II

¿Mentalidad mágica en la época del Renacimiento? ¿Acaso creencias en brujas y en sus maleficios, en sus tratos con el demonio? ¿Es que no estamos ya en los tiempos en que se inicia una racionalización de la existencia a todos los niveles?

Sí, es la época del brillante Renacimiento y de los espectaculares avances técnicos y científicos, acelerados por la invención de la imprenta, con su abaratamiento del libro; de los descubrimientos geográficos, que abren la mente a nuevos horizontes; de los geniales tanteos en la ingeniería de un Leonardo da Vinci; de los estudios astronómicos de Copérnico —por cierto, un contemporáneo riguroso de Juana de Castilla—, y de los estudios anatómicos de Vesalio.

Todo eso es cierto.

Aun así, no debemos olvidar que la exquisita cultura del Renacimiento es una cultura de elites, una cultura de los sectores minoritarios de la sociedad, que florece en algunas ciudades privilegiadas: tales, Florencia o Venecia, Bolonia o Nápoles, Sevilla o Salamanca. O, por supuesto, en las Cortes de las grandes Monarquías: París, Londres, Bruselas y, sobre todo, Roma. Pero en aquella Europa de los principios de la Edad Moderna la mayoría de la población, en proporciones que podían llegar al 80 por 100, vivía en el campo, salvo en algunas franjas de aquella geografía, como podía ser en el Norte de Italia o en los Países Bajos. Y esa población rural era, en su aplastante mayoría, analfabeta. Y aunque no queramos decir con ello que no se producían conexiones entre los avances culturales, científicos o técnicos de la cúpula con las bases más desfavorecidas, sí que no podemos dejarnos deslumbrar por el brillo de las cumbres.

Dicho de otro modo, y acudiendo ya a los datos que nos ofrecen aquellos años: en 1484 el papa Inocencio VIII lanza una Bula (Summis desiderantes affectibus) en la que denuncia terribles actos demoníacos y brujerías sin cuento ocurridos en Alemania. Dos años después, los dominicos alemanes Krämer y Sprenger publicarían un libro que circuló ampliamente por toda Europa: el Malleus maleficarum, esto es, «El martillo de las brujas». La obsesión por todo lo concerniente a la brujería fue tal, que también las Universidades se hicieron eco de ello, y sin salirnos de España, podríamos citar al padre Vitoria, que en el curso de 1539 a 1540 dedicaría su Relectio en el Estudio de Salamanca a tal tema, bajo un título que no deja lugar a dudas: De magia.

He aquí, pues, el compás abierto por las fechas citadas: de 1484 a 1540. Todo ocurriendo durante la vida de Juana de Castilla.

Algo a tener en cuenta.

Es verdad que también en este siglo nos encontramos con incrédulos, de los que el francés Rabelais (1494-1553) sería el ejemplo más destacable, pero también que esos eran los menos. Por eso, acercarnos a lo que suponía la mentalidad mágica en el Quinientos es abordar un tema que nos ayudará a comprender, en gran medida, las cosas que ocurren en el entorno de Juana de Castilla.

Y ahora, vayamos con la pregunta que antes anunciábamos. ¿Qué entendemos por mentalidad mágica? Con una respuesta a bote pronto diríamos que aquella que tiende a explicar lo desconocido por la acción de fuerzas sobrenaturales y a esperar de ellas la solución de los problemas que aquellos enigmas suscitan.

Se argumentaría: eso también se da en la mentalidad religiosa. ¿Dónde está la diferencia? ¿Dónde la frontera entre ambas actitudes? En todo caso, y aun reconociendo que los hombres del Quinientos pasaran de una a otra con pasmosa facilidad, habría que recordar que el creyente espera conseguir los favores divinos a través de súplicas (la oración) y de sacrificios (la penitencia); mientras que en la línea de lo mágico se considera que se puede exigir la ayuda sobrenatural mediante un pacto y a través de un conjuro. La diferencia que va, pues, de la súplica a la exigencia, de la oración al conjuro, marca ambos comportamientos, aunque haya que repetir que los hombres de aquel tiempo traspasaban con facilidad su frontera. Porque los mismos que rezaban —tales, pongamos por caso, los clérigos— eran los que creían a pies juntillas en la fuerza de los conjuros que podían hacer otros miembros de aquella sociedad; las brujas, evidentemente. Y esa creencia en las brujas, como la creencia en la constante intervención del maligno en las cosas de los hombres, es lo que establece ese extraño parentesco entre religión y magia. Pues, en definitiva, se creía en el poder de la magia como algo consentido por Dios, como todo lo emanado de la fuerza del maligno (esto es, de Satán). De esa forma el diablo venía a ser el puente entre lo religioso y lo mágico. Todo el mundo creía en ese bullir del demonio entre los hombres, resumido en la frase que todavía ha llegado a nuestros días: «El diablo, que todo lo enreda».

