Al entrar, encontramos al doctor Thurston que bajaba. Se detuvo y nos miró fijamente.
—¿Dónde estaban ustedes tres? —preguntó tajante.
Le dije que habíamos ido a examinar los jardines, pero casi antes de que acabara de hablar él ya estaba caminando aturdido hacia el vestíbulo. Se dejó caer en una silla y se quedó absorto.
Williams, de pie junto al hogar, me llamó a un lado, y yo le dije lo que había hallado. Asintió.
—Es casi un alivio —dijo.
—¿Qué? ¿Qué se haya encontrado el cuchillo?
—Sí, en cierto sentido. Casi comenzaba a dudar que hubiera un cuchillo, que hubiera algo tan… prosaico.
Lo miré a la cara. Parecía sereno, pero sus palabras eran tan extrañas que volví a preguntarle qué quería decir.
—Mire, Townsend. Yo no soy en absoluto supersticioso. Creo en los hechos. Pero admitiré ante usted que la palabra más suave que puedo usar para describir este asunto es «extraño». No me refiero sólo a que hayamos encontrado a Mary muerta detrás de una puerta cerrada. He oído de casos similares antes, con explicaciones perfectamente normales. Pero caramba, cuando uno considera estola puerta estaba cerrada. Antes de que pasaran dos minutos del grito miré por la ventana; ya se sabía dónde estaban todos los de la casa. Y sin embargo estoy seguro de que no había salida de esa habitación. Registré centímetro por centímetro.
»¿Qué demonios podemos decir? Alguien lo hizo. Una mano sostuvo ese cuchillo. No pudo haber trucos de levitación. Le digo que me afecta como si en realidad hubiera visto algo imposible, como un árbol moviéndose o nieve en un día de verano. Me asusta.
«Asustar» era la última palabra que esperaba oír de labios de Sam Williams. Y sin embargo, al hablar de todo el asunto al día siguiente, dijo que recordaba con claridad haberla usado.
—¿De qué modo? —le pregunté, pues mi mente estaba embotada.
—Bien, ¿cómo pudo escapar ese animal? Esto no es asunto de trabajo detectivesco. No tengo la menor esperanza en lo que pueda hacer Scotland Yard. Es… no es humano, Townsend.
Creo que esas palabras de Williams, el abogado sensato y escéptico, me turbaron más que ninguna otra cosa. Y como estaba más que a medias de acuerdo con él, le contradije de plano.
—Diablos —dije—, debe de haber una explicación perfectamente simple.
—Querido amigo, ¿cómo puede haberla? A menos que el tipo tuviera alas.
La imagen que despertó esto, de una criatura oscura y asesina como un murciélago gigante alejándose aleteando de la casa, era demasiado fantástica.
—No, no —dije—. No lo vea como una pesadilla. Debe de haber algún modo de escapar de esa habitación.
—¿Miramos otra vez, entonces?
—No creo… —Pensar en lo que había allí me hacía sentir mal. Debo de tener una mente muy literal, pues era el cuerpo lo que encontraba más perturbador, mientras que para Williams, extrañamente, lo peor eran las dudas y fantasías.
—Vamos —dijo—. Será mejor que quedarse aquí pensando.
Volvimos a subir y llegamos a la puerta roja. Pero al abrirla los dos nos detuvimos sorprendidos. El cuerpo ya no estaba solo. Arrodillado junto a la cama, con la cara escondida entre las manos, estaba Rider, el párroco. Cuando notó nuestra presencia levantó los ojos. Y la expresión de su rostro fue inolvidable. Fue como la agonía en el rostro de un mártir y sus mejillas estaban muy pálidas y la mandíbula le colgaba como si hubiera perdido el poder de controlarla.
—¡Rider! ¿Cómo ha llegado aquí? —preguntó Sam Williams. Me pareció detectar un matiz de sospecha en su voz.
El párroco se puso de pie despacio. Se movía con rigidez, como si hubiera estado largo rato arrodillado.
—¿Cómo he llegado? —repitió, sin entender, en apariencia, el sentido de la pregunta—. Acabo de llegar.
—¿Dónde? ¿Cómo? —Me sorprendía la acritud en la voz del abogado. ¿Seguiría pensando en su hombre alado?
—No le comprendo —dijo Rider despacio, y me pareció que decía la verdad—. Vine por la puerta del frente.
—¿Quién lo hizo entrar?
—Stall, el mayordomo.
Williams dudó.
—¿Y subió directo aquí? —preguntó por fin.
—Sí. —Volvió a bajar la mirada hacia la cama—. ¡Pobre alma! ¡Pobre alma! —dijo—. Espero que sea perdonada. —Luego agregó en voz más baja pero que me pareció más fervorosa—. Espero que todos seamos perdonados.
