El año 1479 es una fecha importante en la historia de España. A poco de empezar, el 19 de enero, moría en Barcelona el viejo Rey de la Corona de Aragón, Juan II, a la avanzada edad —rarísima para la época— de ochenta y un años.
La noticia llegó a la Corte de los Reyes Católicos cuando se hallaban inmersos en la pacificación de Extremadura, apagando los últimos rescoldos de la guerra de Sucesión; pues en Extremadura todavía quedaban algunas plazas, de la importancia de Mérida y de Medellín, que seguían defendiendo la causa de Juana la Beltraneja, ayudadas por los portugueses.
¡Ya Fernando era algo más que Rey de Sicilia! ¡Ya podía equipararse, en verdad, a su esposa Isabel! Comenzaba a soldarse, en la cumbre, aquella anhelada unidad de España. Una euforia invadirá la Corte. Una euforia que se notará tanto en las decisiones políticas como en el mismo lecho regio.
En el lecho regio también, ciertamente. De modo que el ya todopoderoso monarca de Aragón va a engendrar, en el mes de febrero de 1479 —cuando apenas si hace unos días que le ha llegado la noticia de su encumbramiento al trono de los reinos aragoneses— a un nuevo hijo, que puntualmente llegará a la cita nueve meses después, el 6 de noviembre de aquel año; si bien no sería un varón, sino una niña, a la que pondrían el nombre del soberano fallecido: sería Juana de Castilla.
Tal ocurría en Castilla, donde las cosas seguían rodando bien para Fernando e Isabel. El 24 de aquel mismo mes de febrero conseguían la victoria de Albuera sobre los partidarios de Juana la Beltraneja; una victoria que, en verdad, no había sido una auténtica batalla, sino más bien una escaramuza bélica, pero que había servido para dar paso a las negociaciones de paz entre las dos Monarquías, que se cerrarían poco después en Alcaçobas.
Hecho importante, de los más trascendentales en la vida política de los dos pueblos, porque a partir de ese momento la frontera hispano-portuguesa se convertiría en una frontera dormida, una frontera sin conflictos, una raya que pasarían los diplomáticos y los cortejos nupciales, para ultimar los múltiples acuerdos matrimoniales entre las dos dinastías reinantes; no para que la franqueasen los ejércitos.
Una paz que Fernando aprovecharía para visitar sus nuevos Reinos. El 28 de junio se presenta en Zaragoza. El 1 de septiembre se le aclama en Barcelona. Ya en el otoño pasaría a Valencia, para jurar sus fueros. Mientras tanto, Isabel firmaba esos tratados de Alcaçobas, que tanta repercusión tendrían en la Península. Finalmente se juntan en Toledo ambos soberanos, donde habían convocado Cortes de los reinos de Castilla; se iba a llevar a cabo una profunda reorganización interna de la Corona de Castilla, en particular del Consejo Real, para dar la primacía en él a los letrados, desplazando a la alta nobleza.
Los Reyes tenían también a la vista otra reforma de particular gravedad: la instauración de una nueva Inquisición, al margen del poder episcopal.
Era afirmar, en los dos terrenos, tanto en el político como en el religioso, el poder de aquella Corona, convirtiendo a la Monarquía en una verdadera teocracia. Todo ello con un ambicioso proyecto a la vista: la conquista del reino nazarí de Granada, la lucha contra el último reducto musulmán en la Península, el final de la Reconquista.
Y es en esa ciudad de Toledo, ese 6 de noviembre de 1479, y en aquel enfervorizado ambiente, cuando nace Juana de Castilla.
Hay algún historiador que gusta de presentar la niñez de Juana metida muy pronto, junto con sus hermanas, en las labores hogareñas típicas de la educación de la sociedad del Antiguo Régimen, como costura, bordado, algo de música y lectura, sobre todo de autores sagrados o de leyendas en torno a las Sagradas Escrituras. En suma, una vida recogida y honesta, como correspondía al hogar de Isabel la Católica, en unas jornadas presididas por la propia Reina.
