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Conducía a una velocidad increíble, por supuesto. No iba a suponerse que nada menos que en la velocidad exhibiera una moderación tan poco característica. De modo que me recliné en el asiento del Rolls, y me enfrenté a la egoísta reflexión de que casi todos los demás coches eran más pequeños, livianos y frágiles que éste.

—Qué nombre tan extraño para un pueblo —observé—: Sidney Sewell.

—No mucho —respondió lord Simon—. Se lo parece porque la primera vez que lo oyó supuso que era el nombre de una persona. Cualquier lugar con dos nombres le parecería igual. Piense en Horton Kirby, por ejemplo, o Dunton Green. Chalfont St. Giles suena a villano de una novela victoriana, y no veo por qué habría de considerar que Compton Abdale (un pueblo en Gloucestershire) es más el nombre de un lugar que Compton Mackenzie. Depende de cómo lo oye uno por primera vez.

—¿Pero cómo se le ocurrió que Sidney Sewell podía ser un pueblo?

—No se me ocurrió, sino que lo busqué en todos los libros de referencia que encontré. Por casualidad había una guía telefónica vieja que conseguí en el correo y un Atlas de Times que encontré en el hotel.

Avanzamos en silencio por un estrecho puente a ochenta kilómetros por hora y diez minutos más tarde me alegré de ver, como una ráfaga, el cartel de Sidney Sewell en un poste. No era poco haber llegado hasta aquí sin caer en el desastre.

El pueblo era agradable y digno. La calle central estaba separada de las casas por amplias veredas de césped, que le daban al lugar un aspecto espacioso. La atravesábamos todavía a bastante velocidad cuando lord Simon aplicó los frenos con habilidad y nos detuvimos.

—¡Dios mío, mire eso! —me dijo.

Pero todo lo que vi fue la tranquila calle de pueblo frente a nosotros, con muy poco tránsito y casi ninguna persona a la vista. A nuestra derecha había una carnicería y desde la puerta el propietario nos miraba con indiferencia. A nuestra izquierda había una posada llamada el Halcón Negro, y un sedán azul estaba estacionado afuera. Al lado de la posada, más cerca de nosotros, había un garaje. Pero en ninguna parte en esta escena plácida y normal pude ver nada que pudiera haber provocado la exclamación de lord Simon. Reacio a admitir, sin embargo, que era menos perceptivo que él, esperé a que siguiera hablando.

—Este coche —dijo por fin—. ¿No lo reconoce? Es de los Thurston.

Volví a mirar el sedán azul. Era un modelo estándar de Austin. No veía cómo podría haberlo reconocido, y se lo dije.

Lord Simon pareció irritarse.

—¿Nunca ha oído hablar de números de matrícula? —preguntó—. Ése es el de Thurston.

Me di cuenta de que se esperaba que dijera algo para devolverle el buen humor a lord Simon, y del tono que debía usar.

—¿Entonces qué diablos está haciendo aquí? —pregunté.

—Bastante obvio, ¿no le parece? —dijo lord Simon, volviendo a sonreír con amabilidad.

Estaba, por supuesto, lejos de ser obvio para mí, pero era agradable volver con alegría a nuestros respectivos roles, y asentí.

Lord Simon, con un audaz viraje del gran automóvil, se metió en el garaje, y le dijo a un mecánico que quería dejarlo bajo techo durante más o menos media hora. Se fijó en que había un lugar en el extremo más alejado del edificio, fuera de la vista del camino, y salimos de allí.

Fuimos, sin embargo, sin pasar frente a las ventanas de la posada, hacia el patio de atrás, y llegamos a una puertita trasera. Llamó con suavidad y en seguida nos abrió una mujer.

—¿Sí? —dijo, no muy solícita.

—¿Podría decirnos por favor dónde están los señores que vinieron en aquel coche? El que está frente a su casa.

La mujer le observó con curiosidad.

—¿Y a usted qué le importa?

—No mucho. Pero soy muy curioso —dijo lord Simon sonriendo, y le dio un billete de diez chelines.

—Están en el bar privado —respondió ella enfurruñada.

—¿Cuántos son?

—Tres.

—¿Tres? Qué raro. ¿Hay otro bar?

—El pub.

—¿Se ve desde el de ellos?

—No. Hay mamparas de vidrio alrededor del mostrador, para que la gente no espíe.

—¿Pero el mismo mostrador sirve a los dos?

—Sí. ¿Quiere saber alguna otra cosa? ¿No tiene otra cosa mejor que hacer que andar haciendo preguntas?

—Sí. Algo mucho mejor. Tomaremos algo. Y lo tomaremos en el pub. Y no hablaremos allí, si a usted no le importa. Y usted no mencionará que estamos allí. Esto es para dos whiskies. A mi amigo le gusta el whisky, lo toma con langosta. Quédese el cambio. ¿Por dónde vamos?

La mujer nos guio a través de una cocina desordenada donde había ropa colgada a secar hasta una puerta y nos dejó solos con un gran gato. Nos sentamos en silencio y esperamos.

Las voces que llegaban desde el otro bar no eran altas, y no se entendía lo que decían. Pero se podía identificar a los personajes. Fellowes (le oí claramente decir «¡Salud, señor!»), Strickland, que pidió «¡Tres más!», con su voz gruesa y baja y, para mi sorpresa, Alec Norris, cuya risa aguda sería reconocida en cualquier parte.

