19

—Considero a ese hombre un fisgón de lo más desagradable —comentó Sam Williams, cuando la puerta se cerró detrás del señor Rider.

—Bueno, de todas maneras ya hemos escuchado a todas estas damas y caballeros, y, por lo que a mí respecta me convendría dormir un poco —dijo lord Simon.

Me sorprendió, y me decepcioné ante este anuncio. No dudé ni por un momento, mientras transcurría el interrogatorio, que los investigadores completarían sus teorías cuando éste terminara, y que veríamos el esperado arresto antes de irnos a la cama. Ellos al menos parecían saber adónde les llevaban sus preguntas, y aunque yo no tenía ninguna pista lo achaqué, con bastante convencionalismo, a mi propia inexperiencia y torpeza.

—Pero… ¿no sabe quién es el asesino? —le pregunté a lord Simon asombrado.

—En lugar de decirle lo que sé —me replicó—, déjeme recordarle algunas de las cosas que ignoro. Ignoro quién es el señor Sidney Sewell. Ignoro quién es el hijastro de la señora Thurston, o si los dos son una misma persona…

—Tampoco —interrumpí con sarcasmo— sabe si a su primer esposo le gustaban los huevos revueltos o duros, ni quién pudo haber sido su tatarabuela. Pero hablando en serio, Plimsoll, creo que si ha resuelto este caso debe contármelo.

Lord Simon me dirigió una mirada resignada.

—No se agite, muchacho. Estoy haciendo lo posible.

—¿Sabe cómo lo hicieron?

—Tengo algunos indicios.

—¿Y sabe quién lo hizo?

—Tengo mis sospechas, como dicen los policías.

—¿Entonces por qué no puede decírnoslo? —interrumpió Sam Williams—. Esta atmósfera de desconfianza es muy desagradable.

—Es un poco de la vieja vanidad profesional. Quiero completar mi caso, y todo eso. En serio, todavía no está completo. De ninguna manera. La sospecha no hace bien a nadie. Lo que todos queremos es la certeza. Déjenme el día de mañana y veré lo que puedo hacer. Sí, Butterfield.

El ayuda de lord Simon había entrado en la habitación y esperaba a que su patrón terminara de hablar.

—Creo tener lo que necesita, milord —dijo, y le entregó un pedazo de papel sucio.

Lord Simon lo miró, silbó y se lo dio a Picon. Fue pasando de mano en mano y cuando llegó a mí reconocí de inmediato la letra infantil de Mary Thurston. Decía:

Querido mío:

Siento mucho lo de ayer. Debo hablar contigo esta noche a la hora de siempre. No estés enojado conmigo. Haría todo lo que esté en mis manos para hacerte feliz. Sabes que te quiero. Que nada te detenga esta noche.

—¿De la chambre de Stall, por supuesto? —dijo Picon.

—Sí, señor.

Yo estaba contagiado por todos los razonamientos y conclusiones.

—Pero —dije—, si Mary Thurston ya se había citado con Fellowes mediante sus instrucciones acerca de la trampa para las ratas, ¿por qué iba a enviar esta nota?

La respuesta de lord Simon fue amable pero aplastante.

—En primer lugar, ¿cómo sabe que esta nota estaba dirigida a Fellowes? En segundo lugar, ¿qué le hace pensar que fue enviada anoche?

Miré el mugriento pedazo de papel.

—No. Supongo que es viejo.

Butterfield tosió.

—Lo he sometido a las pruebas usuales, milord —dijo—, y descubrí que la tinta tiene al menos un mes.

Seguía hablando cuando noté que lord Simon se había tirado la ceniza del cigarro sobre la chaqueta. Sin vacilar, Butterfield sacó un cepillo del bolsillo y la cepilló.

—Esto, en tout cas —dijo Picon, sosteniendo el papel a la luz—, fue el instrumento del chantaje.

—Eso parece —bostezó lord Simon—. Bueno, voy a dormir un poco. Mañana quizás tenga un largo camino por delante.

—¿Sí? ¿Para qué? —pregunté, cumpliendo mi papel como interrogador con presteza.

—Para encontrar a Sidney Sewell —respondió.

—¿Piensa que eso implica recorrer un largo camino? —pregunté, pues ya tenía mis teorías al respecto.

