Monsieur Picon acababa de dejar de hablar, y aún sonreía lleno de satisfacción cuando inesperadamente tomó la palabra monseñor Smith.
—Lo que todos parecen olvidar —dijo—, es que un hombre que puede ser un espía puede también ser una serpiente.
De inmediato recordé todas sus referencias místicas al Rey Bruce, y cosas de gente o hechos que colgaban de hilos, y me pregunté a mí mismo qué recónditas maravillas serían ahora reveladas como lo más común y corriente.
—¿Usted también ha descubierto al asesino? —pregunté, debo reconocerlo, no tomándome muy en serio al pequeño clérigo, sino deseoso de disfrutar de su explicación.
—He descubierto al asesino —respondió— por una soga, una frase, y por la manera de matar moscas de un hombre. Es muy sencillo, pero tiene el terror y el poder y la inmensidad de todas las cosas sencillas.
Hizo una pequeña pausa, como pensando si nos lo diría o no.
—Había una mujer asesinada en una habitación cerrada —continuó—, de la cual sólo se podía escapar por la ventana, y la única manera de salir por la ventana era mediante una soga. Entonces en lugar de empezar a hablar supersticiosamente de sucesos sobrenaturales, era necesario descubrir cómo había sido usada la soga. No la pudieron usar ni para subir ni para bajar, así que llegamos a la explicación de lord Simon, que una soga puede balancearse, y un hombre puede balancearse con ella. Pero lo que yo creo que lord Simon no vio es que cuando una soga puede ir de izquierda a derecha, otra puede ir de derecha a izquierda.
»Había dos ventanas en la habitación de la señora Thurston, una que se abría, y otra construida sin marco ni bisagras, que no abría. Y las dos tenían alféizares de piedra de al menos treinta centímetros de ancho. Y todos fijaron la atención en la ventana que abría. ¿Pero qué pasa con la que no abría? Pudo haber permitido el paso de cosas hermosas, aire fresco, rayos de luna, el aroma de las flores, y la verdad. Pues la verdad de este asunto estaba detrás de la ventana que no abría, esperando a que la dejaran pasar.
»Para escapar de una habitación un hombre tenía que balancearse en una soga. Pero no lo hizo hacia la derecha, donde estaba el cuarto de Strickland, sino a la izquierda, hacia la ventana que no abría, pues la soga de la que se colgó no bajaba de la habitación de Fellowes, sino del desván, Y allí permaneció, en ese saliente, agarrado a la piedra, mientras ustedes registraban la habitación. No podía verlos con claridad, pues la ventana es de vidrio de color, pero pudo ver cuándo se fueron. Y luego volvió. Pues había otra soga colgada desde la ventana de la cámara de las manzanas, con la cual pudo volver a la ventana que abría. Fue sencillo descubrir esto. Sólo había que recordar que ningún péndulo va en un solo sentido, que una acción tiene su reacción, que el negro es, en realidad, opuesto al blanco.
»¿Pero quién lo hizo? El que subió las sogas tuvo un cómplice que las colgó. ¿O sería mejor decir que el que colgó las sogas tenía un cómplice que se subió a ellas? De todas formas, hubo dos personas.
»Y mientras almorzábamos el viernes apareció una araña sobre la mesa. El mayordomo entró en el comedor y la tomó con cuidado. Yo lo observé, y pensé que el hombre que rehuyera matar a un insecto probablemente dudara antes de matar a un patrón. Pero de pronto vi algo espantoso. El mayordomo no había rehusado matar a la araña porque amara a las arañas, sino porque odiaba a las moscas. Tomó al animal y lo depositó con mucho cuidado sobre el alféizar de la ventana donde había varias moscas somnolientas. Y se apartó a disgusto, como si quisiera escapar a ver los resultados. Fue espantoso, pero, como muchas cosas espantosas, mostró la verdad. El hombre que había impulsado a una araña a matar a una mosca había impulsado a un hombre a matar a una mujer.
»¿Pero a qué hombre? Tuvo que haber sido un hombre débil, un hombre culpable al que habían obligado por chantaje, o un demonio a quien bastó sugerírselo. No pudo haber sido ninguno de los que llegaron a la puerta ni los que estuvieron presentes en la búsqueda. Y esa tarde salí hacia la iglesia del pueblo. Al principio creí que debería buscar en otro lugar, pues Rider no era ni débil, ni culpable ni malo. Pero cuando me mostró una linda pila en el presbiterio de su iglesia y se refirió a ella como un “lavabo”, vi la terrible verdad. Él no era un demonio, sino que estaba poseído por demonios, estaba loco. Y este loco fue el instrumento elegido por el verdadero asesino.
