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Y ahora el párroco, pensé con placer. Pues de todos los que habían sido interrogados ninguno, desde el principio, me había parecido tan capaz de hacer o decir algo imprevisible como Rider. Me había parecido, en la noche del crimen, la única persona rodeada de verdadero misterio. Con su aspecto grotesco, su fama de excéntrico y fanático, aquella extraña pregunta que me hiciera el día anterior, y, lo más singular e inexplicable, el hecho de haberlo hallado arrodillado junto a la cama de Mary Thurston sólo veinte minutos después del asesinato.

Sin duda, pensé, después de tantas cosas en el aire, los investigadores le extraerían algo concreto a este hombre. Sin duda hasta yo vería ahora esa «luz» que guiaba a monsieur Picon.

El párroco sonrió nervioso pero cortés al entrar, y se sentó con rapidez. No dejó de entrelazar los largos dedos frente a su pecho. Yo estaba seguro de que él también tenía miedo de algo. Esperó ser interrogado como si de cualquiera de las inocentes preguntas pudiera sobrevenir el desastre. Y sin embargo, pensé, le era difícil concentrarse. Su mente nerviosa volaba, y los ojos pálidos miraban vacíos. Algo sí era cierto: este hombre sufría.

—Perdónenos por molestarlo, señor Rider —comenzó lord Simon—. Pero, esperamos que pueda ayudarnos.

—Haré todo lo posible.

—¿Hace mucho que conoce a los Thurston?

—Desde que viven aquí. Han concurrido a mi iglesia, y han tenido la bondad de invitarme a la casa con mayor frecuencia de la que podía aceptar. Sabe, no tenía medios para devolverles la hospitalidad. Mi casa… —Se encogió de hombros y dejó de hablar como si acabara de darse cuenta de que quizás estaba hablando de más.

—¿Había algo en la casa que, digamos, le molestara? ¿Algún proceder, digamos, que le preocupara?

—Creo que no.

—Sin embargo anoche le preguntó al señor Townsend si no había notado «nada malo».

El párroco palideció.

—El señor Townsend, a quien entonces consideraba un joven discreto y de buen juicio, pudo haber visto evidencias que se me han escapado.

No había dudas de la indignación de su mirada. Me di cuenta de que mi papel como asociado de los investigadores traía consigo una sanción. Por cierto, me había ganado al menos dos enemigos.

—¿Evidencias de qué? —preguntó lord Simon sin levantar la voz.

—Evidencias de… escándalo. Yo había oído rumores.

Por primera vez en mi breve conocimiento de lord Simon le vi mostrar señales de enojo.

—¿Y consideró su deber investigar y verificar esos rumores?

—Sí.

—¿Ir a una casa a la que se le había invitado e interrogar a otro invitado sobre ellos?

—Sí. —Luego, muy quedamente, casi con timidez, agregó—: ¿Nunca sintió que era su deber llevar a cabo esos interrogatorios?

Lord Simon no se molestó en contestar. ¿Por qué iba a hacerlo? Sus preguntas eran impulsadas por su determinación a encontrar la verdad sobre el crimen, las del párroco eran chismes de comadres, si no algo peor.

—¿Y con exactitud qué eran esos rumores?

—No me agrada revivirlos ahora. De mortuis, sabe, de mortuis.

—Señor Rider, no me parece que sea éste el momento para que usted saque a relucir sus escrúpulos para hablar mal de otra persona, aunque esa persona esté muerta. ¿Cuáles eran esos rumores?

—Se ha dicho en el pueblo, y así llegó a mis oídos, que existía una especie de… entendimiento, entre la señora Thurston y el chófer.

Para todos nosotros, creo, llegó la desilusión que debe de sentirse cuando un inminente escándalo resulta ser un halo de noticias viejas. Yo, al menos, esperaba que Rider revelara algo nuevo.

—¿Usted ha tenido alguna evidencia de eso?

