Hasta entonces Tiburius no se había encontrado nunca con nadie en su caminar por el sendero. Ahora, por fin, iba a ver a alguien. Y eso habría de ser decisivo para el resto de su vida.
Había una hermosa y larga piedra en el sendero, situada casi justo entre el muro de piedra y la pradera en forma de campana. En esta piedra se sentaba Tiburius con frecuencia, puesto que se hallaba en un sitio bello y seco, y porque desde ella se podían contemplar, a la derecha, delgados troncos a través de los cuales se divisaban claridades y suaves penumbras.
Cuando una tarde se dirigió hacia esa piedra para sentarse en ella y dibujar, Tiburius vio que había alguien sentado junto a ella. De lejos le pareció que se trataba de una anciana: era una figura como las que suelen ilustrar los dibujos de gente en el bosque. Pensó en esto porque distinguió en el sendero algo blanco que tomó por una bolsa de merienda. Se aproximó lentamente hacia ella. Cuando ya estaba muy cerca, se dio cuenta de su error. No se trataba de una anciana sino de una muchacha que, como sus ropas revelaban, tenía que ser una campesina de la comarca. Las copas verdes de los árboles del bosque, sostenidas por interminables troncos que parecían columnas, se arqueaban por encima de ella derramando sombras y luces sobre su figura. Como muchas mujeres italianas, la muchacha llevaba un blanco pañuelo sobre la cabeza y un ligero velo sobre la frente. Alrededor del cuello llevaba una bufanda de un rojo intenso. Esto hacía que las luces del bosque que se reflejaban en ella parecieran pequeñas llamitas. El corpiño era negro. Su regazo estaba embutido en una faldita de lana azul, llena de arrugas. Calzaba calcetines blancos y rudos zapatos de cordones.
Lo que Tiburius había tomado por una bolsa de merienda era en realidad una tela blanca que envolvía un pequeño canastillo sin asas. Pero el paño no tapaba totalmente el canastillo, sino que dejaba ver por algunas partes su contenido: una especie de pequeñas fresas amargas del bosque. Tales fresas se podían encontrar durante todo el verano por aquellas montañas si se sabía buscar en los lugares adecuados. Cuando don Tiburius vio aquellas fresas se despertó en él el deseo de comer algunas. Calmaría así el hambre que siempre tenía tras sus prolongados paseos por el bosque. Por su aspecto, le pareció que aquella muchacha podía ser una de las muchas vendedoras de fresas que acudían al balneario y que ofrecían su mercancía en las esquinas y en las puertas de las viviendas y residencias, o incluso dentro de las mismas. Pero Tiburius no se había fijado todavía detenidamente en el rostro de la muchacha.
Estuvo parado un largo rato, contemplándola con su cazadora gris. Por fin, dijo: «Si llevas a vender estas fresas, me harías un gran favor si me vendieras a mí una pequeña cantidad. Yo te las pagaría bien, siempre y cuando me acompañes un pequeño trecho más allá de la carretera, puesto que aquí no tengo dinero conmigo».
Al escuchar estas palabras, la muchacha levantó la vista y miró franca y confiadamente a don Tiburius.
—No le puedo vender estas fresas —dijo ella—. Pero si usted desea tan solo unas pocas, como dice, se las puedo regalar.
—Regaladas no las puedo aceptar —respondió Tiburius.
—Sea usted sincero. ¿Le apetece mucho comerlas? —quiso saber la muchacha.
—Sí; me gustaría mucho comer unas pocas —contestó don Tiburius.
—Entonces, espere usted un momento —replicó la joven.
Tras decir esto, ella se inclinó hacia delante, desató los nudos de la blanca tela que cubría el canastillo y le mostró una gran cantidad de selectas y ricas fresas. No había duda de que habían sido recogidas con gran esmero y cuidado, puesto que todas eran muy rojas y, casi todas, igual de grandes. Después se puso en pie, cogió una piedra lisa que buscó dentro del canastillo y que utilizó como platito, no sin antes colocar sobre ella varias hojas verdes y grandes. Llenó aquel plato improvisado con todas las fresas que cabían.
—¡Aquí tiene usted!
—No puedo aceptarlas si me las regalas —dijo Tiburius.
—Dado que usted me dijo que le apetecían mucho, debería usted aceptarlas —respondió ella—. Se las regalo con mucho gusto.
—Si me las regalas de buena voluntad, no tengo más remedio que aceptarlas —dijo Tiburius, al tiempo que cogía cuidadosamente con sus manos la piedra con las fresas. Pero al principio no comió ninguna.
Después ella se agachó de nuevo y volvió a colocar el paño blanco tal como estaba antes. Tras incorporarse, la muchacha le dijo:
—Siéntese usted en esta piedra y coma tranquilamente sus fresas.
—No; la piedra es tuya; tú estabas sentada en ella antes.
—De ninguna manera. Es usted quien debe sentarse, puesto que va a comer. Yo permaneceré de pie —dijo la joven.
Entonces Tiburius se sentó para complacerla, sosteniendo ante sí el platito de piedra con las fresas. Cogió primeramente una con los dedos, se la llevó a la boca y se la comió. Después, una segunda; a continuación, una tercera. Y así sucesivamente. La muchacha permanecía de pie ante él, contemplándole sonriente. Cuando le quedaban ya muy pocas, ella dijo:
—¿Qué pasa? ¿Es que no están buenas?
—Sí, son excelentes —respondió él—. Has conseguido y reunido las mejores y más selectas de la zona. Pero, dime, ¿por qué no vendes tus fresas?
—Yo en realidad no me dedico a venderlas —replicó ella—. Me limito a buscar las más ricas para comerlas después junto a mi padre. Sucede que mi padre, además de ser ya muy anciano, enfermó la pasada primavera. El doctor del balneario le auscultó y le recetó algunos remedios. Ese médico tiene que ser un estúpido, pues llegó a decir —pasado cierto tiempo— que mi padre se curaría únicamente comiendo muchas fresas. Yo pensaba para mí: pero ¿qué pueden curar realmente las fresas, siendo como son un mero alimento y no una medicina? Pero como entonces yo todavía ignoraba todo esto, iba al bosque a coger fresas. Mi padre las comía con verdadero gusto y deleite, y yo traía siempre algunas de más para que sobrasen para mí. Porque a mí también me gustan mucho. Hace tiempo ya que mi padre está sano; no sé si a consecuencia de comer fresas o por otros motivos. El caso es que, como están tan ricas, yo sigo saliendo al bosque para buscar fresas para ambos.
