Tengo un amigo que, aunque todavía vive y aunque entre nosotros no suele ser habitual contar historias de gente viva, me ha consentido que cuente un caso que está relacionado con él para provecho y servicio de todos aquellos que son grandes necios; quizá puedan éstos sacar algún beneficio del relato.
Mi amigo, al que nosotros llamábamos Tiburius Kneight, posee ahora en esta parte de nuestra tierra la casa de campo más humilde que se pueda imaginar. Alrededor de su casa tiene las más esplendorosas flores y árboles frutales que uno pueda soñar. Su bella esposa es la mejor que pueda existir en el mundo. Viene conviviendo, de un tiempo a esta parte, con esta mujer en su casa de labranza. Mantiene siempre una actitud alegre y jovial y todo el mundo le quiere. Parece que no hubiera cumplido aún los veintiséis años, aunque ya pasa de los cuarenta.
Todo esto que voy a contar aquí es ni más ni menos lo que le ha sucedido a mi amigo al atravesar el sencillo sendero de un bosque. Porque hay que advertir que el señor Tiburius, de joven, era un gran mentecato; y nadie que le hubiese conocido en aquel tiempo hubiese creído que él llegaría a tomar aquel sendero. Esta historia es, ciertamente, demasiado simple; y si yo la cuento es solo para que pueda serle útil a ciertos hombres equivocados y para que puedan extraer de ella alguna utilidad.
Si alguien que conozca nuestra patria y nuestras montañas llega a leer estas líneas, reconocerá muy pronto el sendero del bosque al que me estoy refiriendo. Podrá recordar entonces los sentimientos que surgen al atravesarlo. Pero, posiblemente, a nadie le habría hecho cambiar tanto algo así como al señor Tiburius Kneight.
Ya he dicho que mi amigo había sido de joven un gran necio. Situación a la que había llegado por múltiples causas. En primer lugar por su padre, que ya había sido un mentecato memorable. Eran muchos los que contaban a Tiburius diferentes historias sobre su padre; por mi parte, mencionaré solo una que —por haber sido testigo de la misma— puedo acreditar. El padre de Tiburius Kneight tenía al principio muchos caballos que él mismo cuidaba, ensillaba y montaba. Como no estaba satisfecho con ellos y como los caballos no aprendían las instrucciones y entrenamientos que les inculcaba, echó al maestro de cuadras y vendió los animales a la décima parte de su precio. Eso para empezar. Vivió después durante todo un año en su dormitorio; dejaba allí siempre las cortinas echadas, de modo que sus débiles ojos pudieran reposar en la oscuridad. En cierta ocasión abrió la gaveta que había en un oscuro pasillo de madera —contiguo a su habitación— y, durante unos instantes, miró el camino de guijarros iluminado por el sol. Sí, no había duda: le dolían los ojos. La visión de la nieve, en particular, era para él absolutamente insoportable.
Consideraciones más amplias que estas no cabían en su mente. En el último periodo de esta fase de su vida puso en su ya oscurecida habitación un nuevo blindaje contra la ceguera y, transcurrido un año, empezó poco a poco a reñir a los médicos que le atendían. Los facultativos le recomendaban que se protegiera bien los ojos, pero él acumuló abominación e ignominia hacia toda la profesión médica, y decidió por su cuenta y riesgo que, en adelante, se trataría a sí mismo sin contar con ellos. Descorrió entonces las cortinas, abrió las ventanas y tiró abajo el pasillo de madera.
Así que, cuando el sol lucía especialmente cálido y radiante, se sentaba en el jardín sin sombrero, en medio del chorro de luz, y contemplaba el blanco muro de la casa. Fue así como padeció una inflamación en los ojos; sin embargo, cuando esta pasó, el padre de Tiburius quedó curado.
Podría seguir mencionando todavía otras muchas historias, como por ejemplo la de los muchos años en que se dedicó, muy diligentemente y con mucho éxito, al comercio de lana; pero, de repente, abandonó este negocio sin dar ninguna explicación. Tuvo después gran cantidad de palomas, de cuyo cruce pretendía obtener plumajes de colores especiales; más tarde quiso crear una colección de cactus y… Cuento todas estas cosas para esclarecer el tipo de estirpe de la que desciende el señor Tiburius Kneight.
