17

Yo estaba aprendiendo algo acerca de los efectos del crimen sobre la gente de lo que nunca me había apercibido leyendo sobre asesinatos. Era el inesperado efecto de las sospechas, el interrogatorio y la presencia de los hábiles detectives sobre todos los involucrados. Estas cosas ya habían dado por tierra con los absurdos modales teatrales de Stall, el mayordomo; habían llevado a Fellowes, un hombre siempre alegre, a mascullar monosílabos con tono amenazador, y habían dejado ver a Enid como una muchacha de carácter capaz de contar una historia, al menos su propia historia, muy bien.

Pero no estaba aún preparado para los cambios en los otros invitados, y menos que nada en David Strickland. Siempre me había parecido uno de esos pocos ingleses a quienes el adjetivo «rudo» le sienta de maravilla. Hasta su aspecto (cuello de toro, mejillas bronceadas y recorridas por las venas rojas que son fruto del alcohol, ojos duros) sostenía que sería invulnerable a este tipo de cosas. Yo esperaba encontrarlo breve y algo áspero, quizás, pero capaz de responder a cualquier pregunta que se le formulara a entera satisfacción.

Y sin embargo cuando entró en la habitación yo, que le conocía bien, estuve seguro de que se sentía muy nervioso. Les hizo una incómoda inclinación de cabeza a los investigadores y encendió un cigarrillo deprisa. Tuviera o no conexión con el asesinato, ocultaba algo. De eso estaba seguro.

—Perdón por tenerle que hacer una cantidad de preguntas tontas —dijo lord Simon, quien no tardó en hacer la primera—. ¿Alguna vez se cambió de nombre?

—¿Si me cambié de nombre? —repitió Strickland.

¡Ay, si yo pudiera tener más intuición! ¿La pregunta le sorprendía de verdad o trataba de ganar tiempo?

—Sí.

—No, nunca me lo cambié. ¿Por qué?

—Curiosidad. ¿Hace mucho que conoce a los Thurston?

—Unos años.

—Viene a menudo, ¿no?

—Sí. ¿Qué quiere decir todo esto, Plimsoll?

—Curiosidad, muchacho. ¿Anda seco?

Strickland respondió con frialdad.

—No, gracias. ¿Por qué? ¿Quería prestarme dinero?

Lord Simon permaneció imperturbable.

—¿Entonces April Boy ganó?

Strickland se incorporó a medias en su asiento.

—Mis apuestas no son asunto suyo.

—Lo siento mucho, amigo. Supongo que las apuestas deben ser sagradas. Algo entre un hombre y su Dios… o su corredor. Pero Butterfield oyó decir a un caballero de su misma profesión que esta semana usted estaba en un aprieto, y si quiere apostar cien libras a un caballo seis a uno sin que nadie lo sepa, le sugiero que no use la extensión de un teléfono que tiene a alguien como Butterfield pegado a la central.

—Le diré a Thurston que me parece infame este husmear en una casa donde uno está invitado.

—Cosas mucho más infames que ésta han sucedido en las últimas veinticuatro horas. Ha habido, por ejemplo, un asesinato.

—No me parece que justifique que se escuchen mis conversaciones privadas por teléfono.

—Bueno, dejemos la discusión, ¿eh? Quizás pueda decirme qué tal están las cosas entre usted y sus corredores de apuestas.

—No le voy a decir nada.

—Entonces se lo diré yo. Esas cien que puso esta mañana fueron la última tentativa. Está endeudado hasta las cejas, no tenía medios para conseguir el dinero, y apostó esto sabiendo que si el caballo no ganaba no obtendría las cien libras. Conocía sólo a un corredor capaz de aceptar la apuesta. Muy bien, ganó. Le felicito.

Strickland estaba más sereno ahora, pero parecía más peligroso.

—Escuche, Plimsoll, usted está aquí, aunque sólo Dios sabe quién lo trajo, para descubrir quién asesinó a Mary Thurston, no para indagar detalles de mis apuestas.

—Pero suponga (ojo, es una suposición) que haya relación entre las dos cosas.

—¿Qué diablos quiere decir? ¿Qué relación?

—¿Qué estaba haciendo anoche antes de la cena en el dormitorio de Mary Thurston?

Strickland se volvió furioso hacia mí.

—Nunca me ha caído simpático, Townsend. Siempre pensé que era un demonio mezquino. Pero no pensé que se uniera a este juego cobarde.

Iba a explicarle que no tenía derecho a guardarme información como ésa cuando Plimsoll continuó.

—Bien —insistió—, ¿qué hacía allí?

—Tenía que hablar con Mary Thurston.

—¿Y ella no pudo prestarle el dinero?

Esperé que Strickland saltara otra vez, incluso dudé si no habría una pelea. Pero quizás estuviera algo amedrentado por el hecho de que los investigadores estuvieran al corriente de su visita al dormitorio de la muerta. De cualquier modo, me sorprendió oírle decir:

—No —con voz profunda pero clara.

—¿Entonces robó el collar de diamantes?

Tampoco esta vez dio señales de enojo.

—No. Ella me lo dio. Al menos me dijo que lo empeñara. Con él conseguiría lo que necesitaba. —Después de un momento de silencio, continuó—. El día anterior le había contado por teléfono que estaba hundido, y ella prometió ayudarme. Ahora me dijo que lo sentía muchísimo, pero que había sucedido algo inesperado, y no podía. No sé a qué se refería.