Sam Williams lo miró con atención.
—Señor Rider, ¿se da cuenta de que éste ha sido un crimen extremadamente salvaje? ¿Y de que todavía no se ha encontrado al asesino? ¿Puede decirnos algo que nos ayude?
El párroco estaba muy afligido. Temblaba.
—Murió… en pecado —fue su respuesta, ante la cual Williams hizo un gesto de impaciencia—. Pero… —dijo el señor Rider, mirándonos—, todos somos pecadores, ¿no es así? Todos nosotros. —Y salió corriendo de la habitación.
Williams y yo permanecimos oyendo sus pisadas que bajaban rápidamente las escaleras.
—¿Qué piensa?
—¿Qué puedo pensar? —respondí—. Está loco, por supuesto. Pero si tiene algo que ver con esto o no, lo ignoro.
Antes de poder empezar otra vez la búsqueda sin sentido propuesta por Williams oímos un automóvil detenerse en la puerta del frente. Fellowes había regresado, con el médico y el sargento Beef, el policía del pueblo.
No había mucho que hacer para el primero. Pronto se reunió abajo con nosotros, pero antes de decir nada fue hasta la figura encogida de Thurston y dijo:
—Escúcheme, doctor, voy a ordenarle que se vaya a acostar. Estamos haciendo todo lo posible por usted, y no nos ayudará que se quede aquí. Por favor.
Thurston se puso de pie, obediente como un niño pequeño.
—¡Stall! —El doctor Tate era amigo de la casa, y conocía los nombres de los sirvientes—. Suba con el señor y ocúpese de que tenga todo lo que necesite.
El doctor Thurston se volvió en la puerta y nos dio las buenas noches, y cuando recordé sus joviales saludos de despedida me sentí muy conmovido por la pobre sonrisa que nos dedicó.
—Debe de haber sido un golpe terrible —dijo el doctor Tate cuando nos quedamos solos—. ¿Hace unos treinta minutos, supongo? —Ahora eran las doce menos cuarto—. Es difícil decirlo con exactitud. Entre las once y once y media de todas formas. ¿Quién lo hizo?
Parecía no habérsele ocurrido que estábamos envueltos en el misterio. Supongo que pensó que un acto de tal violencia en una casa conocida no podría haber sido cometido sin ser descubierto al instante. Cuando le explicamos todo, nos miró incrédulo.
—Pero… pero… —comenzó a decir.
Williams lo interrumpió.
—Lo sé —dijo tajante—, es increíble. Pero, como ve, ha sucedido.
El sargento de la policía se nos unió. Apenas levantamos la mirada cuando entró. Era un hombre robusto de cara roja, de unos cuarenta y ocho a cincuenta años, con un desordenado bigote pelirrojo y aspecto de benevolencia al parecer provocado por la cerveza.
—Ya he examinado el cuerpo —anunció con voz pesada, semejante quizás a la que usaba al prestar testimonio en los tribunales— y he llegado a mis conclusiones —agregó.
—¿Qué ha hecho? —le espetó Williams.
—He dicho que ya he examinado el cuerpo, señor, las manchas de sangre y el instrumento. Y he llegado a mis conclusiones.
Fue un alivio casi cómico.
—¿Quiere decir que cree saber quién lo hizo? —pregunté.
—No he dicho tanto, señor —admitió el sargento Beef—, pero he hecho lo necesario por esta noche.
—Mejor póngase en contacto con Scotland Yard lo antes posible —le dije, sintiéndome algo irritado por la imperturbable vanidad de aquel hombre.
—Quizás no sea necesario —respondió pesadamente.
El doctor Tate, que conocía a la perfección a sus convecinos, dijo cortante:
—No sea ridículo, Beef. Evidentemente éste no es un caso para usted. Y dudo mucho —agregó, dirigiéndose a nosotros— que ni Scotland Yard pueda resolverlo. Pero no debe haber demora en llamarlos. Ninguna demora. Yo al menos no podría quedarme quieto y ver cómo se desperdicia tiempo que podría resultar valioso para descubrir al asesino. Mejor llame desde aquí.
El sargento no se movió. Entornó sus rosados párpados.
—Sé cuál es mi deber, señor —replicó.
Entonces el doctor Tate se enojó.
—Supongo que pasó toda la noche en el Red Lion —dijo—. Muy bien, se lo digo ahora, si este asunto no es investigado como corresponde sin demora iré a hablar con sus superiores de inmediato.
—Debe hacer lo que considere apropiado —dijo el policía—, pero mientras tanto debo pedir que ninguno de estos caballeros salga de la casa. Les diré lo mismo a los sirvientes. Volveré por la mañana para… —dijo, golpeando sobre una gran libreta—, para hacer algunas preguntas.
