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Unos días después, llegaron una mañana a la propiedad del señor Tiburius cuatro cocheros, quienes —para asombro de toda la gente de los alrededores— le metieron en su carruaje de viaje y partieron de la hacienda.

No me voy a entretener ahora con la descripción de su viaje, puesto que esto no concierne al propósito de estas líneas. Sí debo decir, no obstante, que a don Tiburius se le figuró que había hecho miles y miles de millas, puesto que había viajado durante tres días seguidos.

En la tarde de ese tercer día, cuando reinaba un increíble bochorno de verano, se dirigió por un largo y estrecho valle de montaña a una bella pradera verde, donde corría rumorosa y clara agua cristalina. Cuando el valle se ensanchó, vieron ascender una blanca nube de vapor desde una gran cabaña. El criado le dijo a don Tiburius que aquel era un vapor que procedía del agua salina y que se evaporaba desde la residencia balnearia. En consecuencia, pronto llegarían a su destino.

En cuanto el criado terminó de pronunciar aquellas palabras, el carruaje herméticamente cerrado de don Tiburius comenzó a atravesar las callejas del balneario. El lugar estaba en completo silencio. Debido al fuerte bochorno reinante, nadie estaba fuera, las articuladas contraventanas estaban cerradas y las cortinas echadas. Lo único que hubieran podido ver era un par de ojos que, a través de una hendidura, miraban al exterior para observar quién había llegado.

Don Tiburius fue hasta el patio de la hospedería, donde su criado —mediante un escrito— había reservado una habitación pequeña. Bajó del carruaje y fue acompañado hasta esa pequeña habitación. Se sentó luego ante una mesilla pintada con rayas amarillas que allí había. Sus criados y la gente del servicio del hostal estaban ocupados en sacar las cosas del carruaje para llevarlas dentro.

Don Tiburius podía afirmar, finalmente tranquilo, que había llegado a su meta. En el irónico comentario del pequeño doctor no faltaba un ápice de verdad. Cuando estaba al aire libre, viajando por la llanura, el señor Tiburius había llegado a pensar que podría fallecer en el camino. ¡Tan agotador le estaba resultando aquel viaje! También pensó entonces que, en cuanto llegase, todo iría estupendamente; pues bien, ya había llegado y allí estaba, sentado ante una mesita. La servidumbre llenó casi completamente la habitación con todo lo que había en el carruaje. A través de las verdes tablas de las contraventanas podía divisar las aromáticas y escarpadas pendientes de la montaña. Tiburius, casi embriagado, colocó sus artículos de viaje en orden. Frente a él estaban los interminables campos, praderas y jardines que poco antes había atravesado en su carruaje; también todas las casas y torres de iglesias por las que había pasado.

Después se extendían las montañas —cercanas desde donde se encontraba—, en cuyas cumbres había un lago grande y verde. El resplandor del sol, sobre las montañas, era terrible.

Don Tiburius se reprochó pensar en todo esto, pues lo que ahora resultaba más necesario era detenerse en asuntos completamente diferentes, tales como que su habitación estuviese adecuadamente preparada para su enfermedad, que se llamase enseguida al médico del balneario, que trabasen conocimiento y que entre ambos trazaran un plan de curación para llevarlo inmediatamente a cabo. Tenía ante todo que hacerse traer a su cuarto una mesa más grande, para así poder colocar los montones de libros que su criado ya había desempaquetado. Como primera medida, cortaría las páginas con el abrecartas y comenzaría a leerlos. Acto seguido tendría que colocar la cama —que había traído desmontada consigo— en una habitación contigua que lindaba con su dormitorio y que era más pequeña. La estructura de acero fue instalada en un rincón, de modo que pudiese ventilarse con facilidad. Tras esto, fueron atornilladas las partes de un biombo español, recubierto con su correspondiente tela de seda (en la que figuraban innumerables figuras chinescas de color rojo). Alrededor del cuarto había tantas fundas de abrigo, baúles y maletas de cuero, que el dueño tuvo que conseguir otro armario supletorio —que se hallaba en el cuarto donde dormían los criados—. Allí se podrían guardar las mudas blancas, las batas de dormir y los pijamas, además de los trajes. Por último, había que colocar los guarneces, para proteger las fugas de las ventanas y puertas; luego, llevar las maletas de cuero —ya vacías— y los baúles al maletero del carruaje.

Cuando todo esto estuvo en orden, don Tiburius mandó llamar al médico del balneario. El asunto no podía demorarse, pues no era seguro que no hubiera cogido alguna enfermedad maligna a consecuencia del mucho traqueteo y movimiento del largo viaje. El médico del balneario no estaba en su casa, y no hubo manera de encontrarlo. Así que Don Tiburius tuvo que aguardar hasta la noche. Se sentó por ello largo tiempo en su cuarto y esperó. Por la noche vino efectivamente el médico, de modo que ambos charlaron durante más de una hora y establecieron todo lo esencial del plan de cura que debería seguirse.

A la mañana siguiente, don Tiburius comenzó a poner en marcha el plan. De hecho, se le vio aparecer y desaparecer tras los establecimientos del balneario vestido con un largo batín gris. En uno de los manantiales tomó su primer baño. Más tarde se le pudo ver untándose cremas de leche en el cuerpo, así como tomando el sol, bien sentado o bien caminando. Y así lo hacía cada día, dispuesto a llegar tan lejos como su propósito de sanar lo requiriese.

Para cumplir con el necesario movimiento prescrito por el médico, tramó su propio sistema; a saber: condujo sus blancos corceles por la calle que conducía hasta lo más profundo de la montaña. Caminó con ellos un trecho hasta que llegó a una gran roca, que había descubierto ya desde el primer día. Junto a aquella gran piedra, había un terreno de tierra seca, considerablemente grande y recubierto con arena firme. En este lugar descendió y se puso a caminar de acá para allá, reloj en mano, para cumplir con el tiempo de movimiento establecido. Después se volvía a sentar y, al cabo, retornaba a la hospedería. Las gentes que se reunían en el balneario aprendieron a conocerle pronto; murmuraban entre sí que era el caballero que había llegado recientemente en el carruaje cerrado.

