No sé cuántos segundos nos llevó llegar a la puerta de la habitación de Mary Thurston. Pero fueron segundos, ni siquiera un minuto, de eso estoy seguro. En la puerta estaba Alec Norris. Pero la puerta estaba cerrada por dentro.
Al principio tratamos de abrirla empujando con los hombros. Luego Williams cargó primero contra la parte superior y luego contra la inferior.
—¡Atrancada! —gritó—. En dos lugares. Rompa el panel, Thurston.
Thurston seguía arrojando todo su peso ciegamente contra la puerta, y entonces yo levanté una pesada silla de madera que había en el descansillo y la arrojé contra el panel superior. Por la abertura que produjo, pude contemplar una horrible escena en el interior de la habitación y, sin embargo, esta visión no me causó la súbita conmoción que me produjeran sus gritos. Supongo que me lo esperaba, pues lo que vi fue la imagen borrosa de la cara de Mary Thurston sobre la almohada más roja que blanca, y supe de inmediato que había sido asesinada.
Pero para entrar era necesario romper el panel inferior también, porque la puerta era alta y, como dijo Williams, estaba cerrada arriba y abajo. Yo mismo me incliné a través de las aberturas en la puerta y descorrí los cerrojos. Y, para que no haya dudas, permítaseme afirmar ahora, con toda claridad, que los dos estaban firmemente pasados. Es más, me llevó varios segundos descorrer el inferior.
Cuando lo hube hecho, y mientras me ponía de pie para mover el picaporte, Thurston entró en la habitación como una tromba. En ese momento me di cuenta de que otros dos se nos habían reunido. Toda mi atención consciente se concentraba en la habitación así que fue como si una pequeña porción de mi mente percibiera la presencia de Strickland, parado detrás de nosotros, y de Fellowes, en la escalera que salía más allá de la puerta de Mary Thurston hacia el segundo piso. En qué momento llegaron, ni lo supe entonces ni lo sé ahora. Pero estoy seguro de que ninguno de los dos estaba allí cuando llegamos arriba, y de que ninguno había aparecido cuando me volví a tomar la silla. En otras palabras, no había nadie en la escena del crimen en el minuto siguiente a los gritos, aunque los dos habían llegado en seguida.
Y aquí estábamos mirando hacia adentro de la habitación. Nos quedamos parados allí, los cuatro, como si nos hubieran exigido que veneráramos el cuarto. Estábamos allí, vimos lo que vimos, y observamos los movimientos de Thurston.
Sólo había una lámpara encendida en la habitación, pero no nos impidió ver todo el interior. Atravesada en la cama yacía Mary Thurston, completamente vestida. Pero era la almohada donde apoyaba la cabeza la que atrajo nuestra mirada horrorizada, la almohada y su garganta. Pues la almohada, como yo ya había visto, estaba horriblemente manchada de rojo, y en la garganta, esa garganta gorda y blanca, había una herida aún más terrible. Pero vuelvo a insistir en que no es mi deseo ser más perturbador de lo necesario. Baste con decir que cuando Thurston nos dijo con voz ahogada que estaba muerta, no hablamos ni nos movimos, pues ya sabíamos cuáles serían sus palabras.
Sam Williams mantuvo la sangre fría.
—No se muevan —nos dijo a los que estábamos en la puerta—. Tiene que estar aquí. —Y estiró la mano hacia el interruptor de la luz y la accionó. Esto, sin embargo, no tuvo resultado alguno, y yo fui consciente de un ligero alivio. Más luz sobre esa escena habría sido demasiado despiadado.
Pero creo que fue el clic infructuoso de esa luz eléctrica lo que llevó mi atención de la muerte de Mary Thurston a la necesidad de descubrir a su asesino. En los segundos de agonía en los que hablamos observado el cuerpo que yacía sobre la cama, había pensado en lo espantoso y trágico de la escena como si se tratara de un accidente. Pero cuando Williams accionó el interruptor y la habitación no se iluminó, algo hizo despertar en mí la comprensión de que este espanto era obra de un hombre, y que había que descubrir al culpable.
Sin embargo, habrían pasado dos o tres minutos como máximo desde el primer grito. El asesino no podía haber escapado, de ninguna manera.
—Quédese en la puerta, Townsend —volvió a decir Williams, y empezó a registrar la habitación.
Me quedé con Strickland y Fellowes detrás de mí, mirándola Primero fue hacia la ventana, miró para afuera, para arriba y para abajo, luego fue hasta un gran armario, empotrado en la pared junto al hogar, y lo revisó con rapidez. Le vi escudriñar el techo y los rincones más alejados. Cruzó hacia el hogar y lo examinó brevemente. Miró debajo de la cama, y el colchón; abrió un ropero.