»Pero se había encontrado una sola soga. Si había sucedido como yo creía debía haber dos. Esperé, al meter la mano en el depósito, que no hubiera más que agua. El crimen parecía así demasiado maligno. Pero no, allí estaba. Se habían usado dos sogas.
»Este mayordomo era un hombre muy malvado y muy inteligente. Había sido mayordomo durante veinte años o más y, como dijo, tenía excelentes referencias. Pero imagínense qué había alimentado esas referencias, qué sinnúmero de serviles humillaciones, cuántas sonrisas amables, cuánto disimulo de emociones personales. Era un hombre propenso al odio y a los celos, forzado durante dos décadas a demostrar complacencia y satisfacción.
»Al final es empleado por una mujer que piensa que puede engañar a sus sirvientes para que le sean leales. Pero la lealtad se compra con pruebas, no con trampas. Por más que un hombre diga que una noche de junio es la víspera de Año Nuevo, no vamos a cantar Auld Lang Syne. Por más que un hombre se ponga una corona en la cabeza, nosotros no vamos a cantar Dios salve al Rey. Por más que una mujer haga un testamento, no vamos a cantar Porque es una muchacha excelente. Y cuando la señora Thurston firmó ese testamento no se aseguró ningún servicio, excepto el servicio fúnebre. Fue su condena de muerte.
»Pues el hombre malvado e inteligente del que hablamos era demasiado malvado y no tan inteligente para triunfar. Era lo bastante malvado para ver que si lograba que asesinaran a la señora Thurston heredaría el dinero, pero no lo bastante inteligente para saber que no había dinero para heredar. Fue lo bastante malvado para planear el asesinato, pero no lo bastante inteligente para averiguar que ella sólo tenía un interés vitalicio sobre el dinero del primer esposo. De modo que la trampa funcionó por partida doble, con el asesino y sobre la mujer asesinada.
»Vio la manera de escapar al servicio, de lograr aquello a lo que con mayor ardor había aspirado toda su vida: la independencia. Si podía eliminar a esta mujer no sólo dejaría la casa, de donde ya lo había despedido el esposo, sin peligro de que descubriera el chantaje, sino que también heredaría su parte del dinero. Sería bastante rico por el resto de su vida, pues podemos suponer que había ahorrado cierta suma.
»¿Pero cómo? Ni siquiera tenía el coraje necesario para asesinar a esta mujer. Pero lo que le faltaba de coraje lo tenía de astucia. Buscó a alguien que lo hiciera por él. Y quizás le haya llevado tiempo encontrar a este agente en el lugar más insólito: la parroquia. Algo parecido a una sonrisa sardónica debió de dibujársele en los labios cuando pensó en eso por primera vez. Pues, ¿quién buscaría violencia en la parroquia? ¿Quién esperaría encontrar un asesino en la casa de un pastor?
»Stall era bajo en el coro, y comenzó a serle útil al párroco. Al principio, mientras el débil cerebro de éste último tuvo todavía salud suficiente para imitar normalidad, eso le satisfizo. Pero poco a poco comenzó a ejercer más y más influencia sobre el desdichado, hasta que le bastaba sugerirle algo al pobre cerebro lunático del otro para persuadirlo de tomar cualquier curso de acción que eligiera, siempre y cuando, por supuesto, el párroco se convenciera de que era su deber. En los albores de esta siniestra relación Stall debió aprender que éste era el camino de acceso más fácil: debía convencer al párroco de que tal y tal cosa era su deber, y eso se hacía. Cuando lo pienso veo a las estrellas revolviéndose de asco. Era un extraño criminal, y agradezco a Dios que no haya muchos como él.
»Luego, aproximándose a su objetivo final, Stall comenzó a sugerirle a Rider que había algo maligno en la relación entre la señora Thurston y el joven Fellowes. El párroco, con su manía por lo que llamaba pureza pero que yo llamaría puritanismo, necesitó muy poca instigación en este punto. Su desorden mental tomó la forma de un odio anormal hasta por el más feliz e inocente de los amores, y cuando Stall comenzó a llenarlo con sugerencias de este escándalo, rápida y locamente se puso alerta, y vio sin duda muchas cosas que no existían.