Veamos algunos ejemplos, tomados de la sociedad castellana y de personajes contemporáneos de Juana de Castilla.

Hacia 1538 publicaba el maestro Ciruelo un libro titulado Reprobación de las supersticiones y hechicerías. El maestro Ciruelo, profesor de las Universidades de Alcalá de Henares y de Salamanca, era un notable matemático, pero también era clérigo, y como tal creyó su deber afrontar aquel tema.

Ciruelo alude a la constante intervención del diablo en la vida cotidiana de los hombres: cómo entraba en las casas, incluso en los conventos, donde

… viene y hace ruidos y estruendos y da golpes en las puertas y ventanas y echa cantos y piedras…

Un diablo revoltoso, por tanto, que gustaba de enredar con las personas, de asustarlos en las horas nocturnas. Y aún más, que penetraba en las cocinas, y no dejaba títere con cabeza:

… quiebra ollas y platos y escudillas…

Pero, sobre todo, que excitaba a la lujuria, disturbando a los buenos cristianos en sus sueños:

Otras [veces] viene a la cama —añade Ciruelo— donde duermen las personas y les quita la ropa de encima y les hace algunos tocamientos deshonestos…

En suma,

… no les dexa dormir reposados…[8].

Las citas serían interminables. Se veía al diablo por todas partes. Y en sus fechorías, y en las de sus servidores —brujos, brujas y hechiceras— creían hasta las personas más cualificadas.

Santa Teresa cuenta un caso singular en su Libro de la Vida: la historia de un cura amancebado que, aun reconociendo y abominando de su culpa, era incapaz de librarse. Y nos refiere la Santa:

Procuré saber y informarme más de personas de su casa; supe más la perdición y veí que el pobre no tenía tanta culpa; porque la desventurada de la mujer le tenía puestos hechizos en un idolillo de cobre, que le había rogado le trajese por amor de ella al cuello, y éste nadie había sido poderoso de podérsele quitar…

¿Creyó la Santa aquel relato y, en especial, el raro poder del idolillo, con los hechizos de la amante? Ella nos asegura que no («Yo no creo es verdad esto de hechizos determinadamente…»), pero, por si acaso, consiguió que el cura arrojara el idolillo al río. ¿Cuál fue el resultado? Que el perdido sacerdote amancebado despertara como de un sueño, dejara de ver a su amiga y acabara sus días como un bienaventurado[9]. ¡Asombroso!

Yo no creo es verdad esto de hechizos…

Tampoco puede pensarse que un hombre de la categoría de fray Luis de León creyese en los conjuros, como aquel que leemos en La Celestina:

Conjúrote, triste Plutón…

Sin embargo, cuando la Inquisición apresa a fray Luis, inicia su proceso y le insta a que confiese todas sus culpas, aquel gran poeta reconoce que en una ocasión manejó un libro de conjuros que había visto en manos de un estudiante. No sería un adicto a los conjuros, pero está claro que tenía sus dudas y sus curiosidades[10].

Y estaba también el fenómeno de los demonios, de cómo se apoderaban de las tristes criaturas humanas, cómo hacían habitación de sus cuerpos. Eran los endemoniados, que no solo sufrían ellos, sino todos los que estaban a su alrededor, de forma que los pueblos, grandes y chicos, clamaban por los que fueran capaces de expulsarlos. Y estos eran de dos clases: o gente santa —los sacerdotes— o embaucadores, contra los que ponía en guardia el maestro Ciruelo —clérigo él—, como quienes practicaban un intrusismo que debía ser perseguido; pues solo los consagrados por la Iglesia podían tener poder sobre los demonios; a no ser, claro, que fuera gente entregada ya al maligno[11].

De esos exorcistas, a lo divino, los había con particular gracia. Hemos de acudir ahora, de nuevo, al testimonio de santa Teresa, y al elogio que sobre este particular hace de san Juan de la Cruz. Escribe a la madre Inés de la Cruz, priora del convento de Medina del Campo, muy afligida porque una hermana, sor Isabel de San Jerónimo, estaba poseída del demonio, y le anuncia que le manda a san Juan de la Cruz. Y le dice:

Ahí las envío al padre fray Juan de la Cruz para que la cure, que le ha hecho Dios merced de darle gracia para echar los demonios de las personas que los tienen.

¿Una suposición? Nada de eso. San Juan había demostrado su poder en Ávila —donde estaba la Santa, de forma que conoce directamente la noticia— con una persona endemoniada, y tanto, que tenía en su cuerpo no uno o dos demonios, sino ¡tres legiones de demonios!

… y les mandó en virtud de Dios le dijesen su nombre, y al punto obedecieron[12].

Esta intervención del demonio permite justificar todas las anomalías, todo lo que la ignorancia de la época toma como engaños, lo que sirve para ocultar errores e ignorancias. Partamos de un hecho concreto: en 1588, una mujer, que tiene un extraño vaivén en la evolución de su sexo, es acusada de pacto con el demonio por el Fiscal de la Inquisición. La acusación parte de los médicos que la examinan por orden del Tribunal, y que después de asegurar que era hombre, en la segunda visita comprueban que era mujer; por lo tanto, habían sido engañados, y eso solo podía ser obra del maligno.