—En el balneario hace tiempo que no se encuentran, puesto que ya estamos en otoño —dijo Tiburius.
—Si usted quiere más fresas… —respondió la joven—; pero ¿cómo se llama en realidad, señor?
—Me llamo Theodor —contestó don Tiburius.
—Bueno, don Theodor, si usted quiere coger muchas fresas en esta estación del año —prosiguió la muchacha—, entonces tiene que dirigirse a los rompientes del Ursel. Solo allí maduran a finales del verano, y todavía hay bastantes. En otras estaciones pueden encontrarse muchas también en otros lugares de estos parajes.
Entretanto, Tiburius había terminado de comer sus fresas y había colocado el platito —con sus hojas verdes— sobre la gran piedra en donde se había sentado.
—Estuve hoy en ese lugar un rato; ahora estaba por marcharme ya a mi casa.
—Me voy con usted —dijo Tiburius.
—Si quiere, venga conmigo —le contestó la muchacha.
Ella se inclinó hasta la tela blanca que cubría el canastillo, y que estaba a sus pies. Tras coger con destreza las cuatro puntas de aquel paño, se puso a caminar con su canastillo bajo el brazo. Tiburius se levantó de su asiento, se sacudió las hojas de pino que se habían adherido a su cazadora y echó a andar a su lado. Ella le condujo por el sendero que llegaba hasta el muro de piedra y a su carruaje. Cuando llegaron a la bifurcación que Tiburius había tomado, giraron por otro sendero, dejando a su derecha el muro de piedra y el ya familiar sendero que conducía al carruaje de caballos. Él caminaba a su lado, mientras la senda les iba introduciendo en un bello y espeso bosque. La muchacha avanzaba a paso normal entre las dispersas y tímidas luces cambiantes del bosque, de modo que Tiburius pudo andar a su lado sin ninguna dificultad.
Tras haber caminado un trecho, Tiburius creyó reconocer la gran piedra en la que había estado sentado el día en que se perdió y desde la que había buscado a su gente y su carruaje.
—Tengo que preguntarle a usted algo que no entiendo bien —le dijo la muchacha.
—Pregunta lo que quieras —respondió Tiburius.
—Usted dijo antes que quería comprarme fresas, pero que en ese momento no tenía dinero encima.
También dijo que, si le acompañaba hasta la carretera, allí me las pagaría. ¿Cómo se entiende esto? ¿Es que acaso el dinero se encuentra en la carretera?
—No, claro que no —respondió Tiburius—. Pero, dime, ¿cómo te llamas?
—Me llamo María —contestó la joven.
—Mira, María, se trata de lo siguiente: yo voy solo al bosque con frecuencia, para pasear. Mi criado me espera con el carruaje en la carretera. Puesto que él se ocupa de comprar todo lo que necesitamos, así como de pagar siempre lo comprado, yo nunca llevo dinero conmigo. Él es quien lo lleva y quien me rinde cuentas de lo gastado a su debido tiempo.
—Eso es en realidad bastante incómodo y un inconveniente notable —respondió la joven—. Su dinero debe llevarlo usted consigo, para así comprar y pagar usted mismo. De este modo no necesitaría a otra persona; tampoco tendría que pedir cuentas a nadie.
—Es verdad, tienes razón —dijo Tiburius—. Pero esto se ha convertido ya para mí en una costumbre.
—Una costumbre un tanto absurda. Yo, personalmente, no la practicaría de ninguna manera —dijo ella.
Así prosiguieron su camino, formulándose diversas preguntas y respuestas. Caminaron un largo rato a través del bosque. Finalmente el paisaje se fue aclarando y los árboles fueron desapareciendo. Pudieron verse entonces cada vez más praderas a lo largo del camino, hasta llegar a las altas montañas. Se trataba de un bello paraje con frondosos árboles y muchos pedruscos, que brillaban a la luz del sol.
María se desvió de la senda y, señalando un estrecho caminito que conducía a un monte, dijo:
—Por aquí se llega a nuestra casa. Si quiere venir conmigo, está usted invitado.
—Voy con usted —respondió Tiburius.
Ella caminó delante y él la siguió. El camino tenía varios recodos que el monte ocultaba; pero al cabo apareció la casa. Se hallaba situada en un amplio llano de la pendiente de la montaña, que formaba un muro de piedra en semicírculo y que protegía la casa por todas partes salvo por la del mediodía, que era hacia donde miraban las ventanas. Por esta razón crecían en torno a ella numerosos árboles frutales, que daban abundante fruto a su debido tiempo. En el resto de la región, y particularmente en lo más alto de aquel monte, no se daban las condiciones más propicias para la fruta. Pegadas a la pared había colmenas para criar abejas. Por su escasa magnitud, la casa pertenecía al grupo de las más pequeñas entre las que había de ese tipo en aquella montaña. María atravesó el umbral de la casa, cuya puerta estaba abierta. Tiburius la siguió. Ella le condujo a la cocina, en donde esperaba una sirvienta. La mujer les condujo a una habitación muy iluminada por el sol que penetraba por la ventana. Ante la mesa de madera de haya que había en la habitación estaba sentado el padre de María. Él era el único habitante de aquel cuarto, puesto que la madre de María había fallecido mucho tiempo atrás. La muchacha puso el cestito de fresas en una esquina de un banco; luego acercó una silla a la mesa para que Tiburius se sentara. Después le contó a su padre que se había encontrado con aquel señor en lo más profundo del bosque, y que él le había acompañado.
Más tarde extendió sobre la mesa un mantel blanco y puso tres pequeños platos sobre ella: uno para el padre, otro para Tiburius y otro para ella. Trajo entonces las fresas colocadas en una fuente de madera pintada. La sirvienta trajo también leche, que el padre tomó juntamente con las fresas. Tiburius comió solo unas pocas. María dijo que ella las guardaba para comerlas por la tarde.