En segundo lugar, mencionaremos a su madre. Amaba a su hijo de un modo excesivo. Lo mantuvo siempre abrigado para que no se resfriase, no fuera a sobrevenirle una enfermedad que se lo arrebatara de su lado. Tiburius lucía siempre muy bellas camisetas de punto, medias y mangas; con sus bellas rayas rojas, aquellas camisetas le daban calor. Una modista, contratada a este efecto, se ocupaba todo el año del niño. Así que sobre su cama el muchacho tenía varias colchas de cuero; y almohadones, también de cuero. Su madre hizo instalar gruesas contraventanas de madera en su dormitorio, para protegerle de este modo de las corrientes de aire. De su alimentación se ocupaba ella misma, y nunca permitió que la servidumbre se encargara de ello. Cuando ya fue más mayor y talludito, cuando empezó a salir con sus amigos, era ella misma quien elegía su ropa. Para ocupar su imaginación y que el chico no tuviese pensamientos indeseables, le traía ella toda clase de juguetes a casa, preocupada siempre de que el siguiente superase en belleza y esplendor al anterior. Pero el muchacho manifestó pronto un trastorno que nadie, ni siquiera su madre, hubiera podido imaginar: pronto abandonó el niño todos los artilugios y juegos propios de los muchachos; prefería siempre —y nadie pudo comprender semejante rareza— los juegos con que se entretenían las niñas. Por otra parte, se hacía constantemente con el calzador de su padre, lo envolvía en finos pañales e iba de un lado a otro abrazado a ese calzador así envuelto.
En tercer lugar estaba el encargado de la granja, quien también llegó a ser un necio inigualable. Se trataba de un hombre de apariencia normal, alguien que pretendía que todo se mantuviese en la normalidad, y ello tanto si le comportaba algún perjuicio como si no. A él no le preocupaba que el muchacho no se expresara con claridad y que utilizara imágenes un tanto confusas. Y eso ocurría porque aquel encargado de la granja era de la opinión de que cada cosa debía ser expresada como a cada uno le fuera más útil, ni más ni menos.
Dado que el muchacho no podía expresarse ni como los niños ni como los escritores, a menudo hablaba como quien expide recetas médicas: cortas, enrevesadas, variopintas y de difícil comprensión. O bien guardaba silencio. O mezclaba todo en su cabeza, de manera que nadie pudiera enterarse de lo que decía. Detestaba todo conocimiento y aprendizaje, y solo alcanzaba a comprender las largas y explícitas demostraciones acerca de la utilidad, el provecho y la excelencia de las ciencias —que tanto le atormentaban— que el granjero compartía con él. Cuando tras unos días de afanosa tarea quería expresar todo lo que había aprendido, lo único que conseguía era oscuridad y confusión. Y quienes le escuchaban solo percibían un poquito de lo esencial. Por si esto fuera poco, dado que el granjero no se había unido a ninguna mujer —siguiendo el ejemplo de Tácito—, permanecía durante mucho tiempo en la casa.
En cuarto y último lugar, cabe citar a su tío materno: un comerciante rico y soltero. De él hemos de decir que vivía en la ciudad, mientras que los padres del muchacho vivían fuera, en un terreno propio. Aunque los padres del chico eran bastante ricos, no por ello dejaban de esperar que su hijo obtuviera también la herencia de aquel tío, algo que él mismo había confirmado con frecuencia. Quizá por ello, aquel tío materno decidió asumir la tarea de educar al muchacho. Se ciñó a la realidad práctica, explicándole con claridad —cuando salía de casa para visitar a su hermana, por ejemplo— lo que debía hacer para que los pantalones se le rompieran lo menos posible. Tiburius, sin embargo, nunca le hizo el menor caso.
Antes de proseguir esta historia, debo decir también que mi amigo, lamentablemente, no se llamaba en realidad Tiburius. Su nombre era Theodor y, conforme fue creciendo, quiso poner este nombre —«Theodor Kneight»— en grandes caracteres para firmar sus deberes escolares. Pretendía asimismo que cuando se hiciera mayor, viajase y se alojase en un hotel, consignaría en los libros de registro: «Theodor Kneight»; pretendía también que en todas las cartas que recibiese, pudiera leerse: «Al Excelentísimo Señor Theodor Kneight». Pero de nada sirvieron todos estos deseos, pues todo el mundo le llamó siempre «Tiburius». Todavía más: la mayor parte de los extranjeros que pasaban por la ciudad creían que la bella casa de campo de los Kneight, situada a las afueras, en la calle del Norte, pertenecía al señor Tiburius. El nombre de «Tiburius», aunque no aparece en calendario alguno suena característico y como para alguien importante.
El muchacho se mostraba con frecuencia pensativo y absorto y, en su distracción, hacía cosas que motivaban a la risa. Así por ejemplo, cuando quería buscar algo en los cajones altos de los armarios de la ropa, colocaba distraídamente… ¡su tamborcito!, como taburete. O cuando cepillaba su gorra para salir a pasear, dejaba luego esa gorra en casa y se iba con el cepillo. O cuando se le ocurría limpiarse sus zapatos en el felpudo de la puerta antes de salir los días en que fuera hacía un tiempo espantoso.
Lo del nombre «Tiburius» aconteció así: un día, estando sentado junto al bancal de verduras, mientras hablaba con los gatos y escarabajos, su tío empezó a llamarle así: «¡Oho!», dijo, «señor Theodor, señor Turbulor, señor Tiburius, ¡Tiburius!». Y con este nombre se quedó. Por resultar más sonoro que el auténtico, los demás fueron utilizándolo también poco a poco, hasta que se introdujo por completo en la familia. De ahí, inadvertidamente, pasó a los vecinos, y de éstos se fue extendiendo por toda la región, donde el muchacho —por poseer una rica herencia— era muy conocido. El nombre arraigó finalmente hasta adentrarse en las más distantes cabañas del bosque.
