—Primero llega Monsieur Strickland quien, como nos ha demostrado lord Plimsoll con tanto afán, era el hijastro de la señora Thurston. Es lo que ustedes llamarían en su expresivo modismo, un «pelagatos». Le ha escrito a su madrastra avisándole que necesitará algo de dinero, pero con urgencia. Y ella, que es buena y generosa, ha sacado del banco otras doscientas libras para dárselas. Pero hélas!, ¿qué dice el gerente del banco? No puede sacar más, madame, Ella toma las doscientas libras y vuelve a casa.
»Luego llega él. “Está bien”, le dice ella quizás, «puedo darte el dinero». Y él, aliviado, olvida sus problemas. Pero sshh, ella habló demasiado alto. El mayordomo descubre que tiene esa suma. Ya ha chantajeado a madame Thurston con la carta que le escribió a Fellowes, y ahora decide obtener también ese dinero. Durante la tarde la ve y ella tiene que darle las doscientas libras. Es una lástima.
»Luego, después de esa inteligente conversación sobre literatura criminal, van a vestirse para la cena. Madame Thurston manda llamar a Fellowes y le dice que ponga una trampa para las ratas. Esto le conviene a Fellowes. No es necesario, pero le viene bien. Y monsieur Townsend ve a monsieur Strickland saliendo de la habitación de madame Thurston. Ella le ha dado el collar para ayudarlo. Es muy buena, esta madame Thurston.
»Durante la cena, el chófer, como ha explicado lord Simon, va a buscar las sogas. Lord Simon me ha hecho el favor de percibir cómo las introdujo en la casa sin ser observado. Yo me lo preguntaba. Pero es simple. Usó la puerta del frente. Va a la chambre de pommes. Cuelga la soga. Va a la habitación de madame Thurston y quita la bombilla. ¿Por qué? Ella no debe prever el peligro. La penumbra le ayudará. Abajo todo está listo. Baja, y ¡snip!, corta el cable del teléfono. ¿Por qué? El médico no debe acudir demasiado pronto, o se descubrirá que fue asesinada antes de los gritos.
»Va a la cocina. Termina la cena. En seguida los invitados comienzan a irse a la cama, o a sus casas. La puerta de la cocina está abierta. ¿Por qué? Porque uno debe saber cuándo se irá a acostar madame Thurston. Se acercan las once. ¡Ah! ¡Por fin! Madame ha salido de la sala. Enid se pone de pie de inmediato y sigue a la señora a su cuarto. Explica que no ha podido conseguir otra bombilla. Lo lamenta. ¿La necesita madame? Mais non, madame espera en secreto al chófer y no necesita a nadie. Enid dice buenas noches, con una sonrisa. También es una despedida.
»El chófer vuelve a subir. Lleva la trampa para ratas. Entra en la habitación de madame. Ella lo espera. Todo está bien. Hay muy poca luz. Él se queda con ella un ratito. ¿Por qué? Ah, ése no es asunto de un detective, la demora. El sacerdote es quien debe comprenderla. Quizás el crimen resulta demasiado espantoso. Quizás él desea que ella se encuentre en desventaja. ¿Quién podría decirlo? Pero al fin no puede demorarlo más. Ha traído el arma. Ataca. Voilà. Está hecho. En silencio. No tuvo tiempo de gritar. Está muerta.
»Y ahora está nervioso. Va rápido hacia la ventana. La abre. Se sube a la soga. Y puede trepar. Parbleu! ¿Pero puede trepar, este hombre que fue marino en un tiempo? Baja la ventana y sube muy rápido, hasta la ventana de la cámara de las manzanas. Entra. Comienza a recoger la soga.
»Hasta ahora, todo ha ido à merveille. Pero ahora ocurre un pequeño desastre para el asesino. Abajo hay una conversación entre el doctor Thurston, monsieur Williams y monsieur Townsend. Se oye la radio. ¿Qué hace monsieur Townsend? Se pone de pie. Va a buscar algo a su maleta. Va hasta la puerta y la abre. Pero no. Monsieur Williams le habla. Le interesa. Olvida lo que iba a buscar y vuelve con los otros messieurs.
»¿Pero cuál es el efecto? ¡La pobre Enid! Ha estado esperando diez minutos a que su novio baje de la cámara de las manzanas para hacer su parte. Pero él no baja. Y ahora oye más alto el volumen de la radio cuando se abre la puerta. Viene alguien, piensa. Alguien la encontrará. Alguien la descubre. Colgarán a su novio. Pero espera, todavía hay tiempo. ¿Ya habrá subido? Rápido, a la puerta. Ah, bien, está allí. Baja. Ella vuelve al cuarto del doctor Thurston y grita. Le ha salvado la vida, piensa. ¡Pero ella no pudo saber que Amer Picon, el gran Amer Picon, investigaría!
»El chófer se desconcierta. ¿Por qué ha gritado tan pronto? Presa del pánico va a su propio cuarta Luego, enseguida se da cuenta de que debe aparecer de inmediato, lo antes posible. Se reúne con ustedes en la puerta. Se siente aliviado. La coartada, aunque no tan buena como si hubiera estado con la cocinera, sigue siendo perfecta. Escapará.