Después de que Tiburius charlara durante un rato sobre muy diversos temas con el padre de la muchacha —que todavía no era muy mayor, sino que se encontraba en el umbral de la vejez—, se levantó de su silla para marcharse. María le dijo que quería acompañarle hasta la carretera, donde él ya podría continuar solo hasta alcanzar a su criado.
La muchacha le condujo entonces monte abajo por otro camino de pendiente suave. Tras pasar la casa, bordeando el muro de piedra de la falda de la montaña, giraron y descendieron monte abajo por la parte exterior menos pronunciada (precisamente en dirección contraria a la que habían tomado al venir). Después de andar un rato, llegaron a lo más profundo del valle; y, tras seguir caminando entre arbustos y árboles, alcanzaron la carretera.
—Si usted continúa en esta misma dirección —dijo ella— debería llegar al lugar donde se encuentra su criado (en el caso de que, efectivamente, le haya dejado en la carretera). Solo debe usted caminar por el estrecho sendero, siguiendo el muro llamado de Andreas, a través del bosque profundo.
—Sí; hasta allí he llegado yo —contestó Tiburius.
—Entonces, adiós; yo regreso a mi casa. Pero una cosa más: puesto que no creo que usted sepa encontrar las cataratas del Ursel, me gustaría mostrárselas. Si es que quiere esperarme pasado mañana a las doce en punto en la piedra en la que nos hemos conocido hoy. Allí podría usted recoger suficientes fresas. Yo le mostraré los lugares donde actualmente se encuentran en mayor número.
—Te lo agradezco muchísimo, María —respondió Tiburius—. Y también que me hayas invitado y que me hayas acompañado hasta aquí. Acudiré con toda seguridad —añadió.
—Pues bien; así quedamos —respondió la joven mientras daba media vuelta, desapareciendo de nuevo entre los arbustos.
Tiburius continuó caminando por la carretera en la dirección indicada. Caminó durante un rato considerable, hasta que finalmente vio a su gente, esperándole junto al carruaje. Estos expresaron su sorpresa cuando él llegó a su lado, pues llegaba por la carretera y no, como de costumbre, por el sendero. Pero él no adujo razón ni motivo alguno, sino que se sentó en el carruaje para que le llevaran al balneario. Allí no dijo una palabra sobre lo sucedido; nadie supo que había estado en la casa situada en la falda de la montaña.
Transcurridos dos días, volvió a subir a su carruaje para que le condujera hasta el lugar acostumbrado. Descendió y, alejándose de allí, tomó la senda que conducía al muro de piedra que conocía ya tan bien. Lo fue siguiendo, pasando junto a los arbustos, hasta el sendero del bosque. Y continuó andando por él hasta llegar a la piedra en que habían quedado. Se sentó sobre ella y permaneció a la espera. En aquella lejanía y soledad no se podían escuchar las campanadas del mediodía, y ello contando con que Tiburius conociera bien el momento en que todas las torres y torrecillas de la zona debían tocar. Pero no le habría hecho falta, pues tenía su reloj de bolsillo. Cuando llegó el momento acordado, vio aparecer a María a través de la oscuridad del bosque. Iba ataviada con el mismo vestido que la vez anterior.
Cuando la muchacha llegó a su lado, Tiburius exclamó:
—¿Cómo sabes que justamente ahora es mediodía, si desde aquí no se oyen las campanas y no veo que lleves reloj?
—¿No vio usted anteayer el reloj de nuestra casa, con sus largas cadenas colgando? —respondió ella—. Funciona muy bien y, cuando señala las once, vamos a comer. Después me preparo para ir a recoger fresas y cuando, antes de salir, miro la hora en las agujas del reloj, sé con certeza a qué hora llegaré aquí.
—Hoy has llegado exactamente a la hora convenida —dijo él.
—Usted, también —respondió ella—. Bueno, venga ahora conmigo, que yo le guiaré.
Tiburius se levantó de la piedra. Llevaba otra vez su cazadora gris puesta. Y así fueron ambos caminando a través del bosque: la muchacha con el vestido ya descrito; él, con su consabida cazadora gris. También hoy llevaba ella su canastillo recubierto con tela blanca, pero esta vez —al ir vacío— no le pesaba. Condujo a don Tiburius un largo trecho a través del sendero en el bosque, que él ya conocía bien y que tanta angustia le había producido en la ocasión en que se perdió. Ahora, sin embargo, le resultaba agradable. Cuando se adentraron en la espesura del bosque de abetos en el lugar en donde había un cañaveral, ella se apartó del camino y se dirigió hacia un roquedal con helechos. Tiburius la seguía. La muchacha le condujo sin rumbo premeditado, aunque lo hacía de tal manera que caminaban siempre sobre piedras secas, evitando la humedad propia del terreno de musgo que pisaban. Más tarde llegaron a un terreno seco. Unas veces seguían senderos apenas reconocibles; otras, pasaban —a través del rumor de los matorrales— por bosques poco frondosos, entre caminos pedregosos y llenos de guijarros. Después de una hora de un caminar errante, llegaron a una pendiente que, despojada en gran medida de bosque, mostraba todavía muchos troncos cortados. Estos árboles habían sido cortados pocos años antes. La pendiente, que se orientaba hacia el mediodía, estaba iluminada por un cálido sol de otoño. Las montañas y rocas que la rodeaban impedían que allí el viento soplase fuerte.
Crecían por todas partes matorrales y flores silvestres. En aquel lugar había plantas de fresas en gran número.
—Bajemos a recoger las fresas en las cascadas del Ursel —dijo María, mientras señalaba hacia aquel extraño campo de árboles cortados—. ¡Ya veremos quién coge más fresas!
Después de pronunciar estas palabras, se alejó rápidamente de Tiburius y fue hacia el bosque de árboles cortados, cuya maleza estaba bañada por el sol. Al poco rato él pudo observar cómo ella se agachaba y recogía algunas fresas. El cestillo lo dejaría en algún otro lugar, puesto que ya no la volvió a ver con él en los brazos.