—Muy probable. Bueno, buenas noches a todos. —Se retiró, seguido a respetuosa distancia por Butterfield.

—Y yo también quizás tenga que ausentarme un poco —dijo monsieur Picon.

Me empezaba a gustar la cosa.

—¿Usted también? ¿Y adónde irá, monsieur Picon?

—¿Yo, mon ami? ¿Quién sabe? Quizás a Morton Scone, para ver si la bandera sigue, como dicen ustedes, a media asta.

Sonrió contento del chiste. Desde el vestíbulo oí a lord Simon ofrecerle llevarlo al pueblo, lo que aceptó.

—¿Ha pensado —murmuró monseñor Smith— qué extraño que Rider se creyera la Reina Victoria? Yo habría dicho Isabel para él. Pues cuando un hombre cree ser una reina, es de esperar que elija a la reina que creía ser un hombre.

Ignoré el comentario y me volví hacia Williams.

—¿Qué piensa? —le pregunté por decir algo—. ¿Avanzamos?

—Yo no, por cierto. Y a veces me pregunto si los demás no estarán igual. ¡Si hubiera un solo hecho que tuviéramos por seguro! Si hubiera un testigo en cuya palabra pudiéramos confiar. Pero ¿qué pasa? Los sirvientes resultan ser exconvictos, Strickland está cargado de deudas, Rider ha estado loco, si no lo sigue estando, Stall es un chantajista, y en cuanto a Norris, un escritor neurótico, en el que no confiaría ni un segundo. ¿Qué va a pensar uno?

—Sólo podemos recurrir a lo que vimos con nuestros propios ojos.

—Sí, a Mary Thurston, asesinada en un cuarto cerrado con llave, del cual nadie pudo haber escapado por la ventana porque no tuvo tiempo, ni por ningún otro lado porque no había lugar.

—Y sin embargo el tiempo y el lugar son los instrumentos de los asesinos —dijo monseñor Smith—, es decir, si son asesinos inteligentes.

Una vez más ignoré su comentario.

—Carecemos de hechos para continuar. Si averiguáramos quién se llevó la bombilla, sería un paso adelante.

—¿Le parece? —trinó monseñor Smith—. Porque se haya cometido un crimen a la luz no veo por qué debe haber por fuerza luz sobre el crimen.

—¡Caramba! —dije, pues empezaba a exasperarme.

El sargento Beef manipulaba su inmensa libreta. Tosió imparcial.

—Ahora que se han ido esos señores aficionados —dijo al fin—, hay una o dos preguntas que me gustaría hacer.

Williams sonrió bondadoso.

—¿En serio, Beef? ¿Y a quién quiere hacérselas?

—A usted, señor. Y a este caballero. —Me señaló a mí.

—Adelante, entonces —dijo Williams—. Pero recuerde que son casi las doce de la noche.

—Sí, señor, pero no he sido yo el que los ha detenido aquí hasta esta hora, hablando de banderas a media asta, hijastros y sólo el cielo sabe qué más que no tiene nada que ver con el asesinato. He tenido que esperar para hacer mis preguntas. Primero —dijo, pasándole la lengua al lápiz—, primero, tengo entendido que anoche estuvieron hablando de asesinatos misteriosos antes de la cena. ¿Recuerda quién sacó la conversación?

—Yo no. ¿Usted, Townsend?

Aunque me pareció perder el tiempo, hice lo posible por recordar, pero sin éxito.

—No, no se me ocurre. ¿Por qué? ¿Es importante?

—Muy importante —dijo Beef solemne—. Muy importante.

—No se me ocurre cómo —repliqué, pues me parecía que Beef sólo hacía preguntas porque los otros las habían hecho, y para quedar bien ante nosotros.

—Bien, pero lo es. Y ahora otra cosa. ¿Cuánto tiempo les parece que duró el juego?

—¿Qué quiere decir, Beef? ¿Qué juego? —preguntó Williams.

—Ése entre la señora Thurston y Fellowes.

—Escúcheme, Beef —dijo Williams poniéndose en pie—. Lo mejor que puede hacer es olvidarse de eso. No nos gustaría que se hablara del tema en el bar del pueblo. Quizás no hubiera nada de cierto en todo el asunto. La señora Thurston era una señora de muy buen corazón y a veces muy indiscreta. Pero no había nada en ella que pudiera dar pie a los murmuradores.

