Llegó a su casa de campo a la tarde siguiente, después de tomar un avión hasta Albany y, desde allí, un autobús que le llevó a Pittsfield, y por último un taxi hasta Ludeyville. Asphalter le había dado la noche antes un poco de Tuinal. Durmió perfectamente y se encontró mucho mejor, a pesar de la tirantez de los esparadrapos en las costillas.
La casa estaba a dos millas más allá del pueblo, en las colinas. En los Berkshires hacía un tiempo espléndido. El aire estaba luminoso, los arroyos llenos, densos los bosques y el verde nuevo. En cuanto a los pájaros, la finca de Herzog parecía haberse convertido en su santuario. Bajo los rollos ornamentales del porche, descansaban los abadejos. El olmo gigantesco no había acabado de morirse y las oropéndolas vivían aún en él. Herzog hizo que el chófer detuviera el taxi en el musgoso camino bordeado de rocas. No estaba seguro de si se podría llegar hasta la misma casa. Pero no había árboles caídos cortando el camino, y aunque gran parte de la grava se había amontonado con las tormentas y los deshielos, el taxi podía haber pasado fácilmente. Sin embargo, Moses lo despidió pues no le importaba subir la breve cuesta que faltaba hasta la casa. Tenía ya las piernas ágiles y su pecho estaba bien protegido por su armadura de esparadrapo. Había comprado algo de comer en Ludeyville. Además, si los cazadores y merodeadores no se las habían comido, quedarían en el sótano bastantes provisiones en lata. Hacía dos años, había hecho conservas de tomates y frambuesas, y antes de salir para Chicago, había guardado bien, en el sótano, botellas de whisky y de vino. Desde luego, la electricidad la habían cortado pero quizá pudiera hacer funcionar la vieja bomba de mano. En cuanto al agua, siempre había la de la cisterna. Podía guisar al fuego de la chimenea. En ella tenía viejos garfios y trébedes. La casa estaba espléndidamente rodeada por emparrados, árboles, flores y maleza, y su corazón temblaba al contemplar esta espléndida vegetación. ¡La locura de Herzog! Era aquello un monumento a su sincera y enamorada idiotez, a los reconocidos defectos de su carácter, símbolo del afán judío por asentarse sólidamente en la blanca y protestante América anglosajona. («La tierra fue nuestra antes de que nosotros fuésemos de la tierra», como dijo aquel sentencioso viejo el día de la inauguración). Pero, ya está bien de divagaciones. Lo cierto es que estoy ya aquí, en mi casa. ¡Hieni! ¡Y qué maravillosa está hoy! Se detuvo en el florido patio, cerró los ojos ante la fuerza del sol y las deslumbrantes ráfagas de color y aspiró la mezcla de aromas de las campanillas de catalpa, las madreselvas, la tierra, las ceborrinchas y las múltiples yerbas. Los ciervos o los amantes habían yacido en este césped cerca del olmo porque estaba aplastado. Herzog dio una vuelta en torno a la casa para ver si estaba muy estropeada. Por lo menos, no había ventanas rotas. Todas las persianas cerradas por dentro se hallaban en buen estado. Sólo algunos de los carteles que había puesto advirtiendo que aquella propiedad estaba bajo la protección de la policía, habían sido derribados. El jardín era una densa masa de espinosas cañas, rosas y bayas, que crecían revueltas y entrelazadas. El aspecto de esto no incitaba a lamentar el descuido sino que hacía pensar en algo que ya no tenía remedio, algo que estaba así de abandonado desde siempre. Herzog pensó que nunca tendría ya la energía ni el deseo de lanzarse a tales trabajos. Nunca más tendría ganas de martillear, pintar, reparar, regar o podar. Nunca más. Sólo estaba allí para echar una ojeada a las cosas, sin meterse en ningún trabajo.
La casa estaba tan mustia como él lo había esperado. Abrió unas cuantas ventanas y los postigos de la cocina. Echó a un lado restos de hojas, agujas de pino, e insectos muertos. Lo que necesitaba, inmediatamente, era un buen fuego. Había llevado fósforos. Una de las ventajas de la madurez es que se hace uno más práctico en estas cosas, se convierte uno en un hombre previsor. Desde luego, tenía una bicicleta, podía ir al pueblo a comprar lo que se le hubiera olvidado. Por lo pronto, recogió unos leños de pino y encendió la lumbre. Al desprenderse la corteza, aparecieron varias clases de insectos: gorgojos, hormigas, arañas de largas patas… Y en la chimenea quizá hubiera pájaros o ardillas. Les dio todas las oportunidades para que se escapasen. Las ramas negras y secas empezaron a arder con llamas amarillas. Amontonó más leños y prosiguió su inspección de la casa.
El alimento enlatado estaba intacto. Había algunas latas de conservas compradas por Madeleine (siempre las mejores), sopas, pudding indio, aceitunas, y otros víveres ennegrecidos que el propio Moses había comprado en las ventas de los excedentes de los víveres del Ejército: guisantes, pan en conserva, y cosas así. Hizo un inventario con una especie de ensoñadora curiosidad, recordando su aspiración a bastarse a sí mismo: la lavadora, el secador, la instalación de agua caliente, formas puras blancas y relucientes en las que había empleado los dólares de su difunto padre, los dólares de feo color verde, laboriosamente reunidos y contados con desgana, repartidos a su muerte entre sus herederos. Bueno, bueno, no debía haberme mandado a la escuela para aprenderme los emperadores muertos. «Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes: Contempla mis obras, oh tú, poderoso, y desespérate»; pero el bastarse a sí mismo, la soledad, la gentileza, era todo ello tan tentador y había sonado a algo tan atractivo, parecía sentarle tan bien al sonriente Herzog en principio… Era sólo después cuando se descubrían las trampas que hay en esos ocultos cielos. La conciencia desempleada, escribió Herzog cuando estaba en la despensa. Yo me crié en una época en que estaba muy extendido el desempleo y no creía que hubiese nunca trabajo para mí. Por último, fueron apareciendo las colocaciones pero de todos modos, mi conciencia siguió desocupada. Y después de todo, continuó escribiendo sentado ya junto a la lumbre, el intelecto humano es una de las fuerzas que mueven al universo. Es perjudicial que permanezca sin empleo. Casi se podría llegar a la conclusión de que el aburrimiento que producen tantos arreglos humanos (la vida de familia en la clase media, por ejemplo) tiene la finalidad histórica de liberar al intelecto de las nuevas generaciones, destinándolas a la ciencia. Pero una terrible soledad de toda la vida es, simplemente, el plancton del que se alimenta Leviathan… Tengo que volver a pensar en esto. El alma exige intensidad. Al mismo tiempo, la virtud aburre a la humanidad. Leer de nuevo a Confucio. Si continúa aumentando su población, el mundo debe prepararse para volverse chino.
La presente soledad de Herzog no parecía contar, por lo alegre que era. Miró por la grieta del water donde solía encerrarse a leer la edición de diez centavos de Dryden y Pope. Leía «Yo soy el perro de Su Majestad en Kew» o «Los grandes ingenios de seguro que casi están aliados con la locura». Allí, en la misma posición que años antes, se hallaba la rosa que solía consolarlo, tan bella, tan roja (casi tan «genital» por su imaginación) como siempre.
Algunas de las cosas buenas de esta vida vuelven a producirse. Estuvo un largo rato mirando por la raja que había entre la pared y la madera de la puerta. Allí seguían viviendo los mismos saltamontes enamorados de las tinieblas (ortópteros gigantes) y metidos en el retrete de albañilería y madera chapeada. Al encender una cerilla, los dejó al descubierto. Entre las tuberías.
Era extraño este recorrido que había hecho por su propiedad. En su dormitorio encontró los restos de su labor erudita esparcidos por la mesa y las estanterías. Las ventanas estaban tan descoloridas que parecían manchadas de yodo y las madreselvas de fuera casi habían cerrado las persianas con el lento pero constante empuje de su crecimiento. En el sofá halló la prueba de que aquel sitio había sido, desde luego, visitado por amantes. Irían demasiado cegados por la pasión para buscar dónde estaban los dormitorios. Pero les quedaría una deformación de la espina dorsal por haber usado los sillones de Madeleine, que eran antigüedades. Por alguna razón particular, le agradaba a Herzog que esta habitación hubiera sido elegida por los amantes para gozar, allí entre pilas de notas eruditas. Encontró largos cabellos de mujer en los brazos curvos de una butaca y trató de imaginarse caras, cuerpos y olores. Gracias a Ramona no necesitaba sentir envidia, pero, al mismo tiempo, era completamente natural que envidiase un poco a los jóvenes que habían estado allí. En el suelo estaba tirado uno de los tarjetones que él empleaba para sus notas. En él había escrito: Si hemos de hacer justicia a Condorcet… No se creía capaz de seguir leyendo y puso el tarjetón boca abajo sobre la mesa. Por ahora, de todos modos, Condorcet tendría que encontrar otro defensor. En el comedor estaban los preciosos platos que Tennie quería, bordeados en rojo con hueso de China, y que realmente eran muy bellos. No los necesitaría. Los libros, cubiertos con muselina, nadie los había tocado. Levantó la protección y los fue mirando sin gran interés. Entró luego en el cuarto de baño y se entretuvo viendo las cosas que Madeleine había comprado en Sloane’s: unas jaboneras de plata y relucientes barras para las toallas, demasiado pesadas para que se sostuviesen clavadas en la pared, incluso después de haberlas sujetado con muletillas. La ducha, para agradar a Gersbach (que en Barrington no tenía), estaba provista, previsoramente, de una barandilla. «Si vamos a instalar una ducha, hagámosla de manera que Valentín pueda utilizarla», había dicho Madeleine pensando en la cojera de él. Al recordar esto, Herzog se encogió de hombros a la vez que lanzaba un bufido. En seguida atrajo su atención un extraño olor que salía de la taza del water y, al levantar la tapa de madera, vio esqueletos y plumas de pájaros que habían hecho allí sus nidos después de que cortaran el agua y luego se habían quedado como en una tumba cuando la tapadera cayó sola. Moses miró con tristeza aquella pequeña tragedia de pajaritos. Este accidente le apretaba un poco el corazón. Tenía que haber una ventana rota en el ático por la que entraban los pájaros, dedujo Herzog de aquel triste hallazgo y de otros nidos que aparecieron por la casa. Encontró unos búhos en su dormitorio, posados en el dosel rojo que habían salpicado de cagaditas. Les dio la oportunidad de escapar, y, cuando se marcharon, buscó un nido que pudieran tener por allí. En efecto, encontró a los búhos pequeñitos en el gran dispositivo que sostenía la lámpara sobre la cama donde Madeleine y él habían conocido tanto odio y tanta miseria (también alguna delicia). Sobre el colchón había muchos restos de nidos que se habían caído: pajas, hilachas de lana, pelusa, trocitos de carne (de ratones) y excrementos. Éste era el lecho del amor. No queriendo molestar a las chatas criaturas que recorrían el colchón, Herzog llevó su colchón matrimonial al cuarto de June. Abrió más ventanas, y el sol y el aire del campo penetraron a la vez. Le sorprendía sentirse tan contento. ¿Contento? ¡No debía ser tan templado al expresar lo que sentía! ¡Era pura alegría! Se daba cuenta, quizá por primera vez, de lo que suponía verse libre de Madeleine. ¡Gozo, tremendo gozo sólo de saber que estaba libre de ella! Había terminado su servidumbre, y su corazón se deshelaba, mejor dicho, se le caían las costras de la angustia. La ausencia de esta mujer, su ausencia no más, era, sencillamente, dulzura y ligereza para el espíritu. Para ella, en la Comisaría, había sido un inmenso placer verle a él sufriendo, y para él, en Ludeyville, era una delicia, pura delicia, tenerla a ella alejada de su carne, como algo que ha estado teniéndolo a uno inválido y dolorido y que de pronto desaparece. ¡Una deliciosa alegría! Mi querido, sabio e imbécil Edvig: Quizá la simple desaparición del dolor sea una gran parte de la felicidad humana. En sus niveles más elementales y estúpidos, donde de vez en cuando vuelve a abrirse una válvula… Volvieron a brillar aquellas extrañas luces, las de los ojos de Herzog, con tanta frecuencia apagadas por la capa de protectora quitina de la melancolía, el subproducto de su laborioso cerebro.