»¿Qué más hay que hacer? Se ofrece a los que ahora buscan al criminal. Está sereno y confiado. Va a buscar al médico y al policía. ¿Por qué no? El médico puede examinar el cuerpo, ya hace más de media hora del asesinato. No le será posible decir que murió cuatro o cinco minutos antes del grito. Y al policía, él ya conoce a nuestro buen Boeuf. Está enchanté de que sea él quien investigue. Así que va de buen grado.
»Tampoco le preocupa que las sogas sigan ocultas en el depósito. ¿Por qué iba a preocuparle? Ha visto que todos han tomado los gritos de Enid por los de la mujer asesinada, así que su coartada es perfecta. No hay soga en el mundo que pueda condenarlo, piensa, sin pensar en la intervención de Amer Picon.
»Sin embargo, este joven tan perspicaz cometió un error estúpido. Se encontró con la chica la tarde antes de cometer el crimen. Y luego trató de ocultarlo. Luego cuando quise averiguar cuáles habían sido sus movimientos ese día, cayó en la trampa como un pajarito y fue atrapado como las ratas en la cámara de las manzanas. Imagínense, ha decidido el viernes llevar a cabo el plan que ha ideado. Como sabemos, ya tiene en vista la posada que comprará cuando reciba el dinero. Está decidido. Quiere, por supuesto, hablar con su cómplice. Y hace esto con tanto secreto que nadie los ve irse juntos en el coche. Quizás la chica está escondida en la parte de atrás. Quizás le espera más allá del pueblo. De todos modos, su encuentro se mantiene oculto. Van hasta el lugar de siempre, donde no es probable que los vea alguien. Dejan el coche en el lugar de siempre, donde no despertará sospechas, pues no es extraño que haya coches cerca de un sendero de enamorados. Discuten. La chica, quizás, está impaciente con tanta espera, y con las atenciones de su novio con madame. Debe tranquilizarla. Le habla de su decisión, que el día que esperaban ha llegado. Completan los planes. Vuelven a sonreír. Regresan al coche y a la casa, sin ser vistos.
»Pero, quel dommage! Hago mi preguntita. Quiero asegurarme de que no estuvo en el pueblo, le digo. ¿Puede decirme algo que pruebe que estuvo en otra parte? Y él, pobre tonto, que no conoce a Amer Picon, me habla de la bandera que estaba a media asta. Me deja entonces una sola alternativa. Es una esperanza, un lance, que haya dejado el coche en algún lugar desde donde se ve esa torre. Y voilà! ¡Es cierto! Descubro que fue allí con su cómplice.
»Y luego, peor, los dos niegan haber estado juntos. ¡Qué tontería! Si fueran inocentes, ¿por qué lo negarían? Un rezonguito por haber infringido las costumbres de la casa, ¿qué importancia tendría? Ninguna. Y al negarlo, lo hacen culpable. Ay, sí hasta este joven cometió errores.
»Ésta es entonces, mes amis, la explicación de este misterio. Ustedes, por desgracia, todos los que trataron de resolverlo, buscaron lo imposible. Pensaron, como quiso el asesino que pensaran, en cómo podía alguien escapar de la habitación después de los gritos y antes de que ustedes llegaran. Eso fue una tontería. Debió haber sido evidente enseguida que nadie pudo escapar en ese tiempo. Entonces, o seguía allí, o los gritos no se hicieron en el momento del asesinato. Y puesto que no seguía allí, voilà!, lo segundo era lo verdadero. ¿Ven qué sencillo, qué lógico, ahora que Papa Picon lo explica? Pero no, ustedes no razonan así. Empiezan a pensar en lo sobrenatural, en criaturas con alas. Tendrían que haber sabido que siempre, amigos míos, en casos de asesinatos detrás de una puerta cerrada la explicación no es el medio de huida, sino el momento en que se cometió el crimen. ¡Ah, si todos llegáramos a las conclusiones a las que los asesinos quieren que lleguemos, qué felicidad para los asesinos! ¡Pero por fortuna hay algunos con sentido lógico!
»Este hombre tuvo, como dicen ustedes, toda la suerte del mundo. Todo conspiró para arrojar la culpa sobre los hombros de otras personas, y para confundir a los investigadores. Estaba monsieur Strickland, el hijastro, que se beneficiaría tanto, que había tenido problemas y se había cambiado de nombre, que dormía en el cuarto de al lado. Estaba el mayordomo, ya culpable de chantaje. Estaba el curé, que no estaba muy bien de la cabeza y que llega al lecho de muerte tan pronto. Y estaba monsieur Norris quien también estuvo arriba todo el tiempo. ¡Tantos sospechosos! Tanta confusión. Claro que tiene suerte. Pero no, por fortuna hete aquí que llega Amer Picon, con su sentido lógico. Se le termina la suerte. Él y su cómplice son descubiertos. Voilà! C’est tout!
Recordando el momento en que Picon terminó de hablar, creo que mi primera emoción fue compasión por lord Simon. Debió de haber sido mortificante para él ver cómo le destruían su castillo de naipes, mientras el férreo edificio de monsieur Picon ocupaba su lugar. Había trabajado tanto y tan a conciencia que merecía haber tenido éxito. Pero no. El pequeño extranjero se felicitaba a sí mismo. Ya no quedaban dudas.