—La ventana otra vez —grité de pronto. Aunque había dos ventanas en la habitación, sólo una se abría, y hacia ésta se apresuró Williams. Es cierto que ya lo había visto mirar por ella hacia afuera, pero algo instintivo me hizo rogarle que volviera a hacerlo.
—Imposible —dijo él—. Hay seis metros hasta el suelo. Y —miró otra vez— tres hasta la ventana del piso de arriba.
Williams continuó el registro como si se hubiera olvidado de Thurston que estaba parado junto a la cama. Emitía sonidos muy bajos, como sollozos ahogados, y no se movía. Al fin Williams terminó su primera investigación.
—Si hay algún lugar donde esconderse en esta habitación —dijo—, está construido especialmente.
Muy cierto. Yo estaba ansioso por señalar cualquier posible espacio que Williams hubiera omitido revisar, si me daba la oportunidad. Supongo que el instinto de caza sigue siendo fuerte en nosotros, y aunque no me moví de la puerta, mis ojos y mi mente estaban ocupados en la búsqueda. No quedaba lugar por registrar en la habitación.
—Fellowes, ayúdeme a mover esta alfombra —dijo Williams de pronto—. No dejaremos nada al azar.
Quitaron la alfombra y revisaron las tablas del suelo. Miraron cada centímetro de pared. Volvieron a registrar el armario, el piso del armario, y la parte superior. La cama era de una plaza, liviana y alta. Escudriñaron las tablas del suelo debajo de ella. Volvieron al hogar, como para ver si no podía ocultar un medio de escape. Movieron los muebles y miraron detrás.
Williams estaba blanco, y apretaba los dientes como reprimiendo la emoción.
—Es asombroso —me dijo y agregó, en voz muy baja—: No es posible. —Y yo me sentí inclinado a coincidir con su opinión.
Para entonces había llegado Stall. Norris y Fellowes dijeron después que había llegado antes de que Williams abriera la ventana por primera vez, pero yo no lo había visto. Aparentemente, era el único de nosotros que ya estaba en pijama. Llevaba una espantosa bata de lana y parecía temblar, aunque no podría decirse que la noche era fría.
Enseguida Williams, cuya mente de abogado estaba mejor dotada para la situación, dijo:
—Hay que llamar a un médico. Y a la policía. No tiene sentido permanecer aquí. Será mejor registrar el jardín. Yo llamaré por teléfono.
Entonces Thurston se acercó a nosotros.
—¿Has llamado al médico, Sam? —preguntó. La voz sonaba baja y cansada.
—Iba a hacerlo —dijo Williams, y lo palmeó en el brazo.
Y entonces, aunque quizás el lector se sorprenda, lo primero que hicimos fue tomar otro whisky. Williams le sirvió uno al doctor Thurston, que se había dejado caer en un sillón en la sala, y a Fellowes y a Stall. Los dientes de Alec Norris castañeteaban contra el vaso al beber. Strickland no había dicho una palabra, pero bebió con fruición.
—Escuche, Townsend —dijo Williams—, vaya con Norris, Strickland y Fellowes y haga un registro exhaustivo de los jardines.
—Sí —dije, aunque no tenía muchas esperanzas de descubrir nada. Sin embargo, sentía que ya no podía soportar la atmósfera de aquella casa. Pensar en Thurston, franco y jovial, ahora desencajado y en Alec Norris, con el rostro blanco y todo tembloroso, era demasiado para mí. Al que más respetaba era a Williams, que en ningún momento perdió la cabeza y manejó la espantosa situación de manera admirable.
Fellowes y Stall estaban en el vestíbulo, y decidimos llevar al chófer con nosotros, por si se necesitaba a Stall.
—¿La criada y la cocinera? —pregunté yo—. ¿Ya lo saben?
Me di cuenta de que sería cruel permitir que Enid, la joven criada, entrara en esa habitación sin saber nada.
—Sí, señor. La criada estaba arriba mientras nosotros estábamos en la puerta del dormitorio, y yo la mandé a la cocina —dijo Fellowes.
—Muy bien, quédese con ella y con la cocinera —le dije a Stall—. Y no permita que ninguna de las dos salga de la cocina.
—Muy bien, señor —dijo el mayordomo.
Acabábamos de designar el recorrido cuando Williams me llamó desde el pequeño guardarropa junto al vestíbulo donde había ido a llamar a la policía.
—Creo que el teléfono está estropeado —dijo—, de lo contrario alguien cortó los cables. No me contestan. Mejor dígale a Fellowes que tome el coche y vaya a buscar al doctor Tate y al sargento de inmediato. Tan rápido como pueda.
—Perfecto.
—Probaré otra vez con esto —dijo, volviendo al guardarropa.