En realidad, el período de baños estaba ya bastante avanzado. Sin embargo, dado que en estos valles montañosos aquellos meses de verano habían sido los más calurosos, secos y prolongados de los últimos años, todavía podía verse por allí una gran afluencia de flamantes y selectos visitantes. Entre ellos, había algunas jóvenes francamente bellas. Don Tiburius, que no podía deambular por las instalaciones sin encontrarse de vez en cuando con alguna, se acordaba fugazmente del presagio de boda hecho por el doctor. Pero pensaba que aquel hombre no era más que un pícaro, dedicado solo a lo que atañía directamente a su propia salud. De la pila de libros que había traído sobre balnearios leyó unos cuantos, cumpliendo de este modo a rajatabla tanto con lo que el médico le había prescrito como con lo que él mismo se había decretado.

Se hizo instalar ante su ventanal un potente anteojo, observando frecuentemente a través del mismo las extravagantes formas de las montañas que se erguían en los alrededores y que llevaban el roquedal hasta las más altas cumbres.

Lo curioso era que también aquí, tan lejos, y habiendo pasado tan poco tiempo desde que el señor Tiburius hubiese llegado, el nombre de «Tiburius» ya estuviera en boca de todos, y que la gente no le conociera de otro modo a pesar de que en el libro de registro figurase como Theodor Kneight y pese a que nadie le conocía de antes. Tenían que haber sido sus criados, que le llamaban en general por ese nombre, los que lo hubiesen difundido.

En el balneario había una mezcla heterogénea de gentes y familias. Se hallaba allí, por ejemplo, un anciano y paticojo conde, al que se veía por todas partes, y en cuyo ajado rostro apenas fluía un leve fulgor de la extraordinaria belleza de su hija, que le acompañaba con paciencia a todos los sitios y que caminaba silenciosamente junto a él. En un carruaje con dos fogosos caballos negros viajaban dos bellas muchachas con ojos aún más fogosos que los de los caballos; tenían sonrosadas mejillas, alrededor de las cuales ondeaban habitualmente velos verdes. Eran las hijas de una señora del balneario, que era aún más bella y que solía sentarse, envuelta en un precioso pañuelo, recostada en un carruaje.

También había un matrimonio sin hijos, acompañados siempre de una sobrina que —como bien podía apreciarse— miraba soñadora y tímidamente y que tenía bellos rizos rubios. En una de las residencias del sanatorio, salpicada con muchas ventanas, sonaban casi siempre acordes de piano. Cuando se asomaban a las ventanas para mirar fuera, o incluso desde el interior, mientras correteaban, podían distinguirse a muchas jóvenes de cabelleras rizadas.

También cabe citar a ciertos ancianos solitarios, que buscaban allí su curación y que no tenían más que un sirviente. De igual modo, había algunos solterones que habían sobrepasado la flor de la vida sin compañera. Habría que mencionar también a dos muchachas de ojos azules. Una de ellas miraba desde un apartado balcón con esos azules ojos suyos hacia los no muy lejanos bosques; la otra prefería dirigir su miraba hacia el riachuelo que corría por allí. Esta última iba a menudo, acompañando a su consumida y encorvada madre, a pasear por la orilla de aquel riachuelo. Y a veces se animaban a atravesarlo.

Podríamos citar también las bellas y enrojecidas mejillas de los hijos de un granjero, que habían llegado allí acompañados de su padre enfermo, de su madre y de una cuidadora. Y no podríamos acordarnos de todos los que venían al balneario cada año, fuera para deleitarse de la belleza del entorno o para obedecer a la moda. Todos ellos comentaban airosos la llegada de cada nuevo visitante y de los solitarios más tímidos.

Podríamos decir que Tiburius vivía entre todas estas gentes casi recatadamente. No se mezclaba nunca con nadie y, cuando se topaba con alguien (algo inevitable por sus frecuentes paseos, prescritos por el médico), gustosamente daba un rodeo para evitarlo. Las gentes hablaban de él, pues les llamaba la atención su aislamiento. Pero él ni se daba cuenta de que estaba en boca de todos, y ni tan siquiera sabía que le conocían con el nombre de Tiburius. Permaneció siempre e invariablemente en este oculto anonimato, y ello porque con el tiempo venían siempre nuevas gentes que sustituían a las anteriores.

Nos resulta imposible narrar cómo le sentó al señor Tiburius aquel tiempo en el balneario, pues jamás comentó nada a nadie al respecto. Lo único que se sabía era que continuaba bañándose cada día. Al médico le explicaba si le iba adecuadamente o no el tratamiento. Y hubiéramos podido conocer bien su situación precisar algo más sobre el éxito de sus baños si no hubiese acaecido algo que lo cambió todo. Pero imposible establecer aquí una relación de las causas que determinaron los siguientes sucesos.

Hemos mencionado anteriormente que Tiburius solía ir siempre hasta más allá de los lindes del balneario para hacer allí ejercicio, y que se detenía ante una piedra aislada de gran tamaño. Como había hecho de este itinerario un hábito, lo había realizado ya muchas veces. Un día, ya pasado cierto tiempo desde su llegada, y puesto que brillaba un cielo azul intenso sobre el valle y el día parecía muy agradable, ordenó a su cochero que continuara conduciendo su carruaje un poco más lejos que de costumbre. Contemplaba las extrañas montañas mientras que oscuros abetos y luminosas hayas, al pasar, le rozaban casi las mejillas. Imposible saber si su benevolente predisposición era consecuencia del baño que había tomado o de la extraordinariamente dulce y clara suavidad del aire —que a todos los hombres atrapa, y que a él, ciertamente, también atrapó—. Su carruaje pasó por un lugar soleado, cuyo terreno —cubierto de brezos— parecía firme. Aquel lugar estaba cercado —a modo de protección— por muros de piedra por los que ningún viento inclemente hubiera podido penetrar. El muro llegaba hasta la fronda, que atrajo inmediatamente a don Tiburius. Decidió entonces bajar del carruaje, pasear un poco por los alrededores y gozar de los suaves y rectilíneos rayos solares del mediodía.