A esa visión de la Corte de la reina Isabel, un tanto dulzarrona y excesivamente panegirista, hay que poner algunos reparos. En primer lugar, no podemos juntar a las cuatro hermanas —Isabel, Juana, María y Catalina— en un mismo proceso educativo, porque Isabel les llevaba demasiado tiempo a las demás: nueve años a Juana, doce a María y quince a Catalina. Con quien Juana jugaba y convivía era con sus dos hermanas pequeñas, María y Catalina. Esas tres sí formaban un pequeño haz, una pequeña tropa juvenil, quedando por encima, en otro nivel, la mayor (la infanta Isabel) y dejando aparte a don Juan, por su condición de Príncipe heredero.
Pero esa es una pequeña salvedad. Más importante es señalar que Isabel, la Reina, las más de las veces estaba entregada a sus tareas de Estado, yendo de un lado para otro de sus Reinos. Estamos ante una Corte claramente nómada, con la Reina tan pronto pacificando Extremadura o Galicia o Andalucía, o afanada por las campañas contra el reino nazarí de Granada, dirigiendo las tareas de retaguardia para ayudar al ejército que acaudillaba su esposo el rey Fernando; una guerra, no lo olvidemos, que duraría diez años. O presidiendo las Cortes de Castilla, o visitando con Fernando los Reinos de la Corona de Aragón, o, en fin, atenta a las mil complicaciones diplomáticas, a las sucesivas negociaciones matrimoniales de sus cinco hijos, cuando no afanosa por promocionar las empresas descubridoras iniciadas por Cristóbal Colón, la conquista de las islas Canarias y las gestas de los tercios viejos acaudillados por uno de sus soldados preferidos, el Gran Capitán.
Todo ello dejaba poco tiempo a la Reina para actuar, de forma permanente, como la Reina hogareña que tanto gustan de presentar sus panegiristas. Más bien hay que pensar en unas infantas creciendo en los palacios regios de la retaguardia; en los alcázares de Segovia o de Toledo, o en el conjunto palaciego que los Reyes alzan en Ávila, lindante con el convento dominico de Santo Tomás, especialmente en los años de la infancia, con la frecuente ausencia de los padres. Curiosamente, en el hogar de los Reyes Católicos se dio ese tipo de ambiente tan propio de nuestros días, cuando ambos cónyuges trabajan y los hijos deben quedar al cuidado de extraños.
Quiere decirse con ello que poseemos pocos detalles de información directa sobre el hogar de los Reyes Católicos, y que debemos sacar deducciones de lo que sabemos sobre base segura del modo de vida de la reina Isabel. Lo que sí es cierto es que la Reina tenía grandes afanes culturales, muy por encima de los de su marido Fernando, que poseía una excelente biblioteca, en la que había una buena representación de autores clásicos —Virgilio, Tito Livio y Séneca, entre otros— junto a las obras religiosas —como las de san Agustín—, pero también de autores modernos; nada menos, en este caso, que Boccaccio[13]. Y, por supuesto, los poetas famosos del tiempo del reinado de su padre, Juan II, como Juan de Mena. La colección de obras de arte de la Reina era una de las más importantes de su tiempo, en especial de artistas flamencos[14]. Y es la Reina quien protege a la serie de humanistas italianos que adornan su Corte y que la hacen brillar al lado de las que fueron famosas en el siglo XV, y estamos pensando, por ejemplo, en la de Alfonso V el Magnánimo, de Nápoles. De ese modo llegan a la Corte castellana humanistas de la talla de Lucio Marineo Sículo, de los hermanos Antonio y Alejandro Geraldino y, sobre todo, de aquel protegido del conde de Tendilla, el milanés Pedro Mártir de Anglería. Finalmente debe citarse la capilla musical de la Reina, de cuyos detalles nos da razón el libro de gastos de la Corte, que nos transmite el tesorero Gonzalo de Baeza.