También él quiso recoger algunas fresas, pero no encontró ninguna. Donde se hallaba todo era verde, pardo y, en fin, de color otoñal; no pudo distinguir ni un solo punto rojo que le indicase que allí pudiera haber fresas. Por eso continuó caminando junto a la cascada. Vio el verdor de las hojas de las fresas, así como toda clase de hojas pardas y amarillentas, ramajes de árboles caídos y cosas por el estilo. Pero fresa no vio ninguna. Tomó la decisión de seguir caminando para inspeccionar y buscar con más atención. Y debió de conseguir su objetivo, puesto que un poco más tarde pudo vérsele agachándose una y otra vez. Era un espectáculo curioso contemplar a aquellos dos seres entre los abigarrados matorrales del bosque de árboles cortados: por una parte, la ágil y diestra muchacha campesina, que se movía con soltura entre las ramas y los fresales; por la otra, el hombre urbano, con su cazadora gris, de quien cualquiera habría dicho con toda seguridad que procedía de la ciudad.
Poco después, María vio cómo su compañero estaba de pie, sosteniendo algunas fresas en sus manos extendidas. Ella le siguió y dijo:
—¡Vaya, vaya! ¡No ha traído usted ningún canastillo u otro recipiente para poder llevárselas! Espere un momento; voy a ayudarle.
Pronunciadas estas palabras, sacó un cuchillo del bolsillo de su falda. Se dirigió entonces hacia una pequeña colina, en la que se erguía un pequeño abedul con su tronco blanco. Arrancó luego de su corteza, con un hábil corte, un trozo de forma cuadrada.
Era tan blanco, resistente y flexible como un buen pergamino o una piel dura. Con este trozo de corteza cuadrado volvió adonde estaba Tiburius y cortó del ramaje, que se hallaba junto a él, algunas ramas finas. Las limpió cuidadosamente e hizo con la corteza cuadrada y las ramas cortadas una sencilla cesta, capaz de contener muy bien las fresas. Aquella cesta improvisada tenía además la ventaja de poder sostenerse —gracias a las cuatro ramas que le servían como pequeñas patas— sin volcarse.
—Bueno —dijo María—, ahí tiene usted su cestito. Recoja tranquilamente sus fresas, mientras yo recojo las mías a mi aire. Cuando haya terminado, si necesita otro cestito, no tiene más que llamarme.
Ella se alejó entonces y volvió al lugar donde estaba, para continuar con su faena. Lo mismo hizo Tiburius. Cuando hubo cogido tantas fresas como solía, ella se dirigió una vez más hacia Tiburius. Comprobó que tenía su pequeño cestito casi lleno, así que buscó por varios sitios para que lo llenase del todo. Le trajo todas las fresas que encontró, envueltas en hojas verdes. Y las depositó en su cestito de corteza.
—Estupendo —dijo—. Ahora ambos tenemos nuestros cestos llenos. Así que podemos irnos.
Se volvieron entonces con la misma alegría con la que habían venido por matorrales, helechos y pedruscos; la muchacha delante y Tiburius detrás, siempre con su cazadora gris. Ella le condujo a través del sendero en el bosque con la misma seguridad con que antes le había guiado a las cataratas del río Ursel.
Cuando llegaron al lugar donde los caminos se separaban, ella le dijo:
—Ahora puede usted seguir caminando junto al muro de piedra de Andreas; así llegará antes al balneario. Mientras tanto, yo me iré hacia la izquierda por el bosque a mi casa. Que le aprovechen sus fresas. Puede usted añadirles azúcar o tomarlas con vino. Si vuelve usted otra vez, traiga un cuchillo y hágase un canastillo mayor que el de hoy. Si quiere recoger fresas conmigo, vuelva usted pasado mañana. Yo vengo cada dos días mientras dure este tiempo tan bueno. Si lloviese, las fresas se echarían a perder enseguida. En ese caso, ya no saldría a recogerlas. Así pues, ¡que usted lo pase bien!
—¡Que te vaya bien, María! —respondió Tiburius.
Ella se alejó, llevándose su canastillo recubierto con su tela blanca. Desapareció por la senda de la izquierda en la espesura del bosque. Tiburius se dirigió por el sendero de la derecha, llevando su cestito. Regresó con el carruaje hasta el balneario, donde, al verle llegar con las fresas en la corteza del árbol —a modo de cestito—, se produjeron sonoras risas y un gran jolgorio. Tiburius, sin embargo, no se enteró de nada. Al atardecer ordenó que su criado le trajese platos hondos con el propósito de poner allí las fresas que había recogido e irlas comiendo. No obstante, no bebió vino.
A partir de entonces, Tiburius estuvo otras dos veces más con ella. La primera vez trajo efectivamente consigo su cuchillo, e hizo con él un cestito bastante grande de corteza de abedul, que llenó con fresas hasta la mitad. La segunda vez consideró esta tarea excesivamente infantil, y se quedó sentado, leyendo un libro que había llevado en el bolsillo. Mientras tanto, María recogía sola las fresas.
Esta última vez volvieron a visitar al padre de la muchacha. Con su cazadora gris de siempre, Tiburius se sentó a charlar un rato con aquel hombre en una banqueta que había delante de la casa. Era un día precioso y el sol, con sus cálidos rayos, calentaba la fachada meridional. Las moscas revoloteaban alegremente alrededor de ambos hombres, como si fuera pleno verano. Después Tiburius se marchó solo, pues ya conocía de sobra el estrecho sendero que le conducía colina abajo hasta la carretera donde estaba el carruaje de caballos.
Este alegre y cálido día fue realmente el último día de buen tiempo. Tal como sucede con frecuencia en la montaña —e incluso podría decirse que en todas partes—, el que se prolongue el calor hasta bien avanzado el otoño suele ser signo inconfundible de una época posterior de fuertes tormentas y lluvias. De la bella y soleada pared que Tiburius contemplaba desde su ventana —que tanto le había gustado ya nada más llegar a la hospedería del balneario, y que estaba constituida por piedras muy altas que se alzaban ante sus ojos— no llegaba ahora la luz del sol. Tiburius solo podía contemplar una gris neblina que, como un infinito manto vaporoso, se extendía por toda la región. De entre la neblina surgía un viento incesante, que soplaba contra las viviendas del balneario y que traía consigo una lluvia persistente e insoportablemente fría. Tiburius esperó varios días, muchos, pero llegó un momento en que el propio médico del balneario le dijo que había pocas esperanzas de que todavía hubiera días buenos que ayudaran a su curación. Esperar, por tanto, podría ser más tiempo perdido que útil. Por ello, Tiburius mandó preparar su viaje de vuelta y, en efecto, regresó a su casa.