—Voy a hacer hoy mi ejercicio de andar por aquí y no en torno a la piedra de gran tamaño —dijo entonces a su criado y a su cochero—. Vosotros esperadme aquí, en este preciso lugar, hasta que vuelva.

Tras decir aquello, Tiburius se despojó de su cazadora y, como siempre hacía, la lanzó a la parte trasera del carruaje. Descendió luego sobre el escalón que le había colocado el criado y se dirigió hacia aquel lugar seco y boscoso.

Tiburius nunca había visto un bosque por dentro. En su lugar de nacimiento había tan solo pequeños sotos, en los que ni siquiera había estado. Había observado las grandes florestas que cubrían los montes que rodeaban el balneario solo desde la ventana y a través de su telescopio. Aquí, en cambio, estaba en un verdadero bosque. Aun cuando todo lo que divisaba en su caminata no estuviera cubierto de árboles, éstos estaban tan cerca unos de otros, ocultando las colinas más próximas, que bien habría podido decirse que Don Tiburius se encontraba en un bosque auténtico.

Todo lo que vio le encantó. Ningún ser humano se dejaba ver ni oír por aquellos parajes, y esto le resultaba muy grato. El lugar iba desde la carretera hacia el interior. Cuando el señor Tiburius había caminado toda la distancia que debía recorrer para cumplir con sus ejercicios, quiso darse la vuelta. Pero vio de pronto que, un poco más abajo, había un lugar aún más bello. A la izquierda se hallaba un muro de piedra de una altura considerable; a la derecha, en cambio, a cierta distancia, árboles altos. Por la parte de abajo había un lugar cerrado por plantaciones de árboles. Reinaba allí un silencio aún mayor, y el calor del mediodía descendía con tanta delicia sobre el muro de piedra que casi era como si se le pudiese oír murmurar de placer. Verdaderamente era muy agradable para el cuerpo estar allí, sobre todo porque —al estar ya el otoño avanzado— algunas hojas del follaje se habían teñido completamente de amarillo. El suelo estaba muy seco debido al largo tiempo que había transcurrido sin llover.

Don Tiburius decidió de inmediato que caminaría por allí y que convertiría aquel paraje en el lugar para sus ejercicios a pie. Pensó que si caminaba un poco más, recto y hacia delante, podría volver sobre sus pasos más tarde. La distancia total equivaldría a la prescrita para el tiempo que solía recorrer caminando de arriba abajo. Estaba seguro de que esto no podría serle perjudicial. El suave sol, que le deslumbraba levemente a través del choque con los riscos, le produjo tanto placer que se sintió como nuevo y rejuvenecido. Todas las cosas que contemplaba a su alrededor le resultaban nuevas; todo le gustó mucho y nunca hubiera sospechado que se habría de sentir tan a gusto y satisfecho en un bosque. Descubrió ante él un largo y ancho roquedal de piedra blanca con hierbas de todo tipo. A la izquierda del muro de piedra había más piedras todavía. Estaban rotas y eran blancas, amarillas, pardas y de todas clases. Tras ellas había matorrales de color rojizo, ramas y otros arbustos. Algunas veces se posaba alguna mariposa —de las que jamás había visto don Tiburius en su tierra natal— en una piedra, donde extendía sus brillantes alas y tomaba el sol. Alguna vez las mariposas volaban silenciosas junto a él, pero —pese a que el aire se mantenía inmóvil— inmediatamente dejaba de verlas. También advirtió don Tiburius que reinaba allí, verdaderamente, un olor muy suave y agradable. Continuó caminando. De vez en cuando sostenía los anteojos, los giraba despacio entre los dedos y se recreaba en el centelleo de la ruedecilla de oro en medio de aquel lugar, tan solitario y tranquilo. Después de un rato caminando, llegó hasta unos troncos cortados, de donde salía resina oscura. Nunca había visto nada semejante, y se detuvo. El transparente líquido manaba lentamente de la corteza; las gotitas parecían puro oro fundido, formando una membrana o película. Después continuó caminando.

Se topó frente a un macizo de azules flores de genciana, las contempló y cortó incluso algunos ramilletes. Finalmente llegó casi hasta el término del paseo que había escogido. La fronda de bosque, que a lo lejos había visto como algo cerrado y de poco arbolado, estaba compuesta por un considerable numero de árboles, bastante distanciados entre sí. Tiburius se detuvo unos momentos para contemplarla y meditar si debía penetrar o no. Las ardillas saltaban en el resplandor del mediodía; un riachuelo corría irregularmente a través de los abetos. Entre los troncos se extendían airosas y relucientes ramas otoñales, como las que don Tiburius había visto a menudo en el jardín de su casa. Antes de continuar andando, tenía que averiguar qué clase de flor blanca era la que asomaba en las puntas de los abetos lejanos; también quería saber qué aspecto tendría la nube que asomaba allá, a lo lejos, entre el verde de los árboles, preocupado de que amenazara lluvia. Sacó su anteojo de bolsillo y observó el panorama. Pero aquella blanca flor no era más que el indescriptible resplandor del sol que iluminaba con sus rayos las mismas puntas de los abetos; lo que le había parecido una nube, era un lejano monte como muchos de los que en estos parajes se extienden uno tras otro. Decidió, pues, seguir caminando, especialmente porque el muro de piedra se prolongaba y porque frente a él solo había un haya al principio y, después, tan solo unas pocas más. También podía verse un camino de tierra oscura, que invitaba, tentador, a que se adentrase en él y que se perdía ente los árboles. Mientras entraba en ese camino, Tiburius no tuvo más remedio que pensar en el pequeño y chiflado doctor, que quemaba rastrojos —como los que había en aquella tierra— para sus rododendros y brezos. Vio que aquellos brezos crecían bajo los troncos mucho más bellos allí que aquellos que cultivaba el galeno en sus tiestos. Tomó la determinación entonces de contarle todo esto al doctor cuando regresase a su casa.

