10

Cuando el doctor Thurston nos dejó, la atmósfera de tensión perceptible en su presencia se disipó de inmediato, y todos parecieron retornar con alivio a la emoción de la cacería. He notado a menudo que, en estas ocasiones, el duelo es una caiga; lo que importa es la investigación. Por ello el interrogatorio se inició con placer.

La primera persona en ser interrogada fue el empleado enviado por la compañía de teléfonos para reparar el cable. Lo había encontrado cortado en el tramo de la parte de afuera de la ventana del pequeño guardarropa en la planta baja. Parecía un joven inteligente, ansioso por agregar su cuota de sugerencias.

—Había un par de tijeras, como las que se usan para podar rosales, en el alféizar de la ventana —dijo—. Me parece más que probable que lo hubieran cortado con ellas. Lo único que tenían que hacer —explicó entusiasmado— era abrir la ventana, inclinarse, y ¡tac!, el teléfono ya no funcionaba.

—¿Han sido examinadas esas tijeras tan importantes? —preguntó monsieur Picon—. ¿Quizás el buen Boeuf ha encontrado huellas?

El sargento se aclaró la garganta y parecía algo incómodo.

—No me pareció que valiera la pena —admitió—, sabiendo como sé quién lo hizo.

Picon emitió un galicismo gutural, pero lord Simon interrumpió.

—Butterfield se ha ocupado de eso. No hay huellas.

Pero no era tan fácil vencer al empleado telefónico.

—Les digo otra cosa —dijo, inclinándose hacia adelante—, había un par de guantes viejos de jardinería al lado de las tijeras. El que cortó el cable se los debe de haber colocado —dijo, haciendo el gesto apropiado—, los cortó y se los quitó.

Voilà! —dijo Picon irónico.

—Sería más útil si nos dijera cuándo descubrió la central que la línea estaba fuera de servicio.

—Sí. Fue a primera hora de esta mañana. No hubo ninguna llamada desde esta casa anoche, y no apareció nadie a hacer la denuncia hasta las diez de la mañana de hoy.

—¿Sabe quién fue?

—Sí. El chófer.

Monsieur Picon levantó la vista.

—¿Y cuándo fue la última vez que se constató que el teléfono funcionaba?

—Tengo entendido que hubo una llamada ayer alrededor de las seis. Ésa fue la última.

—Muchísimas gracias —dijo Sam Williams despidiendo al joven con una amistosa inclinación de cabeza.

—Misterioso —comentó lord Simon—. Muy misterioso.

—No veo por qué —dije, sin poder evitarlo—. Me parece que el muchacho tenía razón. Las tijeras, los guantes, todo a mano.

—No me refería a eso —replicó lord Simon—. Pero ¿por qué se tomó ese trabajo? ¿Qué propósito tenía demorar la comunicación con la gente de afuera? Había muchas personas en la casa.

El sargento volvió a carraspear y preparó una andanada de su peor sarcasmo.

—Quizás no se le ocurrió a Su Señoría que, siendo un asesino, podía temerle a la policía.

Lord Simon sonrió con frialdad.

—Debo admitir que no se me había ocurrido —respondió, encendiendo otro cigarro.

El sargento Beef masculló.

—Y sin embargo, se ha dado el caso… —fue todo lo que dijo.

—Se olvida de algo —murmuró monseñor Smith—, y es que hay al menos una cosa en común entre el hombre que decide ser un asesino y el hombre que decide ser monje. Es que los dos dejan a sus compañeros, y para siempre. Y nada que haga ninguno de los dos para provocar esa soledad debe maravillarnos. También tienen esto en común: los dos hallan al fin una celda. De modo que mientras un hombre corta con una amistad, este otro corta un cable telefónico. Y eso es todo.

Se hizo el silencio por unos instantes, y yo miré a mi alrededor. La sala se veía tan alegre y normal como el día anterior a la misma hora, cuando estábamos sentados allí hablando con frivolidad de literatura policíaca, en lugar de la realidad del crimen. Pero las personas tan diferentes reunidas hoy aquí le daban una atmósfera de irrealidad, casi macabra. Lord Simon, dejando ver un centímetro de las finas medias de seda en sus tobillos estirados, bien pudo haber sido uno de los invitados de los Thurston, pero el pequeño clérigo, acurrucado en un silloncito de madera, no encajaba para nada en esta escena convencionalmente lujosa, y el sargento Beef, garabateando afanoso en su libreta, agregaba un toque casi sórdido. El pequeño monsieur Picon, muy erguido cerca del fuego, agachándose para barrer la ceniza de la reja cada vez que caía allí, se parecía tanto a un pájaro que daba la sensación de haberse posado aquí un momento antes de salir volando hacia otra reunión, aunque su aspecto excesivamente extranjero le hacía exótico en ese ambiente tan inglés.