Le costó algún esfuerzo darle la vuelta al colchón sobre el suelo del dormitorio de June, una vieja habitación. Tuvo que echar a un lado los juguetes abandonados ya por la nena, sus mueblecillos y, entre ellos, un tigre de peluche, con ojos azules —un suave tigre—, una sillita y un traje para la nieve, en perfectas condiciones. Reconoció también el bikini de la abuela, unos shorts, las pesitas para hacer gimnasia y, entre otras rarezas, una manopla para el baño donde Phoebe había bordado las iniciales de él, Herzog. Fue, lo recordaba, un regalo de cumpleaños. Quizá con aquel detalle quisiera Phoebe darle a entender que solía tener sucias las orejas. Herzog empujó la manopla con el pie. Salió corriendo una cucaracha. Tendido en el colchón bajo la ventana abierta, recibía en la cara el sol. Le llegaban los aromas de las flores y el murmullo del follaje de los árboles sacudidos por el aire.
Fue allí, hasta que el sol dejó de entrar en la habitación, donde Herzog empezó, en serio, con el corazón ya tranquilo, a pensar en otra serie de cartas.
Querida Ramona. ¿Sólo «querida»? Vamos, Moses, ábrete un poco más. Queridísima Ramona. Qué mujer tan excelente eres. En este punto se detuvo para pensar si debía decirle que estaba otra vez en Ludeyville. Desde Nueva York podía llegar allí en tres horas en su Mercedes. ¡Bendita seas por tus cortas pero perfectas piernas, bendita seas por tus sólidos y suaves pechos, por tus dientes tan bien formados y por tus rizos y cejas de gitana! La devoradora de hombres, escribió en español. Decidió fechar su carta en Chicago y pedirle a Lucas que la echase al correo. Lo que Herzog necesitaba ahora eran paz y claridad. Espero que no te haya molestado mi desaparición. Sé que no eres una de esas mujeres convencionales a las que se tarda un mes en desenfadar por haber faltado a una cita. Tenía que ver a mi hija y a mi hijo. Éste se halla en el Campo Ayumah, cerca de Catskill. Este verano me está resultando muy movido. Me han ocurrido algunas cosas interesantes. No quiero todavía hacer afirmaciones definitivas, pero, por lo menos, puedo asegurarte que no he dejado de reafirmarme ni de centrar mis sentimientos. La luz de la verdad nunca está muy lejos, y ningún ser humano es demasiado corrompido ni despreciable para que no pueda recibirla. No sé por qué no voy a poder hablarle así a Ramona. Pero aceptar la ineficacia en la vida de uno, el destierro a la vida estrictamente personal, el confusionismo… Porque la última cuestión, que es también la primera, la de la muerte, nos ofrece las interesantes alternativas de desintegrarnos por nuestra propia voluntad como prueba de nuestra «libertad» o el reconocimiento de que debemos una vida humana a esta pasajera existencia, sin que pensemos en el vacío. (Después de todo, no tenemos un conocimiento positivo de ese vacío).
Pero ¿debo decirle todo esto a Ramona? Algunas mujeres creen que las está uno cortejando en cuanto les habla uno de cosas serias. Y lo que ella quiere es tener un hijo. Su gran deseo sería emparejarse con un hombre que le hablara así: Trabajo. Trabajo. Trabajo. Verdadero y significativo trabajo… Se interrumpió. Pero Ramona era una trabajadora consciente. Le gustaba su trabajo. Al recordar a Ramona miró, sonriendo cariñosamente, al colchón soleado.
Querido Marco: He venido a nuestra casa de Ludeyville para ver cómo andan por aquí las cosas y descansar un poco. Este sitio, en realidad, se conserva bastante bien. Quizá te guste pasar aquí algún tiempo conmigo, solos tú y yo, cuando termines la temporada del campamento de verano. Hablaremos de esto el Día de los Padres. Espero con impaciencia que llegue esa ocasión de verte. Tu hermanita, a la que vi ayer en Chicago, es muy animada y está tan bonita como siempre. Recibió la tarjeta que le enviaste.
Supongo que recordarás lo que hablamos sobre la Expedición Antártica de Scott, y cómo fue vencido el pobre Scott en el Polo por Amundsen. Parecías muy interesado por esto y, por cierto, es un tema que siempre me conmueve. Entre los hombres que iban con Scott, había uno que se marchó y se perdió. Quería darles a los otros una posibilidad de salvarse. Estaba enfermo, tenía los pies casi helados y no podría haber resistido mucho más. Y recordarás que, por casualidad, encontraron un montón de sangre helada, la sangre de uno de los caballitos que habían matado y lo contentos que se pusieron de poder deshelarla y bebérsela. El buen éxito de Amundsen se debió a que hubiera utilizado perros en vez de ponies. Los perros más débiles, los mataron y sirvieron para alimentar a los otros perros, más fuertes. Si no, la expedición habría fracasado. Muchas veces me ha preocupado una cosa, y es que, a pesar del hambre que tenían, los perros se resistían a comer al oler la carne de los suyos. Los expedicionarios los despellejaban antes de dárselos a comer a los perros resistentes.
Quizá pudiéramos hacer, tú y yo, un viaje por el Canadá, aunque sólo sea para sentir el verdadero frío. Podríamos visitar Ste. Agathe, en los Laurentians. Espérame el día 16, ya preparado. Iré temprano.
Querido Luke. Ten la amabilidad de echar al correo estos sobres que te envío. Espero que se te haya pasado tu depresión. Creo que tus visiones de tu tía rescatada por el bombero y de las fulanas jugando al baseball son signos de elasticidad psicológica. Puedo predecir tu curación. En cuanto a mí… En cuanto a ti, pensó Herzog, ¡cómo le vas a explicar cómo te sientes ahora! No se alegraría al saberlo. Más te vale callar ahora tu exaltación. Todo lo que se le ocurrirá pensar es que te has vuelto loco.
Pero si enloquezco, mejor para mí.
