Fellowes parecía haber dejado de ser el elegante y bien educado chófer que me había ido a buscar tantas veces a la estación del pueblo. Se sentó en la silla que se le ofreció, con la cabeza inclinada sobre el pecho, de modo que cuando sus ojos se levantaron para mirar a su interlocutor tenía una apariencia casi ceñuda. Parecía hosco y en guardia. Me decepcionó, pues de algún modo esperaba que probara su inocencia, y sentí que causaba una mala impresión en los investigadores.
Por primera vez me permití una especulación puramente psicológica o instintiva para trabajar. ¿Era éste el tipo de hombre capaz de asesinar a Mary Thurston? ¿Podía imaginármelo haciéndolo? ¿Estaba en su naturaleza hacer tal cosa?
Nunca lo había observado de cerca sin sombrero hasta ahora. No pude dejar de admitir que la frente cuadrada y recta, y la línea baja donde empezaba el pelo grueso, sugerían algo brutal en él. Y sin embargo sus modales tenían un aire de despreocupación y bondad de hombre de mar que parecía contradecir lo anterior. En términos generales, me pareció que si era culpable era una provocación extrema, si tal cosa era posible. En el caso de que hubiera cometido el asesinato, no hubiera sido por avaricia o mezquindad.
Lord Simon comenzó en tono ligero.
—¿Conoce a un tipo llamado Miles? —preguntó.
Fellowes levantó los ojos rápidamente.
—Sí —dijo, con curiosidad en la voz.
—¿Hace mucho que lo conoce?
—Algunos años.
—Estuvieron metidos juntos en un lío, ¿no?
—Dios santo. ¿Va a sacar eso a relucir? —se quejó Fellowes.
—No puedo evitarlo. ¿Cuándo vio a Miles por última vez?
—Esta mañana.
—¿Le vio ayer?
—Sí, por la tarde.
—¿Dónde?
Una larga pausa.
—En el pueblo. —Era evidente que Fellowes estaba decidido a dar la menor cantidad posible de información.
—¿Se habían citado?
—No.
—¿Dónde pasó la tarde de ayer?
—Fui a buscar al señor Townsend a las cinco y cinco.
—¿Y antes de eso?
—Tenía libre.
—¿Qué hizo?
—Estaba probando el motor del coche. Acaban de rectificarlo.
—¿Había alguien con usted?
—No —dijo Fellowes, categórico.
—Usted fue marino, ¿no Fellowes? Vida en la cresta del océano y todo eso.
—Estuve unos años en la marina mercante.
—Una vida muy dura, ¿no?
Sonrió.
—Supongo que sí, muy dura. —¿Alguna vez vio matar a alguien?
—Vi a un muchacho devorado por los cocodrilos una vez. Fue cruzando un río, en Oriente.
—Así que con esas espeluznantes experiencias y una temporadita encerrado puede decirse que es usted un hombre rudo.
—¿Es ése su método para echarme el fardo de esto? —preguntó Fellowes con agresividad.
—No es más que una de mis preguntas tontas —dijo lord Simon volviendo a cruzar las piernas—. Y ahora dígame algo más interesante. ¿Qué había entre usted y la señora Thurston?
Esta pregunta pareció hacer mucho más tensa la atmósfera. Y hasta el sargento Beef pareció interesado.
—Ah, eso —balbuceó Fellowes—. Nada, realmente.
—¿Nada en absoluto?
—Bueno…
—Vamos, muchacho. No me va a decir que es vergonzoso.
—No fue nada importante. Supongo que se encariñó conmigo.
—Sin ninguna reciprocidad de su parte, por supuesto.
—¿Qué quiere decir?
El sargento Beef vino, como un caballero, al rescate.
—Quiere decir si usted se entendía o no con la señora.
La respuesta de Fellowes fue extraña, y pareció el resultado de una vergüenza genuina.
—No más de lo que podía evitar.
—¿Le preocupaba?
—Un poco.
—¿Por qué?
—Bueno, el doctor Thurston era una buena persona. No me gustaba estar metido en algo así.
En este momento respeté a Fellowes. Me pareció ver en un segundo lo sucedido. Mary Thurston, indulgente, estúpida, afectuosa, y su romántico affaire con el apuesto pirata. Nada serio, por supuesto. Pero a ella le gustaba que él estuviera cerca. Que le abriera la puerta del auto y le arreglara las mantas. Quizás le diera cosas, y esperara esas pequeñas atenciones que demuestran los jóvenes amantes. Casi como esas robustas millonarias inglesas y norteamericanas que uno ve en Mallorca con un joven al lado.
—¿No había otra cosa que le preocupara?
—Sólo cuando quería que dejara de hablar con ella.
—¿Como anoche?
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que se quejó de oír ratas en la cámara de las manzanas, y le dijo que pusiera una trampa.
—Así es, lo hizo.
—¿Y usted la puso?
—Sí.
—¿Habló con ella?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque… cuando llegué a su puerta, oí a alguien en el interior hablando con ella.
—¿Quién era?
—No sé. Un hombre.
—¿Oyó algo de lo que dijeron?
—No. No me quedé a escuchar. Subí y puse la trampa.
—¿Qué hora sería?
—Apenas pasadas las once.
—¿Cómo lo sabe?
—Miré el reloj de la cocina.
Si era el resultado de un ensayo, honestidad o una ingeniosa mentira, no lo sé, pero noté que Fellowes daba sus respuestas rápida y claramente. Casi nunca dudaba.