Y, como suele suceder cuando a alguien se le aplica un sobrenombre poco habitual y hasta gracioso, ningún ser viviente le llamaba ya por su verdadero nombre de pila, sino solo con este simpático apodo.
Sucedió también que la gente comenzó a llamarle «señor Tiburius»; de manera que la mayoría creía que no se llamaba de otro modo. El apodo arraigó de tal forma que no hubiera sido posible suprimirlo o borrarlo, y ello aun cuando el verdadero nombre hubiese estado escrito con letras de oro por todos los rincones de la región.
Tiburius fue creciendo bajo el influjo de sus educadores. No se podía prever lo que llegaría a ser, puesto que no exteriorizaba mucho su manera de ser ni de pensar. Bajo los signos externos de su educación, solo se percibía la acción de los educadores, pero no el poso que iba quedando en el muchacho.
Cuando casi llegó a ser un hombre, desaparecieron uno tras otro y en poco tiempo todos sus educadores. Primero murió el padre y, muy poco tiempo después, la madre. El encargado de la granja, por otra parte, entró a vivir en un monasterio. Y al último que perdió, en fin, fue a su tío. Por parte de su padre heredó las propiedades de la familia; por la de la madre, la dote que ella había aportado en su matrimonio; por la del tío, por último, todo lo que este había ganado en treinta años de trabajo en su negocio. Se había retirado poco antes de morir y había vendido su negocio, prefiriendo vivir desde entonces únicamente de las rentas. Pero apenas pudo disfrutarlas, pues murió muy pronto; y fueron esas rentas las que entonces pasaron a manos de Tiburius.
Por tales circunstancias, Tiburius se convirtió en un hombre muy rico; rico en dinero «contante y sonante». Sus intereses fructificaron por ello sin el menor esfuerzo y pudo disfrutar y gastar sus bienes confiadamente. Se limitó a esperar, con toda tranquilidad, el tiempo de su decrepitud. En la propiedad que había recibido de su padre habitaba entonces, y desde tiempos inmemoriales, un antiguo servidor que administraba la misma con gran acierto.
La mayoría de las veces obtenía de ello pingües beneficios que, naturalmente, acrecentaban las riquezas del señor Tiburius. El propio Tiburius, único miembro de la familia Kneight que quedaba con vida y sin otra ocupación que la de consumir y disfrutar de sus elevados ingresos, era consciente de todo esto. Todos los que hasta entonces habían estado a su lado ya habían desaparecido; ahora estaba completamente solo.
Por ser estas circunstancias conocidas en toda la vecindad, había muchas muchachas que hubiesen deseado casarse con el señor Tiburius. Él no lo ignoraba, pero temía al matrimonio y de ninguna manera quiso casarse por aquel entonces. Prefirió, por el contrario, gozar de sus riquezas únicamente para sí. Al principio adquirió muchos objetos, procurando que fueran bellos. Se hizo luego con bellos trajes de lino y paño, así como cortinas, alfombras, cojines y demás tejidos, con los que fue decorando su casa. Por último se hizo con todo aquello que era considerado apetitoso y gustoso —sea para comer o beber—, guardándolo en su despensa para disponer de ello siempre y en abundancia. Y así vivió Tiburius, entre todas estas cosas, durante largo tiempo.
En el transcurso de este tiempo, Tiburius comenzó a aprender a tocar el violín y, una vez que hubo aprendido, lo tocaba siempre, durante todo el día. Solo se preocupaba de que las piezas que interpretaba no fueran demasiado difíciles, pues en ese caso no podía tocar sin equivocarse. Cuando dejó de tocar el violín para siempre, empezó a pintar al óleo. En la vivienda que se había hecho edificar en sus terrenos, colgaban sus cuadros, y ordenó que se les pusieran marcos muy bellos y dorados. Algunos no llegaría a acabarlos, de modo que los colores se secaron en las numerosas paletas que poseía.
Entretanto sucedieron otras cosas y surgieron otros muchos asuntos que contar.
El señor Tiburius leía en los periódicos muy ávidamente los catálogos de libros, deslizando sus ojos por aquellos índices; pasaba luego muchas horas leyendo los libros que escogía de aquellos índices. Para leer se hizo construir un precioso y amplio lecho de cuero, en donde podía echarse; pero también disponía a este efecto de un sillón orejero. Aunque para ello podía estar igualmente de pie, delante de un atril que se subía o bajaba a su capricho, de modo que pudiera sentarse cuando le apeteciera sin tener que permanecer de pie todo el tiempo.
