13

Fue en este momento cuando hizo su aparición la cena fría prometida por la competente señora Storey. Stall la trajo en dos mesas rodantes y nos sirvió la comida con tanto sentido de la urbanidad como si no se le hubiera oído gritar indignado unos minutos antes. Sus modales eran una vez más impecables, y la palabra chantaje parecía no haber herido jamás sus oídos.

La comida también era excelente. Recuerdo que comí tres empanadas de langosta con tanto gusto como si la propia Mary Thurston estuviera allí para insistirme que comiera más. Y con ellas tomé una bebida que me gusta mucho, aunque los gourmets digan que no habría ni que pensar en eso cuando uno come: un whisky sin hielo en vaso grande, lleno hasta el borde con soda.

Lord Simon se estremecía al verme.

—Pero, muchacho —dijo, sin lograr contenerse—, eso es mortal, ¿sabe? Absolutamente mortal.

—Nunca me ha hecho daño —dije sonriente. Me había dado cuenta de que esperaba de mí que actuara como una especie de tonto; para captar la última sutileza del trabajo de un investigador había que serlo.

—¿Y supongo que ahora se fumará un cigarro? —dijo sin aliento, como si le doliera.

—Ésa es mi intención.

—Dios se apiade de su estómago, entonces. ¿Qué piensa del caso hasta ahora?

Mis conclusiones, debo admitirlo, eran en ese momento un poco confusas. Y cuando traté de expresarlas bajo la amable mirada de lord Simon, no parecieron de mucha utilidad. Sobre algo no me cabía duda: que Stall sabía más de lo que había admitido. De lo contrario, ¿por qué mintió sobre la hora en que recibió el dinero? El jueves, dijo, pero había todavía algunos gramos de rapé sobre su tocador cuando lo revisamos. El tocador tenía tapa de vidrio. En una casa tan limpia como ésta, era imposible que pudiera escapar al plumero de Enid el viernes por la mañana. ¿Pero por qué había mentido Stall? Seguramente no pudo haber cometido el crimen, pues estuvo fuera de esa puerta cerrada casi junto con nosotros. Pero claro, lo mismo era cierto para todos los demás.

En este punto vi una débil sonrisa dibujarse sobre los aristocráticos labios.

—¿Todos? —dijo lord Simon.

—Bueno, todos excepto el párroco y el nuevo sospechoso, Miles. En líneas generales, creo que probablemente haya sido uno de estos dos, aunque no veo cómo pudo ser el párroco, ni dónde estaba cuando entramos en la habitación. Y por más que Miles fuera un asaltante experto, ¿cómo pudo entrar o salir por esa ventana? Y por si algún medio usó una de las sogas para entrar por la ventana de arriba, ¿cómo no lo vio alguien, y cómo salió del hotel después de las diez y media? Además, ¿qué motivo tenía?

—Confuso, ¿no? —dijo lord Simon.

Seguí aventurándome. Pensé en la cocinera. Era una mujer decidida, evidentemente con fuertes prejuicios. Y no tenía coartada para el momento del asesinato. O Norris. ¿Qué tal Norris? Nadie le había prestado demasiada atención. Estuvo en el lugar del crimen en seguida. Pero eso podría hablar en favor de él. Después de todo, no pudo haber atravesado la puerta, y no tuvo tiempo de venir por otro lado. ¿Y Strickland? Dormía en la habitación de al lado. Eso era sospechoso, sin duda. Pero había salido del cuarto muy deprisa. Y no había un saliente por el que pudiera haber escapado. Quedaba Fellowes. Un tipo violento y, según parecía, un donjuán. Un romance con Enid y algo parecido con Mary Thurston.

—De hecho —dijo lord Simon—, ¿sospecha de todos?

—Bueno, eso parece. Aunque no veo cómo ninguno de ellos pudo hacerlo.

—¿Y el hijastro?

—Ah, sí —repliqué con inocencia—. Me olvidaba de eso. Bueno, aquí otra vez se abren varias posibilidades. Primero pensé que era Strickland. Pero ahora no estoy tan seguro. ¿Por qué no puede ser Norris? ¿O Fellowes? ¿O Miles?

—O usted —dijo lord Simon con serenidad.

—Bueno, sucede que no soy yo —respondí, sin darle mucha importancia al comentario—, pero entiendo lo que quiere decir.

—Al menos, lo encuentra todo muy misterioso, ¿no es así? —añadió lord Simon.

—Claro que sí. ¿Usted no?

—Tengo mis momentos de lucidez —dijo lord Simon—, pero todavía me falta mucha información. A propósito, ¡Beef! —dijo, dirigiéndose a Beef al otro lado de la habitación.

La boca del sargento estaba llena de pastel de conejo, pero emitió un sonido que quería ser una respuesta.

—¿Revisó los antecedentes de nuestro próximo testigo, Fellowes, el chófer?

El sargento tragó con tanta violencia que la garganta pareció distendérsele como la de un pollo.

—¿Antecedentes? —dijo—. ¿Qué antecedentes?

—Antecedentes criminales, claro —dijo lord Simon, que parecía disfrutar poniendo incómodo al sargento.

—No sabía que tuviera —dijo este último enfurruñado.

—¡Caramba! Menos mal que tengo a Butterfield. Averiguó que Fellowes cumplió una condena de dieciocho meses en la cárcel hace cuatro años, por robo. Violento, creo.

—No puedo saberlo todo —murmuró el sargento Beef—. Y además no tiene nada que ver con el caso —agregó.

Lord Simon se encogió de hombros.

—Beef de la noche, hermoso Beef —murmuró.