Y aún, dentro de la magia, cabe hacer distingos. Existe una magia blanca —por ejemplo, liberar de un hechizo, o conseguir la fecundidad de una mujer casada— y una magia negra: aniquilar por medios rituales a un enemigo. Existe una magia rural y una magia urbana. A la primera se corresponden las brujas y brujos; en la segunda entran de lleno las hechiceras, al modo de la Celestina.

La magia está relacionada con las principales esferas de la vida humana: con el saber, con el amor —y, por ende, con el sexo—, con las adversidades —la enfermedad, el hambre, las buenas y malas cosechas—, con las aspiraciones y los sueños imposibles —en el Renacimiento, vencer la distancia volando; o bien encontrar tesoros, o bien el recobrar la juventud—. Ya hemos visto sus relaciones con la religión, a través del maligno y, además, porque solo a través de la religión se entendía que se podía combatir con eficacia al demonio. Al frente de lo mágico aparece siempre el maligno; en consecuencia, solo Dios y sus representantes cualificados en la Tierra —sacerdotes y frailes— podrán vencerle.

De ahí también otra consecuencia, y que no será pequeña: la caza de brujas.

MAGIA Y PODER

La magia está vinculada estrechamente al poder, en la concepción cristiana. Baste con recordar la resonancia que en las almas cristianas tiene esta referencia: los Reyes Magos.

Está en los relatos bíblicos:

Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá, en los días del rey Herodes, llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque hemos visto su estrella al oriente, y venimos a adorarle…

Por lo tanto, en el acontecimiento crucial del cristianismo, en el nacimiento del Señor, aparecen unos magos para los cuales la vida de los hombres está, la de cada cual, vinculada a su estrella. Era, sin duda, una creencia remotísima, propia de una mentalidad mágica; lo que quiero indicar es que de ese modo se reforzaba.

Pues ya tenemos una relación entre magia y poder. Y de momento, no en cuanto a oposición entre la magia y el poder, no la magia para ayudar a la oposición, sino representada en el mismo poder real. Los Reyes alcanzan tanto poder que asumen también los valores mágicos. Frazer, en su estudio clásico sobre mentalidad mágica, nos explicará el proceso por el cual los brujos y los magos, al encontrarse con cualidades superiores a sus compañeros, buscaron y alcanzaron con frecuencia la superior magistratura convirtiéndose en jefes y reyes. Y el argumento es convincente. En los tiempos históricos, y concretamente en estos del Renacimiento que ahora estudiamos, les queda a los reyes una aureola mágica. Los cronistas nos hablarán de los signos prodigiosos que acompañan a su vida. De Fernando el Católico nos dirá Andrés Bernáldez que a la hora de su nacimiento estaba su planeta:

… en muy alto triunfo de bienaventuranza, según dixeron los astrólogos.

Y a la muerte de Isabel, tras hacer su elogio, nos dirá que para señal de lo que su fin suponía, la tierra tembló.

Por algo Goubert llamará a Luis XIV, entre otras cosas, el Gran Brujo: de hecho, con toda su carga de ironía —tan propia de los hombres del siglo XVIII—, tal afirmación se encuentra en las famosísimas Cartas persas de Montesquieu; pues existía la tradición de que el Rey podía curar, por sus poderes mágicos, en particular el día sagrado de su coronación.

Pero, aparte del poder mágico que emanaba de su propia presencia, ¿acudían los reyes a prácticas mágicas? La cuestión es importante, pues vendría a confirmarnos la misma inserción de los reyes en la mentalidad mágica.

En un punto eran particularmente vulnerables los reyes, y era en cuanto al logro de sucesión masculina, que venía a justificar su presencia en el trono, como garantía de que la estructura socio-política no sufriría mayores trastornos a su muerte. Y curiosamente, se verá al rey Fernando el Católico acudir a prácticas mágicas, para obtener descendencia de su segunda mujer Germana de Foix; se decía que había muerto tras abusar de ciertas yerbas, aunque más podría ser que del abuso de su trato carnal con Germana de Foix. Asimismo, empujado por ese deseo de obtener descendencia varonil, abandona Enrique VIII a Catalina de Aragón y busca el arrimo de Ana Bolena, a la que en la Corte de Carlos V se la tendría por gran hechicera que había embrujado la voluntad del monarca inglés.

