablar flamenco, Juana se estaba convirtiendo en una schrecklich, en una mujer terrible.
Y como, de acuerdo con la laxa moral de su Corte, no escondía sus relaciones con otras bellas mujeres de su entorno, pronto empezó a desatarse en Juana la violencia de los celos.
Y de ese modo Juana de Castilla, Juana la Terrible, para Felipe, acabaría poco a poco convirtiéndose en Juana la Loca; pero para mí, sobre todo y en esos principios, en Juana la Desventurada.