—No tengo costumbre —dijo Beef con pesada dignidad— de hablar de ese tipo de cosas en el pueblo. Y sucede que es útil para mis investigaciones que lo sepa.

—No puedo decírselo, lo siento —dijo Williams cortante—. Ya he dicho que no sabía nada de ese rumor.

—Y sin embargo había algo —dijo Beef con más vehemencia—. ¿Cómo explica la carta, si no? Eso no tiene nada que ver con su buen corazón.

—¿La carta? Pudo haber sido cualquier cosa. Pudo haber sido escrita hace años. Pudo ser para su esposo.

—Bien, Stall pudo apretarle las clavijas con eso, igual. Era más importante de lo que parece.

Williams se volvió hacia mí.

—Considero desagradable la forma en que se desentierra todo tipo de cosas en estas circunstancias, y se ensucia todo. La culpa la tiene Plimsoll. Usted conoció a Mary Thurston, Townsend. No me deja mentir cuando digo que era una buena mujer y que todas estas patrañas no tenían nada que ver con ella.

—Por supuesto.

—Lo que me gustaría saber —dijo el sargento— es si el doctor tenía idea de lo que había en el aire.

Williams estaba furioso.

—Beef —dijo—, está utilizando su posición para tratar de revolver ofensas que no existen. Voy a quejarme al comisario de esto. Es injurioso que un hombre de su clase pueda venir aquí e intente infectar una tragedia con la suciedad que sólo existe en su mente. Le digo de una vez por todas que el que mató a Mary Thurston, no sé por qué motivo, no fue impulsado por nada deshonroso en la vida de ella. Los he conocido a ella y a su esposo durante muchos años y eran decentes, rectos y dedicados el uno al otro de una manera que usted no podría quizás nunca imaginarse. Ahora por favor no vuelva a decir nada más por el estilo.

—Sólo cumplo con mi deber, señor —dijo Beef. Y siguió un silencio bastante incómodo. Al fin el sargento se volvió hacia mí.

—Hay una pregunta que quería hacerle, señor.

—¿Sí?

—Es sobre cuando usted fue a revisar los jardines. ¿Cuánto tiempo calcula que estuvo afuera?

—Diez minutos, más o menos, diría.

—¿Y los señores Norris y Strickland estaban con usted?

—Sí.

—Gracias, señor. Y buenas noches a todos. —Para nuestro alivio cerró la libreta y se fue.

Cuando monseñor Smith se fue también a la cama, encaré a Williams. Me había gustado mucho su defensa del buen nombre de Mary Thurston.

—Y bien, amigo —dije—, entre usted y yo, ¿tiene alguna sospecha?

Negó con la cabeza. Vi ahora, al estar junto a él, que parecía enfermo y cansado.

—Una o dos veces me ha parecido que usted, Thurston y yo somos los únicos que hemos mantenido la cordura. Todos parecían un poco histéricos esta noche, ¿no le parece?

—Ha sido bastante agotador. Me alegro de que nosotros no hayamos tenido que pasar por eso. Pero estos detectives parecen muy confiados.

—Claro, y van a capturar al asesino. Nunca fallan.

—No. Si es que hay un asesino.

—¿Qué diablos quiere decir?

—Bien, Townsend, ya se lo dije. No soy persona de creer en lo sobrenatural. Pero cuando termina la razón, ¿qué se hace? Con mis propios ojos vi a Mary Thurston asesinada acostada en la cama. Con mis propios ojos registré la habitación mientras usted se quedaba en la puerta. Estuve en la ventana noventa segundos después del último grito. Y no había nadie. Le digo, aunque se ría de mí, que no puedo creer que estemos tratando con un asesino humano. De lo contrario, tiene medios para moverse todavía desconocidos para la ciencia.

Si Williams hubiera dicho todo esto la noche anterior quizás se habría perturbado más. Pero ahora pensé en monseñor Smith. Y supe que lo que llamaba «místico» en su charla, él lo llamaría «una cuestión de hecho». Y yo sabía, de alguna manera, que la superstición no podía vivir en su presencia, y que cualquier cosa que él hiciera echaría por tierra los absurdos disparates de Williams.

—Vamos —dije—, tratemos de dormir un poco.