Si alzamos la categoría del poder de los reyes a los hombres de Estado, ¿con qué nos encontramos? Pensemos en Cisneros, bajo los Reyes Católicos; en Francisco de los Cobos, bajo Carlos V; en Antonio Pérez, bajo Felipe II; o bien, en Wolsey con Enrique VIII, o en Offman bajo Fernando I. ¿Acuden estos políticos a prácticas mágicas para mantenerse en el poder? ¿O asistimos a un planteamiento racional? Esa parece la respuesta más acertada: el quehacer político de los ministros no tiene la nota mágica que poseen los reyes; solo cuando se produce su caída pueden entrar en juego las especulaciones sobre su comportamiento mágico, como ocurriría con Antonio Pérez o —ya en el siglo siguiente— con Olivares.

Más preciso es el hecho de que se utilice la magia como insulto denigrante, infamando a la oposición. Es la acusación más eficaz y más extendida contra el enemigo, ya sea colectivo, ya sea individual. Las minorías marginadas serán tildadas de realizar prácticas mágicas, sean judíos, sean moriscos o sean gitanos; de ello quedan pruebas inequívocas en los documentos y en la literatura. Los judíos de Tembleque, en el proceso del Santo Niño de La Guardia, publicado por el padre Fita, los moriscos o los gitanos que aparecen en los relatos literarios, están relacionados con prácticas mágicas. En cuanto a individualidades enemigas, ya hemos comentado lo que sobre Ana Bolena pensaba la Corte de Carlos V.

Pero veamos el asunto bajo otro punto de mira: el de esa oposición. Recordemos la tesis del libro clásico de Michelet (La sorcière): la bruja al servicio de los oprimidos. Si los poderes establecidos infamaban a los grupos marginados acusándolos de pacto con el maligno, cabe preguntarse si aquellos que veían en sus dominadores a los cristianos no tenderían por ley natural a buscar la alianza del anti-Cristo; por lo tanto, de las fuerzas consideradas demoníacas. Eso no puede pensarse en comunidades religiosas monoteístas, como la judía y la musulmana, pero sí en otros pueblos vencidos o marginados, especialmente en las Indias Occidentales. También en la población sometida a esclavitud. Todo ello de muy difícil comprobación, a no ser en el rastreo de los procesos inquisitoriales. A la inversa, a escala europea, sí se puede recordar que una de las principales acusaciones de Guillermo de Orange contra Felipe II —con la que trataba de justificar su rebelión contra su señor natural— sería el de infamarle con el apelativo de «demonio del mediodía».

Por lo tanto, estos conceptos que implican el juego de la magia con el poder estarán, sobre todo, en función de un arma a manejar para desacreditar al adversario.

También como factor desestabilizador, para acabar con poderes de dudosa legitimidad, como las privanzas en las Monarquías autoritarias. Los políticos que saltan a validos no podrán escapar a la acusación de haber hechizado, y así dejado sin voluntad, a sus soberanos; tal ocurriría en la centuria siguiente con personajes como el marqués de Sieteiglesias, o el mismo conde-duque de Olivares. ¿No ocurriría algo similar en la Inglaterra de Enrique VIII, de Ana Bolena, de Crammer y de Thomas Cromwell? Para el bando católico, la ascendencia de Botwell sobre María Estuardo encontraba similar justificación.

Ahora bien, la brujería se mantiene al margen de la lucha por el poder, de donde puede proceder la benevolencia con que es tratada por la Inquisición española.

MAGIA Y EROS

La magia no podía estar ausente de uno de los aspectos primordiales de la vida humana, que está en la raíz de su propia supervivencia: lo erótico. Un aspecto recogido por las formas sociales e institucionalizado —y sacralizado— por el matrimonio, pero dejando al margen de la legalidad no poco de su comportamiento; y tan importante, que a su vez tiene que ser, al menos en parte, reglamentado.

¿Cómo interviene aquí la magia, en esta época que ahora estudiamos del Antiguo Régimen? En parte, por la particular manera con que aquella sociedad estructuraba el matrimonio, como pactos familiares en que poco o nada intervenía, en primera instancia, el factor erótico entre los contrayentes; tal burla de las leyes de la Naturaleza había de tener su precio. Por lo tanto, es preciso tener en cuenta la estructura familiar en el Quinientos y los comportamientos legales y naturales de esa sociedad frente al amor; y, como hemos de ver, también vuelve a aparecer la magia como una seudociencia, para tratar de dar alguna solución a los problemas planteados.

En principio, pues, resulta imprescindible un examen de los vínculos legales que conducían a la estructura familiar. Teniendo en cuenta esta primera pregunta: ¿acaso lo resolvían de igual manera las diversas capas sociales? ¿Estamos ante un comportamiento homogéneo de todos esos grupos sociales? ¿De igual forma el mundo rural que el urbano? Y aún dentro del mundo rural, ¿de igual manera en la dispersa población de la España húmeda que en las grandes concentraciones campesinas de la Mancha o de Andalucía? Y si esa diferencia se da en España, ¿no ocurrirá algo similar en el resto de Europa? Por otra parte, no debemos perder de vista que algo muy vinculado a la vida erótica, dentro y fuera de la familia, es el concepto del honor, y eso no tenía igual vigencia en las clases altas que en las medias o en las bajas.

