5

Muy temprano a la mañana siguiente comenzaron a llegar esos incansables y brillantes investigadores privados que parecen estar siempre a mano cuando se comete un asesinato. Yo estaba algo al tanto de sus hábitos, y de inmediato adiviné qué había sucedido para traerlos aquí. Uno quizás estaba pasando una temporada en la región, el otro era amigo del doctor Tate y el tercero, probablemente, ya había sido invitado a visitar a los Thurston. De todos modos, no pasó mucho tiempo antes de que la casa pareciera llenarse de animación con ellos, que ya estaban caminando a cuatro patas, acercando las lupas a la pintura y haciéndoles a los sirvientes las preguntas más inesperadas.

El primero en entrar en escena fue lord Simon Plimsoll. Bajó del primero de tres Rolls-Royce. En el segundo viajaba su criado, de nombre Butterfield, según me enteré después, y en el tercero una cantidad de aparatos fotográficos. Casualmente yo estaba en la puerta del frente en ese momento, y le oí hablar a su empleado. Al principio me sorprendió su lenguaje, pues me recordó un diálogo oído en un cabaret entre dos cómicos, que se llamaban Western, creo, y me tomó unos minutos creer que éste era su lenguaje habitual.

Me dio un cigarro de excelente calidad, y me invitó a «largar el rollo». A lo cual accedí con largueza. Le conté en detalle el increíble misterio que nos ocupaba, y el problema insoluble de cómo había escapado el asesino. Cuando terminé, suspiró.

—Otro caso de puertas cerradas —dijo con evidente tedio—. Esperaba que fuera algo nuevo.

Pero entró en el vestíbulo y miró a su alrededor.

—¿Dice que pasó en el cuarto que hay sobre éste? No hay huellas afuera, ¿no?

—No —dije, satisfecho de haber demostrado suspicacia profesional y haberlas buscado la noche anterior. Entonces lo llevé a la escena de mi búsqueda. Miró sin darles importancia los fragmentos de la bombilla eléctrica y se detuvo en el lugar donde había encontrado el cuchillo, retrocediendo para mirar hacia arriba, a la ventana. Luego se puso en cuclillas para examinar el parterre, pero sin arrugar la raya de sus pantalones de corte perfecto. Al fin volvió a retroceder y se quedó inmóvil, mirando la ventana.

Mientras lo hacía, examiné a este joven. Oí hablar de él por primera vez unos diez años atrás, y me sorprendió descubrir que no parecía haber envejecido. Pero quizás entre otros secretos había descubierto el de la eterna juventud. Su mentón era, como otras cosas en él, excesivo. Pero me gustaba, porque desde su llegada a la casa la atmósfera algo macabra de la noche anterior se había disipado. Su naturaleza jovial y curiosa parecía desalentar cualquier resabio morboso del horror de la muerte de Mary Thurston, y también parecía inducir a todos, deudos o culpables, hacia un agradable y ansioso estado de curiosidad general.

En cuanto a mí, desde el momento en que conocí a lord Simon dejé de recordar el espantoso momento cuando atisbamos por primera vez el interior de ese dormitorio cerrado, olvidé incluso un más que mecánico deber de duelo. Me absorbí por completo en el fascinante problema al que nos enfrentábamos. Y he sabido que ésta es la experiencia de la mayoría de las personas íntimamente relacionadas con un asesinato investigado por un detective privado o criminologista de primera clase.

—Bien, ¿cuál de las ventanas dijo? —me preguntó lord Simon cuando terminó de tararear una canción.

Le expliqué lo mejor posible.

—¿Dice que fue una noche ventosa? —preguntó como en sueños cuando terminé.

—Sí, bastante.

—¿Se oía el viento cuando estaban en el vestíbulo?

—Sí. Los árboles alrededor de la casa…

—Perfecto. ¿Y cuando estaba en la puerta de la habitación mientras Williams la registraba?

—Ahora que lo pienso, sí.

—Bien. Vamos arriba.

Caminamos hacia la puerta del frente y lord Simon se detuvo para hablar con su sirviente.

—Butterfield —dijo, como disculpándose.

—Sí, milord —dijo Butterfield, cortés, por supuesto.

—Tome algunas fotografías. Y llame a la Duquesa Viuda y a la Ex Reina y dígales que no podré almorzar con ellas.

