Aquí estábamos entonces con un nuevo sospechoso, pero su aparición no parecía haber producido mucho efecto en los tres investigadores. Esto, reflexioné, no desmentía los antecedentes, pues en estos casos los investigadores nunca, bajo ninguna circunstancia, son tomados por sorpresa. Monseñor Smith había sonreído con benevolencia al responderle a lord Simon, mientras Picon, que había permanecido en silencio por un buen rato, ahora comenzaba a arreglar los atizadores con esmero. Sólo lord Simon, siempre concienzudo y esmerado, parecía haber tomado nota del hecho de que un tal Miles, competente ratero, trabajaba en el distrito.
Antes de hacer pasar a otra persona, levantó el auricular y le preguntó al gerente del hotel cuál era la noche libre de su portero. El gerente pareció no sorprenderse ante esa súbita curiosidad de un extraño, pues oímos a lord Simon agradecerle con cortesía y le observamos colgar el auricular. Se volvió hacia nosotros despacio.
—Anoche, viernes, claro —dijo.
—Natural —exclamó monsieur Picon, mientras monseñor Smith asentía abstraído.
—Pero volvió a las diez y media —dijo lord Simon.
—¿Están listos para interrogar a la siguiente persona? —preguntó Sam Williams.
Nadie objetó, y el abogado tocó la campana, y entró la cocinera. Yo nunca la había visto, aunque siempre me había sentido bien predispuesto hacia ella, y no me decepcioné al ver que no era la mujer gorda y sonriente que uno imagina probando alegremente salsas en una cocina luminosa, sino una persona enjuta, canosa, con gafas, de apariencia no muy diferente de la de su antecesor, el señor Kingsly. El rostro, sin embargo, me pareció no tan severo como supuse al principio sino competente. Después de observarla, uno diría que era muy buena en su trabajo pero, como casi todos los artistas, se sentía perdida en un medio extraño.
Lord Simon pareció percibirlo, pues le sonrió tranquilizador.
—Oh, señora Storey —dijo, y me pareció típico de él que se hubiera preocupado por averiguar su nombre—, lamento tener que hacerla venir aquí. Estoy seguro de que todos los que están en la casa sufrirán con su abandono de la cocina en este momento. Su fama ha llegado a nosotros.
—No hay cena esta noche —dijo la señora Storey, contenta de permanecer en temas conocidos el máximo tiempo posible—, el doctor dijo que no terminarían a tiempo. He preparado una cena fría para cuando deseen comer algo.
—Ya veo. Bien, ¿no le importa si le hago alguna de mis preguntas tontas, no? Mis preguntas me han hecho famoso.
—Bueno, no sé qué puedo decirle yo.
—Es extraño. A todos les pasa lo mismo. Pero por ejemplo puede decirme cuánto hace que trabaja en la casa.
—Más que cualquier otro del personal. Ya hace más de cuatro años.
—¿Le gusta trabajar aquí?
—De lo contrario no me habría quedado. Nunca le di importancia a esa tontería del testamento. Siempre les decía que eran unos tontos por creerlo. Era una estupidez de la señora. Pobrecita, se creía tan inteligente en esas cosas… ¡Y mire cómo ha terminado!
—¿Piensa entonces que su muerte ha tenido que ver con ese testamento?
—Yo no he dicho eso. No sé nada. Yo estaba abajo cuando pasó, y sólo oí los gritos.
—¿Los otros sirvientes se tomaban lo del testamento muy en serio?
—Bueno, sí y no. Siempre hablábamos de eso, claro. Era gracioso, cuando uno lo piensa, que nosotros supiéramos que recibiríamos todo ese dinero si le pasaba algo a ella. Pero ninguno de nosotros le deseaba ningún daño, si está pensando en eso. Ninguno de nosotros lo hizo.
—¿Entonces también habla por los otros?
