12

Stall entró con deferencia y pareció incómodo cuando se le dijo que podía sentarse. Apenas lo había hecho cuando el sargento Beef lo abordó con deplorable rudeza.

—Dígame una cosa —gritó—, ¿ha estado chantajeando a la señora Thurston?

Stall se movió en su asiento. Supongo que hasta Beef tendría que haber esperado la única respuesta posible a tal pregunta.

—Claro que no —fue todo lo que, sabiamente, dijo Stall.

—Y sin embargo parece que sí —continuó el irreprimible Beef—. Parece que sí. Ella ha estado retirando grandes sumas en billetes pequeños, y no sé quién más podía ser si no usted. ¿Por qué no lo admite ahora?

Estos métodos rudos servían, sin duda alguna, para que Stall se sintiera más seguro. Recobró la compostura y encaró al sargento.

—No creo que deba responder a esa pregunta —dijo—. Es ridícula.

—No, no lo es —siguió Beef y noté que los tres investigadores, cuyo delicado ingenio era ofendido por todo esto, se estaban impacientando—. No, no lo es. Usted es un hipócrita, Stall. Canta en el coro, en lugar de ir a la taberna. Estoy más que seguro de que ha estado chantajeando a alguien. Desembuche ahora, ¿qué hizo con las doscientas libras que le sacó a la señora Thurston?

—Cuando termine, Beef… —suspiró lord Simon.

—Está bien, trate usted. Ya van a ver que tengo razón.

Hubo un evidente alivio cuando el sargento volvió a su libreta y lord Simon, reclinándose en la silla, comenzó un interrogatorio más sutil.

—Supongo que estaba enterado del testamento de la señora Thurston, Stall.

—Oh, sí, milord.

—¿Y qué pensaba de él?

—Que era muy gratificante, milord, que la señora Thurston hubiera pensado en nosotros de esa forma. Pero no era asunto para tomarlo en serio.

—¿Y los otros sirvientes?

—Pensaban más o menos como yo, milord. Si me permite, los empleados domésticos son hoy en día mucho más educados que antes, y no es fácil engatusarlos con algo tan inocente.

—Ya veo. Sin embargo, inocente o no, allí estaba, ¿no?

Stall se encogió de hombros.

—Apenas me molesté en considerarlo.

—Ya veo. ¿Eran amigos usted y Fellowes? Quiero decir, compinches, viejos compinches, si me permite el lenguaje vulgar.

—Su señoría puede darse el lujo de hablar como guste. No, no éramos amigos. No puede pedírseme que, en mi posición, fraternizara con un joven de su tipo.

—¿Qué tipo?

—El chófer ha sido marinero, milord, si no algo peor. Es un joven muy rudo, cuya historia no ha sido muy honorable, creo.

—¿Mientras que la suya…?

—Mis referencias datan de muchos años, milord, y creo que son intachables.

—Le debe de haber tomado todos esos años cultivar sus modales, Stall. Es lo más perfecto en su tipo que he visto jamás.

—Gracias, milord.

—¿Había alguna otra cosa que no le gustara en Fellowes?

—No me parecía bien su familiaridad con la criada.

En este momento advertí que monsieur Picon hacía furiosos diseños con fósforos. Estaba, evidentemente, muy excitado por el nuevo giro del interrogatorio.

—¿Era muy notorio?

—Creo que llegaban al colmo de considerarse comprometidos en matrimonio.

—¿Estaba muy mal eso? Después de todo, Stall, todos somos jóvenes una vez. La primavera en el aire, y todo eso.

—Impropio, sin embargo, en miembros del mismo personal, milord.

—¿Lo sabía la señora Thurston?

—Claro que no.

—¿Le habría molestado, le parece, si lo hubiera sabido?

En este punto hubo una notoria pausa, y observando a Stall le vi mirar con verdadera hostilidad a su interrogador. La última pregunta me había parecido tan común y corriente que no pude comprender el porqué de esa mirada.