Querido profesor Mermelstein. Quiero felicitarle por su espléndido libro. Creo que, en ciertos aspectos, me ha vaciado usted y esto me enfurece. Me pasé un día entero odiándole a usted por haber hecho superflua una gran parte del trabajo que ya tenía hecho (¿Wallace y Darwin?). Sin embargo, sé muy bien cuánto trabajo y paciencia ha tenido usted que poner en ese trabajo, ¡cuánto estudio, ahondamiento y cuánta labor de síntesis! Esto me ha dejado admirado. Cuando esté usted dispuesto a preparar una nueva edición revisada —o quizás un nuevo libro— tendré mucho gusto en hablar con usted sobre ese tema. En mi libro anterior (que usted tuvo la amabilidad de citar) dediqué toda una parte al Cielo y al Infierno del Romanticismo apocalíptico. Quizá no lo haya hecho a satisfacción de usted, pero no debía usted haberlo dejado a un lado tan por completo. Debería usted haber echado una ojeada a la obra de ese bruto y gordo Egbert Shapiro: «De Lutero a Lenin. Historia de la Psicología revolucionaria». Por cierto que las gruesas mejillas de Shapiro le daban un gran parecido con Gibbon. Es un valioso libro y me impresionó mucho la parte titulada «Milenarismo y Paranoia». No debería ignorarse que los modernos sistemas de poder se parecen a esta psicosis. Por otra parte, hay publicado por ahí un grueso volumen sobre ese tema —es una obra disparatada y horrenda— y su autor es uno que se llama Banowitch. Es un libro inhumano y lleno de hipótesis paranoides como la de que las multitudes son fundamentalmente caníbales, que las personas que están en pie aterrorizan secretamente a las que están sentadas, que los dientes mostrados al sonreír son las armas del hombre, y que al tirano le enloquecen los cadáveres (¿posiblemente comestibles?), que va dejando en torno a él. Parece completamente cierto que dejar por ahí cadáveres ha sido la más trágica realización de los dictadores modernos y de sus seguidores (Hitler, Stalin, etc.). Esto lo ponía, sobre todo, para hacer un experimento y descubrir si a Mermelstein le quedaban aún restos del viejo stalinismo. Pero ese tipo, Shapiro, es un excéntrico y lo cito sólo como un caso límite. ¡Cómo nos atraen a todos los casos extremos y las apocalipsis, los incendios, ahogados, estrangulados y demás! Mientras más se desarrollan nuestras moderadas y tranquilas clases medias, básicamente éticas, mejor éxito tienen los extremos radicalismos. La templada y prudente veracidad y la exactitud no parecen tener en nuestro tiempo ningún atractivo. ¡Y es justamente lo que necesitamos ahora! (Mi padre solía decir, con amargura: «Cuando un perro se está ahogando, le ofrecemos una taza de agua». En todo caso, si había leído usted mi capítulo sobre el Apocalipsis y el Romanticismo, debería usted haber prestado mayor atención a ese ruso que admira usted tanto. ¿Se llama Isvolsky?). Me refiero al hombre que ve a las almas de las mónadas como legiones de condenados, sencillamente atomizados y pulverizados, una tormenta de polvo en el Cielo, y que nos advierte que Lucifer es quien quedará encargado de la humanidad colectivizada, desprovista de todo carácter espiritual y verdadera personalidad. No niego que eso tenga algún sentido, en un sitio o en otro, pero me preocupa que esas ideas, debido a la pizca de sugestiva verdad que hay en ellas, nos lleven a todos a las mismas viejas iglesias y sinagogas, en las que no se puede respirar. A veces, me ha fastidiado encontrar en su libro de usted, citas y referencias tomadas al vuelo o sin citar la procedencia y la utilización de serias creencias de otros autores sólo como si fueran metáforas. Me gustó el capítulo intitulado «Interpretaciones del sufrimiento» y también el llamado «Hacia una teoría del Aburrimiento». Hay en esas páginas una investigación seria y una buena interpretación. En cambio, me parece que trata usted a Kierkegaard frívolamente. Me atrevo a afirmar que Kierkegaard quiso dar a entender que la verdad ha perdido su vigor entre nosotros y que hemos de aprenderla de nuevo mediante horribles sufrimientos y espantosos males. Para que la humanidad recobre la seriedad, hará falta que los eternos castigos del Infierno vuelvan a ser una realidad. Yo no creo en esto. Aparte de que cuando las gentes seguras, de vida confortable, tienen esas convicciones y se dedican a jugar a las crisis, al apocalipsis y la desesperación, me siento asqueado. Debemos quitarles de la cabeza que vivimos en un tiempo condenado y que estamos aquí sólo esperando el final de todo para todos cuando todo eso de que oímos hablar no son más que tonterías de las revistas de moda. Hay que dejarse esos juegos porque las cosas están ya bastante mal en este mundo para que vengamos con apocalipsis a todas horas. Las gentes están siempre asustándose unos a otros, a todas horas, lo cual es un lamentable ejercicio moral. Pero, para llegar al punto principal, hemos de decir que la defensa y el elogio del sufrimiento nos lleva por una dirección equivocada y aquéllos de nosotros que seguimos leales a la civilización, no debemos seguir ese camino. Hay que tener la energía necesaria para sacarle partido al dolor, para arrepentirse y para iluminarse; hay que tener la oportunidad e incluso el tiempo para ello. Para los que sienten la religión, el amor al sufrimiento es una forma de gratitud que se experimenta o bien una oportunidad de experimentar el mal y de transformarlo en bien. Creen que el ciclo espiritual podrá ser completado en la existencia de un hombre, y que éste utilizará de un modo u otro su sufrimiento, aunque sólo sea en los últimos momentos de su vida, cuando la misericordia de Dios le recompense con una visión de la Verdad y el hombre morirá transfigurado. Pero éste es un ejercicio especial. La verdad es que el sufrimiento más corriente quiebra al hombre, lo aplasta y no le ilumina en absoluto. Sé que mi sufrimiento, si está bien que hable yo de esto, ha sido con frecuencia una especie de forma enriquecida de vida, un esfuerzo por mantenerme verdaderamente despierto, un antídoto contra la ilusión y, por tanto, no puedo aspirar a que se me conceda un crédito moral por eso. Estoy dispuesto a abrir mi corazón sin más entrenamiento en el dolor. Por eso, no necesito una teología del sufrimiento. Amamos demasiado las apocalipsis, y la ética de las crisis y el florido extremismo con su emocionante lenguaje. Perdóneme, pero no quiero eso. Ya he tenido toda la monstruosidad que pudiera haber apetecido. Hemos llegado a una época en la historia de la humanidad en que podemos preguntar refiriéndonos a ciertas personas: «¿Qué es esta Cosa?». ¡Ya estoy harto de eso! ¡No más! Soy sencillamente un ser humano, más o menos. Incluso estoy dispuesto a dejar en manos de usted lo del «más o menos». Puede usted decidirlo en lo que a mí se refiere. Porque usted le tiene gran afición a las metáforas. Su obra, que por otra parte es admirable, la estropean las metáforas. Estoy seguro de que me aplicará usted a mí una imponente metáfora. Pero no olvide usted decir que nunca le recetaré a nadie el sufrimiento ni pediré que el Infierno nos haga serios y verídicos. Incluso estoy convencido de que la percepción del dolor por el hombre se ha hecho demasiado refinada. Pero ése es otro tema que requeriría ocuparse de él extensamente.
Muy bien, Mermelstein. Vaya usted por ahí, y no peque más. Y Herzog, que se había quedado un poco acoquinado con su extraña diatriba, se levantó del colchón (el sol no daba ya allí) y se fue de nuevo al piso de abajo. Comió unas rebanadas de pan y guisantes de una lata que había abierto, en un sandwich. Luego sacó fuera de la casa una hamaca y dos sillas plegables.
Así empezó su semana final de cartas. Paseó por su finca, entre árboles, y acabó de redactar sus cartas, ninguna de las cuales echó al correo, pues no estaba dispuesto a pedalear hasta la oficina de Correos y contestar en el pueblo a las preguntas sobre la señora Herzog y la pequeña June. Sabía muy bien que los grotescos hechos de todo el escándalo Herzog se habían divulgado por el pueblo desde la centralita de teléfonos y que eran la comidilla de la vida imaginativa de Ludeyville. Las veces que había hablado por teléfono con su mujer nunca se había contenido, pues se hallaba demasiado agitado. Y Madeleine era demasiado señora para preocuparse por lo que pudieran oír los pueblerinos. De todos modos, ella no se llevaba ningún descrédito. El que hacía siempre el ridículo, para la gente, era su marido.
Querida Madeleine. ¡Eres una mujer de cuidado! ¡Bendita seas! ¡Qué criatura! Cuando se pintaba los labios, después de cenar en un restaurante, se miraba, como en un espejo, en la hoja de un cuchillo. Herzog recordó encantado este detalle. Y tú, Gersbach, bienvenido seas junto a Madeleine. Disfrútala, gózala. Pero no me lograrás a mí a través de ella. Lo siento; sé que me buscabas en la carne de Madeleine. No me encontrarás porque ya no estoy en su carne.
Queridos señores: El tamaño y el número de las ratas en la ciudad de Panamá, cuando pasé por ella, me asombró. Vi a una de ellas que tomaba el sol al borde de una piscina. Y otra me miraba desde una raja del entarimado en un restaurante mientras yo comía una ensalada de frutas. También vi a toda una «troupe» de ratas haciendo equilibrios sobre un alambre que se desviaba hasta un platanero. Recorrieron el alambre por lo menos veinte veces sin tropezar nunca. Lo hacían como artistas de circo. Me atrevo a proponerles a ustedes que pongan unos productos químicos anticonceptivos en los cebos. Los venenos de nada sirven (por razones malthusianas, pues si reducen algo la población de las ratas acaban fortaleciendo a las que quedan). Pero varios años de anticoncepcionismo podrían acabar con el problema de las ratas.
«Escribió» otras cartas y, a pesar de las horas que pasó al aire libre, aún le parecía estar pálido. Quizá le produjese esta impresión el espejo que había detrás de la puerta del cuarto de baño. Se contempló en ese espejo, donde vio también reflejada la verde masa de los árboles del jardín. No, no tenía buen aspecto. Pensó que la excitación en que había vivido los últimos días le había debilitado. Además, le fastidiaba el intenso olor medicinal de los esparadrapos que llevaba pegados al pecho y que le hacían recordar que no estaba bien del todo. Después del segundo o tercer día, dejó de dormir en el piso de arriba. No quería echar de casa las lechuzas ni dejar sin cobijo a las crías que vivían en los nidos. Ya era bastante desgracia tener aquellos diminutos esqueletos en la taza del water. Se instaló en el piso bajo, llevándose con él unos cuantos artículos útiles: una vieja trinchera, un sombrero para la lluvia y las fuertes botas que se había comprado en Gokey’s, de Saint Paul; magníficas botas, flexibles, fuertes y bonitas; había olvidado que las tenía. En el cuarto de los chismes hizo otros interesantes descubrimientos: fotografías de los «días felices», cajas con ropa, cartas de Madeleine, paquetes de matrices de cheques, participaciones de boda artísticamente impresas, con las letras en relieve, y un libro de recetas de cocina perteneciente a Phoebe Gersbach. En todas las fotografías aparecía él. Madeleine había dejado allí todas esas fotos y se había llevado las demás. Una conducta interesante la suya. Entre la ropa abandonada estaban los vestidos que se ponía ella durante el embarazo. En cuanto a los cheques, de los que había guardado Madeleine los resguardos los había ingresado en su cuenta. ¿Es que había estado ahorrando en secreto? Las participaciones de boda le hicieron reír. El señor y la señora Pontritter daban a su hija en matrimonio al señor Moses E. Herzog Ph. D. (Doctor en Filosofía).
En uno de los cuartos de los chismes, encontró una docena o así de libros rusos bajo una tiesa tela de pintor: Shestov, Rozanov… A él le gustaba bastante Rozanov, y sus libros, afortunadamente, estaban en inglés. Leyó unas cuantas páginas de Solitaria. Luego examinó los trastos que había dejado allí el pintor de la casa: cepillos, cubos con costra, trapos… Había varias latas de barniz, y Herzog pensó: «¿Y si pintase el pequeño piano?». Se lo podría enviar a June a Chicago. La nena tiene mucho sentido musical. Madeleine no tendrá más remedio que aceptarlo, cuando se lo mande con los portes pagados. No podrá devolvérmelo. El barniz verde le iba bien al piano, y Herzog se puso en seguida a trabajar, con gran entusiasmo, en la sala, utilizando los mejores pinceles que encontró. Querido Rozanov… Pintó con fruición la tapa del piano. Era un verde claro, hermoso, como las manzanas de verano. Una estupenda verdad que dice usted, que no dice ninguno de los profetas, es que la vida privada está por encima de todo. Es más universal que la religión. El alma es pasión. «Yo soy el fuego que consume». Es una alegría que el pensamiento le haga a uno un efecto tan tremendo. Un hombre bueno puede soportar que otro le hable de sí mismo. No se puede uno fiar de la gente que se aburre cuando alguien le cuenta sus penas. Dios me ha sacado brillo. Eso me gusta: Dios me ha sacado brillo. No cabe duda de que este hombre es muy conmovedor aunque a veces resulta extremadamente basto y lleno de violentos prejuicios. El barniz le iba bien al piano, pero, probablemente, éste necesitaría una segunda capa y quizá no quedase ya bastante para eso. Dejando la brocha, dejó la tapa del piano que se secara pensando cómo sacaría de allí el instrumento. No podía esperar que uno de los gigantescos camiones de mudanzas interestatales subiera hasta allí para encargarse del traslado. Tenía que encargar a Tuttle, del pueblo, que fuese a recogerlo con su pequeño camión. Le costarían los portes, con la facturación, unos cien dólares hasta Chicago, con entrega en el domicilio de Madeleine, pero había de hacer todo lo posible por su hijita y no tenía serias dificultades con el dinero. Will le había ofrecido lo que necesitase para pasar el verano.