Tiburius continuó caminando por aquella senda, repleta de múltiples reclamos. Algunas veces aparecían fresas como rojos corales a su lado; otras, surgían plantas de los arándanos. Entre sus brillantes hojas colgaban bolitas rojas. Los árboles parecían cada vez más oscuros y, a veces, un tronco de abedul trazaba una línea luminosa entre la arboleda. El camino era siempre igual y el paisaje que iba divisando al principio seguía siendo idéntico al que había dejado atrás. Pero poco a poco, no obstante, todo fue cambiando. La arboleda le pareció cada vez más espesa y oscura; tuvo la impresión de que de sus ramas se desprendía ahora un aire más frío. Esto hizo que don Tiburius decidiese regresar; continuar hubiera resultado tal vez perjudicial para su salud. Sacó su reloj de bolsillo y vio, con temor, que, sin darse cuenta, había caminado más allá de lo pensado. Así que el camino de vuelta le exigiría hoy más tiempo que de ordinario.

Entonces volvió sobre sus pasos con el propósito de regresar. Caminó más aceleradamente en su retorno, puesto que ya no le interesaba contemplar los paisajes que ya conocía. Dado lo tarde que era, lo único que le preocupaba era alcanzar el carruaje lo más pronto posible. Continuó por la senda, que seguía tan oscura como a la ida, y empezó a apresurarse entre los árboles por los que le parecía que había pasado en su trayecto anterior. Cuando ya había recorrido un trecho bastante considerable, cayó en la cuenta de que todavía no había llegado al muro de piedra que se había encontrado al venir. En la ida, el muro se hallaba a su izquierda; ahora, por tanto, al darse la vuelta, debería aparecer forzosamente a su derecha. No fue así. Tiburius pensó al principio que, tal vez, al ir sumido en sus pensamientos a la ida, el camino se le habría hecho más corto; ahora, en cambio, al volver, le parecía más largo. Así que continuó caminando, si bien cada vez más apresuradamente. El muro de piedra, sin embargo, seguía sin aparecer. Sintió entonces angustia.

No comprendía cómo podía haber tantos árboles en el camino de regreso. Comenzó a ir cada vez más aprisa, y acabó por caminar desesperadamente. Según sus cálculos, tendría que haber llegado al carruaje hacía ya bastante tiempo. Pero el muro seguía sin aparecer por ninguna parte, y el bosque no parecía tener fin. Tiburius se iba desviando de la senda, tanto a izquierda como a derecha, para así encontrar la dirección y la orientación correctas. Pero la pared seguía sin aparecer ni a la derecha ni a la izquierda; ni delante ni detrás. Allí no había nada más que árboles, entre los cuales se sentía perdido: predominaban las hayas, aunque en mucho mayor número de las que le parecía haber visto a la ida; aún más, se diría que se hubiesen multiplicado. Y no pudo encontrar aquel haya que había visto en el camino de ida junto al muro de piedra.

Tiburius empezó entonces a correr (algo que no había hecho desde su niñez). Corrió un gran trecho por la senda a gran velocidad; pero la senda —que por nada del mundo deseaba abandonar— seguía siendo la misma: árboles y nada más que árboles. En un momento dado se detuvo y gritó tan fuerte como sus fuerzas y pulmones le permitían. Quizá pudiera oírle su gente y obtener respuesta. Gritó una y otra vez, esperando contestación en los intervalos. Pero no la obtuvo. El bosque entero permanecía en calma y no se movía ni una hoja. En el abundante ramaje se perdía la voz humana como una aguja en un pajar. Empezó a pensar si la dirección hacia la que él había corrido, en vez de acercarle, no le estaría alejando más de la carretera en que había dejado su carruaje. En sus múltiples intentos de búsqueda, bien habría podido desorientarse sin darse cuenta. Quiso por ello volver corriendo, ahora en la dirección adecuada. Antes de hacerlo, arrojó el ramillete de flores que todavía llevaba en sus manos y cuyo intenso azul le parecía ahora más misterioso. Echó a correr de tal modo que empezó a sudar intensamente. Una vez más no sabía si lo que ahora veía era lo mismo que lo que había visto a la ida. Cuando creía haber recorrido una distancia similar a la que había hecho antes en dirección contraria, se detuvo repentinamente para recapacitar. Gritó una vez más, pero tampoco recibió respuesta alguna. A su voz solo le seguía el silencio. Aquí el entorno era muy diferente al anterior, y todo se había vuelto extrañamente salvaje. Habían desaparecido las hayas; solo quedaban los abetos. Sus troncos se erguían cada vez más altos y poderosos. El sol estaba ya declinando y empezaba a caer la tarde. Sobre las piedras, cubiertas de musgo, se reflejaba un extraño y dorado fulgor. Innumerables riachuelos corrían por todas partes. Don Tiburius no podía negar ya que estaba totalmente metido dentro de un bosque y ¡quién sabe lo grande que podría ser! No había estado nunca en una situación así, para poder ahora resolverla. Se encontraba, pues, en un gran apuro. A ello se sumaron otros problemas. En sus idas y venidas a través del bosque, al desviarse de la senda para encontrar el muro de piedra, se le habían mojado mucho los pies. Por otro lado, estaba empapado en sudor y solo tenía una única y fina chaqueta puesta. La otra, por desgracia, la había dejado en el carruaje. No podía echarse a descansar, a pesar de las piedras tan apropiadas que había allí para ello. Además, se había dejado en el hostal el recipiente y la medicina que tenía que tomar esa misma tarde. Tuvo muy claro lo que tenía que hacer en esos momentos: en vez de caminar de acá para allá, permanecería sin apartarse de la senda y caminaría siempre en la misma dirección. Aquel camino tendría que conducir necesariamente hacia algún lugar; tendría que llevarle a aquel del que había salido. Al menos era una gran suerte que existiese una senda; un infortunio mayor habría sido sin duda haberse encontrado en esta situación en medio de un bosque sin camino alguno. Así que Don Tiburius se decidió a continuar caminando en la dirección de la senda que había tomado por última vez. Se abrochó bien la cazadora, se subió hasta arriba los botones del cuello y continuó caminando infatigablemente. Caminando y caminando y caminando. La sudoración era ya muy abundante, la respiración se hizo entrecortada y aumentó el cansancio. Finalmente el camino ascendía montaña arriba y se convirtió en un simple sendero del bosque. Pero Tiburius, ¡ay!, no conocía en absoluto los senderos que hay en los bosque. Enormes y extraños fragmentos de piedras de todo tipo —que lo obstaculizaban con frecuencia— yacían a derecha e izquierda del camino. Algunas estaban cubiertas de musgo, de un verde variado que nunca antes había visto. Otras yacían desnudas y mostraban sus poderosas grietas y cortes.