Un par de días antes de partir, mientras recogía sus cosas, vino a verle el peón maderero que le había orientado la noche en que se había perdido, a través del espeso bosque, en el camino al balneario.
Le trajo el bastón que le había prestado y dijo que hubiese venido antes, de haber sabido que el mango del bastón era de oro (algo de lo que se había enterado solo el día anterior). Tiburius respondió que aquello no tenía importancia, y que deseaba ofrecerle algo más de lo que valiese el mango del bastón. Le dio entonces la correspondiente gratificación y el peón se marchó, dándole mil gracias.
En el entorno de la casa de campo donde vivía Tiburius quedaban todavía días de buen tiempo, si bien el cielo estaba encapotado la mayoría de las veces. Tiburius acudió a visitar la casa del pequeño doctor, que seguía teniendo sus dispositivos de madera y su jardín. Cada día iba ampliando sus plantaciones de flores. El doctor recibió a don Tiburius como de costumbre; y habló con él, pero no le dijo nada acerca de su estado de salud.
Don Tiburius, sin embargo, sí le contó que había estado en el balneario y que allí le había ido muy bien. No obstante, no quiso contarle absolutamente nada sobre todo lo que allí le había sucedido. Se hallaba de pie —en medio de las plantaciones—, mientras el galeno seguía trabajando en mangas de camisa pese a lo avanzado de la estación. Antes de las primeras nieves, volvió Tiburius a visitar al doctor varias veces.
En invierno se puso botas altas y una tosca y caliente cazadora, e intentó salir a pasear por la nieve. Lo consiguió, de modo que repitió estos paseos con frecuencia.
Cuando era ya primavera y el sol comenzaba a resplandecer con sus cálidos y alegres rayos, y una vez que Tiburius se hubo convencido —después de leer muchos libros sobre el balneario— de que allí también había llegado por fin la estación más cálida, preparó su carruaje para el viaje y se dirigió una vez más al balneario.
Dado que pertenecía al tipo de personas que permanecen fieles a tradiciones y costumbres, y por ser un hombre previsor, había reservado para todo ese verano la misma pequeña habitación que había ocupado el otoño pasado. Había pagado por adelantado el alquiler de la misma a su viejo dueño. Cuando llegó allí, deshizo las maletas, colocó el biombo de seda con las figuras chinescas y paseó por la habitación, donde le recibieron los rayos de sol de aquel verano.
A continuación puso sobre la mesilla, que destacaba sobre la pared —de intenso color azul—, los preciosos cuadernos de dibujo que había traído consigo; colocó después la caja de lápices de colores que también había traído, así como el sacapuntas de finas cuchillas. Solo después hizo llamar al médico del balneario. Deseaba hablar con él un poco sobre el tratamiento del año anterior, así como sobre el que debía seguir en esta ocasión.
Cuando todo le quedó claro, se dirigió al muro de Andreas, que lucía en todo su esplendor primaveral. Arbustos y matorrales, hojas y plantas de todo género mostraban ahora su verde fulgor. En lugar del pardo y amarillento del otoño pasado, en la vegetación resplandecía con fuerza el azul, el rojo y el blanco. Nuevas y numerosas flores habían brotado. El bosque ofrecía un alegre y jovial aspecto, de un tono general verde claro. Surgían ahora incluso, de entre algunos troncos caídos —que el año pasado no eran sino maderos secos—, frescos retoños, recubiertos de verdes hojas. No obstante, Tiburius pensó que en esta época del año no habría fresa alguna. Se detuvo un instante. Después dio una vuelta y miró a su alrededor. Cuando ya había dado dos vueltas, se puso a dibujar. Solo después de dibujar un rato se introdujo en el interior del bosque, por la senda que conocía. También aquí todo era distinto: el camino parecía más estrecho; y es que las hierbas habían crecido por todas partes, en ambos lados de la senda. Los árboles y arbustos extendían sus ramas de un intenso verde claro. En algunos lugares —y donde apenas había espacio— brotaban pequeñas flores.
Y así transcurrieron, en la montaña y en el valle, días agradables y de buen tiempo.
Tras haber ido varias veces de excursión por aquellos oscuros bosques, llegando incluso a divisar las cumbres nevadas del valle, un día sucedió que, vagando por aquellos parajes con sus cuadernos de dibujo y su cazadora gris, se encontró de frente con María. No hubiera podido decir si venía ataviada de igual modo que el otoño pasado, puesto que no pudo reparar en ello. Pero tampoco sabía si él era el mismo o no que el año anterior, ya que sobre este particular no había meditado.
El caso es que, cuando estuvieron muy cerca uno del otro, él se detuvo y la miró. Ella se detuvo igualmente y, dirigiendo sus ojos hacia los suyos, dijo:
—Vaya, veo que ha regresado usted.
—Sí —respondió él—. Estoy desde hace bastante tiempo en el balneario. He venido por aquí muchas veces, pero no la he visto nunca; sin duda, porque todavía no hay fresas.
—No pasa nada; vengo aquí con frecuencia —respondió María— porque en primavera crecen distintas hierbas curativas que huelen muy bien y que son excelentes para la salud.
Tras decir esto, le miró con sus claros ojos aún con mayor fijeza. Luego, tras unos instantes mirándole fijamente, dijo:
—¿Por qué me mintió usted el año pasado?
—Yo no he mentido en absoluto, María —respondió Tiburius.
—Sí, ciertamente; usted me ha mentido —replicó ella. Y añadió—: Hay que respetar el nombre que a uno le ponen cuando nace, puesto que procede de Dios; y es preciso mantenerlo, sea uno rico o pobre. Usted no se llama Theodor, como me dijo; usted se llama Tiburius.
—No, de ningún modo, María —respondió él—. Me llamo Theodor Kneight. La gente me ha atribuido el nombre de Tiburius porque un amigo cercano me llama constantemente así. Si no me crees, te lo puedo demostrar. Espera un momento; tengo aquí algunas cartas en donde aparece la dirección y mi nombre. Y, si sigues dudando todavía, puedo mostrarte mi partida de bautismo, en la que aparece mi nombre de forma clara e irrefutable.