Tenía que sacar agua de la cisterna. La bomba estaba demasiado mohosa. Intentó hacerla funcionar, pero sólo consiguió cansarse. La cisterna estaba llena. Levantó la tapa con un hierro y metió un cubo. Hizo un resonante ¡plach! en el agua, al caer. El agua era estupenda, pero había que hervirla. Siempre había dentro de la cisterna algún bicho: una ardilla, alguna rata muerta en el fondo… pero cuando se sacaba el agua, venía pura y fresca.
Fue a sentarse debajo de los árboles. Sus árboles. Lo estaba pasando muy bien en ésta su finca americana de veinte mil dólares, de soledad campesina. Pero no se sentía un terrateniente. En cuanto al precio, a los veinte mil dólares, la finca no valía más de tres o cuatro mil. Nadie quería esas viejas casas de campo en los bordes de los Berkshires, no situadas en la zona de moda donde había festivales de música y de danza modernas, cacerías con galgos y demás clases de esnobismos. En aquellas colinas ni siquiera se podía esquiar. Nadie iba por allí. Herzog tenía sólo lejanos vecinos amables y chocheantes que se pasaban sus últimos años meciéndose en sus porches y viendo la televisión. El siglo XIX aún moría en este remoto rincón verde. Bueno, pero esto era de él, de Herzog, éstos eran sus melocotoneros, sus catalpas, sus castaños… Allí estaban sus podridos sueños de paz. Era el patrimonio de sus hijos: rincón hundido de Massachusetts para Marco; y para June el pianito que su solícito padre le pintaba de verde claro. Como tantas otras cosas en su vida, también aquella finca la remendaría, le pondría los parches necesarios. Pero, por lo menos, no se moriría allí, como había temido antes. En los veranos pasados, cuando cortaba la hierba, solía apoyarse, sudoroso, en la segadora mecánica y pensaba: «¿Y si me muriese de repente, de un ataque al corazón? ¿Dónde me pondrían? Quizá debiese tener elegido el sitio que yo prefiriese. ¿Debajo del abeto? Eso es demasiado cerca de la casa». Ahora pensaba que a Madeleine le hubiera gustado que hubiesen reducido el cadáver a cenizas. Y estas explicaciones son insoportables, pero había que darlas. En el siglo XVII, los apasionados buscaban la verdad absoluta para que la humanidad pudiera transformar el mundo. Se hizo algo práctico con el pensamiento. Lo mental se convirtió también en lo real. Y este alivio en la búsqueda del absoluto hizo a la vida más agradable. Sólo había una reducida clase de intelectuales fanáticos, y de profesionales, que estaban dedicados por completo a cazar esos absolutos. Pero nuestras revoluciones, incluida la nuclear, nos devuelven la dimensión metafísica. Toda la actividad práctica ha llegado a su culminación en nuestro tiempo… Para el doctor Waldemar Zozo: Usted, señor, era el psiquiatra de la Armada que me examinó en Norfolk y me dijo que yo era insólitamente inmaduro. Ya lo sabía, pero la confirmación oficial me causó una profunda angustia. En cuanto a la angustia, no estaba yo inmaduro. Notaba en mí siglos de experiencia. En aquella ocasión lo tomé todo muy en serio. Lo cierto es que me licenciaron… por asmático y no por infantilismo. Me enamoré del Atlántico. ¡Oh inmenso mar reticulado, con montañas en el fondo! Pero la niebla del mar me paralizó la voz, lo cual era fatal para un oficial de comunicaciones. Y allí, en el cubículo donde usted trabajaba, estaba yo, desnudo y pálido, escuchando a los marineros en sus tareas del anochecer, y también escuchaba lo que me decía usted de mi carácter. Sentía el calor del Sur y estaba con la mayor compostura posible, pues no hubiera estado bien que me retorciese las manos. Las tenía, tranquilas, sobre los muslos.
Impulsado primero por el odio y luego por puro interés, había seguido yo en los periódicos la carrera de usted. Su artículo «Inquietud existencial en el inconsciente», que era reciente, me fascinó. Era, en verdad, un trabajo de gran clase. Espero que no le importará que le hable en estos términos. Me hallo, realmente, en un estado mental de insólita libertad. «En sendas nunca holladas», como lo decía maravillosamente Walt Whitman. «Escapado de la vida que anda exhibiéndose…». ¡Qué plaga esta vida exhibicionista, qué plaga! Cualquier ridículo hijo de Adán quiere destacarse de los demás, con todos sus tics nerviosos y manías, con toda la gloria de su fealdad autoadorada, enseñando los dientes en muecas, la nariz caballuna y la razón locamente retorcida, diciéndoles a los demás hombres: «Aquí estoy para dar testimonio; heme aquí para que me pongan como ejemplo». ¡Pobre fantasma mareado…! De todos modos, es verdad, como dice Whitman, que se ha escapado de la vida que se exhibe y que «le hablan lenguas aromáticas…». Pero hay otro hecho interesante. Le reconocía usted la primavera pasada en el Museo de Arte Primitivo, de la calle 54.a. ¡Cómo me dolían los pies! Tuve que pedirle a Ramona que nos sentásemos. Le dije a la dama con la que iba: «¿No es ése el Dr. Waldemar Zozo?». Ella también sabía quién era usted y me dio interesantes detalles: que era usted rico y coleccionista de antigüedades africanas, que la hija de usted es una cantante folklórica, y me dijo muchas cosas más. Me di cuenta de lo muy antipático que me era usted, de que aún le detestaba. Yo creía que le había perdonado. ¿Verdad que es interesante? Al verle a usted con su camisa blanca de cuello de tórtola y su chaqueta de smoking, el bigote eduardino, los labios humedecidos, el cabello negro que le tapa discretamente la calva, su estéril barriga y su culo de mono, reconocí con alegría cuánto le detestaba a usted. Pasados veintidós años, ¡me seguía produciendo asco!
Su mente dio uno de sus extraños brincos. Abrió su mugriento carnet de notas y, a la sombra quebrada de las ramitas de un cerezo silvestre, infestado de orugas, empezó a tomar notas para un poema. Iba a intentar una Ilíada de los Insectos para June. Ésta no sabía leer pero quizá la madre permitiese a Lucas Asphalter que se llevara a la niña al parque Jackson y le leyese el poema por entregas, tal como las fuera recibiendo. Luke sabía mucha historia natural. También le vendría bien esta epopeya de los insectos. Moses, pálido al emprender esta cordial tontería, miraba fijamente al suelo con sus ojos oscuros y, de pie, apoyado en el árbol, las manos detrás, con el librito de notas, mientras meditaba. Podía hacer que los troyanos fueran las hormigas. Los argivos podían ser esos bichitos que patinan sobre el agua —Luke se los podría enseñar a la niña a la orilla del lago—, donde habían puesto aquellas estúpidas cariátides. Helena sería una hermosa avispa. El viejo Príamo podía ser una cigarra que chupase la savia de las raíces. Y Aquiles, uno de esos impresionantes insectos de tremenda fuerza y aparatosa «cornamenta» a los que llaman ciervos volantes, pero de una vida breve a pesar de que era un semidiós.
Pero no tardó en abandonar su proyecto. No era una buena idea. Realmente, no lo era. Ante todo, porque él no tenía constancia para esa labor tan larga. Su estado de ánimo era ahora demasiado raro, con una mezcla de clarividencia y de spleen, esprit de l’escalier, con noble inspiración, ideas originales, y, a la vez, hiperestesia y tendencia a ver cosas raras, unos bordes violetas en torno a los objetos más claros. Su mente era como aquella cisterna, agua pura y agradable encerrada bajo una tapa de hierro, pero no muy potable. No; más le valía entretenerse pintando el piano para mandárselo a la niña. ¡Hale, a coger la brocha verde y ponerla en movimiento con la vibrante garra de la imaginación! ¡Hale, a trabajar! Pero la primera capa no estaba seca todavía y tuvo que irse a pasear por el bosque comiéndose una rebanada de pan del paquete que llevaba en el bolsillo de su trinchera. Su hermano podía presentarse de un momento a otro. A Will —de eso no cabía duda— le había trastornado su aparición. Y yo debería poner un poco de cuidado para no fastidiar a la gente. Porque lo que yo deseaba, en realidad, es que tuvieran que cuidarme, y debo reconocer que deseaba que Emmerich me encontrase enfermo. Pero no estoy dispuesto a fastidiar a la gente; soy una persona responsable, y esto mío no es más que un trastorno pasajero. Soy responsable ante mis hijos.
Paseó tranquilamente por el bosque. Las innumerables hojas, vivas o muertas, verdes o secas, se movían con el vientecillo por entre los podridos raigones, el musgo y los hongos. Encontró una senda de cazadores y también un caminillo de venado. Se encontraba muy a gusto allí y con más calma. El silencio le daba energía; y le tonificaban el buen tiempo y la sensación de que se hallaba fácilmente contenido en lo que le rodeaba. Dentro del hueco de Dios, anotó, y sordo para la definitiva multiplicidad de los hechos, así como ciego para las últimas distancias. A una distancia de dos billones de años luz. Las Supernovas.
El diario esplendor, hollado aquí
En el infinito hueco de Dios.
Y a Dios le escribió unas cuantas líneas.
Cuánto ha luchado mi mente para lograr algún sentido coherente. No lo he conseguido. Pero he querido hacer tu incógnita voluntad, tomándola, y tomándote a Ti, sin símbolos. Todo lo que tiene un intenso significado. Sobre todo, si yo quedo fuera.