Había allí grandes helechos, y altos y gruesos troncos de abetos se erguían sobre todos los demás elementos naturales. O yacían por el camino, aunque estaban húmedos cuando Tiburius los cogía. Durante un trecho el camino estaba formado por pequeños leños atravesados; algunas veces casi flotaban en el agua y, a cada paso, se removían o rodaban. Después se topó con una montaña bastante escarpada. El sendero se volvió empinado, y Tiburius comenzó a ascender por él. Cuando llegó arriba del todo, el suelo se tornó llano y arenoso. El sendero continuaba aquí invariable y abierto, y Tiburius prosiguió su marcha.

El camino era otra vez de fina arena negra; luego, despejado, liso y seco. La tierra se pegaba a cada paso al zapato, como si se caminara sobre brea, obligando a Tiburius a arrastrar los pies. Tiburius, entregado a su destino, sintió cómo sus zapatos se hundían en la tierra.

Por fin se hizo de noche, y empezaron a escucharse inquietantes cantos de mirlo. Tiburius, sin embargo, continuó caminando con su cazadora demasiado ligera. Un rato después, le pareció como si algo o alguien susurrase en la zona de abajo. Tiburius continuó andando, pero aquel murmullo se iba oyendo cada vez más cercano. Era solo el agua, lo que hacía que el bosque pareciera aún más espantoso. No cabía esperar nada favorable de él. Tiburius se apresuró aún más, y siguió avanzando, invariablemente y, por desgracia, de nuevo hacia arriba. Finalmente, cuando hubo rodeado una gran piedra que oscurecía todo lo que había delante ante él, el sendero se precipitó, hasta tornarse arenoso y lleno de piedras. Flanqueándolo no se hallaban ya los altos abetos sino graciosos arbustos de espesa frondosidad y matas de avellano (que indican que el bosque se termina y que se encuentra uno en su límite). Tiburius, sin embargo, no conocía semejantes signos. Continuó andando todavía un trecho bajo los arbustos y sobre las puntiagudas piedras. Y así hasta que el camino se fue haciendo más luminoso y los arbustos desaparecieron. El bosque se había terminado y Tiburius se hallaba ante una pradera abierta.

Se hallaba en una situación en la que no se había encontrado en toda su vida. Le temblaban las rodillas y la ropa le colgaba del cuerpo de puro cansancio. Percibía cómo los nervios le hacían estremecerse, y cómo todos sus miembros aceleraban su pulso. Además, no había ningún viso de amparo. El sol ya se había puesto. Por todas partes había montañas, con todo tipo de formas en el fresco aire azul de la noche; algunas estaban en parte cubiertas de bosque y, en parte, dejaban ver la piedra. Más allá de los límites de un verde bosque se alzaba una alta montaña con algunas rocas en círculo, que se erguían de pie. Entre estas coronas o círculos había tres grandes campos nevados, pero que ahora lucían rosados. Sobre ellos, las coronas o círculos proyectaban sus sombras. Este escenario llenó a Tiburius de temor.

Por los alrededores no se divisaba ningún ser humano, ningún ser vivo. El murmullo que había escuchado un rato en el bosque, le resultaba ahora más comprensible. A través del surco del valle, por el que ascendía la pradera en que se hallaba, corría —sobre piedras y peñas— una burbujeante corriente de agua verde que desembocaba en las profundidades del valle. No se atisbaba ninguna otra cosa que pudiera moverse o agitarse.

Tiburius vio cómo la corriente de agua ascendía junto al sendero, sobre la colina de la pradera. Y pensó que, puesto que allá en el balneario fluía la misma corriente de agua —tan verde como esta, aunque en mucha mayor cantidad—, así esta corriente de agua habría de correr junto al sendero.

Tiburius decidió seguir el curso del sendero en dirección opuesta. Dominó el atormentado anhelo de su cuerpo por descansar, puesto que la hierba estaba ya cubierta de húmedo rocío. Y caminó por el escarpado sendero hacia abajo con dolores, cada vez más intensos, en las rodillas. La montaña, con los rosados campos de nieve, se iba ocultando paulatinamente entre el bosque. Y así hasta que desapareció, de forma que allí solo podían verse los azules o verdes cerros y altozanos, atravesados por franjas de bruma.

Tiburius caminó corriente abajo. La corriente se apresuraba a través de las azul-verdosas aguas de sus saltos y de la blanca espuma saltarina; iba volviéndose cada vez más caudalosa. Lo que había imaginado sucedía realmente: el sendero corría en efecto junto a la corriente de agua. Siguió ese sendero e intentó, por última vez, sacar las pocas fuerzas que le quedaran de su flaqueza.

Tras haber caminado un rato y cuando empezaba casi a oscurecer, oyó de repente pasos detrás de él, pese al murmullo del riachuelo que corría a una profundidad considerable a su lado. Se dio la vuelta y vio a un hombre que iba tras él y que, evidentemente, le iba a dar alcance. El hombre llevaba un hacha a la espalda, numerosas cuchillos en los hombros y robustos zapatos de madera. Tiburius se quedó quieto, dejó que le alcanzase y le preguntó:

—Amigo mío, ¿dónde estoy y cómo me puedo dirigir hacia el balneario?

