—¿Fellowes mintió entonces? —sugerí mientras seguíamos caminando—. ¿No tenía coartada?
—Espero que no —dijo monsieur Picon— pues, en ese caso, nuestra caminata habría sido en vano.
Me pareció mejor no decir nada después de esto, y continuamos en silencio hasta que monsieur Picon vio a un viejo haciendo una fogata en un patio junto al camino.
—Pardon —dijo—. ¿Podría indicarme dónde queda la iglesia?
El viejo le miró.
—¿La iglesia? Queda a más de un kilómetro y medio de aquí —dijo—. El camino más corto es por el sendero.
—Pero la carretera también va hasta allí, n’est-ce pas?
—Sí, claro, puede ir por la carretera si quiere, pero es el camino más largo.
—Me gustaría ir por la carretera.
—Está bien. Siga derecho hasta llegar a la estación de servicio, y ahí doble a la izquierda. Está a un cuarto de hora de camino. No se puede perder.
—Gracias —dijo monsieur Picon, y echó a andar otra vez. Sus cortas piernas se movían con considerable rapidez y agilidad.
—Doble a la izquierda en la estación de servicio —nos gritó el viejo, como lamentando que la charla hubiera sido tan breve—. No se puede perder —repitió.
Seguí junto a Picon, pero estaba de muy mal humor.
—¿Por qué no podemos ir por el sendero? —pregunté—. Dijo que era más corto.
Picon no respondió, se limitó a mirarme con una sonrisa breve pero cautivadora. De modo que no pude hacer otra cosa que apretar el paso a su lado. Atravesamos el pueblo y ni siquiera tuve tiempo de detenerme a mirar algunas de las casas más antiguas. Habíamos dejado quinientos metros atrás el último edificio cuando una curva cerrada en la carretera nos enfrentó de súbito con la iglesia. Aquí nos detuvimos, y Picon se quedó mirando fijo la torre. Yo no entendía por qué la miraba así, pues con una sola mirada se veía que ya no había bandera ni a media asta ni nada.
Unos pasos más allá, por el mismo camino y hacia la izquierda, había una choza, la única construcción visible entre nosotros y la iglesia. Hacia allí corrió este hombrecito extraordinario, murmurando «Voilà!», «Allons!», «Vite!», «La, la!», «Mon ami!» y otras de sus expresiones favoritas. Al llegar al portón no se detuvo, sino que levantó el pasador y avanzó por el sendero de ladrillos hasta la puerta. Golpeó con vigor.
—Caramba, Picon —le dije—, ¿qué va a hacer en esta casa?
Por un rato no hubo respuesta pero al final una voz de mujer gritó desde adentro.
—¡Dé la vuelta por atrás!
Picon me miró interrogándome con la mirada, ignorante de algunas costumbres inglesas.
—Está bien —dije—. Esta puerta no debe de abrir. Hace años que no la mueven.
Nos dirigimos obedientes hasta la puerta trasera, donde nos esperaba una mujer delgada con pelo negro desordenado y ropa muy sucia.
—Sí. ¿Qué pasa? —dijo, observándonos con sospecha.
—Quería hacerle una o dos preguntas —dijo Picon, levantando el sombrero con un gesto de galantería algo exótico.
—No me diga. Muy bien, pero no quiero ningún cepillo, aunque sean muy buenos. Ya tengo bastante con las cosas de la casa. Gracias.
Picon se volvió hacia mí.
—¿Cepillos? —me preguntó en un susurro.
—La señora piensa que usted es un vendedor —le dije al oído. Se dirigió a ella, sonriendo.
—Mais non, madame! No deseo venderle nada. No es eso. Una preguntita, nada más. Ahora.
—Pero yo no doy nunca nada, ni a ésos que piden de puerta en puerta. Como dice mi marido, uno nunca sabe qué pasa con el dinero. Y Dios sabe que no tengo para tirar. Mejor pida para mí, que necesito más que muchos.
—¡No, no! —exclamó Picon—. No le pido dinero. Es información lo que necesito. Quizás pudiera decirme…
—Pero si el hombre con la lista de votantes vino la semana pasada —dijo la mujer—. Me parece que es usted un impostor.
—Madame, ¿sería tan amable de decirme si vio un coche azul estacionado en este camino el viernes por la tarde? —Hizo la pregunta sin respirar, temeroso de que lo interrumpiera antes del fin.
La mujer pareció impresionada. Se secó las manos en la falda, y dio un paso hacia nosotros.
—¿El viernes? Es el día que mataron a la señora Thurston, ¿no?
Todavía no podía creer que tuviera tanta suerte: ser una de las personas interrogadas en conexión con un tema tan actual, tan emocionante y tan famoso como un asesinato.
—Sí —dijo Picon, paciente.
—¿Tiene algo que ver con eso? —preguntó la mujer, ansiosa—. ¿Es por algo de eso que viene a hacerme preguntas?
—Sí.
—¡Caramba! —Estaba maravillada. Era un gran momento en su vida. Su mirada iba de uno a otro de nosotros—. ¡Imagínese! —dijo.
—Ahora quizás pueda hablarme sobre el coche —insistió Picon con amabilidad.
—Coche…, coche… —Estaba exprimiéndose el cerebro. Todavía corría el riesgo de que el gran momento de gloria e importancia se le fuera de entre las manos. Pero se le iluminaron los ojos—. ¡Sí! —dijo con voz aguda—, ¡había un coche parado ahí! —Luego bajó la voz—. Pero es el de siempre.