Volviendo de nuevo a las consideraciones prácticas, pensó que debía tener mucho cuidado al tratar a Will, y hablarle sólo en los términos más concretos y sobre asuntos muy claros, como, por ejemplo, esta propiedad, y presentarse como persona corriente. Si te las das de hombre complejo, te verás metido en seguida en líos, se dijo. Nadie podría ya aguantarte ese aspecto, ni siquiera tu hermano. Por eso, ¡ten cuidado con tus gestos! Ciertas expresiones sacan de quicio a la gente, y más que nada ese aire de sabiduría, que te valdría verte más solo que la una. ¡Te lo habrás merecido!
Se echó junto a los algarrobos florecidos con sus diminutas pero deliciosas florecillas. Sentía no haber disfrutado antes viéndolos. Se dijo que así como se hallaba, con los brazos cruzados bajo su cabeza y sus piernas tendidas de cualquier forma, estaba lo mismo que cuando se tumbó en su pequeño y sucio sofá de Nueva York una semana antes. ¿Era posible que sólo fuese una semana o, si acaso, cinco días? ¡Increíble! ¡Qué diferente se encontraba! Confiado, incluso feliz, estable a pesar de su excitación. Por supuesto, de nuevo vendrían los tragos amargos. Este reposo y bienestar sólo constituía una pasajera diferencia en el extraño forro de seda entre la vida y el vacío. La vida que me diste ha sido muy rara, quería decirle a su madre, y quizá la muerte que he de heredar resulte aún más curiosa. Más hondamente curiosa. A veces he deseado que me llegue pronto. Sí, la he esperado con ansia. Pero sigo del mismo lado de la eternidad que siempre. Del lado de acá. Y más vale así, pues todavía me quedan algunas cosas que hacer. Y espero que las haré silenciosamente. Desde luego, han desaparecido algunos de los objetivos que tenía yo en la vida, pero tengo otros. La vida en este mundo no puede ser tan sólo una película. Y en mí hay terribles fuerzas, incluidas la capacidad de admiración o de elogiar, energías, incluida la de amar, que me han sido muy perjudiciales, y que han hecho de mí un idiota porque no he sabido dominarlas. Quizá, después de todo, no sea yo tan idiota como crees tú y todos y como yo mismo he llegado a sospechar. Por lo pronto, tengo que librarme de ciertos tormentos persistentes. Así, he de librarme de la hiperactividad de esta cara mía. Lo primero que debo hacer es ponerla al sol. Quiero enviaros, a ti y a otras personas, mis más cordiales anhelos. Ésta es la única manera de acercarme a lo que para mí es incomprensible. Sólo puedo desearos que todo os vaya bien. Así que… ¡Paz!
***
Durante los dos días siguientes —¿o fueron tres?— Herzog no hizo más que enviar estos mensajes suyos, y escribir canciones, salmos e impresiones, poniendo en palabras lo que muchas veces había pensado pero que, por no hallar la forma adecuada, o por lo que fuese, siempre había borrado. Cuando quería variar de ocupación, pasaba un rato pintando el pequeño piano o comiendo en la cocina pan con guisantes, o durmiendo en la hamaca. Luego se quedaba muy extrañado al comprobar cómo había empleado el tiempo. Miró el calendario y trató de averiguar la fecha contando en silencio noches y días. Su barba era, para él, mejor punto de referencia que su cerebro. Los pelos le informaban de que había crecido durante cuatro días y pensó que debía afeitarse para cuando llegase Will.
Encendió el fuego y calentó un cacharro con agua; se enjabonó la cara con jabón de lavar la ropa. Bien afeitado, estaba muy pálido. Además, había adelgazado mucho. Apenas había guardado la maquinilla de afeitar cuando oyó el suave ruido de un motor en el caminillo que llegaba hasta la entrada de la casa. Salió para recibir a su hermano.
Will venía solo en su Cadillac. El cochazo subía lentamente por la colina rozándose la «barriga» en las rocas y empujando las altas cañas y hierbas. Will era un estupendo conductor. Era bajito pero nada tímido y no se preocuparía por unos arañazos en la carrocería. Por fin, llegado al sitio llano, ante la casa, el poderoso automóvil se detuvo bajo el olmo. William se apeó, e hizo unos visajes al darle el sol en la cara.
—¡Will! ¿Cómo estás? —y Moses abrazó a su hermano.
—¿Cómo estás, Moses? ¿Te encuentras bien, de verdad? —Lo que Will nunca podía ocultar era cuánto le preocupaba su hermano.
—Acabo de afeitarme. Siempre estoy pálido recién afeitado, pero me encuentro bien. Puedes creerme.
—Estás más delgado. Quizá hayas perdido diez libras desde que te vi en Chicago. Es demasiado. ¿Cómo va la costilla?
—No me molesta en absoluto.
—¿Y la cabeza?
—Muy bien. He descansado mucho. ¿Dónde está Muriel? Creía que también vendría ella.
—Tomó el avión. Nos reuniremos en Boston.
Will había aprendido a dominarse. Como Herzog que era, sabía contenerse. Moses podía recordar que hubo un tiempo en que Will era muy exaltado, apasionado, explosivo, con rachas de pésimo humor y dado a tirar cosas por el aire cuando se irritaba. ¡Un momento! ¿Qué había tirado al suelo? Un cepillo. Sí, era el cepillo ruso para el calzado. Will lo había arrojado al suelo con tanta fuerza que se le arrancó la cubierta y los cosidos quedaron al aire, unos viejos hilos encerados. Pero de eso hacía mucho tiempo. Por lo menos treinta y cinco años. ¿Dónde había ido a parar la ira de Willie Herzog? ¿Qué había sido de la furia de su querido hermano? Se había transformado en una calma muy prudente, en un humor tranquilo, y, en parte (posiblemente), en cierta esclavitud. Las explosiones eran ya imposibles, y hubo oscuridad donde antes había luminosidad. Aquélla fue sustituyendo a ésta, poquito a poco. Pero no importaba. Sólo con ver a Will, sentía Moses cómo se le removía en su alma el cariño que le tenía. Tenía Will aire cansado y le habían salido arrugas. Había estado conduciendo mucho tiempo y ahora necesitaba comer algo y reposar un poco. Aquel largo viaje lo había hecho porque su hermano Moses le preocupaba. Y había tenido un buen detalle no llevando con él a Muriel.
—¿Qué tal el viaje, Will? ¿Tienes hambre? ¿Quieres que abra una lata de atún de California?
—Tú eres el que parece no haber comido. Yo, en cambio, tomé algo por el camino.
—Bueno, ven y siéntate un rato. —Le condujo hasta donde estaban las sillas plegables—. Aquí se estaba muy bien cuando yo me encargué de esto.
—¿De modo que ésta es la casa? No, no me quiero sentar. Gracias. Prefiero que demos una vuelta. Vamos a ver esto.
—Sí, ésta es la famosa casa; la casa de la felicidad —dijo Moses, y en seguida añadió—: En realidad, he sido feliz aquí. No hay que ser ingrato.
—La casa parece bien construida.
—Desde el punto de vista de un contratista, es una casa terrible. Tiene unos cimientos que serían capaces de sostener el Empire State Building. Ya te enseñaré las vigas de castaño, cortadas a mano. Aquí no hay metal.
—Costará mucho la calefacción —dijo Will.
—No creas. Tiene calefacción eléctrica.
—De todos modos, me gustaría ser yo quien vendiera la corriente. Para hacer una fortuna… Pero es un sitio bonito. Los árboles están muy bien. ¿Cuántos acres tiene la finca?
—Cuarenta —dijo Moses—. Pero rodeados por otras fincas abandonadas. No hay un vecino en dos millas a la redonda.
—Ah… ¿Y conviene eso?
—Quiero decir que está muy aislada, que no fastidian los vecinos.
—¿Qué impuestos tienes?
—No pasa de ciento noventa.
—¿Y la hipoteca?
—No es muy grande. Los plazos y los intereses son unos doscientos cincuenta dólares al año.
—Está bien —dijo Will con gesto aprobatorio—. Pero, dime, Mose, ¿cuánto dinero has gastado en este sitio?
—No he llegado a sumarlo bien todo, pero creo que han sido alrededor de los veinte mil dólares. Más de la mitad la he gastado en mejoras.
Will movió la cabeza arriba y abajo. Con los brazos cruzados, estaba mirando, con la cara un poco ladeada —también él tenía esa peculiaridad— la estructura de la casa. Sólo sus ojos revelaban que estaba calculando agudamente y que no soñaba. Moses vio sin la menor dificultad que su hermano estaba echando cuentas.
Se expresó para sí mismo en yiddish: «In drerd aufn deck. Esto es el límite del No-hay-más-allá. El mismo borde del infierno».
Por fin habló su hermano:
—Pues creo que la finca no está mal. Es una valiosa propiedad aunque la verdad es que el sitio resulta un poco raro. Ludeyville ni siquiera está en el mapa.
—Desde luego, en el mapa de Esso no está —concedió Moses—. Pero, naturalmente, en el Estado de Massachusetts se sabe dónde está.
Ambos hermanos se sonrieron levemente, sin mirarse.
—Vamos a ver la casa por dentro —dijo Will.
Moses le hizo recorrerla empezando por la cocina.
—Necesita ventilación. Ha estado muy cerrada.
—Sí, huele a rancia. Pero es una buena casa. El yeso está bien conservado —dijo Will.
—Se necesita un gato para librarse de los ratones del campo. Si no, invernan aquí. A mí me gustan pero es que lo mordisquean todo. Incluso las encuadernaciones de los libros. Les encanta la cola. Y la cera. La parafina. Las velas. Todas esas cosas.
Will le escuchaba con gran cortesía. No le planteaba rudamente los asuntos fundamentales, como habría hecho Shura. Will se comportaba con una gran delicadeza. Y también la tenía Helen. En cambio, Shura le habría soltado: «Vaya ocurrencia el haber enterrado en este viejo granero tantos dólares». Pero es que Shura era así. Sin embargo, Moses los quería a todos ellos.
—¿Y el agua? —preguntó Will.
—Viene hasta aquí de un manantial. Además, hay dos pozos viejos pero uno de ellos está inservible, por el keroseno. No sé quién dejó que se vaciara por un agujero que tenía y todo cayó en el pozo. Pero no importa. El abastecimiento de agua es excelente. La letrina está muy bien. Cabrían en ella veinte personas. No se necesitarían naranjos.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Will.