Poseía en su casa una colección de retratos de hombres famosos, enmarcados en llamativos marcos negros —todos iguales— que adornaban las paredes. Poseía de igual modo una colección de pipas de fumar que, si bien colocó al principio en las múltiples mesitas que había en la casa, terminó por exponer en bellas urnas de cristal. Había forros, estuches de puros, pitilleras, cajas de tabaco, encendedores…, y todos ellos muy costosamente repujados y decorados. Y hasta se hizo traer un dogo de piel de cuero desde Inglaterra, que luego colocó en la habitación del sirviente.
Cuatro caballos estaban a su exclusivo servicio, por si salía y los necesitaba; entre ellos había dos corceles grises que eran una verdadera maravilla. El cochero los quería muchísimo y los cuidaba con esmero.
Se acumulaban muchos asuntos en qué ocuparse. El nuevo asiento reclinable, por ejemplo, no podía ser colocado en ninguna parte, puesto que los antiguos sillones ocupaban todavía su lugar. Las nuevas cajas de tabaco, muy bellamente decoradas y que él había encargado expresamente, no podían ser guardadas en sus arcas: no había lugar donde colocarlas, así que el señor Tiburius las puso en los bolsillos grandes de sus doce batas de dormir. Pero los códigos y claves para abrirlas eran tantos que, cada vez que quería coger una —cuando se le agotaba su reserva de tabaco— le tenía que pedir ayuda al servicio.
A veces, en los bellos atardeceres de verano, cuando miraba al patio a través del cristal de su ventana bien cerrada y veía llegar a sus criados con un carro de heno o de gavillas, sentía envidia —y con razón— de toda esa gente que vivía a la buena de Dios, en su ruda y frívola vida, sin preocuparse de nada y agitando los rastrillos y las mangas de sus camisas.
Finalmente se dio cuenta de que estaba enfermo. Sentía cosas extrañas, tales como temblores en los miembros, pestañeo de los ojos y, en fin, insomnio. Pero además de todo eso, había también algo insólito. Cuando al anochecer regresaba a su casa —tras un paseo—, veía una misteriosa sombra —como de un gatito— que le acompañaba cada vez que subía la escalera. Aquello, ineludiblemente y sin excepción, le ocurría solo en la escalera; en ningún otro lugar. Y esto era algo que le atacaba los nervios extremadamente. Había leído más que de sobra; tenía libros en los que se hablaba de la antigua y de la nueva sabiduría; pero lo que veían dos ojos corporales —pensaba— tenía que tener visos de veracidad.
Cuanto más incrédula era la gente con quien vivía y a quien había relatado su visión, con mayor seriedad y serenidad lo afirmaba él. E incluso se reía de ellos cuando no le entendían. De cualquier forma —por precaución—, no volvió a llegar a casa al anochecer nunca más.
Después de cierto tiempo, dejó de salir de su casa y se dedicaba a caminar alrededor de su habitación y por los pasillos con las pantuflas de cuero amarillo. En aquella época cayó también en la cuenta de que había compuesto un tomo de poesías que —no sin prudencia— escondió bajo su cama, de modo que nadie pudiese dar con él. Estaba siempre muy atento al personal de servicio, de manera que cada una de sus órdenes fuera fielmente cumplida. Conviene recalcar que, durante el tiempo que permanecieron junto a él, Tiburius estuvo siempre pendiente de sus servidores.
Al final acabó no solo por no salir de su casa, sino ni tan siquiera de su propio cuarto. Hizo llevar un gran espejo de pie hasta allí y, con frecuencia, contemplaba su figura. Unicamente salía de su habitación por las noches, y entonces solo para irse a su dormitorio —que se hallaba junto a su cuarto— para descansar. Cuando eventualmente recibía alguna visita —procedente de tierras lejanas o de la ciudad—, solía mostrarse impaciente durante la misma; enseguida quería que se fuera, y casi llegaba a echar al visitante, cerrando la puerta detrás de él.
Llegó a tener muy mal aspecto; enseguida tuvo incluso arrugas. Andaba de un lado a otro, sin afeitar, con el pelo desgreñado y con una bata de dormir que rodeaba su cuerpo como un cilicio. Se burlaba del interés y la insistencia de sus amigos en visitarle, si bien no pudo evitar que cada vez fuera más gente a verle. Aunque los consideraba estúpidos y pensaba que lo mejor sería en realidad que no aparecieran en su casa en absoluto y nunca más, no sabía cómo despedirles. Pero al final esto mismo terminó por suceder y, en consecuencia, nadie acudió ya más a visitarle.
Entonces más que nunca hubiera podido compararse a este hombre con una torre aislada. Tanto, que incluso las golondrinas y los pájaros-carpintero, que antaño revoloteaban en esos contornos por todas partes acabaron por abandonarle. Así que el bullicio desapareció y la torre permaneció solitaria. Hay que decir que el señor Tiburius se encontraba realmente satisfecho de esta situación y que, por primera vez desde hacía mucho tiempo, se frotaba las manos de felicidad. Ahora podía caminar por toda la casa sin ser molestado, y eso era algo que él había deseado con frecuencia y que, hasta entonces, nunca había conseguido del todo.