Todos dábamos muestras de una atención que no existió el día anterior, y todas las preguntas flotaban en el aire como un cohete que esperara estallar. Así, el interrogatorio de los que siguieron fue de una tensión casi insoportable. Es más, a medida que pasaba el tiempo comencé a sentir que cada pregunta no era sólo el relámpago de un cohete, sino una flecha de un relámpago salvaje liberado por cada uno de los investigadores. Luego la pausa insufrible. Luego el estruendoso trueno de una respuesta.

Parecían bastante inofensivos, esos tres, el joven lánguido, el sacerdote benévolo y el extranjero vivaz. Pero veían cosas que nosotros no éramos capaces de suponer, hacían preguntas que no comprendíamos, llevaban el temor a lo desconocido en sus rostros y sus palabras.

Así debe imaginársenos, sentados en esa habitación. Williams y yo sobre ascuas, el sargento Beef impasible y algo enfurruñado sobre su libreta, y los tres investigadores, acostumbrados a este tipo de cosas, tranquilos, pero profundamente interesados.

Se había puesto una silla en el medio de la habitación, y cada uno de los que íbamos a interrogar la ocupaban mientras estaban con nosotros. Había sido colocada en una posición tal que la luz cayera directamente, pero de manera disimulada, sobre el interrogado.

Después del empleado de teléfonos el siguiente en entrar fue un cajero del banco donde Mary Thurston tenía su cuenta. Sam Williams se había ocupado de hacerlo venir pues él, con su mente lógica y legal, habiendo visto que él mismo no podía dar mucha información a los investigadores, había pasado el día haciendo todo lo posible por ayudar. Llamó a todos aquéllos cuya declaración pudiera resultar interesante. No pude evitar sentir cuánto más práctico había sido esto que mis esfuerzos por descubrir al asesino.

Antes de que nadie le dirigiera la palabra al señor Kingsly, el cajero, él nos habló. Era un hombre apagado de unos cuarenta años, vestido con un traje gris, vistoso sin ser de lujo. Vi a lord Simon reprimir un estremecimiento cuando vio el granate que llevaba en la corbata.

—Bien, caballeros —dijo el señor Kingsly con voz formal pero decidida—. Tengo el permiso del gerente y del doctor Thurston para proporcionarles toda la información que esté en mis manos. ¿Qué desean saber?

—¿Cuánto tenía la señora Thurston en el banco? —preguntó el sargento Beef algo brusco. Al parecer, sentía que era de su incumbencia hacer alguna pregunta.

El señor Kingsly tosió.

—En su cuenta se habían producido numerosos reintegros.

Esto produjo un asombrado silencio, hasta que lord Simon dijo:

—Bien, bien. ¿Había retirado mucho dinero en los últimos tiempos?

—Antes de ayer, el jueves, la señora Thurston retiró hasta el límite permitido. Retiró en efectivo la suma de doscientas libras.

—¿En billetes pequeños? —preguntó monsieur Picon con entusiasmo.

—En billetes de una libra —dijo Kingsly.

—¿Doscientos billetes de una libra? Parece extraño, ¿no creen? —agregó Picon.

—Quizás sí para muchos de nuestros clientes. En los últimos tiempos la señora Thurston había adoptado la costumbre de retirar grandes sumas en billetes pequeños.

—Eso me parecía —dijo Beef—. Chantaje, seguro.

Monsieur Picon parecía acongojado.

—El buen Boeuf es algo directo —le explicó al señor Kingsly—. ¿Pero no sería posible?

—No me corresponde cuestionar el uso que nuestros clientes le dan a su dinero —respondió el cajero con pedantería.

—¿Dice que hacía lo mismo con bastante regularidad? —preguntó lord Simon.

—En cinco ocasiones. Las sumas variaron de cincuenta a doscientas libras.

—¿Cuándo fue la primera vez?

—Hace unos tres meses.