En todo caso, la sociedad marca unas normas muy rígidas, castigando duramente a los transgresores. Y, lo que resulta notable, haciéndolo aún más duramente con las víctimas que no cumplen la ley del grupo que ordenaba tomar venganza de los culpables. El adulterio tendrá pena de muerte, y el marido burlado, derecho a aplicarla; y aún más que derecho, obligación, pues en caso contrario la infamia caerá sobre él y sobre su familia.

¿Cuáles son esas normas? En primer lugar, la virginidad de la mujer soltera. En segundo lugar, la fidelidad de la mujer casada. En tercer lugar, la ley del grupo: los matrimonios concertados por los padres, llevados normalmente dentro de las mismas comunidades y respetando los niveles sociales. El quebrantamiento de esas normas traerá consigo tremendas consecuencias, que van más allá de los mismos transgresores: la infamia no caerá solamente sobre la mujer soltera que pierde su virginidad, sino sobre todo el núcleo familiar; y si la mujer es casada, su adulterio infamará al marido, que solo se podrá liberar del epíteto de cornudo dando muerte a la mujer infiel y a su amante. Y en cuanto a la ley del grupo, se refleja en la hostilidad —o cuando menos, el recelo— con que son tratados los extraños que intentan aproximarse, atraídos por una de sus mujeres, así como el rechazo que estas sufren en los casos en que la captación se produce. Naturalmente, no ocurre por un igual en toda Europa. En ella existen sociedades más abiertas —las más mercantiles— y más conservadoras —las más rurales.

En todo caso, la pregunta es en qué medida la magia entra aquí en juego. Ello viene dado por el hecho de que matrimonio y amor fueran, frecuentemente, cosas distintas. En consecuencia, la pasión amorosa —amor y deseo— tenía que tantear otros recursos, antes y después del matrimonio, al modo como lo intentan Calisto y Melibea. Y es entonces cuando entra de lleno el poder mágico. La pareja que se ve atraída, al tener conciencia de las dificultades legales, tantea otras vías de acceso.

De igual modo ocurre con las simples relaciones sexuales que, las más de las veces, busca el varón impulsado por el simple apetito carnal; pero también en otras ocasiones es la mujer, especialmente cuando ha sido encerrada contra su voluntad en un convento. Como consecuencia de lo primero, surgen los prostíbulos, a cuyo frente hay viejas encargadas con ribetes de brujas —la Celestina—. Como resultado de lo segundo aparecen los galanteadores de monjas, o los falsos ermitaños, como aquel del cuento de Boccaccio que encuentra una cándida compañera a la que adoctrinar sobre la mejor manera de meter al diablo en el infierno.

Pero repitamos la pregunta: ¿Cómo se inserta aquí lo mágico?

Cuando fallan las relaciones conyugales para conseguir la sucesión o cuando se produce el desvío amoroso de uno de los cónyuges; esto, en el terreno legal. Y cuando una pasión amorosa desea ser correspondida, o cuando se quieren cubrir las apariencias (la «recuperación» de la virginidad de la soltera; la «inocencia» de la casada infiel), o, en fin, cuando se quiere recobrar el vigor sexual (en definitiva, la búsqueda de la juventud perdida). Los acorralados por esas ansias y por esos temores sentirán la tentación de acudir a prácticas mágicas. La sociedad supone que las brujas poseen el conocimiento de yerbas que, junto con las palabras adecuadas, logran los hechizos del ser deseado. A Celestina le bastará un cordón de Melibea para lograr su hechizo y obligar su voluntad.

Fausto buscará la fórmula para recuperar la juventud perdida. De Celestina se alabará su maña para rehacer virgos. Esos entes de ficción responden a creencias de la época. En cuanto a la inocencia de la casada infiel podía encontrarse en la fuerza mágica del tentador; y aquí, junto al personaje literario —el Tenorio— nos encontramos con realidades concretas. Los procesos inquisitoriales hacen referencia a seductores de ámbitos rurales a los que la comunidad acusará de brujos, cuyas habilidades mágicas cegaban a las casadas dejándolas sin voluntad; he ahí un curioso chivo expiatorio para liberar de culpas a las casadas infieles y de infamias a sus maridos burlados.

La ley del grupo —los clanes o villas rivales— obstaculiza los amores francos, ya sea de Julieta con Romeo —Montescos y Capuletos— o del caballero de Olmedo con la gala de Medina. Se produce un rechazo del matrimonio fuera del grupo, y cuando alguien lo intenta, la comunidad reaccionará recelando que se ha producido porque algo había que esconder. También aquí se tenderá a la acusación de prácticas mágicas por parte del forastero. Los caballeros de Medina liberan de culpa a doña Inés, abrasada por el

fuego infernal de los hechizos…,

que Fabia, la bruja, le había dado, comisionada por el caballero de Olmedo. La pena será la muerte alevosa del transgresor de la norma del grupo.

