Sonó el gong llamando para almorzar y cuando llegué al comedor no me sorprendió ver que se nos había unido un pequeño budín humano, que fue presentado como monseñor Smith. Tras depositar unos paquetes y colgar una sombrilla verde en el respaldo de su silla, nos dedicó una sonrisa y rechazó la sopa.
Parecía haber un muy generalizado, y comprensible, deseo de evitar el tópico que ocupaba casi todos nuestros pensamientos privados. Pero quizás fuera un retorno subconsciente a sus rebuscadas ideas de la noche anterior lo que llevó a Sam Williams a hablar del vuelo, de los adelantos del vuelo, en planeo y de la fabricación de aviones diminutos.
—He oído incluso que un norteamericano se ha elevado del suelo y se movió por el aire con alas —dijo—, y sin correr la suerte de Ícaro.
El pequeño clérigo miraba por la ventana a través de los gruesos cristales de sus anteojos.
—Pero hay tantos tipos de alas —murmuró—. Están las alas de los aviones y de los pájaros. Están las alas de los ángeles y —bajó la voz—… están las alas del demonio. —Luego mordisqueó un pedacito de pan que había estado desmigajando.
Nos quedamos en silencio. Mi conocimiento de todo lo que se había hecho público de este hombre notable me llevó a buscar algo en sus palabras que pudiera tener alguna conexión con nuestro problema.
—Pero hay vuelo sin alas —continuó—, más terrible que el vuelo con alas. Los dirigibles no tenían alas que los elevaran. Un cuchillo arrojado con pericia que atraviesa el aire como un cometa ebrio tampoco tiene alas.
Esto resultó demasiado directo para Alec Norris, que comenzó a hablar deprisa de automóviles. Y como éstos tenían escaso lugar en la vida de monseñor Smith, ya que su tarea la desarrollaba a pie y en lugares donde los automóviles no eran muy bien recibidos, volvió a quedar en silencio.
En seguida la conversación fue interrumpida. El joven Strickland emitió una súbita exclamación y se volvió a Stall.
—¡Mire! —dijo.
Había caído una araña del techo, o de las flores, y se desplazaba por la mesa. El mayordomo se acercó, la agarró y la llevó con los dedos hasta la ventana. El pequeño sacerdote de cara redonda, sentado a mi lado, lo miraba distraído. De pronto saltó en su silla.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡No! —Y su voz sonó dolida, apenada, y asombrada al mismo tiempo.
Corrió hacia la ventana, la abrió, agarró la araña y la dejó caer sobre el parterre.
—¿Qué pasa? —preguntó Norris—. ¿Stall no la mató?
Monseñor Smith hizo una pausa antes de responder. Stall había salido de la habitación y cerrado la puerta.
—Ojalá lo hubiera hecho —se lamentó monseñor Smith—. ¡Ojalá lo hubiera hecho!
Intercambiamos miradas. ¿Qué quería decir? No podíamos pensar que odiara a las arañas, ni a ninguna otra cosa. Era demasiado dulce y benévolo para odiar. Además, si fue odio hacia el insecto lo que le hizo atravesar la habitación corriendo, ¿por qué no lo había aplastado? ¿Por qué lo había dejado con tanto cuidado en el jardín?
—¿Es amante de la naturaleza, monseñor Smith? ¿Ha hecho un estudio especial sobre los arácnidos?
—Si se refiere a las arañas —dijo—, sólo sé dos cosas sobre ellas. Y es lo que sabe todo el mundo. Que matan moscas y que se cuelgan de hilos.
El resto de la comida fue algo difícil pues, por ingenuo e inocente que pareciera este hombre, tenía como yo ignoraba, el don de decir las cosas más inquietantes.
Comencé a preguntarme a qué lugar insólito pediría ser guiado después del almuerzo, y aun así me sorprendió cuando se me acercó y me preguntó si podía mostrarle la iglesia del pueblo.
Objeté, por supuesto.
—¿Le parece —le pregunté— que podemos permitirnos el lujo de perder el tiempo examinando un viejo edificio mientras tenemos este problema por resolver? Presenta todavía tantas dificultades…
—¿Y qué mejor que llevar nuestras dificultades a la iglesia? —preguntó con suavidad mientras salíamos.
En el cementerio nos encontramos con el párroco. Me saludó con su sonrisa rápida y nerviosa y le presenté a monseñor Smith. Los dos parecían tener mucho de qué hablar y accedí a esperar mientras el párroco le mostraba a mi nuevo conocido las bellezas del viejo edificio.
Debía de haber estado unos diez minutos sentado en el muro bajo la pálida luz del sol cuando monseñor Smith salió deprisa del edificio, obviamente bajo una gran tensión. Tenía la ropa algo embarrada, según me di cuenta cuando se adelantó, y las gruesas botas avanzaban con rapidez.
—La llamó «lavabo» —exclamó—, no debemos perder un segundo. ¿No se da cuenta de que la llamó «lavabo»?
Yo me estaba acostumbrando tanto a esta especie de críptica emoción que no expresé asombro, sino que caminé junto al hombrecito sin aliento hasta la casa de los Thurston.
—Un «lavabo» —murmuró—. Ésas fueron sus palabras.
De pronto monseñor Smith se detuvo en la mitad del sendero.
