Ya no podía quedarse en Nueva York. Tenía que ir a Chicago para ver a su hija, y enfrentarse con Madeleine y Gersbach. No fue una decisión que tomara después de meditarla, sino que le llegó por las buenas. De pronto, decidió hacerlo, y en paz. Volvió a su casa y se cambió de ropa. Se quitó aquella ropa tan espectacular con la que se había estado divirtiendo y se puso su viejo traje de «seer-sucker» (tela india de rayas azules y blancas). Afortunadamente, no había deshecho las maletas cuando regresó de la casa de campo. Así, le bastaron unos minutos para repasar y cerrar la maleta y salir del piso. Era característico en él que decidiera actuar sin saber claramente lo que iba a hacer, e incluso reconociendo que no tenía control sobre sus impulsos. Esperaba que cuando estuviese allí, con una atmósfera más clara, comprendería por qué había emprendido el vuelo.
El superjet le llevó a Chicago en noventa minutos, recto hacia el oeste, de acuerdo con la rotación del planeta y dándole una ampliación de la tarde y de la luz del sol. Abajo se iban formando nubes blancas. Y allí estaba el sol, que nos protegía contra todo lo que se pudiera desintegrar en el espacio. Herzog contemplaba el vacío azul y el intenso brillo del inmenso aparato. En los baches, Herzog apretaba los dientes de arriba contra el labio inferior. No era que tuviese miedo a ir en avión, pero se le ocurrió pensar que si el aparato se estrellaba o, sencillamente, hiciese explosión (como había ocurrido sobre Maryland recientemente, cuando salieron disparadas las figuras humanas como guisantes a los que se está pelando), Gersbach se convertiría en el tutor de June. A no ser que Simkin rompiese el testamento. ¡Querido Simkin, agudo Simkin, rompa usted ese testamento! También quedarían dos pólizas de seguro, una de ellas hecha por Herzog padre a nombre de su hijo Moshe, que era él. Era curioso en lo que se había convertido aquel joven Herzog, arrugado, lleno de perplejidad, de corazón dolorido… Me estoy diciendo a mí mismo la verdad. Y el cielo es mi testigo. La azafata le ofreció una bebida, pero él no la quiso. Negó con un movimiento de cabeza. Se sentía incapaz de mirar el lindo rostro de la muchacha, que parecía tan sana.
Al aterrizar, Herzog retrasó su reloj. Se apresuró a salir por la puerta 38 y siguió por el largo corredor hasta el despacho donde alquilaban automóviles. Para identificarse, tenía una tarjeta del American Express, su licencia de conductor en Massachusetts y sus papeles de profesor de la Universidad. Si a él le hubiera presentado alguien tan diversas direcciones —y, para colmo, esa persona se hubiera presentado con un traje tan sucio y arrugado como el que él llevaba— se hubiese escamado. La empleada era una mujer de amplio pecho, chata y con muchos ricitos en la cabeza. Herzog sonrió levemente a esta mujer, que le atendía con buenos modales. La empleada sólo le preguntó si deseaba un coche convertible o un coche de cubierta dura. Él eligió uno de estos últimos, de un color azul, y al poco tiempo iba ya conduciéndolo, procurando no perderse entre el verdoso brillo de las lámparas de la calle y el polvoriento crepúsculo iluminado por letreros que le eran extraños. Por fin, entró en la corriente del gran tráfico. Por esa zona, podía ir a sesenta millas por hora. No conocía esa parte nueva de Chicago. El apestoso y tierno Chicago, que se vaciaba en el fondo de su antiguo lago. Y este lóbrego oeste anaranjado y la bronca confusión de los trenes y las fábricas, los gases y el hollín en el verano reciente. De la ciudad venía una gran masa de tráfico, por el lado contrario del que recorría Herzog. Iba mirando los nombres de las calles, que empezaban a serle familiares. Después de la calle Howard, estaba ya en la ciudad propiamente dicha y ya por allí sabía él perfectamente el camino. En Montrose, salió del Expressway, torciendo en dirección este, y se dirigió hacia donde había vivido su padre, una casita de dos pisos, de ladrillo, que estaba en una fila de casas que se habían construido con un mismo plano. El jardincillo delante de la casa le hizo recordar a su padre, cuando el viejo se hizo propietario hacia el final de su vida. Le entretenía mucho regar las flores con una larga manga. Las ventanillas de su recta nariz se abrían con delicia para aspirar el olor de la tierra regada. Ésta era la casa donde Herzog padre había muerto hacía pocos años, una noche de verano. De pronto se sentó en la cama y dijo: Ich shtarb! Y se murió. Aquella sangre suya, tan viva, se inmovilizó en los arrugados conductos de su cuerpo. ¡Dios mío, cómo se deshace el cuerpo y deja sólo los huesos, y luego también éstos se convierten en polvo en ese sitio tan superficial donde metemos los cuerpos! Y así, humanizado, este planeta, en su galaxia de estrellas y mundos, pasa de un vacío a otro infinitesimal.
