20

Pasé muy mala noche. Al recordar ahora todo aquel horripilante suceso creo que la peor parte fue este período, cuando nosotros tres, los que no éramos ni investigadores ni sospechosos, flotábamos en un desagradable estado de duda, sin saber de quién sospechar. A menos que uno sea malicioso por naturaleza es horrible pensar que las personas que rodean a uno son asesinos en potencia.

Me desperté antes del amanecer, y después de revolverme en la cama durante varias angustiosas horas, me vestí y bajé. Acababan de encender el fuego, que tenía ese melancólico carácter que le da el humo, desalentador aún poniéndose frente a él. Pero al mirar por las largas ventanas vi que era una mañana gloriosa, tibia y tranquila, como si el otoño hubiera vuelto arrepentido por un día. En seguida decidí ir caminando hasta el hotel y ver a lord Simon. Me parecía que él podría serenarme. Había admitido tener sospechas, y yo tenía razones para creer que sus sospechas eran tan buenas como las certezas de otras personas.

Stall estaba en el vestíbulo y me dio los buenos días como si éste fuera un fin de semana como cualquier otro, y yo un invitado común y corriente. Tenía la certeza de que Stall era por lo menos un chantajista, si no algo peor, así que en este caso no se trataba de una mera sospecha. Apenas le hice una inclinación de cabeza como respuesta y le dije que no me quedaría a desayunar.

Fue agradable caminar por la conocida calle del pueblo en el claro aire de la mañana y mi espíritu se animó un poco. Esa noche, de todos modos, alguno de los detectives pondría el punto final a nuestra desconfianza, y podríamos volver a nuestras vidas normales. Y entretanto era un día espléndido.

Miles limpiaba los bronces de la puerta del hotel. Le pregunté si lord Simon no se había levantado todavía.

—Sí, señor —respondió, sin el tono desafiante de la noche anterior—, hace un rato que se ha levantado. Su ayuda acaba de bajar a buscar el desayuno de Su Señoría. Lo encontrará en la salita al final de la escalera.

—Gracias, Miles —le dije. Otra vez esta incómoda duda sobre cómo debía comportarse uno. No tenía el menor deseo de codearme con un asesino, pero este individuo había sido muy amable.

Contra un fondo atrozmente incongruente estaba sentado lord Simon esperando su desayuno. La habitación se hallaba repleta de una horrible miscelánea de chucherías y adornos, baratijas y todo tipo de cachivaches, lo que estuvo de moda hacia fines del siglo. La cabeza de lord Simon presentaba una forma sobria contra una enorme caja con pájaros embalsamados, posados, en una grotesca parodia de naturalidad, sobre ramas cubiertas de liquen. Había festones de encaje sobre paño verde en la repisa de la chimenea, y la campana era de un diseño tan intrincado como un edificio oriental. La pantalla de la chimenea, pintada con descomunales y chillones claveles, estaba a un lado, y había una alfombra negra de lana frente al fuego y un ramo de penachos en una jarra enlosada, en un rincón. La mesa estaba cubierta con un mantel verde con borlas; los muebles eran de caoba, había cortinas de muselina colgadas de grandes aros de bronce y escabeles en lugares insólitos.

—Adelante, si es capaz de soportarlo —dijo lord Simon, al verme vacilar—. ¿Ve lo que tiene uno que sufrir en aras de la verdad? ¿Había visto alguna vez algo igual? ¡No puede ser cierto! —dijo, mirando a su alrededor—. ¿Ha desayunado?

Le expliqué que no había podido esperar en casa de los Thurston, que estaba ansioso por verle lo antes posible.

—Bien. Desayunaremos juntos. —Y Butterfield, que entraba en ese momento con una bandeja, fue a buscar otro desayuno.

—He venido a verlo tan temprano porque esperaba que pudiera decirme algo. Sabe, es muy desagradable sospechar de todos los de la casa por turnos. Anoche apenas pude dormir.

Lord Simon asintió y me sirvió riñones con tocino.

—Lo sé. Es molesto. Uno está a punto de invitar a alguien a jugar al golf y recuerda que puede ser un asesino. O alguien sugiere dar un inocente paseo y uno se sorprende pensando si regresará de él.

