Monsieur Picon me dejó en el pueblo, donde él se alojaba, y yo me apresuré solo hacia la casa. Ya oscurecía y en la brisa otoñal, que había aumentado con la noche, los árboles crujían y se balanceaban. Pensaba en lo agradable que sería calentarme las manos en el fuego y tomar té caliente cuando noté algo en el camino delante de mí que parecía demasiado deforme para ser una persona, como si una bolsa de carbón se hubiera animado y avanzara entre los cercos. Al acercarse reconocí a monseñor Smith.
Yo había notado que la gente que no lo conocía bien expresaba a menudo una compasión por completo superflua por el hombrecito, que parecía inseguro e inútil. De modo que decidí no apenarme por él por el hecho de que tanto lord Simon como monsieur Picon le habían ganado, pues parecería un tonto cuando él revelara que hacía mucho que había resuelto el problema.
Además, el doctor Tate, el médico del pueblo, estaba con él, y enseguida me dirigió la palabra.
—Le estaba contando a nuestro amigo —dijo— una curiosa leyenda relacionada con este pueblo. Pensé que le interesaría.
Vi que monseñor Smith sonreía ante esto, pero no contestó.
—Los arqueólogos la llaman la historia del Ángel de la Muerte —continuó el doctor Tate—, pero ignoro cómo se usó ese nombre por primera vez. Parece que la historia misma data de tiempos medievales, cuando la casa que se llama ahora Granja Tipton era la única vivienda aquí, y debía de ser una especie de castillo. Estuvo en ruinas durante siglos y fue reconstruida en tiempos del rey Jorge. Si llega a ir por ahí vera que algunas de las paredes tienen un metro de espesor. ¡Si esas paredes hablaran!
—¿Por qué? —preguntó monseñor Smith con inocencia—. ¿Que sean gruesas quiere decir que son del tipo de paredes que oyen?
El doctor Tate continuó.
—No recuerdo el nombre de la familia —admitió—, pero eran, por supuesto, católicos, y tenían toda la fe en los fantasmas que tienen las personas de su religión.
—¿Fantasmas? —preguntó monseñor Smith.
—Bueno, usted sabe a lo que me refiero.
—Me temo que no —dijo monseñor Smith.
—Pero, caramba, ¿usted cree en los demonios? —dijo desafiante el doctor Tate.
—¿Usted cree en los microbios? —le replicó monseñor Smith.
El doctor Tate decidió abandonar ese terreno tan peligroso.
—De todas maneras, los miembros de esta familia eran supersticiosos. Y el jefe de la familia, sir Giles, era el más supersticioso de todos. Durante años, hasta que murió, dijo ver visiones de la muerte que le esperaba. No era una muerte corriente.
—¿Qué es una muerte corriente? —preguntó monseñor Smith.
—Una muerte por enfermedad… una muerte en la cama.
—Ya veo. ¿Una muerte corriente es una muerte en la cual el fallecido ha sido asistido por un médico, quizás?
—Sí. No. Quiero decir… bueno, no importa qué es una muerte corriente; la que sir Giles imaginaba para sí estaba lejos de serlo. Decía que veía venir al Ángel de la Muerte en persona. Venía por el aire con sus enormes alas negras. Estaba vestido de negro de la cabeza a los pies, y tenía una espada en la mano.
—¿Para qué era la espada? —preguntó monseñor Smith.
—Para atacar con ella.
—Ajá. Pensé que podría usarla para llevar a cabo una operación.
—Sir Giles tuvo esta visión varias veces, siempre la misma. El Ángel de la Muerte venía aleteando por el aire desde una gran distancia, y venía para vengarse del desdichado sir Giles.
—¿Para vengarse? ¿Qué le había hecho sir Giles? —preguntó monseñor Smith.
—Era un hombre de vida muy disipada. Y estas visiones eran en gran medida motivo de arrepentimiento. Parecía creer que el Ángel de la Muerte lo mataría por sus pecados. Atención, que esto no es más que una historia local.
—Lo sé. Espero que tenga un final feliz.
—Al fin, parece, el Ángel de la Muerte atacó. El anciano se había estado portando de una manera atroz, incluso según el criterio de esos días. Decía que varias veces había visto las alas negras abriéndose camino hacia él. Y por fin una noche subió solo a una torre de su castillo y pasaron las horas sin que apareciera. La gente de la casa se preocupó, hasta que uno de sus hijos fue a buscarlo. Encontró al anciano tendido sobre su propia sangre en el suelo, en la habitación más alta: todavía no había muerto, pero expiraba.
—¿Y cuáles fueron sus últimas palabras? —preguntó monseñor Smith, quien parecía disfrutar divertido de la historia.
—El hijo le levantó la cabeza al padre, y el anciano señaló la ventana o lo que fuera que tuvieran en los castillos. «La muerte vino sobre alas», murmuró, y murió.
—¿Y cómo había muerto?
—Ésta es la parte interesante de la historia —dijo el doctor Tate—. Nunca se supo cómo había muerto. Había un centinela al pie de la escalera todo el tiempo que el anciano estuvo en la torre, y se revisó todo el castillo concienzudamente sin éxito. La habitación en la que lo encontraron estaba a nueve metros del suelo, y no encontraron arma alguna. Entonces la gente de la casa, que era, como dije, supersticiosa…
—Ah, todos eran supersticiosos. No nos había dicho eso.
—¿Y qué esperaba que fueran en esas épocas de oscurantismo? Al menos, creyeron que la visión del anciano era cierta y que el Ángel de la Muerte lo había al fin alcanzado.