—¡Pero! —dijo en voz bastante alta, volviendo sus gafas hacia mí—. ¡Pero, por supuesto! Debemos ir al gimnasio —dijo.
—¿Al gimnasio?
—Sí. De inmediato. ¿Dice que hallaron una soga?
—Sí. La soga.
—Una de las sogas —respondió distraído.
—¿Entonces son dos? —pregunté, sintiéndome Alicia.
—Eso me temo. Si hubiera una sola, sería mejor. Sería mucho mejor. Pero me temo que hay dos. Y sin embargo… ¿quién podría asegurarlo? Una soga puede convertirse en lazo corredizo.
El gimnasio había sido construido por el antecesor de los Thurston, entusiasta de la cultura física. Era un edificio blanco junto al garaje. Como era de estilo absolutamente moderno, y no intentaba imitar los ladrillos rojos de la casa, había sido ubicado discretamente, fuera de la vista incluso de las ventanas del dormitorio.
En la actualidad, ni los Thurston ni sus amigos lo usaban. Ninguno de nosotros era aficionado a la gimnasia. Pero paseando por ese lado una mañana en una visita anterior, oí movimiento en el interior y al mirar me encontré con Fellowes, el chófer, en una posición sobre las barras paralelas que habría resultado imposible para quien no fuera contorsionista. Le pregunté si se usaba el gimnasio y me dijo que el doctor Thurston había dado su permiso para que el grupo de boy-scouts local se reuniera allí una o dos veces por semana. A Fellowes esto no le hacía ninguna gracia, porque los chicos hacían mucho ruido y más de una vez se habían adentrado correteando por los jardines.
Cuando entramos ahora estaba en profundo silencio y tenía ese tenebroso vacío de las escuelas y las iglesias cuando no hay nadie en ellas. Se extrañaba la multitud que debía ocupar un lugar así.
El pequeño monseñor Smith miraba el techo como un ocioso pastorcito que mirara las nubes. Y yo miré también para ver qué atraía su atención. En la viga central había dos ganchos reforzados de los utilizados para fijar los aparatos de gimnasia, pero de ellos no colgaba ninguna cuerda.
—Tiene mucha razón —dije—, ahora lo recuerdo. Había dos sogas. Fellowes me comentó que el que hizo construir esto las hizo colocar para que él y sus amigos pudieran disputar carreras. Y no están.
Contra la pared había una escalera.
—Extraño lugar para guardar una escalera —dije. Pero monseñor Smith no respondió. Me di cuenta más tarde de que con una mirada había comprendido que la escalera la había traído el hombre que se llevó las cuerdas y la había utilizado para descolgarlas.
Fue él quien guio el camino hacia la casa y las escaleras del segundo piso, escaleras que yo comenzaba a conocer demasiado bien. Entró apresuradamente en la cámara de las manzanas y sin molestarse en arremangarse metió la mano en el depósito de agua. Un momento después yacía sobre el piso junto a la primera, y muy similar a ésta, una segunda soga, chorreando agua.
Entonces monseñor Smith se sentó pesadamente en un banco de madera y se quedó callado por largo rato. Afuera se ponía el sol, pero en la cámara de las manzanas la luz era suficiente para permitirme observar sus rasgos redondeados, con una expresión de un gran y terrible asombro. Cayó el sol.
Y por fin habló monseñor Smith.
—¿Ha pensado alguna vez en las cosas espantosas inventadas por el hombre para matar a su prójimo? ¿Y cómo se han utilizado inventos de por sí malignos como la pólvora y el gas? Pero ni la pólvora ni el gas, ni las pistolas o los venenos son tan terribles como el instrumento elegido por este asesino.
—Yo creía que era un instrumento común y corriente —aventuré—. Era un cuchillo.
—Usted sólo habla del arma. Yo pensaba en algo más.
—¿Quiere decir que tuvo un cómplice?
—Quiero decir que tuvo siete.
—¡Siete! —exclamé casi en un grito, pues esta oscura sugerencia me sorprendió.
—Siete demonios —dijo, y se balanceó hacia adelante y hacia atrás con tristeza.
—Pero monseñor Smith —dije—, ¿cuál es la diferencia entre el arma y el instrumento? ¿Está haciendo un juego de palabras?
—Sería un juego muy peligroso. Preferiría divertir a unos niños con una bomba que ellos creyeran que era una pelota antes que confundir a los hombres con una palabra que ellos interpreten como una advertencia. El instrumento puede ofrecer el arma como la guillotina dejaba caer la cuchilla.
—Pero entonces, si lo comprende todo…
—¡Es que no es así! —exclamó monseñor Smith—. Sé cuál fue el arma, y creo saber cuál fue el instrumento. Pero aún tengo que asegurarme sobre el asesino.
La cámara estaba ya casi a oscuras, y me parecía que era la hora del té. Me puse de pie para ver si con ello lograba sacarlo de sus cavilaciones. Para mi alivio, monseñor Smith me imitó.
—Tiene razón —dijo—, hay algo maligno en esta habitación.
Parecía haber perdido todo su apuro, y bajó las escaleras de manera bastante prosaica. Al entrar en la sala para reunimos con los demás le oí hablar solo en voz baja, y me volví para oír lo que decía.
—El rey Bruce, el rey Bruce —susurraba misteriosamente.