Estos sí son datos ciertos que conocemos gracias a los precisos estudios de investigadores de la talla de Antonio de la Torre y del Cerro y de su mujer, Engracia de la Torre, así como de Tarsicio de Azcona, acaso el mejor investigador del entorno de Isabel la Católica[15]. Esto nos permite afirmar, como lo hace Azcona, que la Corte de Isabel no era tan parca en sus gastos, aunque la Reina impusiera un tono de austeridad en los suyos personales —y en especial, en sus trajes y en sus joyas—. Como nos prueba Azcona, el examen de los gastos anuales que nos transmite el tesorero Gonzalo de Baeza nos presenta un notable crecimiento, que nos da un aire de una Corte cada vez más fastuosa. De igual modo hay que pensar en el carácter humanista de la época y que ese ambiente es el que impregna la educación de las infantas, y por lo tanto de Juana de Castilla. Conocemos el nombre de su preceptor: el humanista Alejandro Geraldino, al que debió aquel conocimiento suyo del latín y aquella formación humanista que alabaron hombres tan destacados en la época como Luis Vives. Sabemos también que tenía grandes condiciones para la danza y para la música, tocando con particular gracia el clavicordio. En cambio, no puede decirse que también aprendió entonces el francés, como quieren algunos panegiristas[16]. No. En la Corte castellana no se enseñaba el francés. Ni siquiera lo impuso así el césar Carlos V, pese a que él sí que se formó en los Países Bajos en esa lengua; pero él, que escribía a su hermana María en la lengua natal, la francesa, jamás la empleó con sus hijos. Es cierto que Juana llegó a dominar el francés, pero eso fue en otra etapa de su vida, y como resultado de aquellos duros años de aislamiento que vivió en los Países Bajos, cuando se convirtió en condesa de Flandes.
En la personal intervención de Isabel, la Reina, en la educación de sus hijos, ¿entendió y supo dirigir a Juana de Castilla, en su adolescencia seguramente nada fácil? Uno de sus principales biógrafos nos dirá que para la Reina no fue Juana una de las hijas preferidas: «la amaba sinceramente —añade Tarsicio de Azcona—, aunque nunca llegó a entenderla y a dirigirla»[17].
Uno de los hechos que más debieron de impresionar a Juana, en ese período de su vida en la Corte de los Reyes Católicos, fue, sin duda, el de las periódicas visitas que hacía, acompañando a su madre la Reina, a la cautiva de Arévalo, a esa otra Reina —la Reina madre, la llamaríamos ahora—, que desde el año 1454, a la muerte de su marido, el rey Juan II, se había encerrado en el castillo de su villa de Arévalo. Me refiero a Isabel de Portugal, la madre de Isabel la Católica, que había enviudado en 1454 y que moriría en su encierro del castillo de Arévalo cuarenta y dos años después, en 1496.
Resulta impresionante considerar el paralelismo que puede establecerse entre aquella Isabel de Portugal y Juana de Castilla; un paralelismo mucho más fuerte que entre Juana y don Carlos. Frecuentemente, los historiadores tienden a recordar y a enlazar a Juana con su biznieto, el hijo de Felipe II; tal lo hizo, en un estudio que se hizo famoso, el hispanista alemán Ludwig Pfandl[18]. Sin embargo, la semejanza es mayor entre Juana y su abuela Isabel de Portugal. En primer lugar, claro está, por su condición femenina. Pero además, y sobre todo, porque ambas fueron reinas que enviudaron muy jóvenes y que arrastraron una larguísima viudez durante casi medio siglo, en una situación de enajenación mental y en lugares apartados del Reino: en el castillo de Arévalo, Isabel de Portugal; en Tordesillas, Juana de Castilla.