—Nadie puede vivir de la mañana hasta la noche con la gente sin saber lo que les pasa por la cabeza —respondió la señora Storey—. No puedo negar que no le tengo mucho afecto a ninguno de ellos y hay cosas que no me gustan, pero sé muy bien que no ha sido nadie del personal quien lo ha hecho. Y si pretende hacerme creer que he dicho lo contrario, está usted equivocado. Eso es todo.
—Estamos tratando de llegar a la verdad —dijo lord Simon.
—Me alegro —replicó la señora Storey, casi sin dejarle terminar la frase.
—¿Tenía Stall su aprobación?
—No voy a hablar de los otros sirvientes, señor. Lo he decidido. Le daré toda la información que pueda, pero más allá de eso, mi opinión es asunto mío.
—Muy bien. ¿Podría decirnos, entonces, a qué hora se retiró anoche Stall?
—Enseguida después de llevar el whisky a la sala. No pudo ser después de las diez y media. Se quejó de dolor de cabeza y Enid, la criada, dijo que ella se quedaría levantada por si necesitaban algo, y él se fue a la cama.
—¿Está segura de que se acostó?
—¿Cómo podría estar segura? Se llevó el despertador, como siempre, y salió de la cocina.
—¿Dijo buenas noches?
—A Enid. Él y yo no nos hablábamos.
—¿Por qué?
—Oh, nada importante. Tenía que ver con el soufflé.
—Ajá. Entonces usted y Enid se quedaron juntas en la cocina. ¿Y el chófer, Fellowes?
—También estaba allí. A mí nunca me pareció bien, y se lo dije a la señora Thurston mil veces, pero así era. Fellowes viene a cenar todas las noches a las nueve más o menos, y se queda en mi cocina fumando hasta cualquier hora.
—Pero caramba, ¿adónde más iba a ir, señora Storey?
—Eso no es asunto mío. Puede ir al pueblo. Pero a mí no me gustaba.
—Bueno, allí estaban los tres. ¿Quién salió primero de la cocina?
—Enid, cuando oyó a la señora Thurston retirarse a su dormitorio.
—Ah, ¿se oía desde la cocina?
—No con la puerta cerrada, pero Enid la dejó abierta anoche.
—¿Le pareció que quería escuchar algo?
—Ella y el chófer, sí. Yo me levanté y cerré la puerta, por la corriente. Pero ella la abrió en seguida.
—¿Qué explicación le da usted a eso?
—No era nada inusual. Enid siempre subía cuando la señora Thurston se iba a su dormitorio. Quería mucho a su patrona, eso hay que admitirlo, y la seguía para ver si necesitaba algo.
—Sabemos que eso fue a las once. ¿Cuánto tiempo se quedó Fellowes con usted?
—No más de un minuto, porque recuerdo que miró el reloj e hizo un comentario.
—¿Sobre el reloj?
—No. Sobre la hora. «Caramba», dijo, «son más de las once». Y se levantó y se fue arriba.
—¿Usted miró el reloj?
—No estoy segura. Pero sé que no habían pasado muchos segundos después de que Enid saliera.
—De todas formas, ¿no volvió a ver a ninguno de los dos hasta después de los gritos?
—No.
—¿A quién vio primero?
—A Enid. Vino corriendo para decirme que estaban echando abajo la puerta de la señora.
—Eso sería unos dos minutos después del grito.
—Sí.
—¿Qué había hecho usted en el ínterin?
—¿Yo? Me quedé inmóvil por un minuto. Bueno, sola en esa vieja cocina, que es bastante tétrica en los mejores momentos, y encima oír esos alaridos. Yo no soy asustadiza, pero, por favor… Cuando pude recobrarme oí a los señores correr hacia arriba y apenas abrí la puerta vi a Enid bajar corriendo con los ojos fuera de órbita.
—¿Y entonces?