Aunque su enfermedad se mostraba presente y activa, Tiburius no había hecho nada al respecto; ni tan siquiera había mandado venir al médico. Pero algo le hizo cambiar, pues de repente decidió cuidarse y tratarse debidamente. El anciano criado, que hasta entonces había regido la administración de la propiedad, tuvo que ocuparse a partir de ese día de todo su vestuario; el capataz cuidó de los utensilios, las herramientas y la maquinaria; el administrador, en fin, del patrimonio. Así que a él, el dueño, no le quedaba otra ocupación que la de tratar de curarse.
Para conseguir plenamente su objetivo, enseguida procuró hacerse con todos los libros que, de un modo u otro, tratasen sobre el cuerpo humano. Fue rasgando las páginas con el abrecartas y ordenándolos en grupos, según el orden en que deseaba leerlos. Los primeros fueron, naturalmente, los que trataban sobre la naturaleza y estructura del cuerpo humano. Pero de todos ellos apenas pudo sacar provecho. Tan pronto como llegó al capítulo de las enfermedades, le quedó muy claro que todos los aspectos que allí se describían le cuadraban a la perfección. Aún más, ciertos indicios que él no había observado antes en su cuerpo, los encontró clara y expresamente reconocibles en sí mismo una vez que hubo leído ciertos libros. Ni siquiera comprendía cómo se le habían escapado antes y no los había advertido. Todos los autores que leyó describían su enfermedad, si bien es cierto que no todos le daban la misma denominación. La diferencia radicaba en que cada uno de los libros que iba leyendo trataba el asunto de forma más clara y nítida que el anterior. Dado que el trabajo que se había propuesto era inabarcable, este asunto le mantuvo ocupado durante largo tiempo. No tenía otra ilusión —si es que esto puede denominarse así— que entregarse a la lectura, y ello con extraordinaria e increíble fidelidad. Se estuvo tratando durante tres años, pero algunas veces se sentía obligado a cambiar él mismo el tratamiento, convencido como estaba de que poco a poco iba consiguiendo un mejor conocimiento de su enfermedad y podía automedicarse. Al final, sin embargo, se puso tan grave que por un momento sintió padecer al mismo tiempo todas las enfermedades.
Podríamos señalar algunas: la respiración entrecortada, por ejemplo. Siguiendo la prescripción de un libro, un día de verano salió a caminar al jardín. Mientras caminaba, empezó a cansarse y a acalorarse; le latían fuertemente las sienes, a veces la derecha y a veces la izquierda. Desde ese día, cuando no le zumbaba la cabeza —como si le revolotearan mosquitos alrededor— sentía una fuerte presión en el pecho o le dolía el brazo. Tenía frecuentes escalofríos y le temblaban las piernas —síntomas propios de las enfermedades nerviosas—, así como mareos repentinos, lo que indicaba una dilatación de los vasos sanguíneos y otras tantas cosas más. Ya no podía sentir verdadera hambre, o no al menos como la sentía en su niñez, sino que experimentaba a todas horas un irreprimible y falso deseo de comer.
Tal era más o menos la situación en que se encontraba el señor Tiburius. Algunos sentían compasión de él y hasta hubo alguna abuelita que llegó a decir que no duraría mucho tiempo. Pero él siguió padeciendo esta situación enfermiza y, finalmente, no se habló más de él: por supuesto que no llegó a morirse, así que las cosas terminaron por aceptarse tal como eran. Él era así. Se hablaba de él como de alguien muy especial que tenía siempre algo extraño, como si tuviese bocio, el cuello torcido o unos horribles ojos bizcos. Cuando alguien pasaba frente a su casa de campo y veía las ventanas cerradas herméticamente, miraba hacia arriba y se preguntaba cómo podía aquel hombre gozar de sus bienes —los que tuviese— siendo como era una persona tan perturbada.
El aburrimiento y la soledad habían extendido sus amplias banderas sobre las posesiones del señor Tiburius, mientras que en su jardín crecían las mismas hierbas curativas que él había ordenado plantar mucho tiempo atrás. Y hasta un viejo bromista llegó a asegurar que las gallinas que había en el interior de su granja cacareaban con mayor tristeza que nunca.
Hasta aquí hemos narrado las tribulaciones del señor Tiburius. Ahora vamos a pasar a otros acontecimientos más gratos, en los que comprobaremos cómo consiguió salir de ese abismo en que se hallaba. Narraremos todo lo que sucedió después y que ya hemos apuntado, y con tanto énfasis, al comienzo de nuestra historia.