En todo caso, aquí estaba la casa de su padre, donde ahora vivía su viuda, la viejísima madrastra de Herzog, totalmente sola en aquel museo de la familia. La casa pertenecía a los Herzog, pero ninguno de ellos la quería. Shura era un multimillonario, y lo hacía notar de sobra. Willie había prosperado mucho con el negocio de materiales de construcción que dejó el padre. Poseía un buen número de esos camiones con tremendos cuerpos cilíndricos para mezclar cemento por el camino hacia los enormes rascacielos en construcción. Hellen, aunque su marido no era tan rico ni estaba tan bien situado como Willie, gozaba de un holgado bienestar. Ya era raro que hablase de dinero. ¿Y él, Moses? Pues tenía unos seiscientos dólares en el Banco. Para él era suficiente dinero. No eran para él la pobreza, el desempleo, los suburbios, el robo, los tribunales, el horror del «hotel» Montcalme (donde habían matado a aquella criatura), con su olor a porquería, a chinches… Cuando se le antojaba, podía tomar el avión a Chicago, alquilar un Falcon azul y conducirlo hasta la casa donde había vivido su padre. Así, se daba cuenta de su posición en la escala de prerrogativas: de bienestar, de insolencia, de mentira, si se prefiere llamarla de este modo. Y no se trata sólo de su posición. Es que también había facilitado a los amantes un magnífico Lincoln Continental para que pudieran encerrar en él a la niña —la hija de él— y dejarla allí llorando mientras ellos dos se peleaban.
Herzog estaba pálido y tenía la boca apretada. Subió los escalones de la fachada cuando ya apenas había luz y pulsó el timbre. Éste tenía, en el centro, una luna creciente que se encendía por la noche.
Sonó el timbre en el interior de la casa. Era un xilófono de metal que tocaba «Bailamos alegremente», menos las dos notas finales. Herzog tuvo que esperar mucho. La vieja, Taube, había sido siempre lenta, incluso cuando tenía cincuenta y tantos años, de movimientos muy pausados y pesados, totalmente distintos a los de los Herzog, que eran ágiles y todos ellos habían heredado la viveza y elegancia de su padre, que había pasado por esta vida como en una especie de desfile de una sola persona. Moses pensó que le tenía afecto a Taube. La mirada indecisa de los redondos y saltones ojos de la vieja quizá fuese una consecuencia de una decisión radical de ser lenta, de llevar a lo largo de toda su vida un programa de dilación y calma. Como arrastrándose, iba cumpliendo todos los fines que se proponía. Incluso para comer o beber, era muy lenta. No se llevaba el vaso a los labios sino que se inclinaba hacia éste. Y hablaba muy despacio, como para dar mayor intención a su agudeza. Cuando guisaba, parecía como si las cosas se le resbalasen de los dedos, pero no podía dudarse de que era una excelente cocinera. Aunque su lentitud de movimientos pudiera hacer creer que no sabía jugar a las cartas, lo cierto era que solía ganar. Todas las preguntas las hacía dos o tres veces y, cuando le respondían, repetía bajito las respuestas como para recordarlas. Con la misma despaciosidad se peinaba, se lavaba la dentadura falsa, o masticaba los higos o los dátiles que tomaba para hacer bien la digestión. Cuando fue envejeciendo, se le fue quedando colgante el labio inferior y le engordó el cuello en su base, de modo que avanzaba siempre la cabeza. Estaba ya muy viejecita, ochenta años pasados, y no tenía buena salud. Padecía de artritis y tenía una catarata en un ojo. Pero, a diferencia de Polina, su claridad mental era absoluta. No cabía duda que su lucha con Herzog padre, peleón y cada vez más irritable a medida que envejecía, le había fortalecido el cerebro.
