Después del almuerzo encontré a monsieur Picon en el jardín de la casa de los Thurston. Estaba agachado para arrancar unas hierbas de un parterre casi impecable. Sabiendo que uno de los investigadores había resuelto todo el problema, sentí que podía permitirme hablarle sin inhibiciones, y así lo hice.
—¿Y bien, monsieur Picon, ha completado su teoría?
—Ah, mon ami, es usted —dijo, levantando la vista—. Sin duda ya lo sabe todo, ¿no?
—No exactamente —admití.
—Para decir la verdad, yo tampoco. Anoche agotamos las preguntas. Ahora debemos buscar en otro lado.
Me hacía gracia pensar que, al fin de cuentas, lord Simon le había ganado al encontrar la solución.
—¿Dónde buscará ahora? —me limité a decir.
—En el corazón, mi amigo. Cuando el cerebro no ofrece ya nada, hay que buscar en el corazón, y ahí, voilà!, la verdad.
—Nunca le hubiera creído un sentimental —le dije.
—Esto no es sentimiento, es lógica. El corazón puede guiarnos tan certeramente como el cerebro. Y ahora, ¿me acompaña en una pequeña promenade?
—¿Lejos?
—Unos kilómetros. No muy lejos.
—¿Adónde diablos irá? —le pregunté.
—Al pueblo de Morton Scone.
No pude evitar la risa.
—Escúcheme, monsieur Picon —le dije—, no sé para qué quiere ir ahí, ni cuál es su teoría, pero le digo una cosa. No tiene por qué molestarse. Estuve con lord Simon esta mañana, y descubrió lo de Sidney Sewell. No es una persona, como pensamos todos, sino un lugar. Es más, fui con él esta mañana. Y mientras tanto habían llegado también Fellowes, Strickland y Norris. Así que lord Simon ya lo sabe todo.
—Su razonamiento, mon ami, es algo confuso. ¿Qué información recogió lord Simon de la llegada de este sugestivo trío y del pueblo de Sidney Sewell?
—Eso no lo sé, por supuesto. Pero me dijo que conocía al asesino.
—¿Y usted piensa que yo, Amer Picon, no conozco también al asesino?
—Pensé que eso era lo que todos estamos tratando de hacer —respondí con inocencia.
—Entonces estaba equivocado. Lo que tenemos que hacer no es saberlo sino probárselo a los demás. Si no lo logramos, ¿qué hemos ganado? El buen Boeuf arrestaría a su hombre y el asesino se iría en libertad.
—Pero lord Simon debe de saber eso. Después de todo, tiene casi tanta experiencia como usted.
—Puede ser. Pero a cada uno su método de prueba. Y parte del mío es un paseo a Morton Scone. ¿Me acompaña?
—Me encantaría. Pero si después de esto monseñor Smith quiere que vaya con él a Jericó, no me sorprenderé.
—No perdería nada —dijo Picon, serio—. Debe de saber mucho de la ciudad vieja. Pero vamos. No tenemos mucho tiempo.
Me llamó la atención el ritmo de su andar. Tenía las piernas cortas, pero su notable agilidad me hacía difícil seguirlo. Sin embargo, estaba decidido a ver lo más posible de los métodos de los tres grandes hombres y haría gustoso el esfuerzo. Ahora que se acercaban al fin de la cacería, cualquier movimiento que hicieran sería interesante.
—Temo no haberle sido de mucha utilidad, monsieur Picon —dije después de un largo silencio.
—Au contraire, mi amigo, su evidencia ha sido de gran utilidad para mí. Recordó algo de máxima importancia, que bien pudo haber olvidado.
—¿Qué cosa?
—¿No lo sabe? Pero es obvio, su propia parte en este asunto.
—¿Mi parte? —pregunté casi con un grito.
—Claro. Usted también tuvo su intervención. Ah, pero del todo inconsciente, se lo aseguro. Sin embargo, no deja de ser una parte.
—Dios mío. ¿Qué fue?
—¿Usted no se puso de pie y abrió la puerta?
—¿Qué puerta? ¿Cuándo?
—La puerta de la antesala. Justo antes de que se oyeran los gritos.
—Sí, lo hice. Pero no me doy cuenta qué pudo eso tener que ver con todo. A menos que… —Una idea espantosa me relampagueó en la cabeza—. A menos que en la habitación hubiera algún diabólico mecanismo que yo puse en funcionamiento.
—Por fortuna —dijo monsieur Picon— no se ha inventado aún la máquina capaz de cortarle la garganta a una señora mientras ella está esperando que suceda, de arrojar el cuchillo por la ventana y desaparecer de la faz de la tierra.
—Supongo que no —admití.
Seguimos caminando a la luz del sol que comenzaba a palidecer un poco. Me alegraba el aire fresco y el ejercicio y también tener alguna actividad que me ocupara la tarde, pues de lo contrario mis esfuerzos por conocer la identidad del asesino acabarían por hacerme enfermar. Pensar que, al final, después de todas las conjeturas, sabría la verdad. Decidí no pensar más en el crimen, para no empezar otra vez a sospechar por turnos de todos los de la casa.
Estaríamos a menos de un kilómetro de Morton Scone cuando de pronto monsieur Picon me tomó del brazo y dijo:
—Vite! ¡Por aquí!
Me tomó tan de sorpresa que por un momento vacilé. Pero él me arrastró sin delicadeza hacia un lado del camino y casi me zambulló en una abertura en el cerco. Apenas tuvo tiempo de seguirme cuando ya se acercaba un coche. Yo lo había visto un momento antes, lejos, antes de pasar por un trecho bajo de camino que lo ocultó de la vista, pero no le presté atención. El pequeño detective, por el contrario, parecía estar muy exaltado.