Es más: No sería descabellado pensar que también en Isabel de Portugal se produjo un proceso de enajenación mental debido a un fuerte choque emocional. La tradición que se escucha en el pueblo de Arévalo es que la Reina desvariaba por los corredores de su castillo de Arévalo con aquel alarido que resonaba por los campos circundantes: «¡Don Álvaro! ¡Don Álvaro!». Esto es, no el nombre de su marido, el rey don Juan, que le llevaba tanta carga de años, y con el que había reinado en Castilla tan solo siete, sino de aquel que había sido primero su protector, que le había sacado del papel, relativamente modesto, de hija de una familia nobiliaria portuguesa, para convertirla en Reina de Castilla, y con el que había pasado de una situación de alta estima a otra de odio, cifrada en la brusca y dramática caída del privado don Álvaro de Luna, al final degollado por orden regia en 1452 y a instigación de la Reina. ¿Estaríamos ante un proceso similar al que nos describen los Sagrados Libros, con la muerte de san Juan Bautista, propiciado por la hijastra de Herodes? ¿Por qué, en sus arrebatos de Reina viuda, recordaba Isabel de Portugal al valido y no al esposo?
He ahí una interrogante tan insoslayable como de difícil respuesta. En todo caso, no es difícil comprender la fuerte impresión que en el ánimo juvenil de Juana de Castilla tuvieron que producir las reiteradas visitas al castillo de Arévalo, acompañando a su madre Isabel la Católica, para pasar algunas jornadas al lado de aquella pobre enferma, Isabel de Portugal.
Tenemos, por lo tanto, la extraña fascinación de aquella pobre Reina cautiva, Isabel de Portugal, la loca de Arévalo.
Un precedente a tener en cuenta.
Por lo demás, lo cierto es que el modelo educativo de los Reyes Católicos para el Príncipe, en este caso, para su hijo don Juan, era tenido por altísimo en aquellos tiempos, hasta el punto de que Carlos V ordenase que sirviese de ejemplo para la formación de su hijo Felipe II. Y esto lo sabemos por un testigo de vista, el famoso historiador del Quinientos Gonzalo Fernández de Oviedo, que en escrito dirigido al mismo príncipe Felipe, nos dice:
… la voluntad del César fue que V. A. (Felipe II) se criase y sirviese de la misma manera que se tuvo su tío…[19].
Otra cosa es preciso añadir, y en este caso con notable repercusión sobre Juana de Castilla: los celos de su madre, Isabel la Católica. En efecto, Fernando el Católico era un mujeriego sin freno, y a creer a algún cronista, la propia Reina le pilló, alguna vez, «hocicando» en los pasillos de palacio con alguna dama de la Corte, lo que provocaría unos terribles arrebatos de cólera de Isabel, con daño en ocasiones de la culpable, si como tal puede considerarse a la que no sabía resistirse a los ataques regios. De hecho, son conocidos algunos de los hijos naturales de Fernando, como aquel don Alonso, arzobispo de Zaragoza, que escribe tan notable carta a Carlos V cuando accede al poder, que publicamos en nuestro Corpus documental carolino; o aquellas dos monjas, una de ellas la priora, que profesaron y convivieron en el convento agustino de Madrigal de las Altas Torres allá por la segunda y tercera décadas del Quinientos, de nombre doña María de Aragón (las dos hermanas con el mismo nombre, lo que no deja de ser curioso)[20]. Y ese donjuanismo de don Fernando sí que es recogido por la mayoría de los cronistas:
… amaba mucho a la Reina, su mujer, pero dábase a otras mujeres…
Tal señala Pulgar, quien a su vez comenta de Isabel:
Amaba mucho al Rey, su marido, e celábalo fuera de toda medida…[21]
Sí, Isabel, aquella Reina tan dueña de sus actos, podía perder toda compostura en palacio cuando descubría las infidelidades de Fernando:
… tenía amor a su marido —leemos en el padre Mariana—, pero mezclado con celos y sospechas…[22]
Y eso fue vivido en palacio, fue vivido en la Corte, fue sin duda conocido por los hijos, sobre todo cuando fueron entrando ya en años —los de la adolescencia—, y fueron dándose cuenta de las infidelidades del padre y de las desesperaciones de la madre.
