A medida que los tres Rolls-Royce desaparecían en el camino, noté la presencia de un extraño hombrecito que estaba a cuatro patas junto al parterre donde encontré el cuchillo la noche anterior. Su cuerpo era frágil y estaba rematado por una gran cabeza en forma de huevo, una cabeza tan grande que me sorprendía encontrarle nariz y boca, pues esperaba, en cambio, que la blanca superficie se quebrara y dejara salir un pollito. Lo reconocí de inmediato y me acerqué.
—¿Monsieur Amer Picon, supongo?
—Sí, mon ami. El gran Amer Picon —amplió, levantando por un momento la vista de sus actividades.
—Mi nombre es Townsend —le dije—. ¿Puedo ayudarle?
Había tenido la oportunidad de ver trabajar a un gran criminalista, y me agradaba la perspectiva de ver a otro.
—Pero por supuesto que puede ayudarme —exclamó—. Enchanté. Acabo de llegar.
—Entonces no sabe… —comencé, ansioso por contarle lo que ya sabíamos.
Pero me interrumpió.
—Sé todo lo que usted sabe, mon vieux, y quizás algo más. Oh, tiens, voilà! —dijo para terminar, no con mucha relación.
—Pero, discúlpeme, m’sieur, eso es imposible si acaba de llegar. Estuve con lord Simon Plimsoll esta mañana, y él ha hecho algunos importantes descubrimientos.
—¿Plimsoll? ¿Ese amateur des livres? —se burló, con mejor francés del que le había supuesto hasta ese momento—. ¿Y qué descubrió? ¿La soga, supongo?
—¿Cómo supo eso?
—¿Cómo lo supe? ¿Pero no soy Picon? ¿Amer Picon? Tiens! Ésos no son problemas. Hay bastantes problemas, pero ésos de los que usted habla no son problemas. ¿Y dónde estaba la soga? ¿En el tanque del agua, supongo?
—Bueno, sí, allí estaba. ¿Alguien se lo dijo?
Se puso de pie indignado.
—¿Decirme? —exclamó—. ¿Es necesario que alguien me lo diga? ¿Dónde más podría estar, quisiera saber?
No podía responderle, de modo que guardé silencio. Al parecer, Picon sentía su brusquedad.
—M’sieur, debe disculpar a Papa Picon. Está preocupado. Sí, incluso él. Allons. Vayamos al garaje.
—¿Al garaje? —repetí.
—Naturalmente. ¿Dónde si no?
Y comenzó a avanzar a grandes zancadas sobre sus piernas cortas. El garaje estaba en el extremo de la casa opuesto al de la habitación de Mary Thurston, y en el extremo más apartado de un patio. El hombrecito cruzó éste con resolución, y no vaciló hasta llegar al espacio frente a la puerta del garaje. Allí encontramos a Fellowes, con botas de goma, lavando con una gran manguera el Austin de los Thurston. Se volvió para darnos los buenos días, pero no interrumpió su trabajo. Monsieur Picon le observó un momento, luego dijo:
—Mon ami, ¿por qué lava una y otra vez lo inmaculado?
Fellowes pareció algo confundido. Yo no tenía noticia de que alguna vez hubiera mostrado mal humor, y me sorprendió su actitud hacia mi excéntrico compañero.
—¿Es que quiere parecer ocupado, eh? ¿No le gustan los, cómo se llaman… interrogatorios? No tema. El tiempo de las preguntas no ha llegado aún. Por ahora sólo miro un poco.
El chófer esbozó una forzada sonrisa.
—Bien, es cierto, no me gusta ser interrogado —dijo—. ¿A quién le gusta?
Pero Picon no prestó mucha atención a su respuesta. El chófer tenía las mangas de la camisa arremangadas casi hasta el hombro, revelando un musculoso par de brazos. Y en un antebrazo tenía tatuadas varias imágenes que llamaron la atención de Picon. Se acercó a Fellowes y le tomó la muñeca con sus pequeñas manos.
—Perdone —dijo, y comenzó a examinar el tatuaje.
Yo por mi parte no veía nada de extraordinario en éste, parecían las imágenes convencionales. Había dos corazones enlazados y atravesados por una flecha. Otro era la bandera. Y había un diseño irregular de estrellas.