Tras pronunciar estas palabras, Tiburius introdujo su mano en el bolsillo interior de su cazadora gris, en donde llevaba diversos papeles. María le cogió por el brazo para retenerle, y dijo:
—Déjelo usted, no es necesario. Si usted lo dice, me lo creo.
Con algunas dudas, Tiburius dejó los papeles en su bolsillo, mientras María le soltaba el brazo.
Poco después, don Tiburius preguntó:
—¿Así que has tratado de indagar sobre mí en el balneario?
Ante esta pregunta, María guardó silencio por unos momentos. Luego, respondió:
—Sí que he indagado sobre usted. La gente dice muchas cosas de usted. Aseguran que es un tipo extraño y que está un poco trastornado. Pero a mí eso no me importa.
Tras decir aquello, María se dispuso a seguir su camino. Don Tiburius decidió acompañarla. Hablaron de la primavera y del buen tiempo que hacía. Cuando llegaron a la bifurcación del camino, se separaron: ella tomó la senda de la izquierda —que se dirigía a las profundidades del bosque—, mientras que él se dirigió hacia la de la derecha, bordeando el muro.
Días después se dirigió don Tiburius, por vez primera en ese verano, a la colina —en la depresión del valle— en que se hallaba la pequeña casa del padre de la muchacha. Tras esta primera visita, hizo otras muchas, dejando siempre que sus acompañantes le esperaran junto a su carruaje en el lugar de costumbre de la carretera. Se sentaba entonces Tiburius con el padre de la joven a charlar sobre los diversos temas que les iban surgiendo y que se les iban ocurriendo. Tiburius hablaba también con María acerca de las labores que ella realizaba en casa. Aveces, mientras ambos hablaban en su cuarto, el padre se sentaba a la mesa y les escuchaba. Otras veces, cuando charlaban en el banco que había a la entrada de la casa, el padre se cubría la cara con la mano, para evitar el sol, y miraba las lejanas montañas y las nubes que se divisaban desde allí.
El padre mimaba a la joven y dejaba trabajar a la muchacha cuanto ella quisiera; pero también consentía que se fuese a caminar y pasear tranquilamente por el bosque. A veces ella acompañaba a don Tiburius un largo trecho por la colina. Y no tenía remilgo alguno en sugerirle que, si volvía al bosque, podrían encontrarse allí nuevamente. Don Tiburius no desperdició estas ocasiones. Salían juntos mientras ella cogía las hierbas medicinales, guardándolas en su canastillo. Ella le mostró el lugar donde crecían, y le enseñó el nombre con que eran designadas en aquella comarca.
Finalmente, Tiburius se atrevió a mostrarle sus cuadernos de dibujo. Él había deseado hacerlo más adelante. Fue pasando las hojas y le mostró cómo había dibujado las diversas perspectivas del bosque y todos los rincones del muro, siempre con un lápiz negro de punta fina. Ella se identificó vivamente con los dibujos, y quedó muy gratamente sorprendida de que él pudiese representar —con tanto realismo, fidelidad y belleza— los diferentes aspectos del bosque. ¡Y todo con unos meros trazos negros!
A partir de entonces, ella empezó a sentarse siempre a su lado, observando con mucha atención cómo dibujaba. Miraba ora los diferentes aspectos del bosque, ora los trazos que él ejecutaba en su álbum de dibujo. Y, al cabo, se atrevía a criticar sus dibujos:
—Esto es demasiado pequeño —decía—; lo que se ve, no es así.
Él reconocía siempre sus errores, aceptando que ella tenía razón. Cogía la goma, borraba y volvía a dibujar, tal y como ella le sugería que hiciese.
En ocasiones, tras algunas horas dibujando, él la acompañaba a la casa de su padre. Otras veces era ella quien iba con él hasta el muro de piedra. Pero él jamás le comentó nada respecto a que un carruaje de caballos con sus criados le estuviera esperando en la carretera.
Y así transcurrió gran parte del verano. Una tarde, cuando las fresas habían reaparecido, mientras él dibujaba junto al muro de piedra, tras colocar el cestito repleto de fresas a su lado, ella se sentó sobre una piedra tras él, junto a una alta y estilizada azucena. Mientras veía cómo dibujaba, Tiburius preguntó:
—María, ¿cómo es que no sientes temor alguno en el bosque? ¿Y cómo es que no te asustaste en absoluto la primera vez que nos encontramos aquí?
—Nunca he sentido temor en el bosque, no sé de qué podría tener miedo. Desde mi niñez he venido aquí; conozco todos los rincones y recovecos; no tengo nada que temer. Tampoco me he asustado de usted, porque usted es un hombre bueno y diferente a los demás —respondió ella.
—¿Y cómo son los otros? —preguntó don Tiburius.
—Son diferentes —respondió María—. He ido algunas veces al balneario, como se acostumbra aquí, para vender diversas cosas. Pero una vez que se fueron los extranjeros, decidí no volver más. Los hombres de esta comarca —y hay entre ellos algunos que no conocía hasta hace poco— son unos descarados: me cogen de las mejillas y me dicen, ¡bonita, muchacha!
Don Tiburius soltó el lápiz, cerró su cuaderno de dibujo y se giró en la piedra en que estaba sentado. Miró a la muchacha y se conmovió grandemente, puesto que ella era, en verdad, extraordinariamente bella.
Bajo el pañuelo que siempre cubría su cabeza, sobresalían sus cabellos castaños oscuros, ligeramente revueltos; una bella frente se mostraba entre ellos. Pero más bello y delicado aún era todo su rostro, que resaltaba en su saludable y juvenil color. En contraste con los pobres vestidos que acostumbraba a llevar, aquel color destacaba todavía más. Sus ojos eran muy grandes y oscuros, pero brillantes; y miraban abiertamente a la gente. Cuando se cerraban, se cubrían suavemente con sus largas pestañas. Resaltaba la blancura de sus dientes, a través del rojo de sus labios. Aun estando sentada, su figura, estilizada y dulce, mostraba la misma grandeza que su rostro.