Por otra parte, se tenía por cierto que el amor era como un destino, que no dependía del matrimonio, sino de las estrellas; con lo cual, era más fácil sugestionar a la doncella solicitada, pues nada se podía hacer contra ese destino. Tales eran los mensajes que corrían a cargo de las hechiceras urbanas, a modo de la Celestina. Todo ello tenía sus antecedentes en los relatos clásicos, por ello muy prestigiados; podían recordarse a Circe o a Medea.

Se define así un área de la actividad mágica, la urbana de la hechicera o celestina, frente a la rural de la bruja. A las dos se las suponen tratos con el demonio y capaces de las mayores maldades. Así, entrar en la morada de la Celestina es entrar en el sancta sanctórum de las prácticas mágicas.

La relación de lo demoníaco con las infidelidades conyugales salta a la vista; y la expresión entiendo que es la adecuada. Al diablo se le representa frecuentemente como un hombre con cuernos, o en figura de diversos animales, en especial de macho cabrío. Que al marido de la casada infiel se le imputen los simbólicos cuernos y que se le moteje de cabrón no es, evidentemente, un azar; el paralelismo, como decía antes, salta a la vista. Ahora bien, ¿por qué? ¿Acaso porque se entiende que en principio todo amante de una casada es un íncubo y, por lo tanto, que existe ya una relación demoníaca, a la que se vincula el marido consentidor? ¿Es por eso por lo que resulta preciso romper el círculo mágico con la muerte violenta de los culpables?

«¡Cuernos fuera!», diría un marido ultrajado, al ejecutar por su propia mano a su mujer y a su amante, y de forma pública, en Sevilla a mediados del siglo XVI, en una escena que impresionó al joven Cervantes. Hay que pensar que al limpiar así su honor, conforme lo requerían las costumbres de la época, cumplía —quizá, sin saberlo— un viejo rito para romper un círculo mágico que le envolvía.

LA MAGIA FRENTE A LAS ADVERSIDADES

Magia blanca y magia negra; la primera puede aplicarse como preventiva o como paliadora, mientras que la segunda puede ser una acusación del grupo social afectado —enfermedades, malas cosechas, muerte del ganado—, que así tratará de encontrar un culpable y, mediante su eliminación, combatir el mal. Por consiguiente, tanto para evitar el mal como para causarlo, la magia puede entrar en acción y a dos niveles: en el personal e individual y en el colectivo.

¿Qué adversidades pueden sobrevenirle al hombre del Quinientos? Algunas que no tienen límites cronológicos, y otras que son propias de aquellos tiempos. Junto a la enfermedad (aunque aquí habría que especificar las más habituales de aquel siglo, como la sífilis y la peste), habría que añadir otros males de aquella época, como las plagas. Y uno que hoy vincularíamos a inestabilidades psíquicas, y que entonces se atribuía a una posesión demoníaca: los endemoniados.

La enfermedad era achacada frecuentemente a un hechizo maligno: al mal de ojo. Hay que recordar cuán atrasada estaba la Medicina en el Quinientos, hasta el punto de que el galeote del Viaje de Turquía puede simular ser doctor, para librarse del remo; y aunque en eso haya exageración del autor, no la hay en aquellas Cortes que pedían que en las Facultades de Medicina existiese la cátedra de Astrología, para que los médicos pudiesen entender mejor de las enfermedades de cada enfermo, en relación con las peculiaridades propias de su particular estrella. Tomar el pulso, examinar lengua y orina y administrar purgas y sangrías, empleando algún latinajo, parecía toda su ciencia.

En suma, la sociedad estaba bastante indefensa frente a la enfermedad. A lo que hay que añadir un pobre régimen hospitalario, que con frecuencia no separaba adecuadamente los enfermos, con el natural contagio de los casos infecciosos. Sabemos, por casos históricos —el de san Juan de Dios por ejemplo—, la crueldad con que eran tratados los locos, con los cuales la medicina del látigo era cosa de todos los días. Algunas enfermedades nuevas eran especialmente virulentas, y además vergonzosas por producirse como contagio en el acto sexual: tal ocurría con la sífilis, que cada país ponía el remoquete de otra nación (el morbo gálico, para los españoles). Por eso quizá las simbologías de la muerte y de la lujuria aparecen entremezcladas, como la calavera y la rana, en la ornamentación renacentista que todo visitante es invitado a reconocer en la fachada de la Universidad salmantina.

Ante tal situación, repetimos, la sociedad del Quinientos tiende a acudir a la magia, bien para prevenir esos males, bien para remediarlos, bien para achacarle la causa y anular sus efectos.