—Es que, en Versalles, Luis XIV plantó naranjos para contrarrestar el mal olor de los excrementos de la Corte.
—Es estupendo ser tan culto, hermano —ironizó Will.
—Querrás decir ser pedante —replicó Moses, el cual hablaba con mucha prudencia teniendo buen cuidado de dar una impresión de absoluta normalidad. Le parecía muy bien. Que lo estaba observando Will, que se había convertido en el más discreto y observador de los Herzog, era evidente. Pero Moses se creía capaz de resistir perfectamente este escrutinio. Le perjudicaban sus mejillas recién afeitadas que le daban aquel aspecto enfermizo, y tampoco podían dar buena impresión la casa, con sus esqueletos en la taza del water, los búhos en el dormitorio, el piano a medio pintar, los restos de comidas y toda su atmósfera de sitio de donde había huido el ama de casa; y además le perjudicaba su «inspirada» visita a Chicago. Debía de notarse mucho que estaba un poco raro, con los ojos dilatados por la excitación, y probablemente, se notaría que le latía el pulso a todo correr. Esto quizá se manifestase en la dilatación de sus pupilas. Por qué ser un tipo tan emotivo… Pero lo soy. Sí, lo soy y a los perros viejos no se les puede enseñar. Yo soy así, y así continuaré siendo. ¿Para qué luchar contra ello, si soy así irremediablemente? Es mi inestabilidad la que me sirve de estabilizadora. No la organización, ni el valor, como les pasa a los demás. Comprendo que es penoso ser así, pero así soy y no tiene remedio. Situándome en esos términos, ¡incluso yo!, puedo captar ciertas cosas. Quizá sea la única manera de comprenderlas. He de tocar el instrumento que me ha caído en suerte.
—Veo que has estado pintando el piano —dijo Will.
—Sí, es para June. Un regalo. Una sorpresa.
—¡Cómo! —Will se reía—. ¿Tienes el plan de enviárselo desde aquí? Te van a cobrar por lo menos doscientos dólares por los portes. Además, tendrás que hacerlo afinar. ¿Realmente es tan bueno este piano?
—Madeleine lo compró en una subasta por veinticinco dólares.
—Hazme caso, Moses: te puedes comprar un buen piano en Chicago en una subasta y allí lo tendrá June en seguida. Hay muchos instrumentos como éste. No merece la pena que te des todo este trabajo.
—¿Sí? Pero es que me gusta este color. Es un color manzana, verde loro, o como quieras llamarlo, muy característico de aquí. —Moses miraba con fijeza su obra, como si fuese una creación de artista. Estaba casi a punto de dejarse llevar por sus impulsos y podía salir con alguna de sus rarezas. Pero en ninguna circunstancia se permitiría soltar ni una sola palabra que pudiera ser interpretada como una prueba de excentricidad. Ya estaban las cosas bastante mal como estaban. Apartó la mirada del piano y contempló las claras sombras del jardín prometiéndose a sí mismo ser tan claro como aquello. Nada que pudiera ser interpretado como irracional. Le dio la razón a su hermano en lo que decía sobre el piano—: Es verdad, lo mejor es comprar uno de ocasión allí mismo, en Chicago. En mi próximo viaje me ocuparé de eso.
—Lo que tienes con esta casa es una estupenda residencia de verano —dijo Will—. Un poco solitaria, es cierto. Pero muy bonita. Digo, si puedes limpiarla bien.
—Sí, aquí se puede estar muy bien. ¿Sabes? Podríamos hacer de esto el sitio de veraneo de toda nuestra familia. A Shura le encantaría veranear aquí, donde no hay carreras de caballos ni juegos de cartas, ni otros grandes industriales, ni fulanas. Un sitio ideal para él.
—No creas, hay carreras en la Feria de Barrington… No, no es una idea tan buena como crees. Pero podíamos transformar esta casa en un sanatorio o algo así.
—No merece la pena. ¿No podrías tú alquilársela a alguien?
Moses hizo una mueca, en silencio, mientras miraba irónicamente a Will.
—Muy bien, hermano. Y sólo nos queda otra posibilidad: que la pongas a la venta. Desde luego, no puedes sacarle mucho dinero si te quedas con ella.
—¿Quién sabe si empiezo a trabajar en firme y gano mucho? A lo mejor, gano lo bastante para conservar esta casa.
—Sí, podrías muy bien ganarlo. —Will le hablaba cariñosamente.
—Vaya una situación en la que me he metido, ¿verdad, Will? Resulta raro en mí que yo esté con este problema. Quiero decir que resulta raro en un Herzog… Bueno, ya veo que te preocupo…
Will, inquieto pero dominándose siempre —aquella cara tan profundamente familiar y tan querida, el rostro que Moses amaba desde hacía más tiempo— le estaba mirando de una manera que no podía inducir a error.
—Claro que me preocupas —dijo por fin—; y también a Helen.
—Bueno, pues no debéis fastidiaros por mí. Desde luego, estoy ahora un poco raro, pero no mal. Si pudiera, te abriría mi corazón, pero no sabría hacerlo. No, no debes preocuparte por mí. ¡Por Dios, Will, estoy apunto de llorar! ¿Cómo es posible? Es sólo cariño. Quizá sea aún más. Quizá sea amor. Sí, probablemente es amor. No puedo evitarlo. No querría que pensaras mal de mí.
—¡Qué ocurrencia! ¿Por qué va a parecerme mal? —dijo Will en voz baja—. Yo también siento algo muy hondo por ti, hermano. Igual que te pasa a ti conmigo. El que yo sea contratista no quiere decir que sea incapaz de sentir como tú. No he venido aquí a fastidiarte. Moses, coge una silla que te noto cansado.
Moses se sentó en el viejo sofá que soltaba una nubecilla de polvo en cuanto lo tocaban.
—Me gustaría verte menos agitado, Moses. Tienes que comer y dormir. Probablemente, lo que te vendría bien sería que te atendiese un médico. Deberías pasarte unos días en una cura de reposo en algún hospital.
—Lo que me pasa es que estoy excitado, pero no enfermo —dijo Moses—. No quiero que me traten como si no me anduviese bien la cabeza. Te agradezco que hayas venido. —Y allí estaba él, hundido en el sofá, esforzándose por no llorar. Le salía la voz muy débil.
—Tómate todo el tiempo que quieras —le dijo Will.
—Yo… —había recuperado la voz y dijo con toda claridad—: Yo quiero dejar bien claro que, si acudo a ti, no es por debilidad ni porque sea incapaz de valerme solo. No me importa darme unos días de reposo en un hospital. Si Helen y tú decidís que eso es lo que hace falta, no veo objeción alguna. Sábanas limpias, un buen baño y buena comida. Y mucho sueño. Todo eso puede ser muy agradable. Pero sólo unos pocos días. El 16 tengo que visitar a Marco en el campamento. Es el Día de los Padres y me está esperando.
—Muy bien —dijo Will—. Eso es muy justo.
—No hace mucho, cuando estaba en Nueva York, tenía fantasías en que me veía en un hospital.
—Eso no es fantasía sino un plan muy sensato. Lo que te hace más falta es un reposo controlado, atendido por los médicos. Incluso yo lo he pensado para mí mismo. Todos deberíamos hacerlo. Le pedí a mi médico que llamase a un hospital local. El de Pittsfield. —Se miró el reloj de pulsera.
En cuanto oyó esto último que decía su hermano, Moses se incorporó en el sofá. No le salían las palabras. Se limitó a hacer con la cabeza un gesto negativo. Y, al mirarlo, también cambió la expresión de Will. Pensó que debía haber sido más gradual y circunspecto y no pronunciar la palabra hospital tan fácilmente.
—No —dijo Moses moviendo enérgicamente la cabeza—. Decididamente, no.
Will seguía callado, y su gesto apenado era el de un hombre arrepentido de haber cometido un error táctico. Moses podía suponer fácilmente lo que Will había dicho a Helen después de haberle sacado de la Comisaría, y la consulta, llena de preocupación, que habían tenido los dos acerca de él. («¿Qué haremos? Pobre. Todo esto debe de estar volviéndole loco. Por lo menos, que tengamos una opinión profesional sobre él»). Helen tenía una gran fe en las opiniones profesionales. A Moses le había divertido siempre con cuánta seguridad hablaba de las «opiniones profesionales». De modo que habían hablado ya con el médico de Will para preguntarle si estaría dispuesto a arreglar algo discretamente en la zona del Berkshire.
—Yo creía que estábamos ya de acuerdo… —dijo Will.
—No, Will. Nada de hospitales. Sé que Helen y tú estáis haciendo lo que deben hacer unos buenos hermanos. Y te aseguro que me tienta ese reposo. Para un hombre como yo, es un plan tentador. «Reposo supervisado».
—Entonces, ¿por qué no lo haces? Si te hubiera encontrado mejor, ni siquiera te habría hablado de esto —dijo Will—. Pero mira cómo estás.
—Sí, de acuerdo —dijo Moses—. Pero, date cuenta de que, precisamente ahora, cuando empiezo a estar normal, quieres entregarme a un psiquiatra. Porque, en lo que pensabais Helen y tú era en un psiquiatra, ¿verdad?
Will guardaba silencio, preguntándose a sí mismo qué actitud debía tomar. Luego, suspiró y dijo:
—¿Qué daño podría hacerte?
—Piensa si ha sido más raro que yo haya tenido esas esposas e hijos y me haya venido a vivir en un sitio como éste o que Papá fuera un contrabandista de alcohol. Nunca creímos que estaba loco. —Moses empezó a sonreír—. ¿Te acuerdas, Will? Papá tenía aquellas etiquetas impresas: White Horse, Johnnie Walker, Haig and Haig, y nosotros nos sentábamos a la mesa con el tarro de goma de pegar, y venía él y decía: «Bueno, niños, ¿qué ponemos hoy?». Y nosotros gritábamos: «White Horse», u otra marca. Y la estufa de carbón estaba encendida. Caían ascuas en la ceniza como dientes rojos. Papá tenía aquellas preciosas botellas verdes. Hoy no hacen ya vidrio como aquél, ni aquellas formas tan bonitas. Mi favorita era la etiqueta de White Horse.
Will se reía bajito.
—Estaría muy bien ir al hospital —prosiguió Moses—. Pero sería un error hacer eso. Precisamente, es ahora cuando ya debo dejar de pensar en la maldición que me cayó encima. Sé muy bien lo que debo evitar. Pero, de pronto, me vería otra vez en la cama dándole vueltas a mi desgracia. Sería como tener allí a Madeleine. No creas, ella ha llenado cierta necesidad.