—Eso, tengo entendido, es lo usual.
—Muy bien, entonces, caballeros, ¿puedo suponer que todos estarán aquí mañana? Quizás sea mejor que anote sus nombres.
Y lenta y penosamente comenzó a escribir nuestros nombres completos y direcciones particulares en su gran libreta. Fueron diez minutos exasperantes. Pero por fin terminó, y fue a la cocina, al parecer a recoger los nombres del personal.
Luego oímos cómo se cerraba la puerta de la entrada y supimos que el ojo de la ley ya no estaba sobre nosotros. Sin embargo, ninguno se movió. Williams se volvió hacia el doctor Tate.
—¿Qué sabe de Rider? —le preguntó.
—¿Rider? Es muy trabajador. Pero a veces me pregunto si está en su sano juicio. Eso sí, tiene una obsesión. La pureza. Hace las cosas más desequilibradas cuando se trata de la pureza.
Súbitamente recordé la extraña pregunta que me hiciera antes de la cena, y relaté el incidente.
—Típico de él —exclamó Tate—. Probablemente sospechaba algo absurdo, o algo sin importancia.
—Lo que no entiendo —dijo Williams— es cómo llegó junto a Mary Thurston menos de media hora después de cometido el asesinato. Era mucho antes de las once cuando salió para ir a su casa, y la parroquia queda cruzando el huerto.
—¿Alguien pudo haberle avisado? —sugirió Strickland.
—Imposible. El teléfono no funciona. Han cortado los cables, al parecer.
—Entonces en ningún momento se fue a su casa —dije. Williams tocó el timbre.
—Le preguntaremos a Stall —dijo—. Rider nos dijo que él le abrió la puerta.
Stall entró en la habitación. Sentí de inmediato, al mirarlo, que estaba en guardia. Nos recorrió con la mirada, uno por uno, como preguntándose de dónde vendría el ataque.
—Stall —dijo Williams—, ¿usted acompañó al señor Rider hasta la puerta?
—¿En qué ocasión, señor? La primera vez que salió de la casa, antes de que la señora Thurston se retirara, sí, yo lo acompañé.
—Ajá. ¿Cuándo regresó?
—Unos diez o quince minutos después… de encontrarla, señor.
—¿Por quién preguntó?
—Por el doctor Thurston, señor.
—¿Usted lo hizo pasar al vestíbulo?
—No, señor. Justo en ese momento la criada se puso histérica, señor. Muy histérica. Y volví corriendo a la cocina. El señor Rider fue solo al vestíbulo. No volví a verlo, señor.
—¿No dijo nada aparte de preguntar por el doctor Thurston?
—No, señor. Nada. Pero parecía agitado, señor.
—Ya veo. Usted va a su iglesia, ¿no, Stall?
—Sí, señor. Canto en el coro. Bajo, señor.
—Gracias, Stall. Mejor vaya a acostarse ahora.
Cuando la puerta se cerró intercambiamos miradas, como si cada uno quisiera ver lo que pensaban los demás.
—Extraordinario, lo de Rider —dije después de un momento. Pero nadie respondió. Era extraordinario. Muy extraordinario.
Recostado en el sillón, comencé a considerar a cada uno de los hombres de la casa por separado, como un posible asesino. No fue una tarea muy agradable, pues no le deseaba mal a ninguno, ni ninguno me desagradaba en realidad. Pero a medida que cada uno de ellos se presentaba ante mis dudas, me encontré una y otra vez con un muro. ¿Cómo había escapado? Yo mismo había descorrido los dos cerrojos. El que lo hubiera hecho, si aún existían las leyes naturales, había salido de la habitación en el breve tiempo que nos tomó subir corriendo las escaleras y romper la puerta, pero ¿cómo? ¿Cómo? Sentí que la duda me volvería loco. No había salida de esa habitación.
Al fin decidimos retirarnos. Pero cuando nos poníamos de pie, esperando que alguien diera el primer paso, el joven Strickland le dijo algo no muy diplomático a Alec Norris.
—Bien —dijo—, parece que su teoría sobre el asesinato ya se ha desmoronado.
Yo me había olvidado por completo de la conversación mantenida durante el cóctel. Evocarla me estremeció. Pero el efecto del comentario sobre Norris fue inesperado. Respondió con voz alta, chillona, histérica.
—Sí —dijo—, ¡parece que me equivoqué! —Y comenzó a reír con una carcajada que se inició baja pero comenzó a aumentar hasta que Williams, parado a su lado, lo abofeteó.
Norris se detuvo de inmediato.
—Perdón —dijo.
—Perdóneme usted —dijo Williams—. Pero es el único remedio para la histeria. No podía permitir que despertara a todos. Son más de las doce.