—No podría decirlo, milord —replicó al fin.

—¿Puede decirnos algo más sobre el personal que pueda sernos útil?

—Creo que no, milord —dijo Stall después de una pausa.

—¿No hubo nada que usted hubiera notado que podría, por ejemplo, haber disgustado al doctor Thurston?

Otra vez la incómoda pausa, y una rápida mirada oblicua a lord Simon.

—No, milord.

—Es una verdadera lástima, Stall, que cuando aprendió esa encantadora manera de hablar no aprendiera al mismo tiempo la costumbre de decir la verdad.

—Milord…

—Sabe a lo que me refiero, ¿no?

En ese momento respeté a lord Simon. Era fría y despiadadamente tranquilo. Uno sentía toda la reserva de experiencia e introspección detrás de sus modales vanidosos. Observaba al detestable mayordomo con una mirada fría e indiferente, y vi gotas de transpiración en la estrecha frente de Stall. Varias veces el mayordomo intentó evitar sus ojos, y hablar, pero parecía que el joven era demasiado fuerte para el viejo.

—Tengo una vaga idea —admitió en voz baja.

—¿Sabía que entre la señora Thurston y el chófer había algo que, digamos, no debería haber existido?

—¡Plimsoll! —interrumpió Williams.

—Perdón. El asesinato saldrá a la luz —afirmó lord Simon—. No importa qué era, Stall, ¿usted sabe que había algo?

—Tenía mis sospechas.

—¿Y le pagaban para que las mantuviera en silencio?

Al fin el hombre se recobró. Sus modales de mayordomo de película lo abandonaron y se volvió enojado hacia lord Simon.

—¡No es cierto! —dijo—. ¡No era eso!

—¿Qué tal si nos dice la verdad, entonces?

—Yo le había presentado a la señora Thurston mi renuncia —dijo despacio—. Me iba al final de la quincena.

—¿Por qué?

—Porque… por lo que usted acaba de decir. Lo de ella y el chófer. No podía quedarme en una casa donde sucedía eso. Soy un hombre respetable.

—¿Y?

—Si me iba perdía mi parte en el testamento. O lo que habría recibido si ella se iba antes. Entonces la señora Thurston, por su propio deseo, decidió compensarme.

—¿Por su parte en un testamento que no se tomaba en serio?

—Bueno, ya que tenía que irme sin que hubiera culpa de mi parte, la señora Thurston no quería que yo perdiera.

—¿Entonces le pagó grandes sumas en billetes de una libra?

—Me dio la recompensa que consideró conveniente.

—Creo que se puede considerar muy afortunado si le caen menos de cinco años de trabajos forzados, Stall. Aunque ahí terminen todos sus problemas, muchacho.

Por extraño que parezca, fue en este punto donde el aplomo de Stall volvió a aparecer.

—¿Por aceptar un obsequio de una señora al dejar su servicio? No me parece probable.

—Por chantaje —dijo lord Simon conciso—. Su testigo, Picon.

El hombrecito se puso de pie de un salto, casi incapaz de contenerse.

—Ha dicho que entre el chófer y la criada había lo que usted diría un romance, ¿no?

—Si quiere expresarlo de esa forma —dijo Stall despectivo.

—¿Se querían esos dos?

—Oh, sí.

—¿Y entre el chófer y madame, también un pequeño rapport, n’est-ce pas?

—No sé qué había. Había algo.

—Y la criada, viendo que su amado se entendía con la señora, ¿no estaba celosa?

—Ella sabía arrimarse al sol que más calienta. —Era asombroso ver cómo habían desaparecido los magníficos modales de Stall después de haber sido descubierto. Ahora era desafiante, natural, y algo rudo.

—¿El sol? Perdóneme, pero ¿qué tiene que ver el sol?

—Quiero decir que sabía lo que le convenía. No quería que él perdiera el empleo justo en ese momento.

—Bien. Entonces lo dejaba flirtear, como dicen ustedes, con madame.