Don Tiburius, que la había contemplado con atención, se volvió de nuevo, abrió su cuaderno de dibujo y continuó dibujando. Pero no lo hizo durante mucho tiempo, puesto que pronto, medio girándose, le dijo a María:
—Hoy preferiría escucharte.
Metió luego su lápiz en el estuche —que llevaba junto al cuaderno de dibujo—, lo cerró, ató la carpeta, guardó todo lo que tenía, y se puso de pie.
María se levantó de la piedra sobre la que estaba sentada y cogió el canastillo. A continuación se pusieron en camino juntos: él con su cuaderno de dibujo bajo el brazo, y ella con su cestito lleno. No se dirigieron —desde el muro— hacia la carretera, sino hacia el bosque. Y ello porque Tiburius quería acompañarla al lugar donde la senda se bifurcaba hacia la espesura, para luego dirigirse a la colina en que estaba situada la casa de su padre.
Cuando llegaron a ese lugar, se detuvieron. María dijo:
—Adiós, y no olvide volver pasado mañana puntualmente. Ahora solo hay fresas en las cascadas del Thür, que está bastante lejos. Si viniera de nuevo conmigo a casa de mi padre, les prepararía las fresas para ambos. Y ahora, ¡buenas noches!
—Buenas noches, María. Vendré —respondió Tiburius, y se marchó por su camino. Ella, a su vez, se adentró entre las ramas y los troncos del bosque de abetos.
Don Tiburius volvió el día prometido. Ella ya estaba allí, esperándole. Cuando le vio aparecer, sonrió. Dijo:
—Mire, ha llegado usted demasiado tarde; yo he salido a la hora exacta —según nuestro reloj— y he llegado antes. Porque tenemos que bajar a las cascadas del Thür, luego ir a mi casa y, finalmente, comer las fresas.
Tiburius fue con ella a las cascadas del río Thür, permaneciendo allí mientras ella cogía las fresas. Más tarde fue con ella a casa de su padre y comió las fresas que ella misma había preparado de la forma acostumbrada. Mientras tanto, ella comía las suyas en un recipiente verde y especial.
Pero don Tiburius se mostraba ahora mucho más tímido y reservado que antes. Acudía siempre que quedaban citados en el bosque; caminaba a su lado, como antes; pero su actitud era mucho más reservada. Utilizaba con cierta reserva la palabra «tú»; y a veces, cuando ella no se daba cuenta, la miraba furtivamente y se maravillaba de su belleza.
Así transcurrió la última parte de aquel verano. Y llegó el otoño: había pasado ya un año desde que la había conocido.
Una tarde en que don Tiburius andaba sumido en sus múltiples pensamientos —que últimamente le pasaban sin descanso por la cabeza—, entonces, de repente, sin saber muy bien por qué, le sobrevino la siguiente idea: «¿Qué pasaría si tomaras a María como esposa?».
Atrapado por este pensamiento, se vio acosado por una desatinada impaciencia. Le parecía como si todos los hombres solteros del balneario deseasen, y con el deseo más ferviente, casarse con María. Hoy no había estado con ella. ¡Cómo había podido dejarla marchar en un momento así, en que debía estar con ella y cortejarla! No comprendía que, habiendo estado con ella todo el verano, no se hubiera dado cuenta de este sentimiento. Ni tampoco no haber tomado las medidas que le condujesen a este objetivo.
Al día siguiente, por la mañana temprano, preparó su carruaje y se dirigió carretera adelante —lo más lejos que esta le permitía—, hasta donde había una senda que ascendía por una colina, a través de matorrales, y que conducía a la pequeña casa de la muchacha. Dejó a un lado la prescripción de bañarse, pues la había olvidado por completo. Cuando el padre y la hija se miraron sorprendidos de que hubiera venido tan temprano, él no acertó a dar razón alguna. María se quedó con él un buen rato en su cuarto. En un momento en que salió para ocuparse de un asunto doméstico, don Tiburius reveló a su padre su propósito. Cuando ella regresó, el padre dijo:
—María, este amigo nuestro, que nos ha visitado con tanta frecuencia y asiduidad durante este verano, desearía casarse contigo. Como es natural, solo accederé si tú le aceptas gustosamente; de lo contrario, no hay nada que hacer.
Ante estas palabras, María se sonrojó. Sí, su rostro se cubrió de un rojo púrpura y no pudo articular palabra.
—Bueno, bueno; todo irá bien —dijo el padre—. No es preciso que des ahora una respuesta. Tranquila; todo irá bien.
La primera impresión de estas palabras la superó María cuando don Tiburius iba ya a marcharse. Este no había caído todavía en la cuenta de que debería dar razón de su persona, presentando documentos y pruebas de su identidad. Cuando pensó en ello, le dijo al padre de María que le tendría al tanto de todo lo que concerniera a su persona e identidad, así como de lo referente a sus relaciones con su hija. Todo lo que deseara saber se lo mandaría incluso por escrito.
En cuanto don Tiburius estuvo algo lejos, el padre fue en busca de María. Esta, que se hallaba sentada y meditabunda en el banco del jardín que había tras la casa, dijo al verle:
—Querido padre, yo le acepto con sumo gusto y de muy buena gana, pues es un hombre tan bueno como nadie. Es de tal clase de honradez que se puede caminar con él a lo ancho y a lo largo de los bosques y de la maleza con toda tranquilidad. Además, no lleva las estúpidas y pretenciosas vestimentas que otros usan en el balneario, sino que es muy sencillo y viste como nosotros. Lo único que temo es que no sé verdaderamente quién es, si tiene una casita o si posee alguna otra propiedad con que poder mantener a una esposa. Cuando he estado en el balneario, recabando información sobre él, he olvidado preguntar por estos asuntos.
—Estate tranquila sobre todo eso —respondió el padre—. Siempre que nos ha visitado, se ha mostrado muy discreto y cabal. Sus palabras han sido siempre tan juiciosas como plausibles, y en todo momento ha sido muy atento y amable. No pediría la mano de una mujer sino tuviese lo que se necesita para ello. El ser humano puede ser feliz tanto con poco como con mucho.
María quedó convencida con estas palabras y se calmó.