—¿Pasa algo malo? —preguntó Fellowes, de muy buen humor, mientras esperaba paciente a que Picon terminara.
—Voyons, voyons… —dijo el hombrecito, y dejamos que Fellowes finalizara su trabajo.
De regreso a la casa recordé un detalle que hasta el momento había escapado a mi memoria.
—Monsieur Picon —dije—, dice que ya sabe todo lo que yo podría decirle. Está en un error. Acabo de recordar un detalle que no he mencionado a nadie.
—¿Sí, mon ami? ¿Y cuál es ese detalle tan importante?
—Bien, claro que quizás no tenga nada que ver con el crimen. Pero pienso que debe ser conocido, ahora. Anoche, después de vestirme para la cena, alguien salió de la habitación de la señora Thurston. Un hombre.
—¿Sí?
—¿Le parece que puede ser importante? Porque a menos que pueda ayudar en la investigación, no deseo mencionar su nombre.
—Cualquier cosa puede servir de ayuda.
—Muy bien. Se lo diré. Era David Strickland. Cuando me vio trató de volver a la habitación, pero era demasiado tarde.
—¿Ah, sí? Voilà! ¿Strickland, el joven de la habitación junto a la de madame Thurston? El joven de las apuestas, ¿no?
Asentí.
—Entonces vamos a hacer una pequeña visita a la habitación del señor Strickland. Allons.
—Usted puede, m’sieur. Usted es un investigador. Pero yo no iré a hurgar en la habitación de otra persona.
Y así me encontré otra vez parado donde había estado durante aquellos terribles momentos de la noche anterior, mientras el pequeño detective entraba en la habitación de Strickland. Me preguntaba a mí mismo dónde estaría su ocupante. Al pasar por el vestíbulo habíamos oído voces, y supuse que Williams, Norris y Strickland se habían reunido allí. El doctor Thurston no había bajado aún, y nos enteramos por Strickland de que se quedaría en su dormitorio a menos que se le necesitara con urgencia. Me alegraba. Me parecía que la grotesca caza del tesoro que tenía lugar en la casa no le traería mucho consuelo a un viudo acongojado.
Stall nos contó que su patrón había pensado en todos, y había dado instrucciones de que pidiéramos todo lo que quisiéramos, y se excusaba por vernos retenidos aquí contra nuestra voluntad. Era típico de él no olvidar los buenos modales ni siquiera en un momento de dolor como aquél.
Pronto me impacienté. No me gustaba estar parado frente a los paneles rotos de esa puerta. Quería bajar con los demás. Pero pasó mucho tiempo antes de que el diminuto detective volviera a aparecer, y cuando lo hizo no emergió del todo de la puerta, sino que, sosteniéndola abierta con el pie, me llamó.
Me sorprendió ver lo que tenía en la mano: un collar de diamantes.
—Vite! —susurró—. ¡Mire! Conoce esto, ¿no?
—Sí —dije—. Era de la señora Thurston.
—Bien. Espere —susurró, y volvió a desaparecer en la habitación.
Cuando regresó estaba más apaciguado.
—¿Eso qué quiere decir? —le pregunté.
—Quiere decir que un collar de diamantes perteneciente a la muerta estaba en la maleta del señor David Strickland.
—¿Eso prueba que él es el asesino, entonces? —pregunté rápidamente.
—No tan deprisa, mon ami —replicó, quitando una pelusa de la solapa de mi chaqueta—. Puede probar exactamente lo contrario. Dije puede. Y ahora vamos a la habitación del chófer.
Los lugares que eligen para visitar estos notables investigadores han dejado ya de provocar en mí la emoción de la sorpresa. Así que una vez más, aunque yo estaba cansado y tenía hambre, subimos la última escalera, y le indiqué a Picon la puerta de la habitación de Fellowes.
Siempre había admirado a este hombrecito, y fue emocionante observar su exaltado entusiasmo. Pero me asombraba el interés ya demostrado en Fellowes. No podía creer que un chófer de tan franco aspecto tuviera nada que ocultar más allá de uno o dos romances en el pueblo. Pero respetaba demasiado a Picon y su genio como para hacer ningún comentario al respecto.