—Muy bien, milord.

—Ah, Butterfield…

—¿Sí, milord?

—¿Tiene el coñac Napoleón en el coche?

—Sí, milord.

—Excelente.

Volvimos a entrar en la casa y empezamos a subir las escaleras. Yo estaba decidido a permanecer con lord Simon mientras él investigara. Sus modales despreocupados, que evidentemente ocultaban una gran astucia, me interesaban en grado sumo. Me preguntaba qué descubrimientos haría en el dormitorio fatal, qué encontraría que nosotros no hubiéramos visto antes. Pero cuando llegamos a la puerta, se detuvo un instante.

—Ésta es la habitación —dije.

—¿Qué habitación?

—La habitación donde sucedió.

—¿Ah, sí? Subamos un poco más, ¿eh?

Consideré que los criminalistas son, si se puede decir algo de ellos, imprevisibles, y lo guie hacia el piso superior. Entramos primero al desván, que llenó de entusiasmo a lord Simon.

—Me encantan los viejos desvanes —dijo—. ¿A usted no? Nunca se sabe lo que se va a encontrar cuando uno empieza a revolver.

Su mirada recorrió el cuarto. No había mucho que ver: viejos baúles, una hilera de botas algo enmohecidas y una alfombra de piel de leopardo comida por las polillas.

—Fascinante —dijo y fue hacia la ventana. Se demoró contemplando el alféizar de piedra más tiempo del que me pareció natural, mirando con languidez desde la ventana hacia las vigas del techo.

—Y ahora vamos a hacer algo muy del estilo de Scotland Yard —dijo despacio—. Sí, sin lugar a dudas muy de Scotland Yard. Pero necesario. Vamos a examinar el contenido de esos baúles.

—Bueno —atiné a decir—, no sé si al doctor Thurston le…

Pero lord Simon sonrió cautivador, y yo recordé que los criminalistas están exentos de esas triviales consideraciones.

—Vamos —dijo—, no sea malo.

Le ayudé a vaciar los baúles. Uno contenía sólo pedazos de telas, cintas, restos de viejos vestidos que la pobre Mary Thurston había guardado probablemente «por si algún día se necesitan». No me gustaba esto, pues me recordaba a la muerta vívidamente, con toda su estupidez y bondad.

—Esto es como ser un desagradable vista de aduana, ¿no? —dijo lord Simon, sacando desdeñoso una enagua en desuso.

Asentí. Pronto terminamos con ese baúl, y después de volver a guardar las cosas, nos concentramos en el siguiente que tenía un fuerte olor a alcanfor. Contenía un mausoleo intacto: los trajes que el doctor Thurston ya no usaba, viejas chaquetas y un esmoquin de corte antiguo. Revisamos los otros baúles con la misma minuciosidad, pero no hallamos nada de interés para lord Simon.

—¡Qué desilusión! —dijo—. Probemos en la cámara de las manzanas.

Cuando entramos la cámara de las manzanas me pareció aún más carente de posibilidades que el desván, pero a lord Simon pareció gustarle el lugar.

—Aroma a manzanas maduras —señaló, aspirando con su marcada nariz.

La fruta estaba diseminada sobre el suelo, cada manzana separada de la siguiente para evitar que se extendiera cualquier infección. Pero habían dejado un pasillo de más o menos un metro de ancho, desde la puerta a la ventana, lord Simon se quedó mirando las hileras rojas y amarillas, luego se agachó y recogió una Cox’s Orange Pippin.

—Recién magullada —dijo, y dio un ávido mordisco del lado sano.

Luego se le volvieron a encender los ojos, y comenzó una febril actividad. Se quitó el sobretodo gris pálido y lo colgó con cuidado detrás de la puerta. Luego la hermosa chaqueta, y quedó en mangas de camisa luchando con un par de gemelos Asprey.

Se me ocurrió algo desagradable.

—Supongo que no irá a mover todas esas manzanas, ¿no? —le pregunté.

—Más bien no —respondió—. Una zambullida, nada más. —Y caminó sorteando la fruta hacia el tanque del agua que resollaba en un rincón.

Sin aliento observé a lord Simon. ¿Encontraría otro cadáver? Sabía que tenía propensión a ese tipo de cosas. Pero sin duda no metería el brazo a ciegas en el agua si pensaba eso. No, vi en su expresión que había encontrado lo que esperaba. Y comenzó a sacarlo: una soga muy gruesa.

