27

—Cayó la noche, como se dice vulgarmente —continuó lord Simon con la frivolidad usual en él al hablar de estas atrocidades—, y fue una hermosa noche de viento, de modo que no se oiría lo que sucediera en las ventanas. Ustedes se reunieron en la sala para tomar un cóctel. Y sucedió algo muy extraño. Se tocó el tema de los asesinatos, y del descubrimiento de los asesinos. Extraño, y por un rato le quitó toda esperanza a nuestro amigo. No le gustaba el asunto. Qué idea tan desagradable, ésa de que lo atraparan. Se jactaba de haber ideado un plan perfecto, pero ¿y si no era tan inteligente como él suponía? La conversación estuvo a punto de salvarle la vida a la señora Thurston. Quizás Strickland pensara incluso que alguien le había descubierto y le advertía con delicadeza que no daría resultado.

»De todos modos, dudó tanto de sus ideas que intentó otra vez conseguir el dinero. Si, después de todo, podía convencerla de que lo salvara del aprieto, resolvió para sus adentros (con mucha bondad) no matarla. Y fue al dormitorio de ella antes de la cena y volvió a pedirle. Pero para entonces la desdichada mujer le había dado sus doscientas libras a Stall, quizás durante la tarde, cuando fue a dormir la siesta. Stall, al ser interrogado acerca de cuándo había recibido el dinero, nos dijo una mentira obvia. Dijo que fue el jueves justo después del almuerzo, pero sabemos por el cajero, el de aquel espantoso adorno en la corbata, que la señora Thurston no lo retiró hasta las tres de la tarde. Stall eligió el momento en que sabía que ella estaría en el dormitorio, justo después del almuerzo del jueves. Pero no sabía que ella todavía no había retirado el dinero. Su motivo para mentir fue obvio. Admitiría si lo apretaban que obtuvo el dinero como un obsequio, pero nunca admitiría haber estado en su dormitorio el día del asesinato. ¿Lo admitirían ustedes? Yo no. Cosa fea, los asesinatos. Mejor mantenerse lo más lejos posible.

»Stall era un chantajista de los que intimidan y se burlan de sus víctimas, pues se apoyó con deliberación contra el tocador de una dama y tomó rapé en su presencia para demostrar su independencia. Así que cuando Strickland volvió a pedir dinero fue desilusionado. Lo único que Mary Thurston podía hacer por él era darle, o prestarle, el collar de diamantes, que él podría empeñar por lo suficiente para salir del pozo. El hecho de que se pusiera la joya en el bolsillo prueba, creo, que en ese momento había abandonado la idea del crimen. Bien, vacilar es peligroso, y más tarde se arrepintió de haberlo aceptado.

»Townsend le vio, y él lo sabía, salir del cuarto de la señora Thurston. Pero más tarde, cuando estaba otra vez resuelto, esto no pareció importarle. ¿Por qué, después de todo, no podía haber hablado un momento con su anfitriona? Después de uno o dos tragos podía desecharlo como algo sin importancia. Bajó a cenar y, dejando bien claro que estaba exhausto, se comportó sin ninguna de las excentricidades de quien se está decidiendo a cometer un crimen. Y un rato antes de que la señora Thurston se retirara, se puso de pie, dijo buenas noches, y subió a su dormitorio.

»Fellowes, entretanto, había cumplido con su papel inconscientemente. Con el pretexto de comprobar el motor, por la tarde fue al pueblo a advertir a Miles. Y Miles estableció ingeniosamente su coartada asegurándose la compañía nada menos que del sargento del pueblo como compañero en ese apasionante juego de dardos del que tanto hemos oído hablar, y luego simulando estar tan borracho que varios testigos tuvieron que ayudarlo a llegar a su casa, a un cuarto que compartía con otro testigo. Él estaba perfecto.

»Pero cuando Fellowes, durante la cena, llegó al gimnasio, le asaltó una duda. ¿Sería lo bastante larga una de esas sogas? Debo admitir que yo mismo quedé perplejo al ver las dos sogas, hasta darme cuenta de que este problema había preocupado a Fellowes. Mirándolas colgadas del gimnasio decidió que una sola podía no alcanzar, y se llevó las dos. Había dejado levantado el pasador de la puerta del frente y, mirando por la ventana junto a ésta, vio a Stall entrar en el comedor con una fuente de comida que le llevaría algún tiempo servir, entonces pasó con las sogas por el vestíbulo. Recordará que le pregunté, Townsend, por la ventana del vestíbulo, y Stall dijo que rara vez se corrían las cortinas.