—¡Mire! —exclamó, con los ojos clavados en el camino.
Otra vez el automóvil azul oscuro del doctor Thurston, y como no iba rápido tuve tiempo de reconocer a sus ocupantes. Fellowes conducía y a su lado iba Enid. En el asiento de atrás, fumando un cigarro, Miles.
—¿Lo ha visto? —dijo monsieur Picon apenas pasó el coche—. ¡Lo que le había dicho! Hay que buscar en el corazón, amigo. Cuando la mente ya no nos cuenta nada, ¡hay que buscar en el corazón!
—Pero monsieur Picon —exclamé—, ¡esto es demasiado! Esta mañana fui a Sidney Sewell y vi a Fellowes con dos de los sospechosos; esta tarde vengo a Morton Scone y aquí está con otros dos.
Monsieur Picon rio.
—Y quizás cuando vaya a Jericó con el excelente monseñor Smith, lo encuentra allí con otros.
—¿Pero qué quiere decir esto? —pregunté.
—Paciencia, amigo.
—¿Pero cómo supo, a tanta distancia, que era el coche de los Thurston?
—No lo sabía. Pero pensé que podía serlo. Lo esperaba.
—¿Sí? ¿Qué le hizo esperar que fuera ese coche?
—Bien, debe comprender que no lo esperaba con absoluta confianza. Pero sabía que había tomado por este camino, y pensé que era posible, y digo posible, que volviera.
—¿Entonces usted sabía que iban a Morton Scone?
—Tenía la idea, nada más. Una pequeña idea. Pero las ideas de Amer Picon a veces resultan ser la realidad, ¿sabe?
—Bueno, así fue con ésta. Aunque no tengo la menor idea de adónde nos lleva esto.
—Yo me pregunto adónde le lleva al dueño de Boeuf. Su compañero en el gran juego de dardos, ¿no?
Sonreí.
—Sí, yo me pregunto lo mismo. ¿De quién sospechará? Parece muy seguro de sí mismo.
—Probablemente de la habilidosa y experta cocinera, diría yo —dijo monsieur Picon—. Pero la policía inglesa no es en exceso inteligente cuando se trata de un crimen.
—No en este caso —admití.
De pronto me detuve.
—¡Monsieur Picon! —exclamé.
—¿Qué sucede, mon ami?
Lancé una carcajada.
—¡Qué par de tontos somos! —dije.
—Como dice el proverbio inglés, hable por usted —replicó quisquilloso.
—No. ¿No se da cuenta? Hemos caminado cincuenta kilómetros después de ver ese coche. Y todo para nada. Ya ha visto lo que vino a ver. Podríamos haber regresado de inmediato.
—¿Y quién sabe lo que yo vine a ver?
—Es obvio, el coche, volviendo de Morton Scone, con Fellowes y los demás.
—Eso fue un accidente.
—¿Entonces de todas maneras tiene que ir al pueblo?
—Naturalmente.
—¿Pero para qué?
—Usted debe de haber olvidado sin duda un detalle de suma importancia. La bandera en la torre de la iglesia de Morton Scone estaba a media asta, ¿no es así?
—Sí, pero…
—Allons.
Obedecí. Pero en mi interior me rebelé. Comencé a pensar que Picon se hacía el misterioso a propósito o que, habiendo continuado distraído el camino hacia Morton Scone como yo sugerí, ahora simulaba que era necesario para no quedar mal. Pero a medida que nos acercábamos al pueblo tuve otra idea.
—¡Ya sé! —dije—. Piensa que fue un asesinato doble. El doctor de este pueblo murió el mismo día. ¿Conecta los dos crímenes?
—El doctor era muy viejo, y tenía el corazón débil. Él mismo sabía que se moriría en cualquier momento. Su muerte fue natural.
—¿Entonces qué tiene que ver Morton Scone con todo esto?
Habíamos llegado a un punto en la ladera de una suave colina desde donde se veía con claridad casi todo el pueblo. Era un lindo pueblo de Sussex, cuyo color predominante era ese sereno rojo con que se tiñen los ladrillos y las tejas con el paso de los años. Había casas con fachadas de revoque y otras con fachadas de madera y el cartel de una posada atravesaba el sendero.
—Quizás nada en absoluto. Quizás mucho —dijo monsieur Picon muy pensativo.
No se movió durante al menos un minuto entero, y luego sólo se volvió y me miró con expresión francamente perpleja.
—Dígame, monsieur Townsend —dijo—, ¿nota algo extraño en este lugar?
¿Extraño? Parecía ser la corporización de todas las cosas conocidas y cotidianas, todas las cosas que yo quería con todo mi corazón. Era el lugar que uno podría elegir para radicarse después de una vida aventurera. Pensé en el sonido de risas y fuegos de posadas, y en encantadoras pastelerías atendidas por ese tipo de mujeres mayores y robustas. Mientras mirábamos, el carro de una granja empezó a cruzar la calle, y el hombre que caminaba a la cabeza de su caballo saludó alegremente a alguien en una ventana. Aquí había amistad y una serena secuencia de días para un grupo de personas tranquilas y normales, aquí había jardines, sin duda, y una escuela, atosigando a sus niños con lectura, escritura y aritmética. Aquí había gente honesta y casas muy inglesas. Por cierto, nada que pudiera llamar «extraño».
—Quizás le parezca extraño a usted, monsieur Picon —le dije— pero para un inglés le aseguro que este pueblo…
Me interrumpió con bastante grosería.
—No, no. No me refiero a eso. Es extraño porque le falta algo. Mire, escuela, posada, estación de policía, y correo, seguro, pero ¿dónde, mi buen amigo, ve usted la iglesia?
Y me quedé con la boca abierta, mirando el pueblo y dándome cuenta de las implicaciones de esta ausencia.