Había un hombre en la región del que la gente decía que estaba igualmente loco. De este hombre surgió de repente el rumor de que trataba clínicamente al señor Tiburius. Aquel hombre era, en cualquier caso, un doctor en medicina; pero pese a que muchos habían visto su certificado de médico, la verdad es que no curaba nada. El caso es que este médico llegó un día a estos parajes. Poseía este doctor una pobre casa labriega, cuyo propietario anterior había caído en la ruina. La compró junto con el jardín, los campos y las praderas de alrededor, y la rehízo, construyéndose una vivienda modesta. Se dedicaba al cultivo de la tierra y de la fruta. Si alguien que tuviese algún mal acudía a él, aquel hombre no le recetaba ningún medicamento sino que le despedía, no sin antes recomendarle trabajar mucho, una mejor alimentación que la que había tenido hasta entonces y abrir siempre de par en par las ventanas de su casa. Dado que la gente veía que este hombre ejercía la profesión de médico con una simpleza necia, y dado que en vez de remedios recetaba únicamente consejos naturales, nadie acudió ya más a él y le dejaron estar. Detrás de su casa había un campo repleto de árboles delgados como cañas, que él cuidaba mucho. En una construcción acristalada había también plantas con verdes y relucientes hojas, pero nadie las había visto nunca.
Así como un loco atrae a otro, según dice la gente, don Tiburius fue el único hombre que depositó su confianza en este doctor. Y fue en él en quien buscó remedio. En realidad esto no fue del todo así, sino de la manera que paso a explicar: dado que Tiburius se interesaba por todo lo que concernía a la medicación y la ciencia médica, su gente juzgó que le harían un favor si le daban noticia del nuevo doctor que había comprado la casa en el cruce de caminos y que allí se dedicaba a labrar. El mayordomo del señor Tiburius habló de ello un par de veces, pero su amo no le prestó especial atención. Pero como los designios del cielo son a veces inescrutables —para que se cumpla así el destino de un hombre—, así sucedió también en este caso. Aconteció que el señor Tiburius fue a consultar un día un pasaje de una antigua e ilustre enciclopedia, llamada el Haller [1] y vio que contenía una contradicción manifiesta. Por una parte, según el texto citado, a Tiburius le pareció claro que él era un verdadero experto en medicina; para otras personas, sin embargo, y siguiendo ese mismo texto, la cosa no estaba tan clara y, ciertamente, resultaba discutible que Tiburius lo fuese.
En medio de estas dudas, que atribulaban a don Tiburius, este recordó repentina y nuevamente al doctor recién llegado, y ello pese a que su criado no le había vuelto a hablar de él desde hacía ya bastante tiempo. En honor a la verdad, es preciso reconocer que el señor Tiburius pensó en aquel hombre precisamente porque las gentes le consideraban un loco. Y si este hombre le resultaba digno de especial atención fue porque don Tiburius tenía una visión muy particular de lo que era la locura.
Y es que, cuando personas como el señor Tiburius tienen determinadas ideas, no hay quien les saque de ellas. Esta viva curiosidad debió de permanecer en la mente del señor Tiburius durante unos días hasta que, de repente, un buen día decidió enganchar los caballos a su carruaje —olvidado desde hacía ya mucho tiempo— y visitar al doctor en su casa de un paraje llamado Querleithen. Debido a su grave enfermedad, sus vecinos se admiraron de que pudiese salir al aire libre y soportar el traqueteo del carruaje; al fin y al cabo, él era suficientemente rico como para hacer venir a ese doctor a su casa. Y a diez más, si hubiera sido preciso.
El señor Tiburius se sentó en su carruaje, que lo condujo hacia el Querleithen, donde residía el doctor. Lo encontró trabajando duramente en el jardín, en mangas de camisa y con un ancho sombrero de paja en la cabeza. El doctor no era ni mucho menos un hombre alto; iba vestido con una ruda, desteñida y vaporosa tela de lino. Cuando vio entrar el carruaje en su jardín, dejó por un momento de trabajar y lo contempló con sus oscuros y ardientes ojos. Don Tiburius, que iba vestido con un grueso traje —para así protegerse del aire frío—, bajó del carruaje y se dirigió al hombre que le aguardaba. Cuando ya estaba cerca de él, en la vereda del jardín, le comunicó que era su vecino, que se llamaba Theodor Kneight y que se interesaba mucho por las ciencias, especialmente por la medicina. A continuación le contó que unas semanas atrás había encontrado, en uno de los tomos del Haller, un pasaje cuyo alcance, pese a sus esfuerzos, no había podido comprender del todo. Y es por eso que había acudido a un hombre como él, que tenía fama de ser experto en estos asuntos. Por ello, le solicitaba que le concediese algunos minutos de su tiempo. Tal vez pudiera darle una explicación convincente sobre aquel asunto.
