El bar del León Rojo estaba muy iluminado y la cerveza relucía alegremente en jarras de vidrio. Enid, detrás del mostrador, nos observaba con placidez, mientras el sargento Beef y yo intentábamos con ahínco ganarle una partida de dardos a Fellowes.
—Le pueden llamar policías y ladrones —dijo Enid cuando empezamos, haciendo alusión a mis esfuerzos de unos meses atrás por ayudar en la investigación del Misterio Thurston y sin olvidar cómo habíamos desenterrado el desgraciado pasado de los dos hombres que eran ahora nuestros oponentes. Los «ladrones» ganaban, al menos en este contexto, pues el posadero, a quien yo había conocido como chófer, y su cuñado eran, como decía Beef, «brujos jugando a esto».
Williams había sido colgado la semana anterior. Cuando se inició el juicio, la cantidad de pruebas reunidas en su contra era enorme, y sospeché que el fiscal recibió algunas sugerencias de por lo menos dos de los investigadores involucrados en el caso. Se habían burlado con afabilidad del sargento, quien nunca perdió su admiración por ellos. Se asombraba, aún hoy, de su inventiva, y envidiaba sus notables dotes.
Nuestra partida terminaba. Fellowes necesitaba ciento cincuenta y siete para salir. Lleno de envidia le miré arrojar los tres dardos, diecinueve triple, veinte triples, máximo doble: un trabajo brillante. Y cuando trajeron la bien merecida cerveza, volvimos, como siempre, a hablar de la tragedia que nos había reunido por primera vez.
—Fue un asunto ridículo —comentó Fellowes, no, como comprenderá, imputándole nada de comedia al asunto, sino refiriéndose al notable elemento de impresión.
—Sí, ¿verdad? —dijo Enid, masticando patatas fritas—. Casi me caí de espaldas cuando me enteré de que el asesino fue Williams. Aunque nunca me gustó. Demasiado altivo y poderoso. Pero no era para suponer que era capaz de eliminar a alguien, ¿no? Y sin embargo, así fue. Nunca se sabe, como dice la gente.
—Para mí, fue una lástima —dijo Miles—. Ir y cortarle la garganta de esa manera. Nunca le había hecho daño a nadie.
—Ah —dijo Fellowes—, pero cuando la gente se mete en líos de dinero es capaz de hacer cualquier cosa. ¿Cuánto le había sacado? Seis mil, ¿no? Y no tenía nada que mostrarle a cambio. Tenía que hacer algo para que no hablara.
—Me lo imagino, pero ésa no es razón para hacer lo que hizo —observó Enid—. Y después matar al doctor también. Que nadie diga que no se merecía lo que consiguió. ¿Cómo fue que le llamó el abogado aquél? «Oportunista homicida», ¿no? Y sí que aprovechó su oportunidad.
—Por eso era tan difícil atraparlo —me atreví a observar. He aprendido a no dar mi opinión con tanta generosidad, en los últimos tiempos.
—Sí. Y lo que yo digo ahora —dijo Enid— es lo que he dicho siempre: el sargento Beef fue muy inteligente al descubrirlo.
—¡Oigan, oigan! —dijo Fellowes.
El sargento se chupó el bigote.
—Bueno, no sé —dijo—, no es nada. Lo único que hice fue cumplir con las instrucciones de rutina. Examiné las manchas de sangre, y lo demás vino solo. Y así lo descubrí. Le dije a los caballeros que vinieron a investigar, desde el principio, que era un caso demasiado sencillo para ellos.
—Por desgracia, sargento, la policía les ha dicho lo mismo tantas veces que no podían creerle.
—Bueno, pero era cierto. ¿Qué había de complicado? Las manchas de tinta, y después las manchas en la camisa de Williams, y el pedacito de funda que había quemado. Eso era todo, y el resto vino solo. No era un caso para ellos, de ninguna manera. Quiero decir, ellos necesitan algo complicado. Éste era un asunto para la policía, ni siquiera valía la pena llamar a Scotland Yard. Pasan cosas como ésta todos los días. Y lo único que tiene que hacer uno es llevar a cabo las instrucciones, tomar notas, y ya está. Pero cómo me gustaría poder inventar una historia como ellos. Ellos son genios. Bueno, ¿qué tal otra partida de dardos?
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