25

Una vez más Williams, lord Simon, monsieur Picon, monseñor Smith, el sargento Beef y yo nos encontrábamos en la biblioteca. El doctor Thurston se ofreció venir, pero los investigadores estuvieron de acuerdo en que como ahora se revelarían todos los detalles, sería muy doloroso para él. Tampoco era necesaria su presencia. Más tarde se enteraría del arresto.

No exagero cuando digo que mi nerviosismo era terrible, y no me cabe duda de que Williams estaba igual de impaciente. No era sólo que se dilucidaría el misterio, sino que un ser humano sería enviado a una muerte segura, pues con detectives como estos tres para encontrar pruebas, seguro que ningún abogado en el mundo podría exonerarlo. Quizás esto hiciera mórbido nuestro interés, pero naturalmente añadía dramatismo a los acontecimientos. Alguien sería nombrado, arrestado, juzgado y colgado, alguien a quien conocíamos, alguien con el que habíamos hablado en el día de hoy. Me miré la mano y vi que temblaba.

Así como lord Simon fue el primero en interrogar a los testigos, fue ahora el primero en hablar.

—Haré un breve resumen de este desdichado asunto —dijo—, y luego mis colegas pueden ampliar o corregir cualquier detalle. ¿Qué les parece?

Monsieur Picon asintió y monseñor Smith no estuvo en desacuerdo, así que lord Simon empezó a hablar. Había un silencio casi sobrenatural en la habitación mientras él iba narrando lentamente las circunstancias.

—Un caso interesante —dijo—, pero no tan desconcertante como pareció al principio. Sin embargo, nos ha tenido pensando un buen rato, así que podemos ser justos y admitirlo. Aclarar la mayoría de los crímenes es muy sencillo. Pero con éste no ha sido así.

»En primer lugar retrocedamos un poco. ¿Recuerdan el testamento? Desagradable documento cuando uno lo piensa. El primer esposo de la señora Thurston tenía una cuantiosa fortuna. Y entre esa fortuna y el hijo que se sentía con derecho a ella puso una sola barrera: la vida de una mujer. He aquí la base de toda la historia. Bastante convencional en esencia. Motivo: el de siempre, dinero.

»Recordarán que el hijastro estaba en el extranjero cuando se hizo el testamento y pudo haberse enterado de la muerte de su padre o no. Sabemos por Thurston que era el tipo de muchacho que siempre aparece sin un centavo y que se apoya en los laureles y el honor de la familia, así que su regreso a casa pudo ser lo usual. Pero en el ínterin se ha cambiado el nombre. Esas cosas suceden. Media docena de acreedores, una pequeña excentricidad en la manera de redactar un cheque, algo dudoso. Llega entonces el hijastro con su nombre flamante, sus bolsillos vacíos y mucha curiosidad. Sigue siendo convencional, como ven.

»Y de lo primero que se entera es de que su padre ha muerto y su madrastra se ha vuelto a casar. Bien, bien, piensa el hijastro, y se va al abogado del padre para preguntar por el testamento. Desagradable revés. El grueso de la fortuna dejado a la viuda de por vida, y a él la inmunda pensión de siempre. Recuerden que nunca ha visto a la señora Thurston, así que sin saber siquiera qué clase de persona era, empieza a maldecir a las hembras calculadoras que le quitan a uno lo que por nacimiento le corresponde. El joven estaba furioso.

»No sé si alguno de ustedes ha sido beneficiario de reversión, y ha tenido que girar los pulgares mientras alguien vive del dinero que alguna vez será de uno. Me han dicho que es muy desmoralizador. Las personas de naturaleza más virtuosa y moderada se vuelven asesinos en potencia. Pero este hombre no era un asesino nato. Quería dinero. Conseguiría dinero. Pero si al principio pensó en el asesinato lo descartó al pensar en el castigo. La fortuna era mucho mayor de lo que él creía. El abogado le había dado los detalles, y la suma dejada por su padre le hizo salir los ojos de las órbitas. Y sabiendo que había tanto dinero en juego no iba a echarse atrás.

»Así que empezó, puede decirse, a mendigar, lo que podría haber sido inofensivo. Descubrió que la señora Thurston vivía aquí, y tenía coche, entonces llegó hasta un pueblo cercano para hacer posible un encuentro, pero no demasiado cercano. Y desde este pueblo, que se llamaba Sidney Sewell, le escribió a la señora Thurston. La primera carta, se supone, fue amable y agradable. Lamentaba la muerte de su padre. Lamentaba no haber conocido nunca a su madrastra. Lo de siempre, pero no muy conmovedor.

»Sin embargo, estoy convencido de que contenía una frase que preocupó mucho a la señora Thurston: la petición de que no le dijera nada a su esposo. Qué razón dio es difícil ahora de suponer, pero es casi seguro que encontró una buena. Al menos suficiente como para que la señora Thurston no le mencionara nunca a su esposo que el hijastro había reaparecido. Es una lástima. Pudo haber salvado su vida.

»En cambio fue a ver a su hijastro, y, así como sentía simpatía hacia todo el mundo, la sintió hacia él. Ahora me voy a poner un poco psicológico. Entraré en los caracteres de los dos para tener una idea de lo sucedido. Pero estoy seguro de que en ese encuentro la señora Thurston fue ella misma, la mujer que todos ustedes conocieron en primer lugar como anfitriona. Vio que su hijastro encajaría bien en su círculo. Le encantaba recibir. Vio una manera de ubicarlo. Y lo plantó aquí sin decirle al doctor Thurston quién era en realidad ese individuo.