Dejó la puerta abierta, y le vi saltar de un lugar a otro entre los muebles sencillos y bien dispuestos. Todo en la habitación estaba escrupulosamente limpio, y la ropa del hombre estaba doblada y guardada. Picon parecía no encontrar nada de interés hasta que vio, sobre la mesita de noche, un ejemplar del «Daily Telegraph». Al principio lo miró por arriba, pero entonces algo en la primera página le llamó la atención y comenzó a revisar el diario con mucho cuidado.
Al fin, al llegar a las últimas páginas, comenzó a gritar «Tiens!» y «Voilà!» y a proferir otros sonidos tan poco británicos.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Se acercó a mí.
—¿Ve? —dijo exaltado, y me indicó una marca hecha a lápiz en una de las columnas de los anuncios.
Me incliné para examinarlas, y vi que estaban encabezadas por el título «Locales con licencia, Hoteles y Restaurantes. Venta». Sabía bien que no debía expresar ningún tipo de sorpresa, pero esto no me decía nada.
—¡Ahí está! —exclamó Picon—. El pequeño eslabón que faltaba. En avant! Pieza por pieza. Oh, este asunto no es nada común.
—Me alegra que piense así —dije, pues me había desilusionado mucho la aburrida acotación de lord Simon acerca de «esos casos de puertas cerradas».
—No, no. De ninguna manera. ¿Cómo es esa expresión tan inglesa? La trama se complica, ¿eh? Este diario es de hace tres semanas.
Y volvió bailoteando a dejarlo en su lugar. Al bajar osé preguntarle si tenía alguna teoría.
—No lo que usted llamaría una teoría —respondió—. Todo está muy oscuro. Pero vea, ¿qué es eso? ¡Un poco de luz! Poco a poco se vuelve más intensa. Y entonces Papa Picon lo ve todo. ¡Todo! —agregó, y yo esperaba que estuviera en lo cierto.
Al fin llegamos al dormitorio de Mary Thurston y encontramos al sargento Beef hundido en un sillón junto a la ventana.
—¡Ah, el buen Boeuf![1] —exclamó Picon, con una gálica ligereza que no terminaba de gustarme en presencia de un muerto—. ¿En guardia, eh? ¿Está permitido echar un vistazo?
—Puede mirar —dijo el sargento—. Pero no debe tocar nada, señor.
—Bien. ¿Y qué aguarda tan pacientemente, sargento?
—¿Yo? Espero que llegue la orden de arresto. Ya entregué el informe.
Picon no pudo evitar una sonrisa.
—¿Espera la orden, eh? Muy bien. ¿Ya sabe, entonces, quién es el culpable?
—Claro que lo sé. Es tan obvio como su nariz.
Picon se volvió hacia mí.
—¿Cómo es esa expresión tan inglesa? Quiere guerra, ¿eh?
Ahora le tocó al sargento sonreír.
—Usted lo ha dicho —respondió.
Picon dedicó bastante tiempo al examen del contenido de la habitación. Y mientras lo hacía pensé que el examen no se debía a que esperara encontrar algo aquí, sino porque él era minucioso por naturaleza, y no se quedaría con una teoría sin asegurarse de que nada podía contradecirla.
—Y ahora, señor Townsend, ¿me haría un favor? ¿Podría ir al vestíbulo, encender la radio, y volver aquí?
Le obedecí no de muy buen grado, preguntándome qué pensarían Thurston y los demás al oír música en la casa. Se lo expliqué rápidamente a Williams, Norris y Strickland, que estaban en el vestíbulo, e hice lo que Picon había pedido.
—Gracias —dijo cuando regresé—. Y ahora la luz se hace más intensa.
Creyendo que comprendía lo que me estaba diciendo, dije:
—No debe dudar de que hayamos oído gritar a la señora Thurston, Monsieur Picon.
—¿Oyó eso? —preguntó despacio.
—Claro que sí.
Entonces dijo algo extraordinario.
—No esté tan seguro, m’sieur. El oído humano es un órgano curioso. A veces oye lo que no puede oír. Y a veces no oye lo que debe oír.
Después de esto, que interpreté como deliberada mistificación, él también se fue deprisa al pueblo, probablemente en busca de su almuerzo.