El aire olía a humedad, los anuncios en la pared estaban pasados de moda y eran deprimentes y las palabras de los que esperaban en el otro bar, imperceptibles. Me empezaba a poner muy impaciente cuando oí un movimiento, y la voz de Strickland se oyó más alta.

—Espere aquí entonces, Fellowes —dijo, y la voz se oyó desde el lado del salón—. No nos llevará más de un cuarto de hora.

Se oyó un ligero tintineo al cerrarse la puerta, indicando que era de vidrio como la nuestra, y luego el deslizarse de pies sobre el felpudo de hierro en la puerta. Mirando por la ventana del bar vimos a Strickland y a Norris que se iban juntos por el camino por donde entramos al pueblo.

Lord Simon no dudó. Se dirigió derecho al bar privado y encaró a Fellowes. Pero el chófer, aparte de dejar el vaso y mirarnos, no pareció inmutarse.

—Reunión interesante —dijo lord Simon—. Me pregunto qué estará haciendo usted aquí.

—Obedezco órdenes —replicó Fellowes.

—¿Ah, sí? ¿Órdenes de quién?

—Del doctor Thurston. Me dijo que llevara a estos caballeros a donde quisieran ir.

—¿Le preguntó, entonces?

—Sí. Claro que sí. Cuando me dijeron que querían que los llevara a algún lado en el coche, yo no podía llevarlos sin permiso. Así que le pregunté al doctor Thurston.

—¿Y él que dijo?

—Que no lo molestara. Que los llevara a cualquier lado.

—Así fue que decidió traerlos a Sidney Sewell.

Fellowes permaneció en silencio un momento.

—No —dijo al fin—. Ellos dijeron adónde querían ir.

—Ajá. ¿Así que no tiene idea de por qué eligieron este lugar?

—No.

—¿Usted no tenía especial interés en venir aquí?

—No.

—Qué bien usa los monosílabos, Fellowes.

—No sé lo que quiere decir.

Volvimos al pub. Lord Simon parecía tranquilo, pero enseguida vimos regresar a Strickland y a Norris. Fellowes debía de haberles advertido de inmediato de nuestra presencia, porque Strickland entró como una tromba y Norris le siguió.

—¿Por qué diablo nos sigue así? —preguntó Strickland furioso.

—Tranquilo, muchacho —dijo lord Simon—. ¿No puede uno dar una vuelta en el coche sin armar todo este revuelo?

—No diga tonterías, Plimsoll —gritó Strickland—. ¡Usted nos ha seguido! Claro que sí. Y usted, Townsend, moviéndose a hurtadillas con estos detectives de porquería, me da asco. ¿Quiere probar que yo fui el asesino?

A sus espaldas sonó una voz aguda.

—¿O sospecha de mí? —preguntó Alec Norris.

Lord Simon les sonrió con aburrimiento indiferente.

—Mis queridos muchachos, no se pongan así. Pronto sabrán de quién sospecho. Bonito lugar, Sidney Sewell. ¿Había estado aquí antes, Strickland?

—Estoy cansado de contestar a sus estúpidas preguntas, Plimsoll. Vamos, Fellowes, vamos a casa.

Y los tres se fueron. Desde la ventana vimos a Fellowes sentarse en el lugar del conductor, y a Strickland y a Norris atrás.

—Bien, bien, bien —dijo lord Simon.

La entrevista me había dejado incómodo. Si Strickland resultaba no ser un asesino, sería muy embarazoso volver a encontrarnos, pues sin duda yo parecía culpable de espionaje. Después de todo, la investigación era el trabajo de Plimsoll, pero para mí no habría excusa.

—Y ahora —dijo lord Simon mientras salíamos al pálido sol otoñal—, tengo que hacer otra visita. ¿Dónde encontraremos el correo?

Probé ser útil: paré a alguien que pasaba y le pregunté. Quedaba a unos cien metros por la misma calle, me dijeron, y hacia allí avanzamos.

—¿Le molestaría mucho esperarme afuera un momento? —preguntó lord Simon cuando llegamos a la pequeña tienda que combinaba sus actividades con las de estafeta postal—. Perdóneme los malos modales y todo eso, ¿eh?

—No se preocupe —dije, suponiendo que quería hacer una llamada telefónica privada.

Pero no tardó mucho en regresar, sonriendo de oreja a oreja. Yo empezaba a pensar que toda esta investigación me estaba dando hábitos de detective, pues ya había deducido que tenía que haber hablado con casa de Thurston, ya que no habría tenido tiempo de hacer una llamada de larga distancia. Pero, de pronto, dijo:

—Muy bien, esto lo aclara todo.

—¿Qué? —pregunté complaciente.

—La identidad del hijastro.

—¿Sabe quién es?

—Sí. Sé quién es.

—¿Entonces el caso está completo para usted?

—Absolutamente completo.

—¿Y no me lo va a decir?

—Lo siento muchísimo, amigo. Está en contra de toda etiqueta profesional. Se enterará esta noche, se lo prometo. Muy interesante, este caso. Muy interesante. —Y continuó sonriendo satisfecho mientras volvíamos a una velocidad algo menos fatal.