La dejó en el suelo entre las manzanas, con toda la ternura que le dispensaría un niño. Había un gran nudo en un extremo y una argolla de hierro en el otro. Tendría unos cuatro metros y medio.

—Prueba A —dijo—. Sin lugar a dudas Prueba A. ¿La había visto antes?

—Me parece que es del gimnasio.

—¿Del gimnasio? No me dijo que hubiera un gimnasio.

—No pensé que tuviera ninguna relación.

—No, no. Claro que no. Sí, esta cuerda ha estado en un gimnasio. Al menos, ha sido para trepar.

—Pero…

—Nunca pude trepar por una cuerda en Eton. ¿Usted podía allí donde estudió?

—Sí —dije algo brusco.

—Bien, bajemos. Creo que es hora de…

—¿De ver el cuerpo? —sugerí.

—Exacto —dijo lord Simon. Pero antes de salir de la habitación examinó con mucho cuidado el marco de piedra de la ventana, lo mismo que había hecho en el desván.

Bajamos la angosta escalera y yo golpeé la puerta de la habitación donde había ocurrido la tragedia. La voz del sargento Beef nos dijo que entráramos. Mi conocimiento de estas situaciones me alcanzaba para decirme qué tipo de bienvenida podía esperar entre estos dos, y no fui desilusionado.

—Buenos días, Beef —dijo lord Simon con alegría.

El sargento parecía estar sufriendo las consecuencias de su visita al Red Lion la noche anterior.

—No pensé que se fuera a molestar en un caso tan insignificante como éste —dijo despacio—. Es como coser y cantar.

—¿Le parece? —preguntó lord Simon.

—Sí. Claro que sí. Es…

—¿Qué hace aquí, sargento?

—Vine a examinar estas manchas de sangre otra vez —dijo Beef malhumorado.

Lord Simon se dirigió a mí.

—A los policías les encanta la sangre —dijo—. Sorprendente, ¿no?

Al sargento no le hizo gracia la broma. En seguida reinó el silencio en la habitación, mientras Beef y yo mirábamos trabajar a lord Simon. Revisó con sus eficientes manos todos los objetos del dormitorio, golpeó en todas las paredes una o dos veces, y examinó el hogar.

—No hay modo de escapar —dijo.

El sargento Beef se rio.

—No me diga que esperaba encontrar uno —dijo.

—No, sargento —dijo lord Simon con serenidad—. Por extraño que parezca, no lo esperaba.

Luego fue al ropero, y después de hurgar, con lo que me pareció poca delicadeza, entre varios trajes de Mary Thurston, sacó dos sombrillas.

—¿Sale al aire libre y tiene miedo de quemarse? —le preguntó el sargento Beef, con pesada ironía.

—No, simplemente me interesan —dijo lord Simon, escudriñándolas con minuciosidad.

Al fin las dejó, y empezó un estúpido juego con las largas cortinas. Corría una un poquito, y luego la descorría con brusquedad, y así dos o tres veces.

—Bonitas cortinas —dijo, soltándolas.

Entonces volvió al tocador y, para mi sorpresa, se encaramó en él y acercó la nariz a un punto cerca del espejo. En seguida empezó a estornudar violentamente.

—Qué desagradable —dijo—. Me alegra que no lo haya notado, sargento. Es muy desagradable. ¿Quién toma rapé en esta casa?

—Sé de Stall —dije—. Lo vi una vez en la escalera, creyó que nadie lo veía.

—Ah —dijo lord Simon con voz apagada—. Bien, voy a almorzar algo.

Apenas eran las doce, así que me di cuenta de que su propósito al dejarnos era otro. Pero lo acompañé hasta abajo y hasta la puerta del vestíbulo.

Justo antes de que la abriera, se detuvo y miró la ventanita junto a ésta, que daba a la parte delantera de la casa.

—¿Sabe por casualidad si se cierran estas cortinas durante la noche? —me preguntó.

No supe decirle, pero Stall, que pasaba en ese momento, sí podía explicarlo.

—Lamento decir que por lo general se olvidan de correrlas, milord. Es responsabilidad de la criada, pero no lo hace.

—¿Las cerró anoche?

—Creo que no, milord.

—Gracias —dijo lord Simon, y salió.