—¿Y después de poner la trampa?
—Fui a mi dormitorio.
—¿Se desvistió?
—No. Me saqué la chaqueta.
—¿Después?
—Después, en seguida, oí los gritos.
—¿Nada más? ¿Nada antes de eso?
—No.
—¿Le gusta cultivar su físico, no, Fellowes? ¿Hace gimnasia y esas cosas?
—Sí.
—¿Cuándo fue al gimnasio por última vez?
—Hace más de una semana.
—¿No sabía, entonces, que faltaban las sogas?
—No —la respuesta fue lenta y hosca.
—¿No hay otra cosa que sepa, nada que quiera contarnos?
—No.
—Pero, amigo mío… —Fue Amer Picon el que interrumpió ahora, incapaz de contenerse por más tiempo—. No nos ha dicho nada, nada interesante. Hay muchas preguntas que puede, como dicen ustedes, aclarar. Por ejemplo, ¿qué pensaba su jovencita, su fiancée, de las amables atenciones de madame Thurston para con usted?
—¿Qué jovencita?
—Allons, mi amigo, no tiene por qué simular ese aire de inocencia. La criada, Enid.
—¿Ella? No veo por qué hay que mezclarla en esto.
—Todos, tout le monde, los que viven en esta casa, están mezclados en esto. ¿Qué decía ella?
—No le gustaba mucho. —Volvió a hablar con voz hosca, sin emoción, sin adornar los hechos escuetos.
—¿Entonces sabía bien que había algo?
—Sabía que la señora Thurston solía hablar conmigo.
—¿Y estaba celosa, quizás?
—No. No celosa. Sabía que no había nada.
—Con la mente lo sabía, con el corazón dudaba. La mujer es así, mon ami. ¿Hace mucho, quizás, que conocía a esta joven? ¿Antes de venir a esta casa?
—Sí.
Esto me sorprendió, apenas supe por qué. Supongo que porque había supuesto que se habían conocido y enamorado en la casa de los Thurston. Pero admiré a Picon por pensar en otras posibilidades.
—¿Antes de conocer a Miles?
—No. Después.
—Bien. Un trío, por lo que veo.
Fellowes no respondió.
Monsieur Picon pareció irritarse y formuló la siguiente pregunta con firmeza.
—¿Trepa muy bien por una soga, n’est-ce pas?
Fellowes le miró directamente a la cara.
—Sí.
—Y ha pensado en poner una pequeña posada, según creo.
Esto asombró al chófer.
—¿Y eso que tiene que ver con usted? ¿No puedo tener proyectos sin que se inmiscuyan? ¿Y si así fuera?
—En ese caso, me gustaría saber de dónde viene el dinero para una empresa tan interesante.
—¿No se puede ahorrar un poco sin despertar sospechas?
—Quizás. Quizás. Y ahora dígame algo igual de interessant. ¿Quién entró primero al servicio del doctor y la señora Thurston, usted o Enid?
—Ella.
—¿Y le consiguió el trabajo?
—Le dijo a la señora Thurston que yo estaba sin trabajo. ¿Algo más que quiera saber?
—Por favor. Otra cosita. Muy pequeña, pero muy importante. Nos dijo que ayer por la tarde no anduvo cerca de la casa. Conducía el coche porque no se puede forzar durante algún tiempo después de las reparaciones. ¿Es así?
—Sí, lo estaba comprobando.
—Para probarlo, ¿tendría la amabilidad de decirme algo que pudiera, como se dice, establecer una coartada? ¿Algo que demuestre que estuvo lejos de aquí? Alguien con quien habló. Algo que notó.
Fellowes no levantó la mirada por unos segundos. Me pregunté si buscaba en su memoria la información requerida o si dudaba sobre la conveniencia de proporcionarla. El tono de monsieur Picon había sido suave, pero se hizo un silencio tan interesado en la habitación mientras el chófer vacilaba, que le hacía sentir a uno que detrás de la inocente pregunta podía ocultarse una importancia siniestra.
—Sí —dijo Fellowes al fin—. Puedo decirle algo. Noté que la bandera de la torre de la iglesia en Morton Scone estaba a media asta.
Picon saltó.
—Lo notó. Es muy interesante.
Luego el sargento Beef volvió a interrumpir.
—Está bien —dijo—. Tiene que ser verdad. El doctor de Morton Scone que vivió allí veinte años murió ayer por la mañana.
—¿Ah, sí? Eso es aún más interesante. Gracias.
Y el extraordinario hombrecito se sentó, habiendo finalizado su interrogatorio.
Fue innecesario apelar a monseñor Smith esta vez. Con franqueza, me decepcionaba el clérigo investigador. Parecía haber perdido todo interés en los procedimientos. Claro que me daba cuenta de que el caso no presentaba los fenómenos a los cuales él estaba acostumbrado. No había desconocidos altos con barba homérica y capas negras, ni apellidos desusados o alterativos, ni fantasmas que resultaban no ser fantasmas, ni cosas sobrenaturales, que se volvían más horripilantes cuando se probaba que eran naturales, ni artistas, ni norteamericanos. Sin embargo, no me parecía que este crimen fuera tan poco interesante. No veía por qué tenía que demostrar tal aburrimiento. Pues ahora, desde el montón negro sobre el sillón, venía un sonido regular, claramente audible, y no muy amable. Monseñor Smith roncaba.