Cuando don Tiburius llegó al día siguiente, en cuanto entró por la puerta, el padre le dijo que María accedía a casarse con él. Tiburius se puso tan contento que no sabía qué hacer ni por dónde empezar a hablar. Cuando fue la propia María quien le dijo que le aceptaba por esposo y con muchísima alegría (cosa que sucedió la semana siguiente, estando ambos sentados en el banco del jardín), Tiburius dejó sobre la mesa un obsequio que había llevado consigo durante muchos días en su bolsillo.
Se trataba de un collar de seis filas de selectas perlas. Era una joya que llevaban las mujeres de su casa desde mucho tiempo atrás. Había traído al balneario aquella cajita con el collar la primavera pasada, así como otros objetos de diversa índole, con el propósito de limpiarlos y apañarlos para poderlos entregar después a su futura esposa como adorno.
María desconocía el gran valor de estas perlas, pero tenía la intuición de que tendrían que ser muy valiosas. Lo único que sabía con certeza, cuando se las puso, es que le quedaban increíblemente bien; lucían bellas y delicadas en su cuello.
Entretanto, habían llegado ya todos los documentos y certificaciones de su identidad y circunstancias personales, y don Tiburius se las presentó al padre de la muchacha. Junto a esta documentación, había enviado también muy bellas telas. Con ellas María había confeccionado vestidos, pero todos del mismo tipo y corte que los que había llevado hasta entonces. Él no le había prescrito nada sobre este particular, limitándose a enviárselos con toda sencillez y cariño.
Cuando ella se los puso, fue don Tiburius con ella en su carruaje de bellos corceles por la calle más animada y concurrida del balneario. La gente se sorprendió sobremanera, pero enseguida advirtió que todo cuadraba, pues poco antes Tiburius había alquilado una bella y enorme residencia amueblada. Nadie tenía la más mínima idea de su relación; incluso sus sirvientes habían creído siempre que él iba al bosque meramente a dibujar.
Sin embargo, él había encontrado —nadie sabía dónde— a esa muchacha, a quien ahora traía como esposa. El rumor se extendió por cada una de las casas, habitaciones y rincones de la comarca. No una sola vez, sino cien veces se aludió al viejo proverbio alemán: «Las aguas tranquilas se cimientan en las profundidades». Incluso algún libidinoso y experto viejecito decía significativamente: «El taimado zorro sabe muy bien dónde va a buscar las bellas palomas».
Cuando se hubieron cumplimentado los requisitos legales, Tiburius llevó a María a su residencia ya como cónyuge. A finales del otoño, todos los huéspedes del balneario que todavía se hallaban allí vieron cómo Tiburius se subió al bien preparado y acondicionado carruaje de viaje, que solía estar siempre ante su casa. Y vieron de igual modo cómo partió Tiburius con su esposa a Italia.
Él hubiera querido pasar allí todo el invierno, pero viajaron durante tres años por diversos países, desde los que regresó a la casa que, mientras tanto, se había hecho construir en la bella patria chica de María. La casa paterna la había vendido.
¡Pero cómo había cambiado el bueno de don Tiburius!
De las figuras chinescas de seda y de las cabezas de alce sobre la cama no quedaba ni rastro. Dormía sobre sencilla y pura paja, cubierta —eso sí— con sábanas de algodón. Todas las ventanas estaban siempre abiertas de par en par, y corría el aire por todas partes. Don Tiburius iba por la casa vestido con sencillos batines de tela, al igual que su amigo el pequeño doctor, aquel que le había aconsejado visitar al balneario. Y también amplió sus posesiones, como lo había hecho el pequeño galeno.
Aquel doctor, que le había dado la mejor receta de su vida, vivió todavía muchos años en las proximidades de Tiburius. Decidió cambiar de residencia, junto con sus plantas e invernaderos, debido al mejor aire que había allí, así como por otras circunstancias favorables que se daban para sus plantas.
Cuando llegó a sus oídos el asunto del matrimonio de Tiburius, el doctor se rio jocosa e indescriptiblemente, celebrando su intuición. Respetaba y quería mucho a su vecino y, a pesar de que le había llamado «Tiburius» casi desde que le había conocido, en adelante no le llamó sino «mi amigo Theodor».
También su esposa, que había sido especialmente esquiva con Tiburius, y que había llegado a rechazarle, debido a su locura y estupidez, ahora le estimaba y respetaba considerablemente. A María, sin embargo, la quiso todavía con más afecto e intensidad; y la tuvo siempre como su más íntima amiga.
Con la pura y fiel cordura —propia de la muchacha de las fresas (si bien ella creía que tal carácter le había sobrevenido de su relación con don Tiburius)—, y con su energía clara e ingenua —algo que es patrimonio de las criaturas del bosque—, el ser hogareño de María se volvió todavía más límpido, alegre y cálido. Era como una obra de arte de una peculiar, bella e impecable fundición.
Tiburius no era, ciertamente, el primero que había tomado como esposa a una mujer procedente del campesinado; pero no todos pueden decir que les haya ido tan bien como a él. Yo mismo he conocido a uno, cuya mujer malgastó todo su patrimonio en su querido y bello cuerpo de labriega.
Como al padre de María se le hacía muy aburrido vivir solo en su casa de la hondonada, se fue a vivir con sus hijos. Tenía en la pequeña habitación donde dormía el mismo reloj que antaño colgaba de la habitación de su casa.
Pues bien, así tendría que terminar esta historia de El sendero en el bosque.
Sólo un ruego más: Don Theodor Kneight me disculpara que le haya llamado siempre «Tiburius». Pero es que Theodor no es un nombre que me sea tan habitual y presente como el del querido y bueno de Tiburius.
Al respecto, recuerdo que una vez me asusté mucho al decirle, bromeando: «Tiburius, eres el mayor estúpido y cretino que hay en esta tierra». Y, ¿no tenía, en cierto modo, toda la razón?
Posdata:
En el mismo momento en que acabo de terminar de escribir esta historia, me llega la noticia de que acaba de ver la luz el primer hijo del matrimonio: una alegre y vociferante criaturita, que será la única preocupación, el único sufrimiento y la única amargura que empañará el matrimonio entre María y Tiburius.