Yo me acerqué a Picon. El hombrecito masticaba con alegría, casi exaltado. No recordaba haberlo visto disfrutar de una comida antes de ésta, y me parecía delicioso ver cómo los colores le subían a sus bovinas mejillas.

—No importa qué otra cosa sea mademoiselle Storey —dijo—, es una vedette.

Le expliqué que con ese término en nuestra lengua la acusaba de actuar en locales de music-hall, y él asintió agradecido.

—¿Ya le encontró la punta a este asunto? —pregunté.

—¿Encontrarle la punta? —Se rio—. ¡Linda frase! Pero no es Papa Picon el que le encontrará la punta. Pas du tout!

—Quiero decir, ¿ya lo entiende?

—Le diré. Veo más luz. ¿Pero qué es eso? Una mota. Un punto negro. No todo está nublado. Pero allons, mon ami. Todo a su tiempo. Yo, Amer Picon, lo he dicho. Y, entonces, usted dirá: «Ah, ¿cómo no me di cuenta?».

—Qué bien. Pero dígame, monsieur Picon, ¿qué quiso decir cuando le preguntó a Stall de dónde venían los gritos? Me pareció una pregunta muy extraña.

—Una idea, nada más. Sólo una idea. Muy pequeña. Muy chiquita. Pero, voyons. Ya veremos. A veces, hasta Amer Picon tiene una idea, ¿no? Muy infantil, muy simple, quizás. Pero una idea al fin y al cabo.

Y eso fue todo lo que pude sacarle. Monseñor Smith, por otra parte, estaba muy dispuesto a hablar, aunque no podría decir que me esclareció mucho. Ya que me encontraba arrojado en este papel del tonto preguntón y crédulo, ante quien los grandes investigadores podían elucubrar sus adivinanzas, resolví sacar el mejor partido de esto, y ver si él podría aumentar mi perplejidad o disiparla.

—Es muy sencillo hasta el punto al que hemos llegado pero, como todos los misterios, no ha avanzado mucho. ¿No le parece que eso es siempre lo más misterioso, el caso planteado a medias, el carácter formado a medias? El licántropo ha sido la criatura más aterradora de la mitología porque es mitad hombre. El centauro era un horror porque era mitad bestia. El problema con el pensamiento moderno es que no se pone todo el corazón en él, sino la mitad…

—Pero, monseñor Smith —le interrumpí, temiendo que continuara en esta tesitura toda la noche—, ¿quién cree usted que usó el arma? —Pensé que mi pregunta no podía ser más directa, y no podía dejar de obtener una respuesta igual de directa.

—Eso es muy fácil —fue la calma respuesta—. Pero lo que tratamos de descubrir es quién mató a la señora Thurston.

—Entonces… ¿entonces no cree que la hayan matado con ese cuchillito oriental?

—Lo siento, pero creo que fue así, sí.

—¿Entonces?

—Las doscientas libras son las que me intrigan.

—Pero no hay misterio en eso. Era lo máximo que le podían quitar a Mary Thurston en ese momento.

—Y si esa suma fue retirada y pagada, ¿por qué no habría de sonar la campanilla de la puerta del frente? Me gustaría que hubiera sonado. Una campanilla puede sonar cuando muere un hombre, pero también puede salvar su alma.

—¿Cómo sabe que no sonó? —le pregunté—. Después de todo, la cocinera no estaba segura. Dijo que la chica estaba en pleno ataque de histeria, y podría no haberlo notado. Por lo que sabemos, pudo haber sonado.

Parpadeó en mi dirección con solemne interés.

—Es cierto. Sí. Creo que tiene razón. La campanilla pudo sonar para avisar a los que estaban en la cocina que había alguien afuera. Por otro lado, ¡pudo sonar para avisarles que alguien no estaba afuera!

No me pareció que esta clase de especulación, por brillante que fuera, y lo sería, sin duda, pudiera ayudarme mucho para descubrir la identidad del asesino, y dejé a monseñor Smith con su vaso de vino tinto y un bizcochito de avena.

Más por compasión que por otra cosa me acerqué al viejo Beef. La investigación, hasta el momento, le había dado un estupendo apetito y una sed envidiable. No había desaprovechado ninguna de las dos cosas, pero aunque las provisiones de comida y bebida eran abundantes y variadas, supuse que se sentiría mucho más cómodo en su lugar de siempre en el bar.

—No me sorprendería si esto me sienta mal —dijo, refiriéndose a la tarta de frutas con crema que estaba terminando—. Mi cena por lo general es pan y queso.

—Es muy agradable —admití—. Bien, sargento, ¿qué piensa de la investigación?

—¿Qué pienso? Una pérdida de tiempo de mil demonios, eso es lo que es. Esta noche tenía una partida de dados —agregó con pesar.

—Pero tenemos que hallar al asesino —le recordé.

—¿No le dije que ya sé quién es? —dijo, poniéndose rojo de impaciencia—. Está más claro que el agua.

—¿Entonces por qué no lo arresta, o la arresta, sin más demora?

—¿Por qué no? Porque estos detectives privados se meten en lo que no les importa. ¡Metiendo la nariz en Scotland Yard! Cuando presenté mi informe me dijeron que debía esperar a ver qué decían ellos. Bien, estoy esperando. Pero me gustaría que se apuraran. Estoy harto de hijastros, de campanillas, y de dónde vinieron los gritos. Tratan de hacerlo complicado.

—Sin embargo, debo admitir, Beef, que a mí no me parece tan sencillo.

—No, señor. Pero usted no es policía, ¿no?

No respondí a tal demostración de estúpida vanidad.