Ante esta petición, el bajito doctor respondió que él no leía en modo alguno publicaciones antiguas como el Haller, que ya no ejercía la medicina en absoluto y, en fin, que solo era capaz de dar algún remedio seguro en contadas ocasiones. También le advirtió que solo se atrevía a dar a sus pacientes remedios meramente naturales, de forma que fuera el paciente mismo quien se prescribiera y llevase una vida lo más útil y sana posible para su cuerpo. Precisamente por esta razón —dijo también—, él mismo había abandonado la capital y se había retirado al campo. Aquí, lejos, podía llevar una vida mucho más sana y alcanzar una edad mucho más avanzada, dentro naturalmente de las posibilidades que su constitución corporal le permitiesen. En todo caso —continuó—, si su señor vecino tenía a mano el Haller, consultaría el pasaje en cuestión e intentaría deducir del mismo lo que le fuera posible.
Tras esta conversación, don Tiburius se dirigió a su carruaje, sacó el Haller de un bolsillo y regresó con el mismo junto al pequeño doctor. Este condujo a su vecino a un invernadero, y allí permanecieron ambos un buen rato. Cuando salieron del recinto, el señor Tiburius se sentía muy satisfecho de que aquel extraño doctor dijera y pensara de aquel pasaje del Haller lo mismo que él. Tras cerrar este asunto, el doctor dijo a don Tiburius que él tenía una muy bella y joven esposa y que, según una costumbre generalizada entre vecinos, al menos durante su primera visita, lo obligado era que le presentara a la señora de la casa. También le comentó que no sabía si a su esposa le molestaría ahora recibirle, puesto que, entre sus principios fundamentales, estaba el de que tanto él como su esposa debían sentirse completamente libres en las cuestiones relativas al matrimonio. Por eso mismo, tendría que consultarle primero a ella para que, cuando volviese a su casa, él supiera si podía presentarle o no a su mujer.
A todo esto Tiburius respondió que, por lo que a él se refería, la razón de su visita era el Haller y que, como este asunto ya estaba resuelto, todo estaba bien así. Sin hacer caso de este comentario, el doctor le mostró brevemente sus posesiones: el invernadero de las camelias y dónde cultivaba sus rododendros, sus azaleas, sus verbenas, sus brezos y demás plantas, así como dónde mezclaba y quemaba la tierra. En lo que se refiere a los frutos y otras cuestiones, no había mucho que ver.
A continuación subió Tiburius a su carruaje y partió.
El doctor tenía un artilugio de madera, cuyos badajos tableteaban fuertemente. Haciéndolo sonar, llamaba a las personas que estaban a su servicio —dispersas en diferentes ocupaciones—, para comer, trabajar o para informarlas de cualquier asunto. Cuando el señor Tiburius comenzaba a descender la cuesta del Querleithen, escuchó el sonido de aquel artilugio. Sabía ya lo que significaba: aquel extravagante doctor había puesto al personal de servicio nuevamente a su disposición.
Pasado algún tiempo, don Tiburius acudió a visitar de nuevo a este hombrecillo y, posteriormente, lo hizo cada vez más a menudo, bien fuera porque se había convertido en una reiterada costumbre —que no deseaba abandonar—, bien porque quisiera aprender algo del facultativo.
Algunas veces se veía a estos dos hombres —que la gente tomaba por «locos»— juntos en el jardín: uno con un sombrero de paja y una ruda vestimenta de lino, por cuyas aberturas penetraba el viento, que acariciaba su cuerpo; el otro con una gorra de fieltro que le cubría hasta las orejas, y con una larga bata —atada por encima del traje— que le llegaba casi hasta el suelo y que dejaba ver, bajo la barbilla, una bufanda bien anudada, para que así su cuello estuviera calentito. Calzaba grandes y largas botas, bajo las cuales se cubría los pies con calcetines de doble espesor, de modo que no se enfriaran.
Durante aquellas visitas, el doctor nunca le dijo nada sobre lo de presentarle a su esposa. Pero tampoco el señor Tiburius se lo demandó jamás.
Puesto que el señor Tiburius no visitaba a nadie salvo al doctor, y dado que no salía de su cuarto más que para dirigirse a su casa, la gente comenzó a pensar —como es natural— que aquel doctor tan chiflado estaba tratando médicamente a Tiburius. De igual modo, la gente pensaba que ambos habrían ideado remedios extraordinarios y secretos, puesto que siempre andaban juntos muy cerca el uno del otro, como si fueran haciéndose misteriosas confidencias.
A veces la sagacidad del pueblo extrae alguna esencia de verdad de los exagerados e infundados rumores que le llegan, y así sucedió también en este caso. Sí, la idea de que Tiburius encontraría una mujer en el balneario terminó teniendo efecto. Y, como consecuencia, don Tiburius cambió radicalmente de vida del mismo modo que la oruga —tras vivir colgada y tendida en una hoja—, se levanta de repente un día y muda de piel, repleta hasta entonces de negras y repugnantes espinas. Y es que en las antenas y el tubérculo de su cuerpecito se hallan ya atrapadas las coloreadas, relucientes y brillantes alas futuras.