—Está usted en el camino hacia el balneario —le contestó aquel hombre—. Pero más adelante la senda se divide otra vez y el terreno conduce hacia arriba, a los leños caídos; ahí se podría usted perder. De cualquier manera, como yo voy por el mismo camino, puede usted ir conmigo. Le guiaré hasta allí. Sin embargo, ¿cómo ha llegado hasta aquí, si es que no sabe dónde se encuentra?

—Soy un enfermo —dijo don Tiburius—. Estoy intentando curarme en el balneario, y he conducido mi carruaje por la carretera demasiado lejos. Después he decidido dar un paseo y me he perdido; por eso no he podido volver a encontrar mi carruaje con el personal a mi servicio, que me estará esperando.

El hombre con las cuchillas de hierro se echó a un lado y miró al señor Tiburius de arriba abajo; lo hizo con una delicadeza que es propia de la gente de estas tierras y que jamás se les atribuye sin razón. Después de observar a su interlocutor, comenzó a caminar, mucho más despacio de lo que tenía por costumbre.

—Así que usted habrá caminado a través de los leños negros y, después, seguramente habrá atravesado la pradera en forma de campana hasta llegar a la corriente de agua —dijo.

—Sí, he andado por una pradera, que era redonda y empinada como una campana; lo he hecho hasta subir hasta este riachuelo de agua —contestó don Tiburius.

—Ya, ya —dijo el hombre a continuación—. Allí no sube por gusto la gente, porque es una zona muy salvaje. Por eso mismo no sabía usted dónde se encontraba.

—Sí, sí, desde luego —replicó don Tiburius—. Y ¿quién es usted que camina de noche por esta acequia?

—Soy un peón maderero —dijo el hombre—. Camino hoy por aquí solo por casualidad, pues tengo que llevar un mensaje al capataz que está en el campo de leña. Así que he cogido mis utensilios para afilarlos, pues mi casa está tan solo a una media hora a la izquierda de aquí. Nosotros labramos en los talares, que deben de estar aproximadamente a seis horas de donde le he encontrado. Los lunes vamos siempre hacia arriba, y los sábados regresamos abajo. Pero a veces permanecemos semanas enteras arriba. He trabajado hoy hasta la tarde y, después, he estado descendiendo.

—¿Y cuándo tiene usted que volver a subir? —preguntó Tiburius.

—Hoy me quedo con mi esposa —dijo el peón maderero—. Mañana temprano, a las tres de la madrugada, tengo que ir al campo de leña, donde está el maestro capataz; desde allí regresaré de nuevo al talar, puesto que tengo trabajo todavía por la tarde.

—Ya veo que todo esto lo hace usted en un solo día —dijo Tiburius—. Y… ¿se prolonga así durante todo el año?

—En invierno es más leve —contestó el peón maderero—. Entonces estamos en el valle, y con frecuencia pasamos el tiempo solo en el carro.

—Ya, comprendo —contestó don Tiburius, al tiempo que, no sin fatigoso esfuerzo, intentaba caminar al paso de aquel hombre.

Este le contó muchas cosas sobre su oficio: cómo lo ejercitan y gestionan, así como el modo en que viven en las altas montañas y qué peligros y aventuras les acontecen. Continuaron avanzando con esta conversación hasta el lugar en que se ensanchaba el valle, tanto como la ya cerrada noche les permitía ver. Luego volvieron a bajar por un sendero bastante empinado. El peón maderero se detuvo ante Tiburius, y le ayudó y acompañó en el descenso, cogiéndole del brazo.

Después de volver a un terreno llano, caminaron un trecho más y se encontraron con pequeñas casas iluminadas con lucecitas.

—Bueno —dijo el peón—. Por fin hemos llegado. He caminado con usted un poco más de lo que es mi camino porque está usted enfermo y no puede andar solo; pero a partir de aquí ya es un camino fácil. Siga el sendero y continúe recto. Enseguida reconocerá usted las residencias del balneario. Yo he de dar media vuelta, pues tengo casi todavía dos horas hasta mi casa. La noche es corta y debo salir de nuevo a las tres.

—Querido y buen hombre —dijo Tiburius—. Ahora no le puedo recompensar, pues aquí no tengo dinero. Es mi criado quien lo lleva siempre consigo y él, evidentemente, no está aquí. Pero acompáñeme a mi residencia para que premie vuestra bondad, o tome mi bastón y présteme el suyo. Voy a permanecer aquí hasta bien avanzado el otoño. Me llamo Theodor Kneight y si usted u otra persona me trae el bastón para cambiarlo por el suyo, tenga la seguridad de que mi deuda será pagada.

—Piense solamente —dijo el peón maderero— que tengo todavía que afilar mis utensilios. No puedo perder más tiempo. El bastón lo acepto con gusto y, no se preocupe, se lo devolveré pronto; pero tengo dos hijos y, si usted es tan generoso de darles algo, tanto mi mujer como yo le estaríamos muy agradecidos.

Tras decir aquello, se intercambiaron los bastones y se despidieron. Tiburius caminaba ahora despacio, apoyándose en el frágil bastón de madera del peón. Entre las vallas de los jardincillos de las casas que se erigían en aquel lugar, escuchó todavía los pasos del peón maderero, ahora mucho más rápidos. Se dirigía por el camino a su cabaña —a dos horas de distancia—, cargado con sus cuchillas de hierro y calzando zapatos de madera. Iba sin bastón, pues el de caña labrada con el mango dorado que él le había dado no podía considerarse como tal.