—¿A qué te refieres, Moses? —dijo Will, que se sentó junto a él en el sofá.
—Sí, una necesidad muy especial. No sé cuál. Ella trajo a mi vida la ideología. Algo que tiene que ver con las catástrofes. Después de todo, vivimos en una época ideológica. Es posible que ella no quisiera convertir en padre a uno que le gustase de verdad.
Will se sonreía al ver cómo presentaba aquello Moses. Luego le preguntó:
—Bueno, pero ¿qué piensas hacer aquí ahora?
—Quizá siga viviendo en este sitio. No estoy lejos del campamento donde está Marco. Si Daisy me deja, traeré al chico el mes que viene. Lo que haré, si quieres llevarnos a mí y a mi bicicleta a Ludeyville, será pedir que me vuelvan a dar la corriente eléctrica y conecten otra vez el teléfono. Tuttle se ocupará de adecentar un poco la finca y la señora Tuttle limpiará y arreglará la casa. Eso es lo que haré. —Se levantó—. Daré otra vez el agua y compraré algunos alimentos. Ven, Will, llévame a ver a Tuttle.
—¿Quién es Tuttle?
—Es el que se encarga de todo. Es el espíritu supremo de Ludeyville. Un tipo muy alto. Parece muy tímido pero eso es un mérito en él porque es el buen demonio del bosque. Dentro de una hora, habrá conseguido que tengamos luz aquí. Entiende de todo. Desde luego, lo cobra bien, pero con muchísima timidez.
***
Cuando Will paró el coche, apareció Tuttle junto a su alta y anticuada bomba de gasolina. Muy alto y delgado, con muchas arrugas, tenía el vello blanco en los antebrazos, llevaba una gorra de algodón pintado, y entre sus dientes postizos (para quitarse el hábito de fumar, según le había explicado una vez a Herzog) llevaba un mondadientes de plástico.
—Ya sabía que estaba usted en su casa, Mr. Herzog —dijo—. Bienvenido.
—¿Cómo se enteró usted?
—Vi el humo de su chimenea, y ya sabe usted que eso es lo primero.
—Sí. Y ¿qué es lo segundo?
—Pues que una señora ha estado tratando de dar con usted por teléfono.
—¿Quién? —preguntó Will.
—Es una que está en una «party» que dan en Barrington. Dejó el número.
—¿Sólo su número? ¿No dio el nombre? —dijo Herzog.
—La señorita Harmona o Armona, o algo así.
—Ramona —corrigió Herzog—. ¿Está en Barrington?
—¿Esperas a alguien? —le preguntó Will volviéndose hacia él en el asiento del automóvil.
—Sólo te esperaba a ti.
Will quería saber más.
—¿Quién es esa mujer?
Sin ganas y con una mirada evasiva, Moses respondió a su hermano:
—Es una señora… una mujer. —Luego renunció a esta reticencia. ¿Por qué tenía que ponerse nervioso? Y añadió—: Esa mujer es una florista, una amiga mía de Nueva York.
—¿Vas a llamarla?
—Sí, claro. —Y Moses vio la cara pálida de la señora Tuttle en la oscuridad de la tienda—. Bueno, oiga usted —le dijo a Tuttle—, quiero abrir la casa. He de tener la corriente eléctrica. Y quizá la señora Tuttle pueda arreglarme aquello un poco. Hay que limpiar.
—Sí, por supuesto, creo que podrá hacerlo.
La señora Tuttle llevaba zapatos de tenis y por debajo del vestido le asomaba el borde de la camisa de noche. Tenía manchadas de tabaco las uñas, aunque las tenía arregladas. Había engordado mucho durante la ausencia de Herzog y éste notó cuánto se había deformado la cara de aquella bonita mujer. Vio en sus ojos grises una extraña mirada lejana como si la grasa de su cuerpo ejerciese sobre ella un efecto de opio. Herzog sabía que esta mujer había escuchado por la conexión del teléfono todas sus conversaciones con Madeleine. Seguramente, no se habría perdido ninguna de las cosas tan vergonzosas que Madeleine y él se habían dicho y había escuchado los gritos y los sollozos. Ahora estaba él allí para invitarla a trabajar en su casa, barrerle los suelos y hacerle la cama. La mujer sacó un cigarrillo con filtro, lo encendió como un hombre, miró a través del humo con sus transidos ojos grises, y dio su consentimiento:
—Bueno, creo que podré. De acuerdo. Precisamente es mi día libre en el motel de la carretera. Trabajo en él de doncella.
—¡Moses! —dijo Ramona por teléfono—. De modo que te han dado mi recado. Qué bien que estés en tu casita de campo. Ya sabes, todos me dicen aquí que cuando uno quiere que le hagan algo en Ludeyville, sólo tiene que llamar a Tuttle.
—Oye, Ramona, ¿te llegó mi telegrama de Chicago?
—Sí, Moses. Fue un buen detalle. Pero ya me figuré que no estarías allí por mucho tiempo y que pronto irías a parar a tu casa de campo. Yo aproveché que tenía que visitar a unos amigos en Barrington para venir por aquí.
—¿De verdad? —dijo Herzog—. ¿Qué día de la semana es hoy?
Ramona se rió:
—¡Qué típico eso de ti! No me extraña que hagas perder la cabeza a las mujeres. Pues te regalaré el oído: es sábado. Estoy aquí, en la casa de Myra y Eduardo Misseli.
—Ah, el violinista. Solamente lo conozco de vista, de verlo en el supermercado.
—Es un hombre muy agradable. ¿Sabes que está estudiando la fabricación de violines? Me he pasado en su taller toda la mañana. Y se me ocurrió que debía visitar la finca de Herzog.
—Mi hermano está aquí conmigo. Mi hermano Will.
—¡Ah, espléndido! —exclamó Ramona con su voz vibrante—. ¿Está viviendo ahí contigo, en la finca?
—No, está de paso.
—Me encantaría conocerlo. Los Misseli van a dar una pequeña fiesta en mi honor, esta noche después de cenar.
Will, que por fin se había apeado, estaba junto al teléfono, mirando a su hermano seriamente con sus ojos oscuros, como rogándole que no cometiese más errores. Y Moses pensó: No puedo prometerlo. Sólo puedo decirle que, por ahora, no es mi intención ponerme en manos de Ramona ni de otra mujer alguna. La mirada familiar de Will era inconfundible para Moses. Sabía que temía por él. Aquella luz marrón era más clara que las palabras.
—No, gracias —dijo Moses—. No quiero fiestas. Pero escucha, Ramona…
—¿Quieres que vaya para allá? Me parece tonto estarme aquí, al teléfono, hablando contigo en vez de vernos. Estás sólo a ocho minutos.
—Pero es que yo tengo que ir a Barrington de todos modos, de compras y para que me den corriente y el teléfono.
—¿Es que te propones vivir tiempo en Ludeyville?
—Sí. Marco vendrá aquí conmigo. Espera un instante, Ramona. —Tapó con la mano el receptor y habló con su hermano—. Will, ¿puedes llevarme a Barrington? —Naturalmente, Will dijo que sí.
Pocos minutos después encontraron a Ramona. Con shorts y sandalias, esperaba junto a su Mercedes negro. Llevaba una blusa mexicana con botones que eran monedas. Le brillaba el cabello y estaba ruborizada. La emoción de aquellos momentos desequilibraba su autocontrol.
—Ramona —dijo Moses—, éste es mi hermano Will.
Will, aunque decidido a observarla bien, estuvo muy cortés. Tenía muy buenos modales. Y Moses le agradeció esa cortesía y agrado. Will la miraba con simpatía. Sonreía, pero no demasiado. Era evidente que Ramona le parecía tremendamente atractiva.
«Cualquiera diría que esperaba encontrarse con un perro», pensó Herzog.
—Pero, Moses, te has cortado afeitándote —le dijo Ramona—. Tienes toda la mandíbula arañada.
—¿Ah, sí? —y se pasó la mano por la cara con una vaga preocupación.
—Se parece usted mucho a su hermano, Mr. Herzog —le dijo Ramona a Will—. Tiene usted la misma hermosa cabeza y esos ojos tiernos de color avellana. ¿No se queda usted con su hermano?
—No, voy de paso para Boston.
—Pues yo no podía quedarme en Nueva York. ¿Verdad que los Berkshires son maravillosos? ¡Tan verdes!
La belleza morena de Ramona hacía pensar en aquellas películas de los años veinte en cuyos carteles anunciadores, encima de unas cabezas morenas, se leía: «Los bandidos del amor». Desde luego, Ramona parecía una de aquellas figuras, con su aureola sexual y su buena planta. Pero también había en ella algo que resultaba intensamente conmovedor. Luchaba sin descanso. Y necesitaba de un extraordinario valor para sostener esta actitud combativa. ¡Qué duro resulta en este mundo ser una mujer que lleva sus asuntos con sus propias manos! Era el suyo un valor persistente aunque a ratos temblase. Como ahora, en que fingía buscar algo en su bolso porque le temblaban las mejillas. A la nariz de Moses llegó el perfume de los hombros de Ramona. Y, como casi siempre, oyó la profunda, cómica e idiota respuesta masculina a estos estímulos: quack. La progenitiva y lujuriosa reacción de lo hondo masculino: Quack. Quack.
—Entonces, ¿no vienes a la fiesta? —dijo Ramona—. Y ¿cuándo voy a ver tu casa?
—Es que me la están limpiando un poco —respondió Herzog.
—Entonces, ¿no podemos…? ¿Por qué no comemos los tres juntos; usted también, señor Herzog? Moses puede explicarle a usted qué buena remoulade de camarones sé hacer yo.
—Buena como ella sola. Nunca la comí mejor. Pero Will tiene que marcharse y tú, Ramona, estás de vacaciones; no está bien que te pongas a cocinar para tres. ¿Por qué no vienes a cenar tú conmigo?
—¡Ah! —exclamó Ramona, muy contenta—. ¿Quieres ser mi anfitrión?
—Y ¿por qué no? Ya verás qué buen pescado te preparo.
Will miraba a su hermano y le dirigía una sonrisa vacilante.
—Maravilloso —dijo Ramona—. Llevaré una botella de vino.
—Nada de eso. Ven a las seis. Comerás a las siete y puedes volver para la hora de tu fiesta. Te sobrará tiempo.