—Es extraño —dijo lord Simon pensativo—, cuando dice la verdad es mucho más convincente.

—Ésa es la verdad.

—¿Ah, sí? ¿Entonces sus problemas habían terminado?

—Así parecía.

—Hasta esta mañana, cuando vio que la policía se había hecho cargo del collar. Bien. ¿Supongo que en el ínterin no hubo nada que pudiera ser catalogado como «problemático»?

—En el ínterin Mary Thurston fue asesinada.

—Ah, sí. Debemos volver a eso. ¿Usted fue el primero en irse a la cama, no?

—Creo que sí.

—¿Extraño en usted, no?

—Quizás. Pero me había levantado temprano esa mañana. Estaba cansado como un perro.

—¿Siempre está cansado como un perro después de haberse levantado temprano?

—No. Pero lo estaba anoche.

—¿No tuvo ninguna otra razón para irse temprano a acostar?

—Estaba algo aburrido. Townsend y el párroco juntos en una sola habitación son demasiado.

No me di por aludido, por supuesto, diciendo para mis adentros que no me dejaría llevar a sospechar de Strickland por el mero hecho de que tratara de ser grosero conmigo.

—¿Y sin embargo, a pesar de estar tan cansado, no se acostó en seguida?

—Tenía muchas cartas que escribir.

—Deben de haber sido urgentes.

—Lo eran.

—¿Cuándo salió de su dormitorio?

Sin un segundo de vacilación Strickland dijo:

—Cuando oí los gritos.

—¿No antes?

—No.

—¿Oyó a Mary Thurston cuando fue a acostarse?

—No que recuerde.

—¿No oyó voces que venían del cuarto de ella?

—No. La radio estaba encendida justo debajo.

—¿No sospechó que hubiera alguien en el cuarto de ella esa noche?

—Naturalmente que no.

—¿Su ventana estaba abierta?

—No lo creo.

Lord Simon miró a Strickland a la cara por un momento, y luego con un gesto dio a entender que no tenía más preguntas.

—Monsieur Strickland —dijo Picon—, voy a hacerle una sola pregunta. Es acerca de esos terribles gritos. Tenga la bondad de pensar con cuidado antes de decirme lo que quiero saber. Es un asunto insignificante, pero muchas cosas dependen de él. ¿De dónde vinieron los gritos?

La ridícula pregunta me habría sorprendido más si no la hubiera oído ya cuando le fue formulada a Stall. Aunque me di cuenta de que era muy poco original de mi parte y aunque sabía que siempre se había demostrado que mis reparos ante esta pregunta eran totalmente equivocados, no pude evitar pensar que el hombrecito por fin había perdido un tornillo.

—¿De dónde vinieron? —repitió Strickland—. De la habitación de Mary Thurston, por supuesto.

—¿Está seguro?

—Pues nunca se me ocurrió dudarlo.

Précisement. ¿Es por eso que está seguro?

—No. No, incluso cuando los oí por primera vez supe que venían del cuarto de Mary Thurston.

Monsieur Picon le miró, como si esperara una confirmación, pero al parecer decidió dejar las cosas así. Strickland fue hasta el botellón y se sirvió un trago.

—Para mí esto es de tercer grado —dijo con una sonrisa medio pusilánime—. Necesito un buen trago.

Alec Norris, que siguió, pudo decirnos muy poco. Su habitación estaba en el otro extremo del corredor, y no había oído nada, dijo, hasta que estallaron los gritos. No había visto a nadie después de ir a acostarse, excepto a Enid, que entraba en el cuarto de Williams cuando él volvía del baño.

—¿Se dio un baño?

—Sí; siempre me baño por la noche. Después trabajo, y me aclara la mente.

—¿Luego volvió a su habitación?

—Sí. Y me senté a escribir.

—¿Por lo general se viste después de bañarse por la noche?

—Siempre, si voy a trabajar.

Habló con precisión y calma. Toda huella de la histeria que exhibió al principio había desaparecido. La cabeza tipo calavera estaba erguida, y los ojos buscaban los del interrogador.

—Usted fue el primero en llegar a la puerta de la señora Thurston. ¿Puede recordar el orden en que llegaron los otros?

—Creo que sí. Primero Thurston, corriendo escaleras arriba como un loco, seguido por Williams y Townsend. Luego Strickland de su cuarto, luego Fellowes, creo, desde arriba, y, medio minuto después, Stall, también desde arriba.

—¿Vio a Enid?

—Sí. Pero no durante algunos minutos. Creo que la vi después de que echaran la puerta abajo. Salió de la habitación de Thurston blanca como un papel. Fellowes le habló, y ella corrió escaleras abajo.

—Tiene una muy buena memoria, señor Norris.

—Tengo una memoria entrenada.

Inesperadamente, monseñor Smith se volvió hacia él.

—¿Tengo entendido, señor Norris, que anoche expresó su interés hacia el crimen desde lo que usted llamó el punto de vista psicológico?

—Algo por el estilo.

—Suponiendo que la frase tenga algún sentido, ¿encuentra que este crimen en particular es interesante desde el punto de vista psicológico?

Alec Norris le miró, y por un momento me pareció que una sombra le atravesaba el rostro.

—No comprendo este crimen —dijo al fin.

—Yo tampoco —dijo Sam Williams con tristeza.