En la posada en que residía don Tiburius, todos se quedaron asombrados al ver llegar al señor a pie, en mitad de la noche y con un palo de madera. El dueño se quiso informar convenientemente, mientras los demás murmuraban entre sí. El asunto corrió como un reguero de pólvora por todo el balneario. No obstante, don Tiburius contó enseguida al dueño de la posada todo lo que le había sucedido. Subió ayudándose del palo de madera a su habitación, se sentó allí en su cómodo sillón orejero de ruedas y solicitó algo de comer. Se le colocó una mesita delante de aquel sillón orejero, se puso un mantel sobre ella y le dieron de comer diferentes alimentos. Recién había empezado a comer, preguntó si ya había retornado su carruaje. Le respondieron que no. Dedujo entonces que su cochero y criado podrían estar todavía esperándole donde les había dejado. Por eso indicó al personal de servicio del hostal el lugar exacto donde se hallaban, y mandó que fueran a recoger a su cochero y criado de inmediato.

Una vez hubo comido, uno de los criados que había permanecido en la posada le vistió y preparó su cama. Cuando estuvo acostado, don Tiburius ordenó que nadie entrase en su pequeño dormitorio salvo que fuese llamado. Cuando el criado abandonó la habitación, se tapó hasta arriba con las dos mantas que tenía para abrigarse. Quería sudar lo más posible para calmar así su gran nerviosismo. Poco después consiguió dormirse, y lo hizo profundamente. No sabemos qué aconteció durante la noche, por lo que solo podemos contar lo que sucedió al día siguiente.

Cuando Tiburius se despertó, era ya pleno día. El sol lucía radiante en la estancia y, por su efecto, las figuras chinas de color rojo que había en el biombo de seda parecían casi llamas rojas. Don Tiburius las contempló plácidamente durante un largo rato. El calor de la cama le era sumamente agradable. Finalmente salió de su ensimismamiento e intentó investigar qué era lo que le producía cierto dolor. La cabeza no le dolía, pero no sabía si —al quedarse dormido— había podido tener sudores fríos durante la noche. Tampoco le dolía el pecho; el estómago, por otra parte, se encontraba en perfecto estado (aunque sentía un hambre atroz). Sus brazos no estaban rígidos ni sentía dolores o tirones musculares. Cogió el reloj que tenía junto a la cama y miró la hora. Eran las diez; hacía ya tiempo, por tanto, que había pasado la hora del desayuno. Solía tomar sus baños mucho antes, pero esto podría hacerlo hoy algo más tarde. Comenzó entonces a mover los pies y a estirar todos sus miembros; pero he aquí que sintió unos terribles dolores, principalmente en el empeine. Se dio cuenta enseguida de que no era el dolor propio de una enfermedad, sino más bien consecuencia del cansancio. Incluso le pareció mientras reposaba que estos dolores podían resultar incluso agradables. Permaneció así, placenteramente acostado. Con lo a gusto y calentito que estaba en la cama, no podía dejar de sentir cierta alegría por haberse quedado dormido y haberse perdido el desayuno. Miró hacia la ventana, a la bella cruz de su vidriera. Luego contempló los motivos pintados en las paredes, así como todos los objetos de su entorno.

Por fin hizo una llamada con la campanilla. Vino Matías, el criado con el que había estado el día anterior. Don Tiburius no se levantó. Unicamente le preguntó al criado qué es lo que les había sucedido a ellos y qué había sido del carruaje (dado que, a altas horas del día anterior, todavía no habían llegado).

—Estuvimos esperando pacientemente —dijo el criado— como es nuestra costumbre cuando usted se va a pasear. Al principio no dimos importancia al hecho de que no regresara. Pero transcurrida una hora, empezamos a mirar impacientemente el reloj. Pasada otra hora más, nos preocupamos seriamente. Y, bastante tiempo después, yo quise ir en su busca. Roberto, el cochero, me dijo que eso sería un error, dado que usted siempre nos repite que debemos hacer ni más ni menos que lo que usted ha ordenado. Dijo que usted lleva esto siempre a rajatabla. Continuó haciéndome ver lo que sucedería si usted llegase y él no estuviera allí, cosa que comprendí muy bien. Le di la razón, así que dejé de pensar en ir a buscarle. Cuando el sol iba a ponerse, todavía seguíamos allí; y el temor nos invadió. Entonces fue incluso el propio Roberto quien creyó conveniente que yo fuera en su busca. Corrí hacia el bosque dando gritos, pero nadie me respondió. Seguí corriendo de acá para allá, siempre dando voces; pero siempre sin recibir respuesta. Cuando ya se iba haciendo francamente tarde, me acerqué hasta unas casas de piedra que no se encontraban muy lejos de donde estábamos. Deseaba hallar gentes que nos pudiesen ayudar a buscarle en el bosque. Algunas vinieron con nosotros. Encendimos antorchas y buscamos denodadamente, gritando su nombre hasta la medianoche. Pero todo fue en vano. Roberto, al cual habían ido a recoger, había regresado antes a casa. Pero nosotros, sin embargo, no retornamos hasta las tres de la madrugada. La gente reclutada para buscarle me acompañó hasta las primeras casas del balneario. Allí les entregué su paga y les despedí.

—Está bien —dijo sonriente don Tiburius—. Puedes irte.

El criado se marchó. Pero don Tiburius no se levantó. Se dio media vuelta en la cama, sonrió para sus adentros y sintió un hondo regocijo por haber estado perdido en medio del gran bosque y haber superado tal aventura.

Cuando hubo transcurrido una hora, quiso levantarse. Hizo sonar de nuevo la campana y el sirviente le ayudó a levantarse y a vestirse. Don Tiburius no se bañó aquel día, pues ya era demasiado tarde y no quería causar más molestias. Pero hizo algo que apenas podía permitirse. Dado que no podía sustraerse del hambre feroz que le torturaba, desayunó carne en abundancia. Más tarde le pesó mucho haberlo hecho. No obstante, esta irregularidad no tuvo consecuencias perjudiciales para su salud.

En adelante, don Tiburius siguió actuando conforme le había sido prescrito en el balneario. Unicamente el cansancio de los pies, que le había sobrevenido a consecuencia de tan extraordinaria caminata, le afectó notablemente durante ocho días. Y esto casi le impidió dar sus habituales paseos. Pensaba continuamente en el momento en que atravesó el misterioso sendero. Y sintió curiosidad por descubrir por qué se había perdido.