Para prevenirlos: Es aquí donde entran en juego los amuletos, las famosas higas de azabache que solían llevarse para combatir el mal de ojo, y que todavía en el siglo XVIII los documentos de niños expósitos nos anotan su existencia y que nos viene a probar que no todo era fantasía en el relato que en su viaje a España hizo la condesa D’Aulnoy, cuando nos refiere su encuentro con una mujer que llevaba su hijo en brazos, colgando de su cuello manecillas de azabache para combatir el mal de ojo. Y como la necesidad crea el órgano, frente al maleficio o aojamiento surge la profesión de desaojador, contra la que arremete el maestro Ciruelo: la persona que se atribuía el poder combatir el mal de ojo. De igual modo nos encontramos con los saludadores, para curar las mordeduras de perros rabiosos, con los sacadores de espíritus inmundos, contra los endemoniados, e incluso con los que decían poder combatir la langosta o cualquier otra plaga, con un simulacro de juicio, en el que la langosta acababa siendo desterrada del lugar afectado, e incluso supuestamente excomulgada; de donde la más terrible sentencia de la jerarquía eclesiástica era remedada por los embaucadores de la época. Para un clérigo como Pedro Ciruelo, estos eran los peores, como si se tratase de combatir una especie de intrusismo, aconsejando a los prelados que no consintieran que en sus diócesis hubiera personas tales que tuvieran por oficio conjurar a los endemoniados, ya que de suyo se entendía que solo podrían tener su poder por pacto diabólico, pues por divina potestad únicamente los clérigos podían realizarlo.

LA BRUJERÍA

Al final, la mentalidad mágica aparece inserta en la cristiana, por el puente de la imagen demoníaca. Para el hombre del Quinientos, el demonio lo embrollaba todo, y cualquier confusión que acaecía, grande o chica, a él era atribuida. Y, por supuesto, los poderes mágicos de brujas y hechiceros descansaban en el pacto que con el demonio tenían, por lo que se entendía que la pena que debían sufrir era la de muerte, en la hoguera.

Naturalmente que la pregunta final debiera ser: ¿Pero hubo alguna vez brujas o hechiceros, esto es, personas que por tales se tenían? Es posible, en parte por el hecho de encontrarse en posesión de remedios singulares, al conocer los efectos de determinadas yerbas. En todo caso, es seguro que la sociedad creía en su existencia; y es notorio que rescoldos de esa mentalidad mágica aún perduran. Por lo demás, obras como el Malleus maleficarum de Sprenger y Krämer, aparecida a finales del siglo XV (1486), lo ponen de manifiesto. La persecución de brujas fue una obsesión de Europa entera durante este período; curiosamente, en España no fue tan intensa, porque aquí los inquisidores actuaron con mayor ponderación que los jueces seglares franceses, alemanes o ingleses, como pudo demostrar Caro Baroja; quizá porque entendían que las brujas y su mundo no suponían un peligro verdadero para la Iglesia ni para el Estado de aquella Monarquía confesional que se llamó la Monarquía Católica hispana.

Por el contrario, los tribunales del resto de Europa condenaron a miles de supuestas brujas a la pena de muerte en la hoguera, tras terribles tormentos para que confesaran su pacto con el demonio, sus asesinatos de niños, sus orgías en el Sabbat y otras maravillas; tras lo que solía venir una segunda serie de sesiones de tormento para que delatasen a otras brujas de la comunidad. Se decía de ellas que al haber hecho el pacto con el diablo este las marcaba con su uña en el hombro, o bien en el sexo, haciéndole donación de un animal (búho, sapo) que tenía su rostro, para que le acompañase.

Véase que en los tiempos modernos se habla generalmente de brujas, más que de brujos, en cuanto a hechicerías y encantamientos; al brujo de las sociedades modernas se le tiene por cultivador de la alquimia o de prácticas similares, sin apenas inserción en la colectividad. Su incidencia, por lo tanto, en la mentalidad mágica de la época es mucho menor. En cuanto a la persecución y caza de brujas, hubo jueces que alardeaban de haber condenado centenares de brujas a la hoguera; ese fue el caso de un juez del sur de Francia que, según sus cuentas, había pasado de las novecientas sentencias por brujería. En esa proporción, en los dos siglos y medio más intensos de la caza de brujas en el mundo occidental (de fines del siglo XV a principios del siglo XVIII), la cifra total de esos asesinatos judiciales pudo muy bien traspasar la cifra de miles y miles de casos. Las zonas más afectadas por esa siniestra caza de brujas (generalmente pobres viejas que malvivían aisladas) fueron Alemania, Francia, Suiza, Inglaterra y Escocia, con unos focos particularmente virulentos: Nuremberg, Lyon, Ginebra. En general, se vio más afectada la Europa protestante que la católica —salvo el caso de Francia—, siendo notable la escasez de esa caza de brujas en Italia, Irlanda y, particularmente, en España, aunque desde luego no estuvo libre de ese mal, como pudo demostrar Caro Baroja para la brujería vasca, en particular a partir de la actuación en Navarra del inquisidor Avellaneda, hacia 1527, que admitió crédulamente los vuelos y conventículos de las brujas, lo que le lleva a las correspondientes penas de muerte; la duda estriba en si tras el proceso de las brujas no existía un intento de luchar contra los partidarios del bando francés, dada la reciente anexión de Navarra a la Monarquía Católica.

