Para nuestra sorpresa, al sargento Beef le asaltó un súbito deseo de formular preguntas.
—¿Podría decirme —comenzó, pomposo— cuáles de las señoras y caballeros alojados en la casa tenían la chimenea de su habitación encendida anoche?
Pero Williams vino al rescate.
—Caramba, Beef —dijo—, estos señores tienen preguntas importantes que hacer, sería mejor perder el menor tiempo posible.
Uno o dos de nosotros se unió en rogarle a Beef que no detuviera el interrogatorio y así, después de murmurar algo como «tenía una buena idea», volvió a quedar en silencio.
—¿Vio a su hermano ayer? —preguntó lord Simon, volviendo incansable a su labor de interrogador.
—No. Para nada.
—Y sin embargo era su tarde libre.
—¿Ah, sí?
—¿Qué hizo usted ayer por la tarde?
Enid vaciló, y yo tuve la extraña certeza de que iba a mentir.
—Bueno —dijo al fin—, me había quedado hasta tarde la noche anterior, leyendo. Y no una novela policial —agregó con aspereza—. Por eso ayer por la tarde tenía sueño, y me fui a mi habitación a dormir una siesta.
—¿Cuándo vio a Fellowes por primera vez en el día de ayer?
—Antes de la cena. —Una vez más estuve seguro de que mentía.
—¿Tenía él algo en particular que decirle?
—No, nada especial, no.
—¿Nada sobre una trampa para ratas?
—Ah, eso no era nada especial. Cada vez que la señora Thurston quería hablar con él le decía algo sobre las ratas.
—Era un acuerdo, entonces. ¿Se lo mencionó Fellowes anoche?
—Sí. Me lo dijo.
—¿Le molestó?
—¿Si me molestó?
—Sí, Enid. Por increíble que le parezca, he dicho si le «molestó». Es muy torpe de mi parte, sin duda, pero me preguntaba si a la prometida de un hombre no le molestaría que él hubiera llamado a la habitación de su señora a las once de la noche para una «charla».
Enid se ruborizó, pero sólo dijo:
—Él sabe cuidarse solo. Nunca me preocupo por él.
—Una actitud muy sensata, no me cabe duda.
—Bueno, no había nada en eso. Usted sabe cómo era ella. Se sentía romántica con él, nada más. No me preocupaba.
—¿Sabe por casualidad cómo pasó la tarde del viernes la señora Thurston?
—Subió a dormir la siesta. No sé cuánto tiempo estuvo en su habitación.
—¿Era un hábito regular en ella?
—Bastante regular, sí.
—¿Durmió la siesta el jueves?
—Sí. Pero no tanto. Había pedido el coche para las dos y media.
—¿Y salió?
—Sí.
—¿Sabe adónde?
—¿Cómo iba a saberlo? El chófer la llevó.
—Ya veo. Muy bien, volvamos al día de ayer, viernes. ¿Subió a la habitación de la señora Thurston cuando se vistió para la cena?
—No, no soy su criada personal.
—¿Cuándo fue a la habitación por primera vez?
—Poco después de la cena. Fui a ordenar sus cosas. Las dejaba por cualquier lado cuando se vestía.
—¿Notó si las luces de la habitación estaban encendidas?
—Sólo encendía la lámpara de la mesa de luz. La del techo no.
—¿Eso sería, más o menos, a las diez?
—Sí. Creo que sí.
—¿Qué hizo cuando vio que faltaba una bombilla?
—Fui a pedirle una a Stall. Dijo que estaba ocupado y que la buscara yo.
—¿Lo hizo?
—No. ¿Por qué iba a hacerlo? A él le correspondía dármela. Él se ocupa de esas cosas. Entonces me dije a mí misma: muy bien, si la señora Thurston lo pregunta, lo digo y punto.
—¿Preguntó ella?
—¿Cuándo?
—Cuando fue a acostarse. La cocinera nos ha dicho que usted la siguió.
—Sí, pero no entré en la habitación.
—¿Por qué no?
Enid parecía solemne, y dudó.