Un día don Tiburius preguntó repentinamente al doctor algo que, seguramente, le rondaba en la cabeza desde hacía tiempo:
—Mi muy distinguido doctor, ¿podría usted revelarme ahora algo que usted mismo afirmó, hace ya cinco largas semanas, que me diría? Dado que declaró que solo podía dar remedios con seguridad y autenticidad en contadas ocasiones, ¿no sería por casualidad mi propio caso una de esas contadas ocasiones?
—Desde luego, mi distinguido señor Tiburius —respondió el doctor.
—Así pues, por el amor de Dios, se lo suplico: hable usted —dijo don Tiburius.
—Usted debe casarse, pero antes debe usted acudir a un balneario en donde seguramente encontrará la esposa que necesita.
Esto era demasiado para don Tiburius.
Apretó los labios y preguntó con incrédula y burlona sonrisa:
—¿Y a qué balneario se supone que debo acudir?
—Esto es, en su caso, claramente indiferente —replicó el doctor—. Cualquier balneario de montaña puede ser perfecto. Acaso en nuestras tierras septentrionales, adonde va ahora tanta gente. Tíos, tías, padres, madres, abuelas, abuelos…: todos acuden allí con muchachas muy jóvenes, y de seguro que habrá allí alguna que le agrade a usted.
—Bueno, si usted me ofrece con tanta seguridad este remedio, ¿cuál es entonces exactamente mi caso?
—Esto no se lo puedo decir —respondió el doctor—, porque si usted lo supiera ya no le ayudaría ningún remedio. O bien no aceptaría ninguno. O no necesitaría remedio alguno porque se curaría enseguida.
Don Tiburius no siguió preguntando ni dijo una sola palabra más, sino que se limitó a dirigirse lentamente a su carruaje y partió de allí.
«El chiflado del doctor tiene razón», se dijo para sus adentros cuando subía al carruaje. «No en lo de que debo casarme, (eso es una necedad), pero sí en lo de ir a un balneario. ¡Un balneario! Esto es lo único en lo que todavía no había caído; me parece incomprensible no haber pensado en ello hasta ahora. Voy a consultar inmediatamente todos los libros que hablen de balnearios para poder elegir cuál de todos ellos, en nuestra región, se ajusta más a mis propósitos».
Y durante el camino le dio vueltas a esta idea.
El doctor había excitado notablemente la mente de don Tiburius. Y también en lo de casarse tuvo forzosamente que haber pensado, puesto que aquel día se recortó la barba —que descuidadamente se había dejado crecer—. Se la recortó discretamente, quedándole muy regular y perfecta. Después se colocó frente a un espejo y se miró detenidamente con coquetería. «No, no», se dijo para sí, «esto no tiene ningún sentido y, además, no puede ser».
A pesar de todo, hizo que esa misma noche le trajeran un buen dentífrico de la ciudad. Frente al espejo había observado que, por lo que se refería a la limpieza de sus dientes, los tenía en gran medida bastante abandonados.
Por lo que atañe al balneario, a la mañana siguiente, temprano, comenzó a buscar con toda seriedad los establecimientos más adecuados. Escribió a la ciudad para que le informaran de todos los libros que trataran sobre balnearios, y decidir a cuál de ellos iría. Pensó que ya se ocuparía después de todo lo demás. La sola idea de ir a un balneario le había atrapado de tal modo que suspendió su rutina diaria. Consultó todos los libros posibles, pero no —como cabría pensar— para acudir el próximo verano, sino que decidió que partiría al balneario elegido, como le había recomendado el doctor, lo antes posible. Lo primero que hizo fue mandar que preparasen un carruaje para que estuviese listo para viajar. Su personal de servicio se sorprendió ante semejante orden, pero obraron en consecuencia y obedecieron. Tiburius no había necesitado en su vida un carruaje de viaje, puesto que nunca había salido de sus posesiones, salvo para ir a la ciudad. Por eso la gente que vivía en su casa creía que había terminado finalmente por volverse loco de remate; o que acaso estuviera en vías de curación.
Sacaron al patio el carruaje del lugar donde estaba guardado y lo revisaron a fondo para ver si estaba en perfecto estado. A continuación, lo aprovisionaron con todo lo que un viajero como el señor Tiburius pudiera necesitar para el camino. A este efecto, Tiburius mandó traer todos los libros que trataban sobre el balneario que había elegido, pues decidió llevarlos consigo y leerlos durante el camino. Después escribió él mismo en un pliego lo que tenían que llevar consigo los criados que le acompañaran. Entre todas esas cosas figuraban sus caballos grises y su coche de paseo, que debían ir delante para que pudiera tenerlos enseguida a mano.
Finalmente, dispuso los trajes necesarios, cojines de asiento y otros utensilios. Realizó todo esto con una destreza considerable. Al doctor, a quien había visitado en el transcurso de este tiempo dos veces, no le dijo ni la más mínima palabra; y él mismo parecía haber olvidado completamente la conversación sobre el balneario.