—No en realidad.

Lord Simon hablaba y actuaba como si tuviera un olor desagradable en la nariz. Era obvio que le desagradaba el aspecto del párroco.

—¿Y lo que oyó no le impidió aceptar la invitación de los Thurston a cenar anoche?

—Creí mi deber…

—Ah, sí. Me olvidaba de su deber. ¿Sabía que era hábito de la señora Thurston retirarse a las once de la noche?

El párroco miró a lord Simon en silencio.

—No —dijo al fin.

—A pesar de haber cenado aquí, ¿muy a menudo?

—Sí, muchas veces, muchas veces.

—¿Nunca se quedó a charlar con el doctor Thurston después de que la señora Thurston se hubiera retirado?

—Algunas veces.

—¿Y nunca oyó comentar que las once era su hora de irse a acostar?

—Ahora que lo menciona, me parece recordar algo por el estilo.

—¿A qué hora salió de la casa?

—Serían las once menos veinte, creo.

—¿Sabía entonces, cuando se fue, que pronto la señora Thurston se iría a la cama?

—Me habría acordado, de haber pensado en eso.

—¿De qué estuvo hablando con ella? Los dos estuvieron sentados solos un rato.

—Ah, de asuntos de la parroquia. Me dijo, recuerdo, que Stall, el mayordomo, que canta en el coro, pronto la dejaría.

—¿Expresó pesar?

—Oh, sí. Estaba muy contenta con él.

—¿Y usted?

—Tenía una buena voz de bajo.

Lord Simon se reclinó en la silla. Yo aparté los ojos del rostro pálido y contraído del párroco para observar el de su interrogador. Quizás fuera porque se aproximaba ahora a las preguntas más serias que lord Simon abandonó todo rasgo de enojo o disgusto y volvió a ser el de siempre, lento al hablar y en apariencia decadente.

—Bien, señor Rider, usted parece afecto a investigar en secreto. Fija la vista en la mala conducta de la gente y esas cosas. Apreciará las dificultades de un colega, y hará lo que esté en sus manos para sacarlo del agujero, ¿no? La cosa es que puede ayudarnos muchísimo. Espero que haga lo posible por responder a mis tontas preguntas. Ahí voy. Cuando salió de la casa, ¿adónde fue, con exactitud?

Era, estoy seguro, esta mismísima pregunta la que el párroco temía. Tragó saliva como alguien con garganta inflamada.

—Yo… decidí irme a casa cruzando el huerto.

—Veamos, es donde termina la casa, ¿no? ¿No se ve desde ninguna ventana?

—Así es. Hay un camino que lo atraviesa y da justo al jardín de la parroquia.

—¿Y usted tomó ese camino?

—Sí.

—¿Y se fue a su casa?

Pensé que ninguna de las preguntas formuladas esa noche habían provocado un silencio tan expectante como aquél. El párroco trabó y destrabó los dedos y mantuvo los ojos bajos. Cuando respondió, apenas se le oyó.

—No —dijo.

—¿No? ¿Adónde fue, entonces?

—A ningún lado. Me quedé en el huerto.

—¿Recogiendo fruta?

—No. No. No debe interpretarme mal. Me quedé en el huerto con una tremenda aflicción. Caminé y caminé atormentado.

—¿Qué le sucedía? ¿Se había sentado sobre un hormiguero o algo así?

—Lord Simon, esto no es asunto de risa. Estaba muy angustiado. Cuando le dije que la señora Thurston y yo habíamos hablado de asuntos de la parroquia, le dije una verdad a medias. También hablamos del chófer. La señora Thurston admitió que le tenía cariño. Cierto, dijo que su cariño era el de una madre por su hijo. Pero yo sabía, sentía que no era así.

Honi soit… —observó lord Simon—. De modo que eso le hizo caminar y caminar por el huerto durante, ¿cuánto tiempo?

—Estaba en el huerto cuando oí esos gritos desconsolados.

