Si el chófer había sido poco comunicativo, la muchacha que había sido aludida como su prometida compensó las cosas. Parecía tener mucho que decir, tanto sobre la vida de ambos antes de entrar al servicio de los Thurston como sobre los sucesos del día anterior. Se necesitaron pocas preguntas para recibir de ella mucha información que los investigadores pudieron haber solicitado o no.
Era una muchacha bonita. Estaba molesto conmigo mismo, observándola ahora, al pensar lo poco observador que había sido en el pasado. Quizás pudiera culpar en cierta medida a mi educación, pero me temo que hasta ese momento no la había considerado como un ser humano. La había visto muchas veces, por supuesto, en las muchas ocasiones que visité la casa. Pero más allá de un alegre buenos días al pasar a su lado, le había prestado muy poca atención.
Con su espeso pelo castaño, y sus acuosos ojos castaños, podría haber tenido una cara insípida, de no ser por la casi traviesa inclinación de la nariz y la boca graciosa e inquieta. Parecía inteligente, llena de carácter, atractiva, pero también voluntariosa. Era una joven, no me cabía duda, que no se amilanaría ante un acto desesperado si era necesario. Por otro lado, sería capaz de lealtad, pensé. Una cara interesante y una criatura interesante.
La historia que contó en respuesta a las preguntas de lord Simon sobre el pasado fue inesperada. Había nacido en el Soho, hija de madre griega y padre inglés. El padre tenía un kiosco de diarios, y hacía trabajos para un corredor de apuestas, pero cuando ella tenía unos doce años llegó a la casa una vez diciendo que una banda de las apuestas de las carreras le buscaba para matarlo y tenía que desaparecer. Nunca supo si la historia era cierta o si se trataba de una excusa para dejar a su madre, a Enid y a su hermano, pero se fue de todos modos, y no habían vuelto a verlo.
La madre fue totalmente incapaz de hacer marchar el negocio, pues ni siquiera sabía escribir. Antes de dos meses les confiscaron las existencias por atrasos en el alquiler y los tres se mudaron a una habitación de alquiler.
En este punto el sargento Beef interrumpió a título oficial.
—¿Una habitación? —preguntó.
—Estaba dividida por una cortina —dijo, y continuó la historia.
Según su relato ella tenía dieciséis años y pronto consiguió trabajo como empleada doméstica con una pareja que tema un pequeño negocio de tabaco y golosinas en Battersea. Dejó a su madre, y quizás previsiblemente por las circunstancias en las que fue criada, ahora tenía que admitir que no había vuelto a verla ni a saber nada de ella. Volvió una vez, más o menos un mes después, a su anterior hogar, para encontrarse con que la griega que debía dos meses de alquiler había desaparecido durante la noche.
—Lo único que me dieron los de la casa —dijo Enid— fue un trompazo cuando se enteraron de que yo no iba a pagarles el alquiler atrasado.
Pero, según sus palabras, se «mantuvo decente». Pronto se fue del negocio en Battersea, donde la «trataban como si fuera basura» y encontró trabajo con una joven pareja. Y a medida que pasaba el tiempo se fue cambiando de un lado a otro, intentando siempre «mejorar». Con esto significaba no sólo ganar más, sino encontrar trabajos con gente más educada de quienes pudiera aprender cómo comportarse.
Sus ambiciones parecían ser sólo sociales. «Mejor» para ella quería decir más cerca del refinamiento. Y a mí me dio la impresión, mientras ella hablaba, de que no había permitido que nada se interpusiera en su camino. Una nueva expresión le apareció en la cara y en la voz mientras hablaba, una dureza que me sorprendió. Esta mezcla de sangre inglesa y mediterránea, pensé, podía ser peligrosa. Pero intenté mantener la mente abierta.
Su encuentro con el hermano, cinco años después de la separación, fue melodramático. Se vieron y se reconocieron en un salón de baile. Y con su hermano, esa noche, estaba Fellowes.
El hermano parecía tener mucho dinero, pero no dio ninguna explicación. Dijo que trabajaba, «en electricidad», y no le dio la oportunidad de hacer más preguntas. Él también había dejado a la madre, o mejor dicho ella le había dejado a él cuando consiguió trabajo en la cocina de un restaurante griego.
Esa noche le escribió su dirección al hermano en un pedazo de papel, pero no tuvo noticias de él hasta unas semanas más tarde cuando Fellowes fue a verla. Le dijo entonces que su hermano estaba en la cárcel por robo. Ella se había dado cuenta enseguida, dijo, de que su prosperidad no respondía a ninguna actividad honrada, sino más bien que parecía ser un delincuente profesional. Mientras estuvo en prisión, ella vio mucho a Fellowes y nos dio a entender que pronto surgió «afecto» entre ellos. Él admitió haber ayudado a su hermano en varios «trabajos», pero no vaciló en prometerle que no volvería a llevar esa vida.