—Bueno, entonces, un poco después, bajó el señor Stall parecía un fantasma con su bata. Y después apareció Fellowes corriendo y dijo que le mandaban a buscar al médico y a la policía. Le oí poner en marcha el coche y partir. Durante unos diez minutos Enid se quedó allí sentada, en silencio. Luego de pronto le dio un ataque de histeria, y el señor Stall salió corriendo de la cocina diciendo que iba a traer coñac. Volvió en seguida, calmamos un poco a Enid y luego él se volvió a ir; a ver cómo andaban las cosas, según dijo.
—Bien. Lo ha explicado con mucha claridad. ¿No vio a nadie más esa noche? ¿A ninguno de los invitados?
—No.
—Siento haber sido tan curioso. Pero no tengo más preguntas que hacerle.
De pronto monsieur Picon se volvió desde el fuego.
—Un momento por favor, mam’selle —dijo—. Le dirá a Papa Picon una o dos cositas, ¿no?
La señora Storey pareció dudar por un momento si éste era el tipo de acercamiento usado por ancianos caballeros en los ferrocarriles, o si era una verdadera solicitud de información, de modo que mantuvo un silencio no comprometido.
—El joven, el chófer, ¿le llamó la atención hacia el reloj quizás?
—No exactamente. Sólo dijo que eran las once pasadas y que debía irse.
—¿No dijo por qué ni a adónde?
—No. Pero tenía una trampa para ratas.
—Ah, sí. La trampa para las ratitas, n’est-ce pas? ¿Y adónde la llevaba?
—A la cámara de las manzanas, supongo. La señora Thurston siempre se quejaba de que las oía por encima de su cabeza.
—¿Siempre se quejaba a Fellowes?
—Sí.
—¿Y le decía que pusiera la trampa?
—Eso supongo.
—Y ahora la chica. ¿Le dijo quizás dónde estaba cuando se oyeron los gritos?
—Sí. Estaba en el dormitorio del doctor Thurston, abriendo la cama.
—¿Y el chófer? ¿No volvió a verlo esa noche?
—Creo que no.
—Gracias. Gracias también, mam’selle, por adelantado, por la cena fría —agregó con su cortesía característica.
—¿Es todo? —preguntó la señora Storey.
Instintivamente nos volvimos hacia monseñor Smith, pero parecía dormido.
—Monseñor Smith… —lo llamó Sam Williams.
—Ay, sí. Dios mío. Me estaba quedando dormido. Iba a preguntarle algo de un timbre. El timbre de la puerta de la calle. ¿Lo oyó anoche, señora Storey?
—¿Cuándo?
—Cuando la muchacha se puso histérica.
—No podría decirlo. Pero no sería extraño, aunque hubiera sonado una docena de veces. Ella tenía convulsiones así que no pude oír ningún timbre.
Monseñor Smith retomó su posición soñolienta y la señora Storey se retiró.
—Creo firmemente en la cocina de esa señora —dijo lord Simon—. La discreción y la precisión parecen ser sus fuertes.
—No es amiga de la fantasía, esta mademoiselle Storey —admitió Picon—. Me pregunto si quizás no tendrá razones para despreciar lo romántico, algún romance en especial. Voyons. El tiempo nos lo dirá.
No pude resistirme a interrogar a monseñor Smith.
—¿Usted pensaba en…? —le pregunté.
—Pensaba en campanillas.
—¿Campanología?
—No, timbres eléctricos. Campanas de boda, quizás. O incluso… —bajó la voz—, incluso campanas sofocadas.
En tanto yo, en ese momento, estaba preocupado por muchas nuevas dudas. ¿Por qué a la señora Storey no le gustaba nadie del resto del personal? ¿Qué no le gustaba? ¿Por qué Fellowes le había llamado la atención hacia la hora cuando salió de la cocina? ¿Y era una coincidencia que en el momento de los gritos Enid, Fellowes, Stall, Strickland y Norris estuvieran todos, supuestamente, arriba, mientras la señora Storey estaba sola en la cocina sin nadie que estableciera su coartada, y Miles, esa persona nueva y casi siniestra, disfrutaba, en alguna parte del distrito, de su «noche libre»?