—Cuando la señora Thurston llegó a su cuarto, yo no estaba lejos. La vi abrir la puerta y estirar la mano para encender la luz. Entonces la oí decir: «¿Qué haces aquí?». Y me quedé donde estaba.
—¿Qué tono de voz usó para esa pregunta tan interesante?
—Parecía un poco sorprendida.
—¿Sabía que usted estaba a sus espaldas?
—No creo que se diera cuenta. Supongo que, al encontrar a alguien en su cuarto se sorprendió demasiado como para notarlo.
—¿Oyó usted alguna respuesta?
—No.
—¿Entonces esperó para ver quién salía?
—¡Claro que no! —Por primera vez Enid estaba enojada—. No era asunto mío. Podría ser cualquiera de los caballeros. No sé.
—¿Sabe, sin embargo, que no era Fellowes?
—No era él, porque subió a su cuarto en ese momento, y pasó junto a mí en la escalera.
—¿Qué hizo usted entonces?
—Empecé a hacer los dormitorios. Fui al del señor Townsend, y luego al del señor Williams.
—¿Y al del señor Norris?
—No. Le vi entrar en su cuarto cuando fui al del señor Williams. Volvía del baño. Estaba haciendo el cuarto del doctor Thurston cuando oí los gritos.
Lord Simon se reclinó en su silla, acariciándose la barbilla. Luego de pronto se inclinó hacia adelante.
—Escuche, Enid. Usted es lo más cercano que tenemos a un testigo del asesinato. Queremos la verdad. Ahora dígame, ¿quién estaba en la habitación de la señora Thurston cuando ella entró anoche?
Ella le miró a los ojos.
—Juro que no lo sé, milord.
—¿Y no sabe quién sacó la bombilla?
—No.
En este punto hubo una interrupción inesperada y algo violenta. Se abrió la puerta de par en par y un hombre bajo y oscuro de enjutas mejillas e intensos ojos castaños típicos de las razas mediterráneas, entró en la habitación. Tenía un bigote negro y la innegable apariencia de un atorrante, de un apache francés, una especie exótica de salvaje. Avanzó derecho hacia Enid y la voz, tan inglesa, me sorprendió.
—No le digas nada —le aconsejó—, hasta que tengas un abogado. ¿Te han estado haciendo preguntas? No deberías haber contestado. No pueden obligarte.
Enid no pareció agradecer la consideración.
—No tengo nada de qué avergonzarme —dijo.
—Eso no importa. Son capaces de involucrar a cualquiera. No les digas nada, hazme caso.
Lord Simon había estado estudiando al recién llegado con frialdad.
—¿El señor Miles, supongo? —dijo.
—Sí. —Admitió Miles.
—Me alegra tenerle aquí. Quizás pueda ayudarnos. Tengo entendido que se enteró de nuestra reunión por Butterfield.
Butterfield entró en ese mismo instante.
—Hablé con el individuo, según sus instrucciones, milord. Encuentro su coartada perfecta. Era, como es sabido, su tarde libre. La pasó, no en el hotel, sino en una posada llamada el León Rojo. Estuvo jugando a dardos con el sargento, milord.
—Dardos —repitió lord Simon asqueado.
—Verifiqué la información. A las diez se quedó charlando con un grupo de personas frente a la puerta de esa taberna, hasta las diez y media, hora en que dos de ellos le acompañaron al hotel. Parece que los perdedores de este juego le pagan, y pido perdón por mencionarlo, milord, la cerveza a los ganadores. Este individuo y el sargento de Policía en equipo habían triunfado en casi todas las partidas, y estaban, en consecuencia, en un estado harto censurable. Sin embargo, a Miles lo llevaron hasta el hotel, donde el ayudante de cocina, que comparte su cuarto, lo desvistió, y dice que estaba dormido en la cama antes de las once, y no volvió a moverse. El sargento, según parece, fue llamado aquí.
—Si hubiera sabido que le interesaban los movimientos de Miles se lo habría contado —rezongó el sargento Beef.
—Entiendo. Así que tiene una coartada, amigo Miles. Bien, bien, es algo muy útil. ¿Y qué puede decirnos?