»Luego poco a poco el mayordomo comenzó a sugerir la espantosa idea de que era el deber de Rider asesinar a la mujer representada como culpable. Había encontrado un arma que hasta el momento había sido la prerrogativa de los instigadores políticos: un loco al cual convencer de cometer un acto de violencia en aras de una virtud imaginaria, un hombre capaz de emprender un crimen como si fuera una cruzada. Fue aquí, quizás, donde utilizó esa absurda historia del ángel vengador matando al anciano en la torre. Lo guio con esa leyenda, abanicó su ira con una fábula, lo engatusó con una mentira. Hasta que al final Rider estuvo listo.
»Me llamó la atención al principio que se hubiera molestado en sacarle esa última suma de doscientas libras a la señora Thurston en ese momento. Pero subestimé el don de astucia de Stall. Tenía un horrible defecto: amaba triunfar sobre su prójimo. Disponiendo el asesinato de la señora Thurston, sintió que triunfaría sobre la larga serie de sus patrones. Asegurándose estas doscientas libras, que debían ser divididas con el resto de los bienes, triunfaría sobre sus compañeros. Cómo pagaría estos triunfos, no nos corresponde a nosotros decirlo.
»Cuando por fin el desgraciado párroco llegó la noche del viernes sabía lo que debía hacer, y había sido instruido en el método a seguir. No es extraño que interrogara al señor Townsend antes de la cena, como buscando confirmación de los hechos que influyeron en su mente enferma. Y es posible que incluso entonces pudiera haber escapado al dominio de Stall, y haberse ido a casa aún inocente, de no haber sido por esa desafortunada conversación con la señora Thurston antes de irse. Pero ella le dijo con toda ingenuidad que le tenía cariño al joven chófer, como sucedía, inofensivamente, en la realidad. Él salió de la habitación con su loca conciencia tranquila, decidido a emprender la terrible tarea que él creía su deber.
»Stall, mientras tanto, lo tenía todo a punto. Tenía la soga colgada de la ventana del desván y apretada con la ventana que abría en la habitación de la señora Thurston, por la que debía escapar, y la soga colgada de la ventana de la cámara de las manzanas enganchada en la ventana que no abría en la habitación de la señora Thurston, por la que debía volver. De haber podido verlas, uno habría visto una gran «X» sobre la casa, marcándola para la fatalidad, siniestra parodia de la marca a lápiz con que se señala “nuestra ventana” en las postales enviadas desde la playa.
»Pero por desgracia nadie las vio. Era una noche oscura, y todos ustedes estaban dentro. Entonces cuando Rider subió a esperar a su víctima en el cuarto de Mary Thurston, nadie sospechaba que no estaba camino de casa, excepto Stall, que lo había acompañado.
»Ella subió a su cuarto. En la puerta dudó, se sobresaltó y con razón, al encontrar a Rider esperándola en el dormitorio parcialmente oscurecido por Stall con la esperanza de que el asesinato pudiera cometerse antes de que la víctima comprendiera las intenciones del asesino y diera la voz de alarma.
»Nunca sabremos qué loca súplica hizo el pobre hombre en esos diez minutos, ni cuáles fueron las respuestas de la desdichada señora. Pero por fin se cometió el crimen, y de allí en adelante el párroco siguió las instrucciones de Stall al milímetro. Tomó la soga, abrió la ventana y voló, como una gigantesca araña en su tela, hasta la ventana que no abría. Allí se quedó, aferrado a la mampostería mientras Stall recogía la primera soga y bajaba a la puerta para probar su inocencia.
»Ustedes llegaron, echaron la puerta abajo, registraron, salieron del cuarto, y Stall, con el pretexto de ir a buscar coñac para la chica histérica, fue a sacar la segunda soga, mediante la cual Rider había vuelto a la ventana abierta. Más tarde dijo que había ido a la puerta del frente a abrirla para Rider. Al principio pensé que, si ese timbre hubiera sonado, habría sido un repique de alegría, pues habría probado la inocencia del otro desdichado. Pero luego averigüé que todos los botones de timbres de la casa, incluyendo el de la puerta del frente y el de la habitación de la señora Thurston, oprimían el mismo timbre, de modo que de haber sonado pudo haber sido un anuncio para Stall de que Rider estaba en el dormitorio, tanto como de que estaba en la puerta. Como dije en ese momento, pudo haber demostrado que había alguien en la puerta del frente, o que alguien no estaba allí.
»Ya conocen el resto. Subieron y encontraron al asesino quien, según prefiero creer, no fue sino el arma del asesino, en la habitación junto a la muerta.
—¿Entonces usted piensa —pregunté sin aliento— que le cortó la garganta porque lo creyó su deber?
—Pienso —dijo monseñor Smith pestañeando— que le cortó la garganta porque creyó que era una influencia maligna.