Así que Fellowes salió hacia el pueblo, y Strickland, Norris y yo salimos a los jardines. Habíamos decidido que Norris iría a los establos, y Strickland haría un circuito más amplio, con la remota esperanza de encontrar a alguien, o algo, entre los árboles, que pudiera ayudarnos. Comprenderá que teníamos poca confianza en esta búsqueda al aire libre. Pero el hecho de que la puerta de Mary Thurston estuviera cerrada, las ventanas fueran inaccesibles y la habitación se hallara vacía, nos parecía ya tan fantástico que no nos comportábamos, ni intentábamos hacerlo, con lógica.
Yo podía comprender apenas que se había cometido un crimen con medios que me parecían casi sobrenaturales. Estaba tan apenado y confundido a la vez, que cualquier cosa que me hubieran sugerido como posibilidad de atrapar al asesino me habría sido tan útil como esa alocada carrera en los jardines. Si Williams me hubiera dicho que registrara el garaje, o la iglesia del pueblo, o que tomara un tren a Londres, habría obedecido con la misma presteza. Tenía que hacer algo. Cuando recordaba a esa pobre, amable y estúpida mujer que siempre había sido tan gentil y carente de cualquier tipo de malicia, tendida como yo la había visto, me impacientaba por hacer algo que pudiera vengarla. De modo que no me detuve a calcular las posibilidades de éxito para Norris, Strickland y para mí en el jardín. Corrí a ciegas.
Me había apoderado de una potente linterna que encontré sobre la mesa del vestíbulo, y después de una recorrida general alrededor de la casa fui hasta el sendero de grava que corría más allá del amplio cantero debajo de la ventana de Mary Thurston. Me parecía que aquí podría encontrar algo, alguna… (la palabra ya me había venido a la mente) pista. Y no me vi desilusionado. Encontré dos objetos que, si bien no eran pistas, estaban al menos, pensé, relacionados con el crimen.
El primero estaba en la pista de tenis, a trece metros o más de la casa. Era una bombilla eléctrica rota. Apenas vi los fragmentos de vidrio brillando sobre el césped me detuve a recogerlos. Pero antes de tocarlos, me contuve. Recordé súbitamente todo lo leído acerca de asesinatos y descubrimientos. ¡Huellas digitales! Y pensé con un estremecimiento que este asunto me había proyectado en un mundo nuevo y aterrador, en el cual la investigación y la búsqueda de huellas digitales ocupaban el lugar de los hechos más normales de mi vida anterior.
El otro objeto era aún más importante. Era el cuchillo con el que se cometió el asesinato. Cuándo lo vi en el suelo bajo la ventana, me sorprendí. Y sin embargo, como se demostró más tarde, tendría que haberme sorprendido no haberlo hallado allí. ¿Pues dónde más podría estar? No importa dónde estuviera escondido el asesino, su primera preocupación debió de ser deshacerse del arma. Y puesto que el arma podía ser identificada con facilidad, no le importaba que la encontraran en seguida, siempre y cuando no la encontraran en su persona. Había hecho lo obvio, lo más seguro: la arrojó por la ventana después de cometer el crimen.
Ahí estaba, entonces, y mi linterna iluminó una gota de sangre fresca. Pero una vez más tuve buen cuidado de no tocarlo. Lo dejé ahí tirado, y decidí volver a la casa a informar sobre mis hallazgos.
Al ponerme de pie vi a Strickland corriendo hacia mí.
—Nada por ningún lado —dijo. La voz sonaba un poco ronca, pero parecía tranquilo. Quizás su naturaleza era demasiado bovina para impresionarse con facilidad.
Le mostré el cuchillo y dejó escapar un silbido.
—Pobre Mary —dijo, mirándolo.
No me gustó la mezcla de pena convencional y familiaridad de su comentario.
—Usted la quería mucho, ¿no? —dije, cortante.
—Sí —dijo Strickland, sin moverse ni quitar los ojos del cuchillo—. Présteme esa luz un minuto —agregó.
Sostuvo la linterna cerca del cuchillo, luego se incorporó.
—Es una de esas malditas cosas chinas del vestíbulo —dijo. Luego agregó, pensativo—: Las sospechas recaerán sobre los de la casa.
Yo no lo escuchaba con demasiada atención, porque se me había ocurrido otra cosa.
—¿No habría huellas —dije—, suponiendo que alguien bajó por esa ventana de algún modo?
Parecía una remota esperanza, pero también lo eran las demás posibilidades. Con mucho cuidado examinamos los parterres a lo largo de varios metros hacia la izquierda y la derecha de una línea desde la ventana de Mary Thurston hasta el suelo, y desde la pared hasta el borde del parterre. Pero el suelo estaba intacto. Despacio, Strickland y yo avanzamos juntos hacia la puerta del frente. Nos encontramos con Norris que venía en sentido opuesto.
—¿Ha visto algo? —le preguntamos.
—No —dijo muy rápido, y se dirigió delante de nosotros hacia la casa.