—¿Y siempre iba en persona a retirar esas sumas?

—Siempre.

—¿Por lo demás no había nada extraordinario en su cuenta? ¿Nada que nos pueda mencionar?

—Nada en absoluto. Todo era normal.

—¿Estaba usted en el banco cuando la señora Thurston fue a retirar esas doscientas libras? —Sí.

—¿Fue usted mismo quien se las entregó?

—Así es. Es decir, primero habló con el gerente. Él me dio instrucciones para que recibiera su cheque por ese importe. Luego me enteré de que ella quería una suma mayor, pero que no pudimos complacerla.

—Y ahora, esto es muy importante: ¿a qué hora salió del banco la señora Thurston?

—No pudo ser mucho antes de las tres.

—¿Seguro?

—Por completo.

—Otro detalle, señor Kingsly —dijo lord Simon—. ¿Recuerda si alguna vez apareció en sus libros el nombre Sidney Sewell?

El cajero hizo un casi imperceptible gesto de desdén.

—Eso, por supuesto, no podría decirlo. Pero si es importante puedo averiguar mañana si aparece ese nombre.

—Gracias. Le estaré muy agradecido.

—¿Algún otro punto sobre el que pueda esclarecerlos? —El uso de la palabra «esclarecerlos» me pareció típico. Llevaba consigo toda la vanidad de los hombres que habían pasado toda su vida manejando asuntos de dinero. Quizás estuviera convencido de que la respuesta a nuestro problema se hallaría en los libros del banco.

Lord Simon miró a su alrededor inquisitivo.

—No, creo que es todo, gracias —dijo, y el señor Kingsly se retiró.

El sargento Beef se lamía el bigote.

—Así que la chantajeaban, ¿no?

—Ésa es una suposición muy aventurada —dijo Williams volviéndose hacia él con brusquedad—. Pudo tener otras razones para retirar el dinero de esa forma.

—¿Qué otras razones? —preguntó Beef agresivo—. Sólo los que llevan apuestas clandestinas y los que están siendo chantajeados necesitan dinero en billetes pequeños.

—Conocí bien a Mary Thurston —dijo Williams—, y estoy seguro de que no había nada en su vida que la hiciera víctima de un chantaje. Era una buena mujer.

—Si la estaban chantajeando —dije yo—, ¿por qué no daba señales de ello? Siempre estaba tan alegre, se podría decir libre de preocupaciones…

—Un príncipe muy valiente también soportó el chantaje —dijo monseñor Smith—, y lo soportó con gracia.

Lord Simon respondió a esto con algo de impaciencia. Yo sabía que en sus métodos era muy práctico, y que no le hacían mucha gracia estos comentarios.

—De todos modos —dijo—, probablemente sabremos pronto si la señora Thurston era chantajeada o no, y en caso afirmativo, por quién y por qué. Así que supongo que podemos olvidarnos de este asunto por el momento. Me preocupa mucho más saber algo del hijastro, y la identidad de Sidney Sewell.

El sargento Beef suspiró.

—No entiendo por qué insiste en eso —dijo—. No tuvo nada que ver con el crimen, sea quien fuera.

Lord Simon le ignoró.

—A propósito, Beef —dijo—, ¿ha venido gente nueva al distrito en los últimos tiempos? ¿Alguien a quien le haya parecido conveniente vigilar?

El sargento Beef dudó.

—No sé si debo decirlo. Pero supongo que puedo confiar en ustedes, caballeros. Bueno, hay un individuo que me dijeron que vigilara. Miles, se llama. Trabaja en el hotel. Tengo entendido que la señora Thurston le consiguió el puesto.

Lord Simon se incorporó en su asiento.

—Caramba, tendría que haberlo mencionado antes, Beef. ¿Cuántos años puede tener?

—Alrededor de treinta.

Lord Simon prosiguió con sus preguntas.

—¿Qué hace en el hotel?

—Portero y limpiabotas.

—¿Y por qué le han ordenado que lo vigilara?

—Bueno, tiene algunos antecedentes. Un par de condenas, creo. Raterías. Pero ninguna condena fue por más de un año. —Miró desafiante a lord Simon—. Ahora conviértalo en un asesino.

—Esto arroja mucha luz —dijo—. Mucha luz.

Las gafas de monseñor Smith relampaguearon.

—Las luces rojas también arrojan mucha luz —dijo, suspirando y mirando al techo.