—Ajá. ¿Entonces nunca descubrieron al asesino?
—No. ¿Qué le parece la historia?
—Creo que como muchas buenas historias es mentira.
—Oh.
—Pero tiene mucha razón al pensar que puede interesarme. ¿Es bien conocida en los alrededores?
—Mucho. Sería difícil que alguien viviera mucho tiempo en la parroquia sin oírla. Creo incluso que el loco de nuestro párroco la usó en uno de sus sermones el otro día. Como una advertencia a los que se portan mal. Pero él es imprevisible. Bueno, yo me quedo aquí. Debo atender a una niña con tos convulsa. Espero que aclaren este misterio, que es bastante más urgente. Vaya asunto tan feo. Yo no brego por la pena de muerte, pero creo que el que mató a Mary Thurston debería ser colgado. Buenas noches a ambos. Buenas noches.
El doctor Tate tomó por una senda estrecha y nosotros completamos nuestro camino solos. Yo pensaba rápido. Algo en la historia había apelado a mi imaginación. La idea de la muerte que viene sobre alas. El misterio de la muerte de Mary Thurston era tan desconcertante que nada parecía demasiado disparatado. Supongamos (claro que yo sabía que era fantástico), pero supongamos que alguien pueda volar así. Aunque no fuera más que desde una ventana en el primer piso hasta un punto en el suelo lo suficientemente alejado de las paredes para no dejar señales del aterrizaje. ¿Era tan imposible, después de todo? Recordé cuando, de niño, experimentaba saltando del techo de un granero con un paraguas abierto en la mano para amortiguar la caída. Los experimentos nunca fueron muy exitosos, pero…
Después de todo, no era tampoco que el asesino tuviera que entrar volando por la ventana, sino sólo salir volando. Es probable que alguna invención, quizás un paracaídas, lo permitiera. O algún tipo de alas. Existían unas cosas llamadas planeadores. ¿Era tan tonto para pensar en esas posibilidades?
Me volví a mi compañero.
—¿No le parece que esta historia del asesinato puede tener algo que ver con nuestro problema?
—Cualquier historia de un asesinato puede tener que ver con nuestro problema.
—Pero ¿no es concebible que aquí hubiera pasado algo parecido?
—Ya es bastante difícil —dijo monseñor Smith— averiguar lo que sucedió en realidad para buscar todas las cosas que pudieron haber sucedido. Un dragón pudo haber entrado por la ventana y haberla matado con su lengua, que es una espada. Un globo recién inventado pudo haber planeado sobre la casa como una nube y bajar al asesino hasta la ventana. Un hombre pudo haber dado un salto milagroso hasta el alféizar de la ventana para luego proyectarse hacia las ramas de un olmo vecino. O yo pude haber estado escondido toda la noche debajo de la cama, y haberme transformado en una rata cuando ustedes se acercaron. Sin embargo, no es de mayor utilidad que el doctor Tate y yo inventemos estas hipótesis delirantes.
—¿Sabe entonces —dije con alivio— qué sucedió en realidad y quién es el culpable?
Esperaba su respuesta conteniendo el aliento cuando de pronto me agarró el brazo y nos detuvimos. Estábamos en un declive, y más adelante había una parte más alta de terreno cuya silueta era tan clara y lisa como la de una cúpula. Se veía un grupo de árboles inclinados por muchos años de viento, que se mantenían lozanos a pesar de ello. Hasta el día de hoy veo la forma y el borde de la colina, pues había un detalle en aquella silueta que la hizo memorable.
Era el tipo de detalle que le gustaba a mi compañero, y a los que estaba acostumbrado. Negras contra el cielo azul del crepúsculo había dos figuras, una alta y una baja. No era sólo la posición contra el cielo lo que las hacía parecer negras, sino que las ropas también eran negras, y el más pequeño tenía algo que ondeaba. Me sobresalté. ¿Qué eran esas cosas flojas que le pegaban a los costados, que se aferraban a un cuerpo para luego elevarse con la brisa? ¿Podían ser…?
Pero enseguida me dije a mí mismo que no fuera tonto. No había nada extraño en la figura de aquel hombre. Las cosas que aleteaban eran las puntas de una capa Inverness, y al darme cuenta de esto, me di cuenta de que era el párroco.
Monseñor Smith pestañeó de esa manera confusa e inocente con que escondía sus descubrimientos más inteligentes. Observó a los dos que bajaban por la colina hacia la casa de los Thurston aferrados al mango del paraguas con las dos manos. Y mientras hacía esto, toda mi confianza en las soluciones de lord Simon y monsieur Picon se evaporaron. Después de todo, ¿adónde me habían llevado? Esta mañana, en compañía de lord Simon, había visto a tres de los sospechosos, y él me había dicho que su teoría estaba completa. Esta tarde, caminando con Picon, había observado otros tres, y él, también, había resuelto el acertijo. Y ahora, en este momento enloquecedor, aquí estaba monseñor Smith, pestañeando ominosamente ante los dos que quedaban. (Pues ya se conocía en la otra figura a Stall). Entonces, después de recorrer ciento cuarenta kilómetros en coche, de caminar otros ocho, y de congelarme de frío mirando las depresiones del terreno, no estaba más cerca de la verdad que la noche anterior.
Casi no necesitaba repetirle la pregunta a monseñor Smith cuando al fin retomamos la marcha.
—¿Entonces sí sabe? —dije en su susurro.
—Sí —dijo—. Sé.