—Exacto —dije—. Y ya que me comprende tan bien, espero que me lo aclare todo. ¿Quién mató a Mary Thurston?

Lord Simon puso cara de afligido, como habría hecho cualquier investigador famoso al ser enfrentado con una pregunta tan directa, y como en este momento volvía Butterfield con otra bandeja, se afanó en servir más desayuno.

—Una cosa del crimen —comentó— es que da buen apetito. —Y se concentró en los riñones.

—Pero… —volví a insistir.

—Le diré lo que hice —dijo lord Simon contento—. Encontré a Sidney Sewell.

—¿Lo encontró? ¿Dónde? ¿En la casa de los Thurston? ¿En otro lugar?

—En el sitio más obvio, un libro. Donde tenía que haber buscado desde el principio.

—¿La Guía Telefónica de Londres? ¿O el Quién es quién?

—No. No. En un atlas.

—¿En un atlas? ¿Quiere decir que… es un lugar?

—Así es. Es un pueblo a unos setenta kilómetros de aquí. Ahora voy para allá. ¿Quiere venir?

—Pero, no entiendo. Si no es una persona, sino el nombre de un pueblo, ¿qué sentido tiene ir?

—No hay que hacer demasiadas preguntas —me advirtió lord Simon, algo socarrón—. Eso no se hace en los mejores círculos de detectives. Pero no me molesta decirle esto: creo que nuestra visita servirá para aclarar otro asuntito que me está preocupando. El hijastro, un tipo muy esquivo. Querría hablar con él.

—¿Y usted piensa…?

—Es todo lo que pienso por el momento —dijo lord Simon, encendiendo el primer cigarro del día.

—Bueno, sí que me gustaría ir, si esto puede aclarar las cosas.

—Muy bien. Ahora… —dijo, volviéndose hacia una pila de papeles a su lado—, hay una subasta en Hodgson’s hoy. Tendría que haber ido. Es muy molesto confundir los intereses.

Encontró el catálogo que buscaba y comenzó a estudiarlo con cuidado. Luego llamó a Butterfield.

—Escúcheme, Butterfield. Vaya inmediatamente a Londres, por favor. Podríamos conseguir uno o dos lotes. No es nada del otro mundo, pero usted no tiene mucho que hacer aquí. He escrito el precio máximo junto a los libros que me gustaría que comprara. Sírvase. Está el manuscrito original del Parlement of Fowles de Chaucer. Eso puede conseguirlo. Ah, y también hay una Biblia de Faust, una primera edición sin fecha, se supone de alrededor de 1450. Muy interesante la historia de ése, Townsend. Es el responsable de toda la parafernalia de leyendas del doctor Fausto. Pobre tipo, no era más que un librero irritable. Imprimía sus Biblias, las mandaba a París donde nadie había oído hablar de la imprenta, y las vendía como Biblias manuscritas a sesenta coronas cada una. Esto provocó una huelga entre los copistas de Biblias, que no podían copiarlas por menos de trescientas coronas, pobres diablos. Se creyó que el doctor Fausto estaba asociado con el diablo, porque podía producir todas las que quisiera vender a ese precio. Se supone que las letras rojas eran su sangre. Entonces le registraron sus habitaciones y se quedaron con las existencias que hallaron. Extraño, ¿no? Y todo porque las vendía como manuscritas. De todos modos, aquí haya un ejemplar, Butterfield, que me gustaría tener. Biblia Sacra Latina Vulgata. Veo que hay también una Crónica de Inglaterra, de Caxton, la edición de 1480. No estaría mal. Tienen un primer folio de Shakespeare, también. Mmm… ejemplar de trece por ocho y medio, tráigalo también. No es una subasta del otro mundo, comparada con otras a las que he ido. Sin embargo, creo que vale la pena que vaya, Butterfield.

Butterfield asintió con gravedad.

—Muy bien, milord —dijo—. Ah, aquí están las fotografías que me pidió, milord. Espero que sean de su agrado. La del señor Townsend está muy clara, creo.