—¿Estaba allí? Debe de haber caminado una media hora, entonces.

—Eso supongo. Perdí la noción del tiempo. Y no pude decidir qué hacer. Pasaron algunos minutos, creo, antes de que reuniera coraje para volver a la casa. Pero al fin logré hacerlo. Fui a la puerta del frente y llamé al timbre. Me abrió Stall. Le pregunté qué había sido ese ruido y él me contestó: «La señora Thurston… en su cuarto. La han asesinado, señor». En seguida pregunté por el doctor Thurston, sintiendo que mi lugar estaba a su lado. Stall me dejó solo para hallarlo, pues él tenía que volver con la criada, que había tenido un ataque de histeria. Corrí al dormitorio y allí encontré el lastimoso y terrible cadáver de la pobre mujer. Hice lo que pude: me arrodillé a su lado. Así me encontraron.

Al terminar, el señor Rider hizo algo muy embarazoso. Escondió la cara entre las manos y se puso a llorar con violencia. El ruido se oía con claridad en esa habitación en silencio. Tampoco esta vez pude creerle (y confío en mis intuiciones) que llorara por Mary Thurston.

La voz de monseñor Smith lo interrumpió.

—¿Dónde trabajaba antes de venir aquí, señor Rider? —preguntó.

Obviamente, pensé, trata de aliviar al hombre haciéndole hablar de sí mismo de un modo menos comprometido. No podía haber otra explicación para una pregunta tan inconexa.

—Fui asistente del párroco en una parroquia de Londres.

—¿Y vino directamente a este trabajo?

—No. Tuve una… crisis nerviosa. El trabajo de Londres… Estuve enfermo un tiempo.

—¿Le importaría revelarnos la naturaleza de su enfermedad?

El párroco le miró boquiabierto.

—No fue nada serio. Sufría de ciertos delirios. En realidad —dijo, haciendo el anuncio con mucha solemnidad—, pensaba que era la Reina Victoria. Durante varios meses hablé exclusivamente en la primera persona del plural y tuve la desdichada costumbre de envolverme una chalina alrededor de la cabeza como si fuera la cofia de la viuda. Pero todo eso ha terminado, y me alegro. Me recuperé por completo hace siete años, y no he sufrido ninguna recaída desde entonces.

Por cierto que, si sólo esperábamos lo imprevisible, el señor Rider no nos desilusionaba. Sin embargo, fue necesario un hombre con la percepción e imaginación de monseñor Smith para descubrir que había sido algo más que un excéntrico, aunque ahora, al mirarlo, con las pálidas mejillas sucias de lágrimas y los ojos encendidos en una mirada ausente, me di cuenta de que tendría que haberlo visto mucho antes.

Monsieur Picon, quien se había mostrado perdido en los momentos de mayor histeria del párroco, volvió ahora a lo práctico.

—Estando en el huerto, m’sieur —dijo con amabilidad—, ¿no veía ninguna ventana de la casa?

—No.

—¿Para nada? ¿Durante todo el tiempo que estuvo allí?

—No.

—¿No recuerda si alguna ventana en el frente de la casa estaba iluminada?

—No.

Yo deseaba que Picon le dejara tranquilo. Estaba seguro de que el pobre hombre iba a volver a estallar en esos embarazosos sollozos.

—¿Dónde, précisement, estaba cuando oyó el grito?

No me equivocaba. En lugar de responder, el párroco una vez más se cubrió la cara.

—Déjeme, por favor —dijo—. He hecho daño. ¿Pero quién no? ¿Quién de ustedes está libre de culpa? Y el mal que he hecho no tiene nada que ver con ustedes. Nada. No puedo decir ninguna otra cosa para ayudarles a encontrar al asesino. Déjenme tranquilo.

Se puso de pie, tambaleándose y se dirigió a la puerta. Vi a los investigadores intercambiar miradas decepcionadas.