Sin embargo, cuando el hermano salió de la cárcel, él y Fellowes volvieron, como dijo Enid, «a las andadas» y como secuela de esa amistad los dos fueron arrestados y condenados a prisión. Pero esto no estaba, se apresuró Enid a explicar, en la naturaleza de Fellowes. Era el hermano quien lo había arrastrado.
—¿A pesar de la promesa que le había hecho a usted? —preguntó lord Simon.
—Bueno, no tenía trabajo —fue la defensa de Enid.
Cuando salió, sin embargo, un año antes que el hermano, quien era ya considerado un delincuente sin remedio, ella pudo ayudarlo. Trabajaba con los Thurston y, hablando con la señora Thurston y contándole toda la verdad, la convenció de que lo contratara como chófer. Durante casi tres años, nos aseguró, él había andado derecho, trabajando y ahorrando parte de su sueldo.
—¿Hasta que reapareció su hermano?
—Eso no cambió nada. Mi hermano no ha hecho nada malo desde que salió.
—Soy capaz de creer en un delincuente reformado —dijo Sam Williams—, pero dos es muy difícil.
—Bueno, pero es cierto —dijo Enid—. Mí hermano…
—Empleado como portero en el hotel…
—Sí. ¿Y por qué no? Tiene un trabajo decente. Veinticinco a la semana, y propinas, además de alojamiento y comida. Se lo consiguió la señora Thurston, y sabía todo sobre él. Pregúntele al sargento si no ha andado derecho.
—No hay quejas hasta ahora —admitió Beef.
—Entonces me pregunto por qué Fellowes no mencionó que Miles era su hermano.
—¿Acaso se lo preguntó? ¿Por qué iba a decirle lo que no le preguntaban? Es de pocas palabras.
En seguida terminó de contar la historia. Ella y Fellowes habían decidido casarse, y abrir un hotelito propio. Lo habían pensado siempre. Y los dos habían ahorrado dinero. Estaba el testamento de la señora Thurston, pero claro, ella no lo tenía en cuenta. La señora Thurston podía vivir otros treinta años. Y ella no iba a pasarse todo ese tiempo en el servicio doméstico.
En este punto las sospechas en mi mente se apartaron de las otras personas que podrían haber estado involucradas en el asesinato de Mary Thurston y se concentraron por un momento en este trío. Me pareció demasiada coincidencia que dos hombres y una mujer, los tres surgidos en mayor o menor medida de las clases bajas, estuvieran en la escena del crimen sin estar involucrados.
No veía, por supuesto, cómo podían haberlo hecho, pues no veía cómo nadie podía haberlo hecho, pero me dio la sensación de que uno o dos, o los tres, eran culpables. Y no niego que me apenaba. Me habría gustado pensar que la historia de la muchacha fuese cierta. Todos ellos habían luchado por la existencia. Pude percibir algunas señales de esa lucha: la agotadora lucha de la muchacha en el más sórdido servicio doméstico a una edad en que tendría que haber estado en la escuela. Los años de mala alimentación y exceso de trabajo. Y para los hombres, la soledad y la tensión de una vida en la cual habían entrado probablemente por desesperación y por necesidad.
Pero estaba esa dureza de Enid, ese salvajismo de Fellowes que parecía probar que eran capaces de cualquier acto violento, si la violencia les convenía. Y aunque todavía me resistía a pensar que alguno de ellos había usado el cuchillo, ya no sentía que fueran inocentes.
Súbitamente, me asqueé de todo el asunto. Esta despiadada caza del criminal me parecía grotesca. Lord Simon, bebiendo su coñac con delicadeza, consideraba todo como si fuera una absorbente partida de ajedrez, «algo en qué ocuparse», y por un momento perdí la paciencia con él. Y el brillante Picon, cuya humanidad era más evidente, tampoco podía evitar disfrutar de sus propios esfuerzos, y esto me perturbaba. Por cierto, yo nunca había oído que monseñor Smith entregara a un hombre a la Ley, pero hasta eso era debido al hecho de que los delincuentes que él descubría tenían la costumbre de suicidarse antes de que él revelara la identidad.
Claro que, de alguna manera, yo quería que se vengara a la pobre Mary Thurston. Pero al ver a los investigadores con el apetito exacerbado por el interrogatorio al que iban a someter a esta hermosa muchacha, mi placer desapareció, y me vinieron ganas de dejarlos a solas con sus preguntas, y salir al aire fresco. Pero me ganó la curiosidad; y sirviéndome otro whisky con soda me recliné en mi silla para escuchar las preguntas que le harían a Enid, ahora que habían llegado al momento de averiguar sus movimientos de la noche anterior.