Musicalmente (Moses no acababa de decidir si era a propósito), Ramona le dijo a Will:
—Bueno, Mr. Herzog, adiós, espero que volvamos a vernos. —Y, dirigiéndose hacia su Mercedes, le puso un momento la mano en el hombro a Moses, diciéndole—: Espero que la cena sea buena.
Quería que Will se diese cuenta de la intimidad que había entre los dos, y Moses no veía razón alguna para dar la impresión contraria. La besó.
—¿Tenemos que despedirnos también tú y yo aquí? —preguntó Moses a Will cuando ella se alejaba ya—. Puedo tomar un taxi para volver. No quiero que se te haga tarde.
—No, no; te llevaré a Ludeyville.
—Bueno, allí compraré pez espada para la cena. Y también limón, mantequilla y café.
Subían por la última cuesta antes de Ludeyville cuando Will preguntó:
—¿Te dejo en buenas manos, Mose?
—¿Quieres decir que si no hay peligro? Creo que puedes estar tranquilo. De verdad. Ramona no está mal.
—¿Mal? ¡Qué ocurrencia! ¡Es formidable! Pero también lo era Madeleine.
—Bueno, la verdad es que no me dejas «en manos» de nadie.
Con una tierna e irónica mirada, Will dijo, triste y cariñoso:
—Amén. Pero ¿qué hay de la ideología? ¿Tiene ésta también ideología?
—Déjame aquí, frente a la casa de Tuttle. Pues sí, creo que también Ramona tiene su ideología. Pero la de ella es sobre el sexo. Es bastante fanática en asuntos sexuales. Pero eso no me importa.
—A ver si me entero bien de las direcciones.
Tuttle, cuando los dos hermanos pasaron lentamente ante él, dijo:
—Creo que sólo tardarán unos minutos en dar la corriente a su casa.
—Gracias… Ten, Will, toma un poco de este arborvitae para masticar. Tiene un sabor muy agradable.
—Espero que no decidas nada definitivo por ahora. No puedes permitirte cometer más errores.
—La he invitado a cenar. Sólo eso. Luego regresará a esa fiesta en casa de los Misseli. Y yo no iré con ella. Mañana es domingo. Ramona tiene un negocio en Nueva York y no puede quedarse fuera. Puedes estar tranquilo. Ni ella va a huir conmigo… ni yo con ella.
—Hermano, ejerces una extraña influencia sobre la gente —dijo Will—. Bueno, adiós. Quizá vengamos a verte Muriel y yo cuando vayamos al oeste.
—Me encontrarás como estoy, sin haberme vuelto a casar.
—Si no te importase ni un comino, te podrías casar cuantas veces se te antojase. Podrías tener cinco mujeres más. Pero con esa intensidad con que lo haces todo… y ese talento que tienes para equivocarte en la elección…
—Will, te aseguro que puedes irte tranquilo. Te digo… te prometo… De verdad, nada de matrimonio. No hay ni la menor probabilidad. Adiós, y gracias. En cuanto a la casa…
—Ya pensaré en eso. ¿Necesitas dinero?
—No.
—¿Estás seguro? ¿Me dices la verdad? Recuerda que estás hablando con tu hermano.
—Sé muy bien con quién estoy hablando. —Cogió a Will por los hombros y lo besó en la mejilla—. Adiós, Will, toma por la primera carretera a la derecha al salir del pueblo. Ya verás el letrero.
Cuando Will se marchó, Herzog esperó a la señora Tuttle junto al arborvitae y desde allí pudo contemplar a gusto el pueblo. En todo el mundo, el modelo de la creación natural parece ser el océano. Desde luego, también las montañas tienen ese aspecto de hundirse en la inmensidad, esa brillantez, y el altanero color azul. E incluso estos quebrados prados. Y ¿qué impide a esas casas de rojo ladrillo derrumbarse en ese oleaje de tierra sino su ranciedad, lo viejas que son? Me llega ese olor a través de sus puertas de tela metálica. El olor de las almas apuntala los muros. Porque, si no, las arrugas de los montes las harían derrumbarse.
—Tiene usted una casa estupenda, Mr. Herzog —dijo la señora Tuttle cuando ya se acercaban en el automóvil, colina arriba—. Tiene que haberle costado a usted por lo menos un penique mejorarla. Es una verdadera vergüenza que no la aproveche usted más.
—Tenemos que limpiar la cocina, porque he de hacer una comida. Ya le buscaré a usted las escobas, las bayetas, y todo eso.
Estaba buscando en la oscura alacena cuando se encendieron las luces. Pensó que Tuttle era un hombre milagroso. Le pedí a eso de las dos que se ocupara de eso y no deben de ser más de las cuatro y media.
La señora Tuttle, con un cigarrillo en la boca, se ató a la cabeza un gran pañuelo. Por debajo del vestido asomaba el camisón de nilón de color melocotón. Casi le arrastraba por el suelo. En el sótano de piedra, encontró Herzog la palanca de la bomba del agua. En seguida, oyó que salía el agua llenando el depósito. Puso en marcha el refrigerador, que tardaría algún tiempo en estar a punto. Entonces se le ocurrió enfriar las bebidas en la fuente. Después cogió la guadaña para despejar el patio y así Ramona vería mejor la casa. Pero apenas había cortado un poco de maleza cuando sintió que le dolían las costillas. Decididamente, no se sentía lo bastante bien para esa clase de trabajo. Se tumbó en la silla plegable, mirando al sur. En cuanto el sol perdió su fuerza, empezaron a cantar los tordos, y mientras con su canto a la vez dulce y fiero alejaban a los intrusos, empezaban los mirlos a reunirse en bandadas para la noche; y exactamente hacia la puesta del sol se alejarían de aquellos árboles oleada tras oleada y volarían seis o siete kilómetros de un tirón hasta llegar a sus nidos junto al agua.
El que Ramona fuese a llegar, le turbaba un poco, tenía que reconocerlo. Pero comerían y ella le ayudaría a fregar los platos y luego él la acompañaría al coche.
Nada haré por intervenir en las peculiaridades de la vida. Eso se hace muy bien sin necesidad de mi ayuda especial.
Ahora, por una parte de las colinas ya no había sol, y empezaron a ponerse de un color azul más intenso; por el otro lado estaban todavía blancas y verdes. Los pájaros alborotaban mucho.
De todos modos, ¿puedo pretender que tengo mucho donde elegir? Me miro y me veo el pecho, los muslos, los pies… la cabeza. O la siento. Sé muy bien que esta extraña organización ha de morir. Y por dentro, algo, algo, sí, la felicidad… «Me conmueves». No hay elección. Algo produce la intensidad; un sentimiento sagrado, lo mismo que los naranjos dan naranjas, y como la hierba es verde, o los pájaros dan calor. Unos corazones engendran más amor y otros menos, seguramente. Pero ¿significa esto algo? Hay quien dice que este producto de los corazones es el conocimiento. «Je sens mon coeur et je connais les hommes». Pero su mente se apartó también de su francés. No, no puedo decir eso, pues mi rostro está ciego, mi mente es demasiado limitada y mis instintos tienen muy poco alcance. Pero ¿acaso nada significa esta intensidad? ¿Es una idiota alegría lo que hace a este animal, el más peculiar de todos los animales, exclamar algo? Y ¿es posible que esté convencido de que esta reacción es una prueba y un signo de eternidad? «Me conmueves». «Pero ¿qué quieres, Herzog?». En fin, así es… no una cosa solitaria. Estoy bastante satisfecho de existir, de ser como está mandado y por todo el tiempo que pueda permanecer en esta vida.
Luego pensó que encendería velas para cenar, puesto que a Ramona le gustaban. Seguramente, habría una o dos velas en la caja de los plomos.
Pero ahora ya tenía que sacar las botellas que había puesto a refrescar. Le gustó sentir el agudo frío del agua.
Cuando volvió del bosque, se dedicó a coger algunas flores para ponerlas en la mesa. Se preguntó si tenía un sacacorchos en el cajón. ¿Se lo habría llevado Madeleine a Chicago? En fin, Ramona tenía un sacacorchos en su Mercedes. Y éste era un pensamiento absurdo. No había que preocuparse, pues bastaría con un clavo, en el peor caso. O se rompía el cuello de la botella, como hacían en las viejas películas, y al avío.
Mientras pensaba todo esto, llenó su sombrero con trozos de la enredadera, la que se enroscaba a la parra. Las espinas eran aún demasiado tiernas para herir. Junto a la cisterna había lirios amarillos. Tomó también algunos de éstos, pero en seguida se ajaron.
De vuelta en el jardín sombrío, buscó unas peonías; quizá hubieran sobrevivido algunas. Pero entonces se le ocurrió que quizás estuviese cometiendo un error, e, interrumpiendo su búsqueda, se puso a escuchar el ritmo de la escoba que manejaba la señora Tuttle. ¿Qué hacía él allí cogiendo flores? Era muy considerado por su parte, una adorable atención. Pero ¿cómo se interpretaría? (Sonrió levemente). Lo que había de saber era lo que él iba a hacer y para eso no servían las flores. No; la verdad era que tampoco podían ser utilizadas contra él. De modo que no las tiró.
Volvió de nuevo su rostro moreno hacia la casa. Dio la vuelta en torno a ésta y entró por la puerta principal, pensando qué otra prueba de su cordura podía dar, aparte de la de no querer ir al hospital. Quizá dejar de escribir cartas. Sí, eso era lo que debía hacer o, mejor dicho, no hacer. Ya no escribiría más cartas «mentales». Fuera lo que fuese aquello que le había ocurrido en los meses anteriores, aquel hechizo parecía írsele pasando; sí, desde luego, ya no lo padecía.
Dejó el sombrero junto a él, el sombrero cargado de rosas, de lirios y de pedazos de enredadera, poniéndolo sobre el piano a medio pintar, y pasó a su estudio llevando las botellas devino en una mano como unas mazas para hacer gimnasia.
Anduvo por encima de sus papeles tirados por el suelo, y se echó en el sofá Récamier. Tumbado, se estiró y respiró profundamente. Se quedó mirando la persiana de la ventana a la que la exuberante parra impedía que se cerrase y escuchó el rítmico golpeteo de la escoba con la que barría la señora Tuttle. Quería advertirle que debía rociar el suelo. Levantaba demasiado polvo. Le diría: «Eche un poco de agua, señora Tuttle. Hay agua en el fregadero». Pero ahora no. En este momento, no tenía mensajes para nadie. Nada. Ni una sola palabra.