»Llevó las sogas a su cuarto y ató el extremo de una. No sé con exactitud dónde la enganchó. En esos detalles él y Strickland parecen haber sido muy duchos. Y cuando la dejó caer vio que alcanzaba, y bajó a la habitación de la señora Thurston. Aquí buscó algo con lo cual alcanzar el extremo de la soga, y encontró un par de viejas sombrillas en el armario. Ató una con la otra, se inclinó por la ventana, y la enganchó. Luego dejó caer el extremo dentro del cuarto, lo apretó con la ventana, y ya estaba listo para Strickland sin tener que hacer una marca que mostrara dónde había sido atada la soga. Sí, en estos detalles ambos demostraron ser muy astutos.

»Entonces vino la cuestión de la bombilla. De pronto pensó, incómodo, que Strickland no le había dado instrucciones acerca de cómo deshacerse de ella. ¿Se la llevaría consigo? ¿O la dejaría en el cuarto? ¿Si la sacaba no indicaría esto que alguien de la casa estaba involucrado? En líneas generales, hizo lo mejor. Razonó que si el ladrón venía de afuera y decidía por alguna razón quitar la bombilla, casi seguro la tiraría por la ventana, y eso es lo que hizo, cuidando de arrojarla bastante lejos de modo que la caída o la explosión no fuera oída desde la planta baja.

»Entonces salió del dormitorio. Se había preparado, pensó, para un robo cobarde. En realidad, había preparado la trampa para un asesinato salvaje. Tuvo cuidado, todo el tiempo, de usar guantes. Strickland se lo debió de sugerir, o él lo aprendió en sus días de ladrón. De todas formas, no dejó huellas, pues en este tipo de detalles, como ya he dicho, estos dos fueron muy astutos.

»Al bajar se encontró, bastante irritado, con que debía esperar casi dos horas para dar el próximo paso, y fue entonces, en un exceso de entusiasmo, supongo, que cortó el teléfono. No creo que esto apareciera en las instrucciones de Strickland, pues Strickland se habría dado cuenta de que cuanto antes llegaran la policía y el médico, mejor. Pero Fellowes, que tenía experiencia pero no tacto, sólo pensó que, en términos generales, siempre era mejor retrasarlos un poco. Así que cortó el cable.

»Todo, por desgracia, funcionó según lo previsto. La señora Thurston les dio las buenas noches a todos y entró en su habitación por última vez. Encontró a Strickland. No encontró al extraño enmascarado que Fellowes creía. Sólo a su hijastro. “¿Qué quieres?”, la oyó preguntar Enid, con un tono de voz algo sorprendido, pero no aterrorizado. Ya había venido antes esa noche a pedir, y se había llevado todo lo que ella podía darle sin correr el riesgo de que su esposo lo notara. ¿Qué más podía querer? Descubrió, también, que la luz central del dormitorio estaba rota. De modo que ese hombre ahí parado en la penumbra era algo alarmante.

»Mientras tanto Fellowes establecía su coartada abajo. El que robara las joyas de la señora Thurston, pensaron él y Strickland, la había esperado cuando ella fue a acostarse. Así que dijo a propósito, a la cocinera: “Caramba, son más de las once”, y al parecer sin apuro, salió de la cocina. Luego ella recordaría que había sido después de que la señora se fuera a la cama, y no antes, que Fellowes había salido. Pero no tenía tiempo para demorarse mucho más.

»Debió de ponerse nervioso durante los siguientes diez minutos mientras esperaba inclinado en la ventana de su cuarto a que apareciera Strickland en la de la señora Thurston, abajo y a la izquierda. Y es grotesco pensar qué causó la demora, y lo que tuvo lugar en el cuarto en penumbras. Y entonces, al oírse los gritos, Fellowes, de no haber sido un tipo frío, hubiera perdido los nervios. Esperó, y casi de inmediato Strickland agarró la soga, cerró la ventana, cruzó hasta su ventana y desapareció. En un momento la soga fue retirada, escondida en el depósito donde, probablemente, ya había escondido la otra que resultaba innecesaria, y Strickland y Fellowes estuvieron frente a la puerta cerrada de la señora Thurston casi al mismo tiempo que ustedes.