»Hasta dónde él la convenció de esto, quizás nunca lo sepamos. Le venía de perlas. Y desde ese momento empezó a exprimir a la señora Thurston con una facilidad y una avaricia que ahora parecen increíbles. Nunca trató de chantajearla o intimidarla. No era necesario. Hacía el papel del pobre hijo estafado y despojado de lo que le correspondía por la mera existencia de ella. Tuvo el buen sentido de cumplir su papel con gentileza y buen humor. Nunca se quejaba, pero llamaba la atención sobre el hecho de que nunca se quejaba. Le hacía sentir a ella que él no tenía suerte, y que ella debía hacer todo lo que pudiera por él. Y le fue muy bien.

»Hasta ese momento he reconstruido la historia según me parece a mí, y he llenado los blancos con imaginación. Los hechos los he confirmado. El hijastro llegó a Inglaterra poco después del segundo matrimonio de la señora Thurston, y fue al abogado de su padre para preguntar por el testamento. He hablado por teléfono con el abogado. Un anciano encantador, y recuerda la visita con claridad. Más aún, fue a establecerse en Sidney Sewell y la señora Thurston, como sabemos, estuvo en contacto con él allí. Y por fin vino a esta casa, estaba en esta casa en el momento del asesinato y, a menos que Beef lo haya dejado ir, está en la casa en este preciso momento.

Lord Simon hizo una pausa en este punto para volver a cruzar las piernas y beber un sorbo de coñac Napoleón que Butterfield había colocado astutamente en uno de los botellones del doctor Thurston para que así Su Señoría pudiera saborear su bebida preferida sin pasar por mal educado. La pausa me puso tan impaciente y curioso que no pude contenerme.

—¿Y usted sabe quién es, lord Simon?

—Sí. Sé quién es.

—¿Cómo lo descubrió?

—Fue demasiado fácil. Le di instrucciones a Butterfield de que sacara fotografías de todos los hombres aquí que, por edad, pudieran ser el hijastro. Y armado con éstas fui, como saben, a Sidney Sewell. El bar fue una desilusión, pues acaba de cambiar de dueño. Pero la encargada de la estafeta postal no sólo trabaja allí desde hace mucho tiempo, sino que además tiene una excelente memoria. Al instante reconoció en uno de los retratos al joven que había vivido en el pueblo hacía algunos años. No tiene sentido que retenga el nombre. Era David Strickland. Luego lo confirmé. El nombre verdadero de Strickland es Burroughs, y Burroughs, si lo recuerdan, era el nombre del primer esposo de la señora Thurston. Strickland es el hijastro en cuestión.

—Bien, sargento —dije, poniéndome de pie—, lo mejor será que lo arreste ahora mismo.

Pero el sargento Beef no se movió.

—Tendría que saber mucho más antes de arrestar a alguien —dijo—. Es muy probable que Strickland fuera el hijastro de la señora Thurston. No digo que no. Era un caballero muy generoso y siempre pagaba unas rondas cuando venía al pueblo. Pero no veo que por ser el hijastro se convirtiera en un asesino, ¿no?

Lord Simon sonrió.

—Muy bien, sargento —dijo—. Va a oír toda la historia. Pero cada cosa a su tiempo, ¿eh?

Sentí alivio, creo. Aunque no sentía una animosidad personal hacia Strickland, no sentía un afecto especial hacia él y agradecía al menos, que este sospechar continuamente de todos por turnos hubiera acabado, y poder oír el resto de los detalles sin ser perturbado por la duda. Tampoco me sorprendía mucho. El hecho de que la habitación de Strickland quedara junto a la de Mary Thurston siempre me había parecido verdaderamente sospechoso.

—No quedarán dudas de que el asesinato fue premeditado. Fue muy cuidadosamente planeado. Pero creo que era lo que se llama premeditación condicional. Strickland necesitaba dinero, como veremos después. Y si le hubiera dado lo suficiente este fin de semana quizás no hubiera cometido este crimen tan desagradable. Pero tenía los planes hechos antes de venir. Conocía bien la casa, la gente que trabajaba en ella, y a los invitados para el fin de semana. Sabía, también que si la señora Thurston era asesinada, la sospecha recaería sobre él, pues era quien tenía el motivo más fuerte. Como el hijastro que ha cambiado de nombre, y que heredará la fortuna a la muerte de la señora Thurston, no podía evadir la sospecha. Entonces, sabiendo a qué atenerse, tuvo que planear las cosas con mucho cuidado.

»Y, créanme, así lo hizo. No quiero ni pensar cuánto tiempo pasó antes de que el plan madurara en ese cerebro pomposo. Quizás meses. Y no era un mal plan. Tenía sus puntos flojos, claro, pero debemos recordar que era el primer esfuerzo de nuestro amigo en esta dirección. No puede esperarse que fuera perfecto. Y creo que en general su intento de ser desconcertante fue muy bueno para un aficionado. Si hubiera sido un poquito más inteligente me habría engañado, pero claro, de haber sido un poquito más inteligente no habría deseado asesinar a nadie.

»No obstante, aquí lo tenemos, llegando para el fin de semana, con una urgente necesidad de dinero, y decidido a conseguirlo de la señora Thurston, a ser posible mediante persuasión. Y si eso fallaba, tenía preparado un plan completo para asesinarla de una forma que dejaría azorada a media docena de policías de Scotland Yard. Pero no creo que debamos suponer que, si ella le hubiera entregado el dinero, habría salvado la vida. Habría postergado el crimen, no más. Cuando su primer esposo hizo ese testamento, prácticamente firmó la condena de muerte de la señora Thurston. Debe ser una lección para todos los que redactan testamentos parecidos.

»Tengo los datos de la situación financiera de Strickland hasta la semana pasada. No voy a aburrirlos con eso, son cosas tediosas, deudas, etc. Pero pueden creer que estaba desesperado. Tenía que conseguir dinero, y rápido. Y vino aquí a conseguirlo.