Como consecuencia de estos pensamientos, Tiburius se dirigió nuevamente un día en su carruaje —una vez se hubo restablecido— al mismo lugar donde se hallaba el firme y soleado terreno de brezal y los protectores muros de piedra. Bajó del carruaje y les dijo a los mismos criados que le habían acompañado la vez anterior que le esperasen, no sin antes asegurarles que esta vez no se perdería.

Caminó en dirección al primer sitio en que había estado en aquella ocasión, y después llegó hasta el segundo, que le gustó tanto como la última vez. Caminó muy atento a cualquier contrariedad que pudiera observar. Así como la otra vez no pudo encontrar el muro de piedra, hoy no podía perderlo de vista. Se giraba con frecuencia para ver dónde quería ir y tenerlo así siempre a la vista.

Continuó caminando por el sendero, esparciendo junto a él pequeños trocitos de leña que había traído consigo. De este modo encontraría fácilmente el camino de vuelta. De repente vio la causa por la que se había apartado del camino correcto la vez anterior. En un sitio muy poco señalizado del sendero, por donde caminó sobre unas piedras, se abría inadvertidamente otro sendero que conducía al bosque por un lateral. Tan pronto como quiso volver sobre sus pasos, Tiburius fue a parar una y otra vez a este ostensible brazo del sendero y, a través de él, al lejano bosque que le desviaba de su carruaje. Le parecía increíblemente estúpido no haberse dado cuenta de ello la otra vez. Hoy, sin embargo, estaba todo muy claro. Ignoraba que aquello les sucedía a todos los que visitaban estos bosques. La segunda vez que los visitaban, sus senderos les resultaban más claros e inteligibles. Y, al final, les resultaba bello y agradable caminar por ellos. Vio con toda claridad que, en la otra ocasión, cuando hubo decidido continuar andando sin dar media vuelta, se había dirigido precisamente por la dirección del sendero que se alejaba de su carruaje. Por tanto, había dado un gran rodeo a través de las montañas para volver al balneario. Caminó un trecho por el sendero del bosque y se fijó con atención en los elementos que iba viendo y dejando atrás. A la vuelta le fueron todavía más agradables y conocidos. Puesto que había llegado a la horquilla del sendero, caminó sobre las piedras y alcanzó el muro (que tenía ahora a su derecha). Y de ahí, hasta el coche de caballos. Montó y se dirigió a su residencia.

Lo que don Tiburius había hecho esta vez, lo realizó posteriormente con frecuencia. El otoño, que era allí de un clima especialmente óptimo, le producía un bienestar excepcional. Casi siempre brillaba el sol en un alegre y bonancible cielo sin nubes. Tiburius, que se iba alejando por el mismo sendero cada día más lejos, no experimentaba dificultad alguna en sus largas caminatas y paseos; muy al contrario, parecía como si le beneficiasen. Tras andar muy lejos y sentarse en el cálido muro de piedra, observaba todo lo que le rodeaba, y contemplaba también la superficie del cielo, sintiéndose mucho más contento y optimista que antes.

Se encontraba muy bien, tenía un hambre feroz y comía con mucho apetito. No podía dejar de caminar hasta bien avanzada la tarde y llegaba a la pradera en forma de campana, donde divisaba la montaña con las cumbres nevadas y la corriente de agua que saltaba alegremente. Una vez allí, regresaba de nuevo hasta su carruaje. Esto lo hacía tres veces por semana.

Cuando don Tiburius dejó de lado su dedicación a la pintura al óleo, empezó a consagrarse a algo de menor envergadura. Comenzó a dibujar, y entregado a esa labor, pasó unas horas agradables. Para ello, se hizo enseguida con magníficos cuadernos de dibujo. A causa de sus estudios sobre los medicamentos con que afrontar su enfermedad, no había dibujado hasta entonces en aquellos cuadernos ni una sola línea. Había traído también consigo al balneario los utensilios para dibujar. Pero hasta ese momento no se le había ocurrido esbozar el más mínimo boceto o dibujo. Pero, al caminar con tanta frecuencia por el sendero en el bosque, le vino a la mente la idea de dibujar. Y fue entonces cuando se acordó de sus cuadernos de dibujo y pensó que se los podría llevar con él en sus largas caminatas para hacer realidad sobre el papel los diferentes aspectos y rincones del paisaje. Como nunca iba acompañado por nadie, podía ensimismarse tranquilamente; ninguna compañía o atadura se lo impedía. Así pues, cogía un cuaderno de dibujo y se sentaba a dibujar bajo el soleado muro de piedra. Esto lo hacía con frecuencia y le gustaban mucho los temas y asuntos que dibujaba. Pero un día se cansó de dibujar siempre lo mismo, y dejó de dibujar piedras y troncos. Para ello se internó mucho más en el bosque, intentando captar los claroscuros. Le gustaba especialmente cuando el sol brillaba intensamente sobre el negro sendero, transformándolo gracias a su luminosidad en un gris pálido. Sobre ese gris se reflejaban las sombras de los árboles como agudas franjas oscuras. Y así fue captando, en su grueso cuaderno de dibujo, casi todos los rincones del oscuro bosque y del sendero que lo atravesaba. Pero no se limitaba simplemente a dibujar, pues a veces deambulaba por los alrededores. Hubo ocasiones en que caminó incluso por donde se había extraviado la primera vez.

Hacía tiempo que Tiburius había dejado de ser un necio o, al menos, no lo era tanto como antes. Puesto que se había sabido a través de su médico lo que dibujaba en su cuaderno de dibujo, la gente creyó que su rareza consistía únicamente en dibujar simples claroscuros. Pero lo que ciertamente resultaba curioso y extraño era que el señor Tiburius no emplease su tiempo más que en dirigirse siempre hacia el mismo sendero del bosque.