—¿Mía? —pregunté incrédulo.

—Una formalidad, amigo —dijo lord Simon tranquilizándome.

Tomó los largos sobres que le tendía Butterfield y sacó una serie de retratos. Vi, observando con ingenuidad, primero a Fellowes, luego a Miles, luego a Strickland, Norris y por fin una espantosa instantánea mía, muy vulgar.

—Caramba, Plimsoll —dije.

—No se preocupe, Townsend. Tuvimos que tomar fotos de todos los que encajaban dentro del límite de edad. Embarazoso, por supuesto. ¿Le fue muy difícil conseguirlas, Butterfield?

—Para nada, milord. Hallé un lugar donde tenía un buen ángulo y mientras esperé aparecieron todos, uno después de otro.

Lord Simon no insistió con sus preguntas.

Al rato empecé a contarle las extrañas preguntas que nos había hecho el sargento Beef a Williams y a mí la noche anterior, después de que él se fuera. Dije que no comprendía adónde quería llegar el sargento.

—Usted no conoce a la policía como yo —dijo lord Simon riéndose entre dientes.

—Pero parece muy seguro de saber quién es el culpable.

—Claro que lo sabe. No tiene más remedio. Los policías siempre están seguros, hasta que se prueba que están equivocados.

—¿De quién sospechará?

Lord Simon suspiró con algo de ennui.

—De Norris, diría yo.

—¿Por qué de Norris?

—Bueno, lo más que se puede obtener son destellos de la mente oficial. Pero diría que de Norris. ¿Sabe qué? Beef no sabe cómo salió el asesino de la habitación. Pero Norris estaba junto a la puerta cuando Thurston, Williams y usted llegaron. Él, según el razonamiento de Beef, estaba más cerca del crimen. Por lo tanto es culpable.

—¿En realidad piensan así?

—Mi querido muchacho, cuando uno los ha visto tanto como yo aprende que no piensan. Se limitan a suponer.

—¡Dios Santo! —dije, imaginándome a todos los asesinos de Inglaterra arrestados, juzgados y colgados por conjeturas.

—Claro que —admitió lord Simon— de vez en cuando aparece en el Cuerpo un destello de inteligencia. Pero en un caso como éste se necesita algo más que inteligencia. Para empezar, un mínimo de imaginación.

—Perfecto. Supongo que sin imaginación no habría descubierto la soga en el depósito del agua.

—Es probable.

Yo casi me había olvidado de las sogas, y ahora que las recordaba me parecieron, a la luz del interrogatorio de la noche anterior, más misteriosas que nunca.

—Pero, Plimsoll —dije—, con respecto a esas sogas: ¿Cómo pudieron ser usadas? Juro que es imposible que alguien haya trepado desde la habitación de Mary Thurston y haya recogido la soga al mismo tiempo. Desde el momento del último grito hasta que Williams abrió la ventana pasaron apenas dos minutos. No va a decirme que alguien pudo haber tenido tiempo de asesinar a Mary Thurston, atravesar la habitación, trepar a la soga, cerrar la ventana, subir hasta la ventana de arriba, entrar, y recoger la soga. No puede ser.

—Yo diría lo mismo. ¿Pero quién habló de subir por una soga? —preguntó lord Simon.

—Bien, porque si bajaba por ella —continué decidido— tuvo que tener un cómplice en el cuarto de arriba para recogerla. E incluso en ese caso dudo que las dos sogas juntas fueran lo bastante largas. Además, ¿y las huellas? Hay un parterre debajo de la ventana. ¿No me va a decir que tuvo tiempo de borrar sus huellas en la tierra? Y si fuera así, ¿quién lo hizo? Stall, Fellowes, Norris y Strickland llegaron todos a la puerta de la habitación demasiado rápido, no pudieron haber entrado por la puerta del frente. Sólo queda el párroco, o Miles, si su coartada no fuera tan buena como parece. Y de todos modos tendría que haber tenido un cómplice en la cámara de las manzanas.

Lord Simon sonrió.

—Se equivoca. Tiene que agarrar el otro extremo de la soga.