—¿Cómo es?
—Azul oscuro. Lo conduce un chófer.
—¿Y dice que siempre se para aquí?
—Sí. A menudo. Muchos coches de detienen aquí, sabe. Dejan los coches aquí y se van a dar un paseo por el bosque. En especial cuando florecen las prímulas. En temporada hay muchas. Mi marido dice que va a poner un letrero que diga «prohibido estacionar» en el portón, pero nunca lo hace. No hay muchos en esta época del año. Pero ese azul viene a menudo. Sabe —dijo, misteriosa—, sabe, el muchacho que lo conduce trae a su novia, y los dos se van a caminar por el bosque. Ese sendero es famoso.
—¿Y el viernes? —preguntó monsieur Picon, no tanto por apresurarla sino para que no volviera a irse por las ramas de nuevo.
—Ah, sí, estuvo aquí el viernes, porque es la tarde que lavo la ropa, y me acuerdo de que vi el coche en la carretera mientras la colgaba. Había una linda brisa, por suerte, porque tenía más ropa que nunca.
—¿Y dice que vinieron los dos? ¿El chófer y la novia?
—Sí, estaban los dos porque les oí discutir.
Picon se sobresaltó.
—¿Les oyó discutir?
—Sí, como perro y gato cuando se bajaron del coche. No como un matrimonio, claro, eso es distinto.
—¿Oyó lo que decían?
—No. Y no me gustaría, tampoco. No me gusta escuchar lo que no me importa. Lo único que sé es que se peleaban, y mucho, hasta que se fueron por el sendero. No sé qué pasó después, pero me lo imagino.
—No lo dudo —dijo monsieur Picon, seco—. ¿Y cuando volvieron?
—Ya había pasado. El sol después de la tormenta, como dicen. Los vi venir juntos por el camino, abrazados.
—¿Y no oyó nada, absolutamente nada, de lo que pasó entre ellos?
—Ni una palabra. Nunca escucho las conversaciones de los demás.
—¿Cómo eran?
La mujer dio una descripción incoherente pero suficiente de Fellowes y Enid, y monsieur Picon, con algunas preguntas más, confirmó su identidad.
—Eh, bien, muchas gracias, madame. Me ha sido de gran utilidad.
—No hay de qué —dijo la mujer—. ¿Le parece que me precisarán en el juicio?
—No sabría decirle.
—Supongo que me sacarán una foto, ¿no?
—Eso lo deciden los diarios. Pero de todas formas tiene la satisfacción de saber que me ha ayudado mucho en mi búsqueda de la verdad.
Esto no pareció gustarle mucho a la mujer, pero cuando monsieur Picon volvió a alzar su sombrero, ella logró sonreír.
—Au revoir, madame —dijo monsieur Picon, y la dejamos mirándonos.
—Pero, Picon —dije, apenas capaz de esperar a estar fuera del alcance de la choza—, ¿cómo supo que encontraría aquí su información, nada menos?
—Mon ami, ¿es usted tan corto de vista? ¿No se da cuenta de que es la única casa cerca de un punto desde donde se puede ver que la bandera de la torre estaba a media asta?
—¡Picon! ¡Usted es un genio! —exclamé, y no me quejé por el largo camino de regreso.
—Y ahora —dijo Picon—, debo pensar un poco y luego quizás, todo esté completo. Voyons, Amer Picon no quedará tan atrás, después de todo. Hay una luz ahora. Ay, sí, amigo, mucha luz. Pienso un poquito, y veo todo. Un crimen muy ingenioso. Muy ingenioso.
—Bien, a mí me gustaría ver algo también. Si esta visita de Fellowes y Enid significa tanto, ¿qué estaba haciendo Fellowes esta mañana con los otros dos? ¿Quizás fuera un asesinato llevado a cabo por una especie de comité, Picon? —sugerí, consciente de que mis conjeturas se volvían más y más disparatadas, a medida que la evidencia se volvía más confusa—. Quizás todos estén involucrados.
Picon sonrió.
—No. No creo que estén todos involucrados —dijo.
—Entonces… pero caramba, Picon. No creo que lo haya resuelto después de todo. Pudo haber descubierto quién tenía los mejores motivos, pero ninguno de ustedes parece acordarse de la habitación. Estaba cerrada, y yo no me moví de la puerta mientras Williams la registraba. ¿Cómo explicará eso? Pudo haber probado que Fellowes mentía cuando dijo que no sacó a Enid esa tarde, pero ¿en qué le ayudará eso? Tiene que explicar un milagro.
—No, mon ami. El milagro sería si madame Thurston estuviera viva, no que haya muerto. Este plan era irresistible, y parecía perfecto. Pero fue llevado a cabo sin pensar en Amer Picon, en el gran Amer Picon. Si fuera por su policía, ¡bah!, no lo habrían descubierto nunca. Pero ya verá esta noche. Le diré todo lo que quiere saber. Todo quedará claro. Lo prometo.
—Si hace eso, es usted una maravilla. ¿Sabe que a veces en las últimas horas he comenzado a pensar, como Williams, que hubo algo siniestro, sobrenatural?
—Siniestro, sí. Pero aquí no hubo magia —dijo Picon, mientras llegábamos a los suburbios de nuestro pueblo.