—No digo que le gustara. Pero tenía que soportarlo.

—Usted es muy cínico, monsieur Stall.

—He visto demasiadas cosas. ¡Ella y sus ratas! ¿Qué quería si no era hablar con él?

—Ah. Eso es interessant. ¿Así que la trampa para la ratita era un engaño, entonces? ¿Un arreglo? ¿Un rendez-vous?

—Parece que sí.

Voilà! Ahora avanzamos. Así que anoche cuando madame le dijo al chófer que pusiera la trampa, se trataba de una cita.

—No me sorprendería.

—¿Y la chica lo sabía?

—Eso no lo sé.

—Y, con respecto a ese pequeño obsequio que madame con tanta amabilidad y por propia voluntad le hizo, ¿cuándo lo recibió?

Una vez más pareció que a Stall le habían puesto el dedo en la llaga. No respondió.

—¿Sí? —le animó monsieur Picon con amabilidad.

—Trato de hacer memoria.

—Pero amigo mío, uno no recibe doscientas libras todos los días. ¿Es tan corriente que ya lo ha olvidado?

—¿Quién dijo que eran doscientas libras?

—¿No era ésa entonces la suma?

—No sé —dijo Stall con malhumor—. Era un fajo de billetes. Todavía no lo he contado.

Voilà! ¡Un hombre en verdad desinteresado! Vamos, amigo, ¿cuándo lo recibió?

Esta vez respondió de inmediato.

—El jueves por la tarde.

—¿A qué hora?

—Después del almuerzo.

—¿El jueves? ¿Anteayer?

—Así es.

Lord Simon exhaló un suspiro de desaliento, pero monsieur Picon dejó el tema.

—¿Qué hizo entonces después de dejar a la señora Storey tan abruptamente anoche?

—Me fui a acostar.

—¿Fue directo a acostarse?

—Sí.

—¿Estaba en la cama cuando oyó los gritos?

—Sí.

—¿Y vino derecho al piso de abajo?

—Sí.

—¿En el ínterin no oyó nada?

—No.

—Su habitación está junto a la del chófer, ¿no?

—Así es.

—¿Le oyó acostarse?

—No. Tenía dolor de cabeza y quería dormir.

—¿Duerme con la ventana abierta?

—No. Cerrada.

—Muy insalubre —dijo lord Simon.

Pero justo en ese momento recibí una gran sorpresa. Al parecer, lo mismo le sucedió a Stall, pues monsieur Picon le arrojó una pregunta muy extraña.

—¿De dónde vinieron los gritos? —le dijo, mirándolo fijo a los ojos.

—¿De dónde vinieron? ¿Qué quiere decir?

Précisement lo que digo. Oyó los gritos desde su cuarto. ¿De dónde le pareció que venía el grito?

—No…, no lo pensé. Estaba medio dormido. Sólo oí tres gritos.

—¿Pero dónde? ¿Dónde?

—De la habitación de la señora Thurston, supongo.

—¡Supone! ¿Pero de qué valor me puede resultar a mí, a Amer Picon, lo que usted suponga? ¿Está seguro de que vinieron del dormitorio de la señora Thurston?

Stall estaba perplejo.

—Bueno, no lo pensé.

Con un impaciente sonido en lengua extranjera, Picon se alejó de él.

—Perdone mi intromisión —dijo monseñor Smith—, pero un hombre puede interrumpir, como un timbre. ¿Sonó algún timbre, Stall?

—¿Cuándo?

—Cuando la muchacha se puso histérica.

—Ah. Déjeme pensar. Sí. El timbre de la puerta del frente. Era el párroco.

Monseñor Smith se quedó en silencio, y después de un momento, Sam Williams le hizo una seña al mayordomo de que podía salir.

—Nuestro testigo más útil hasta el momento —comentó lord Simon.

—Por cierto, ha arrojado alguna luz sobre el tema —dijo Picon.

—Y el timbre que no sonó puede ser el toque de queda —monologó monseñor Smith.