»Quizás hasta esa noche no se dieron cuenta del error más serio. Pensaron en todo, huellas, coartadas y testigos, pero se olvidaron de pensar en qué hacían con la soga. Era un error estúpido y elemental, pero ¿ha habido alguna vez un asesino que no cometiera un error estúpido y elemental? Y Fellowes tuvo el remordimiento adicional de encontrarse cómplice de asesinato. Pero, por razones obvias, guardó silencio.

»Quería, sin embargo, dos cosas. Una era deshacerse de las sogas. Esta esperanza fue frustrada la mañana siguiente cuando yo encontré una y monseñor Smith la otra. Su segundo deseo era hablar a solas con Strickland y ajustar cuentas con él. No sabía, ni lo sabe todavía, que fue engañado deliberadamente. No tiene idea de que Strickland espera ganar mucho con la muerte de la señora Thurston. Quizás piense que el disfraz de Strickland falló y que Strickland asesinó a la señora Thurston para ocultar su identidad. Mientras tanto Strickland había tenido buen cuidado en evitar encontrarse a solas con Fellowes. Incluso cuando le pidió usar el coche al doctor Thurston y vio que Fellowes lo conduciría, tuvo la presencia de ánimo de convencer a Alec Norris para que los acompañara. Así que hasta el momento ha logrado escapar a un ajuste de cuentas con su cómplice y sobre este respecto, creo que hay que felicitarlo. Pues aunque Fellowes me parece un tipo bravo, no creo que hubiera aceptado un asesinato así como así de saber lo que hacía, y no creo que perdone fácilmente al tipo que lo mezcló en esto.

»En cuanto a la muchacha, Enid, estoy seguro de que no sabía nada del plan en aquel momento, y no creo que sospeche que su novio esté involucrado. Dijo la verdad cuando la interrogamos, excepto cuando le preguntamos si había estado con Fellowes en el coche esa tarde, y era natural que mintiera. Quizás haya quien tenga razones para creer —dijo, mirando a monseñor Smith— que ella lo sabía todo. Yo me inclino a pensar lo contrario.

»En cuanto a Miles, lo único que sabía es que había un plan para apoderarse de unos “vidrios”…

—Se refiere a las joyas —terció el sargento Beef al verme perplejo ante este término.

—Quizás hasta supiera cómo se haría. Pero no tuvo nada que ver. Y Miles se buscó una coartada de primera, como verán. Invitó al sargento a arrojar la honesta jabalina con él.

»¿Y qué pasa con Stall, dirán ustedes? Qué pasa, digo yo, recordando a Ben Gunn y todo eso. Stall era un chantajista asqueroso, pero lamenta este desgraciado asunto tanto como ustedes, aunque sea por razones diferentes. Al cabo de dos semanas se habría ido. Y Stall sería una alegre golondrina, con el nido bien lleno de plumas. ¿Las golondrinas le ponen plumas a sus nidos? Esperemos que sí, suena bien. Y ahora este inoportuno asesinato ha dejado libres todos los gatos encerrados, y se enfrenta a una condena severa. Bien, bien, los mejores planes de los ratones y de los hombres. ¿No nos estamos volviendo zoológicos, Butterfield?

—Por cierto que la fraseología de su señoría ha tomado un giro biológico —asintió Butterfield con gravedad, desde su lugar cerca de la puerta.

—Luego el párroco. En deferencia a Butterfield no diré que tiene pajaritos en la cabeza. Pero se resume así. Tenía la pureza en el cerebro. Y cuando esa noche la señora Thurston, sin darse cuenta de que él estaba al acecho por este tipo de detalle, le dijo que le tenía mucho afecto al joven Fellowes, el cerebro del individuo empezó a girar como un trompo. No dudo que haya caminado media hora en el huerto. Si no hubiera oído los gritos, habría estado allí toda la noche.

»En cuanto a Norris, no hay razones para dudar de su sencilla historia. Ese ligero ataque de histeria que ha sido tan magnificado por todos ustedes fue muy natural en un individuo como él. Debe de haber sido desconcertante ser interrumpido en la mitad de la escritura de una de sus intensas novelas por algo tan vulgar como un asesinato, y debemos comprenderlo.

»Y aquí está todo, en un hermoso paquete. Espero que monsieur Picon le cuelgue algunos otros moños. Mientras tanto… sí, Butterfield. Otro coñac, por favor.