En esa caza de brujas tuvieron una particular importancia los tratados en que se espoleaba la imaginación de aquella crédula sociedad con las actividades de brujas y hechiceros. Habría que recordar la Bula de Inocencio VIII de 1484, denunciadora del peligro de la brujería. Su texto quedaría ya como prueba terminante de la creencia en la existencia de brujas y sus horribles prácticas en un lugar concreto de la Cristiandad: en el norte de Alemania. Y no eran casos aislados, sino numerosos. Y sus prácticas, infernales, en que personas de ambos sexos se entregaban al diablo. Eran los íncubos y los súcubos; íncubos, cuando el demonio, con forma de hombre, tenía trato carnal con una mujer; súcubos, cuando lo hacía, bajo forma de mujer, con un hombre. Se suponía que en el primer caso podría haber descendencia: eran los hijos marcados, los hijos de Satán.

… y por sus encantamientos, hechizos, conjuros y demás supersticiones execrables y encantos, enormidades y crímenes, destruyen a los hijos de las mujeres y las crías de los ganados, y agostan y arruinan los frutos de la tierra.

El Santo Padre daba la voz de alarma contra esa ofensiva satánica. Pronto iba a ser recogida su llamada al combate, y precisamente a cargo de dos dominicos alemanes, los citados padres Sprenger y Krämer que dos años después, en 1486, publicarían un libro llamado a ejercer una siniestra influencia sobre la Europa occidental: el Malleus maleficarum, el martillo de las brujas, que no solo relataba cosas increíbles sobre sus maldades, exaltando la histeria colectiva contra las supuestas brujas, sino puntualizando la forma de descubrirlas y los procesos, tormentos y penas finales a que debían ser sometidas. Las delaciones anónimas bastarían para poner en marcha la máquina judicial. Los testimonios de niños y de deficientes mentales eran dados como válidos. El tormento era el mejor procedimiento para conseguir las confesiones; y dado que la brujería, como pacto con el demonio, entraba ya en el terreno de la herejía, la pena consiguiente no podía ser otra que la hoguera, y a ser posible a fuego lento. Una misericordia podía tenerse con aquellas que proclamaban que el juicio había sido justo, ejecutándolas antes de prender la hoguera, librándolas así de ser quemadas vivas.

En esa locura de combatir rotundamente la brujería entró casi toda la Cristiandad, incluidos no pocos grandes talentos de la época. Pedro Ciruelo pediría en 1548, en su libro sobre las supersticiones y hechicerías, que «las brujas malditas» fueran tratadas «con rigor» por los jueces. Francisco de Vitoria dedicará el curso 1539-1540 a este tema, y así su relección dada el 18 de julio de 1540 sería sobre De magia; y aunque el gran profesor tuviera dudas sobre muchas de las cosas que de las brujas se contaban, no dejaba de admitir la posibilidad de su existencia. Mayor influencia tuvo el francés Jean Bodin, que acumula su experiencia personal en los juicios en que había perseguido a las brujas, con su obra aparecida en París cuarenta años después: Demonomanía de las brujas. Aquella notable figura de jurista fue incapaz de superar la presión del medio ambiente, y pedirá formas irregulares para luchar contra las brujas, porque de otro modo no podrían ser castigadas; y aprueba el proceder contra ellas cuando existiese el mínimo rumor popular, dado que el pueblo no solía equivocarse. Las delaciones anónimas, los testimonios de los niños, la utilización del tormento, todo esto será aprobado por Jean Bodin; el mismo que pediría para las brujas una pena mayor que la del fuego lento, pues al cabo con ese sistema la ceremonia no solía pasar de la media hora.

Esa actitud frente a la brujería se prolongaría a lo largo del siglo XVII. Sería preciso la crítica ridiculizadora de los enciclopedistas, y en particular de Voltaire, para que la mentalidad mágica comenzase a remitir. En contraste con ello, los procesos a brujas en el Quinientos estaban tan generalizados que existían formularios de las preguntas que los jueces habían de hacer a las brujas, como el que venía practicándose en Alsacia. Se empezaba preguntando a la acusada cuánto tiempo hacía que era bruja y el porqué y el cómo, para pasar rápidamente a sonsacarle sus relaciones carnales con un íncubo, sus juramentos diabólicos y sus participaciones en el Sabbat, o aquelarre. Lo que nos prueba hasta qué punto los hombres del Quinientos estaban condicionados por una mentalidad mágica.

De ahí la pregunta que se hicieron, como hemos de ver, los hombres del tiempo. ¿Estaría endemoniada Juana de Castilla?

Es más, la propia Reina tenía por cierto que las dueñas que le servían no eran sino brujas que continuamente la mortificaban.

Y la mano del maligno estaba detrás de ello.

No podía ser de otro modo.