Y una de las hijas que abrió sus ojos a aquellas peleas familiares fue Juana de Castilla. Y esto no son meras conjeturas, pues la propia Juana lo dejó escrito de su mano:
… si en algo yo usé de pasión y dexé de tener el estado que convenía a mi dignidad, notorio es que no fue otra la causa sino çelos…
Pero una pasión disculpable, porque también la había tenido su madre, con ser tan excelsa Reina. Y añade, en su justificación:
… y no solo se halla en mí esta pasión, mas la Reina, mi señora, a quien dé Dios gloria, que fue tan eçelente y escogida persona en el mundo, fue así mismo celosa, mas el tiempo saneó a S. A., como plazerá a Dios que hará a mí…[23]
De ahí que cuando su madre, en la conocida escena de Medina, le pidiera otro comportamiento más sereno en sus relaciones con su marido, Felipe el Hermoso, Juana replicara «con harta desvergüenza».
Algo que la gran Reina sufrió como tremendo desacato:
Y entonces ella me habló tan reciamente de palabras de tanto desacatamiento y tan fuera de lo que hija debe decir a su madre —es la propia Reina la que lo cuenta—, que si yo no viera la disposición en que ella estaba, yo no se las sufriera en ninguna manera…[24]
En suma, suele tenerse como prueba del desequilibrio que ya mostraba Juana de Castilla en 1503 esa disputa con su madre y ese hablarle «tan reciamente». Pero quizá no debiéramos dejar ahí el comentario. Quizá podríamos considerar, con buen criterio, que acaso era la propia reina Isabel la que había dado pie, en cierta medida, a esa reacción, por cuanto quien se había mostrado tan celosa de su marido —«fuera de toda medida»— no estaba en condiciones de llamar la atención sobre ese particular a su hija.
Porque, ¿qué otra cosa pudo decirle Juana a su madre que tanto la lastimara, si no era aquello de sus desmedidos celos con su padre?
Pues eso también lo vivió Juana en la Corte de los Reyes Católicos.
Porque es bien posible que la reina Isabel no fuera tan agraciada como la describen los cronistas. Jerónimo Münzer, que la visita en 1495, cuando la Reina tenía cuarenta y cuatro años, nos la pinta como mujer alta «un tanto gruesa». Y en cuanto a su belleza, solo se atreve a indicar que era «de agradable faz»[25].
No más de lo que atisbamos a través de sus retratos más conocidos, como el atribuido a Juan de Flandes, que preside la sala de sesiones de la Real Academia de la Historia.
No demasiado atractiva Isabel, una vez perdido el empuje de los años juveniles, tampoco lo era ciertamente por su modo de vestir. Si volvemos a acudir a Münzer, nos la encontramos siempre vestida de negro[26]. Ocho años después Lalaing, el cronista de Felipe el Hermoso, dirá despectivamente:
No hablo de los vestidos del Rey y de la Reina, porque no llevan más que paños de lana[27].
Y aunque prescindamos de la leyenda de su promesa de no cambiarse de camisa hasta que no fuera tomada Granada —de donde vendría el llamado color isabelino, para las prendas que pasan a un sospechoso tono amarillento, pero también podría pensarse en algo más que en el color, en eso que daña al olfato—, bastaría con lo señalado para no extrañarnos demasiado si Fernando, con la facilidad que parecen tener las testas coronadas para tamañas aventuras, buscara fuera algo que no encontraba en el lecho conyugal, con el ímpetu que ponía en todas sus cosas, no caracterizadas precisamente por el sentido ético de la existencia. De ahí sus devaneos, que la Reina acusaría de forma destemplada, persiguiendo de forma sañuda a la favorita de turno y aun recriminando a voz pelada a su regio consorte sus infidelidades. De ahí también ese querer rodearse «de mujeres viejas», tendencia heredada por Juana, que ya pasará, como hemos de ver, a no querer tener ninguna a su lado, incluso después de muerto su marido.
En definitiva, el altercado entre madre e hija nos descubre algo hasta ahora ignorado o silenciado: que Isabel alcanzó, de pronto, que le podía caber cierta responsabilidad en el comportamiento de su hija; que lo que había padecido su madre, Isabel de Portugal, la cautiva de Arévalo, y lo que ella misma había experimentado, era una carga genética que explotaba, súbitamente, en el disparatado comportamiento de la hija.
Pero de eso tendremos ocasión de hablar.