—Nada. Mi hermana no tuvo nada que ver con esto, y Fellowes tampoco. Así que pueden dejar de interrogarlos.
—Debe admitir que resulta algo extraño, Miles, que ustedes tres, con antecedentes tan interesantes, estuvieran tan cerca cuando se cometió el crimen.
—No veo qué tiene que ver. No hay nada en mi contra desde que salí. Fellowes ha andado derecho durante tres años. Y mi hermana nunca estuvo metida en nada. No tengo muy buena opinión —agregó— de los detectives que sospechan de la gente porque estuvo alguna vez en la cárcel.
—Nadie ha hablado de sospechas, Miles. Es sólo que la coincidencia me pareció interesante. ¿Sabe qué?, no creo mucho en coincidencias. ¿Quién propuso ese juego de dardos?
—Yo.
—¿Se encontró con el sargento Beef en el León Rojo, supongo?
—No. Fui a su casa.
—¿Fue y lo sacó para jugar una partida?
—Sí. ¿Qué tiene de malo? Es un buen jugador. Y venían dos tipos de Morton Scone que son muy buenos.
—De modo que fue, de alguna manera, por el honor del pueblo, que el sargento aceptó. Gracias.
Picon hizo una sola pregunta.
—Estos caballeros de Morton Scone, ¿le contaron algo de lo que ustedes llaman los chismes del lugar? ¿Había alguna noticia de Morton Scone?
Miles estaba honestamente perplejo.
—No. No que recuerde. No tuvimos mucho tiempo de hablar. Jugábamos fuerte.
En la habitación se hizo un silencio sólo interrumpido por los ronquidos de monseñor Smith. Yo había estudiado a Miles. Era pequeño, hábil, furtivo, he aquí a un hombre que, al menos desde el punto de vista psicológico, podría ser considerado culpable. He oído hablar de lo traicioneros que son estos hombres de sangre mixta, y mirándolo no me era difícil de creer. Esa mano larga y algo amarilla, apoyada en el respaldo del asiento de su hermana, pudo haber usado el cuchillo de la forma en que lo usaron. Y la agilidad casi felina de este hombre pudo haber superado los obstáculos inexplicables. Pero su coartada, como dijo Butterfield, parecía irreprochable, de modo que mi mente dejó ir a otro sospechoso.
—De todos modos —dijo—, no voy a permitir que le hagan más preguntas a mi hermana. No mientras no tenga un abogado. No tendrían que haberle hecho ninguna. No es justo, en un caso serio como éste.
—Todo lo que queremos, mon ami —terció monsieur Picon—, es la verdad.
—Muy bien, pueden encontrarla sin interrogarla más. Vamos, Enid.
Ella se puso de pie sin decir una palabra, y fue escoltada por Miles fuera de la habitación con una desafiante mirada dirigida a nosotros.
—No tiene importancia —dijo monsieur Picon—. No podía decirnos nada más. Entonces, si le creemos a ella y a su amante, alguien esperaba en la chambre de madame Thurston cuando ella subió ayer.
—Y esa persona —me sentí obligado a decir— pudo ser una de cinco. Pudo haber sido Norris, Strickland, Stall o el párroco. Pero pudo ser también alguien de cuya presencia en la casa no tenemos noticia.
—O alguien de cuya existencia no tenemos noticia —agregó Sam Williams.
—Es decir, siempre suponiendo que Enid y Fellowes no lo han inventado —sugirió Picon—. Sólo tenemos la palabra de Enid y de su novio de que estaba allí.
—Sí, parece que no hemos avanzado mucho, ¿no? —dijo lord Simon sonriendo.
—¿Quién sabe? —replicó monsieur Picon—. Un poquito de luz por aquí, un poquito por allá, y de pronto, voilà!, sale el sol y es de día.
—Y lo será pronto —masculló el sargento Beef— si no se apuran.
—Bien, bien, mi amigo Boeuf. Pero recuerde el proverbio, vísteme despacio que tengo prisa, ¿no? Es el turno del joven Strickland.