La casa seguía a oscuras y cualquier otro que no hubiera sido Herzog, se habría marchado dando por cierto que Taube no estaba en casa. Sin embargo, él siguió esperando, convencido de que acabaría abriendo. En su juventud, la había visto tardar cinco minutos en abrir un botellín de soda, y cuando hacía pan tardaba una hora en extender la masa sobre la mesa.
Por fin, la oyó llegar. Vio los sobrios ojos de Taube, que aún eran más oscuros ahora, y más salientes. La puerta de invierno, de cristales, seguía separándola de Moses. Éste sabía que también la tendría cerrada. Los viejos, ella y Herzog padre, solían encerrarse, suspicaces y temerosos, en su propia casa. Además, Moses sabía que la luz le daba por detrás y Taube no le reconocería. Además, él no era el mismo Moses de antes. Pero la verdad es que aunque la anciana lo miraba con gran atención y extrañeza, como si fuera un desconocido, ya lo había reconocido. A pesar de su extremada lentitud para todo, la inteligencia la tenía muy viva y rápida.
—¿Quién es…?
—Soy Moses…
—No le conozco a usted. ¿Dice que es Moses? ¿Qué Moses?
—Tía Taube, soy yo, Moses Herzog. Moshe.
—¡Ah, eres tú, Moshe!
Los deformados dedos abrieron el último cerrojo. Cuando Herzog tuvo cerca el rostro de su madrastra, se impresionó al verla tan vieja y arrugada. Al entrar él, la vieja levantó sus débiles brazos para abrazarlo.
—Moshe, ven aquí… Encenderé una luz. Cierra la puerta, Moshe.
Herzog cerró y buscó la llave de la luz del vestíbulo. La bombilla era muy débil y la pantalla era de un color rosado, tan anticuada que le recordó el ner tamid, la luz vigilia de la sinagoga. Cerró la puerta de la calle sobre la regada fragancia de los arriates. La casa llevaba mucho tiempo cerrada y olía un poco a rancio y al barniz de los muebles. Allí estaba todo, a la media luz de la salita, como antes: la araña de débiles luces, el secreter y las mesitas, el sofá de brocado con su brillante funda de plástico, la alfombra oriental, las cortinas perfectas y rígidas sobre las ventanas… Descubrió, sobre la consola del fonógrafo, un retrato de su hijo Marco, cuando era mucho más pequeño, sentado en un banco con las rodillas al aire. Estaba encantador con su carita tan animada y su cabello negro peinado hacia atrás. Y junto a esta foto estaba la de él mismo, tomada cuando se graduó. Estaba guapo pero algo mofletudo. En su rostro tan joven se notaban las exigencias de un ingenuo orgullo. En aquel retrato ya era él un hombre por su edad, pero sólo por los años pues a juicio de su padre, era aún tercamente no-europeo, es decir, inocente por propia voluntad. Entonces se empeñaba Herzog en no reconocer el mal. Pero no podía negarse a experimentarlo. Por eso tenían los otros que hacérselo a él, y luego él los acusaba de maldad. Había también un retrato de Herzog padre en su última encarnación —de ciudadano americano— guapo, bien afeitado, sin nada ya de aquella petulante y turbada masculinidad, de su impetuosidad y sus protestas apasionadas de otros tiempos. Sin embargo, a Moses le producía una tremenda impresión ver la cara de su padre en la casa donde había vivido éste.
Tante Taube —nunca le dijo «mamá»— se acercaba con pasos muy lentos. En la casa no había ninguna fotografía de ella. Por lo menos, a la vista. Moses sabía que, a pesar de su prognatismo a lo Habsburgo, la tía Taube había sido una mujer guapísima. E incluso a sus cincuenta años, cuando él la conoció como viuda Kaplitzky, tenía unas cejas impresionantes y unas trenzas de color castaño brillante y su figura era muy atractiva. A ella no le gustaba que le recordasen su pasada belleza ni su antigua energía.
—Deja que te mire —le dijo, plantándose ante él. Aunque tenía los ojos como hinchados, su mirada era firme. Él la miró, recordando cómo era treinta años antes, y se esforzó por que no se le notase el horror que sentía. Adivinó que si había tardado tanto en abrirle era porque se había estado poniendo la dentadura postiza. La tenía nueva, pero mal hecha. Tenía los dedos desfigurados, con pellejos sueltos que le tapaban parte de las uñas. Pero llevaba éstas pintadas. Y, ¿cómo le encontraba ella de cambiado?
—Aj, Moshe, has cambiado.
Él limitó su respuesta a un movimiento afirmativo de cabeza.
—Y tú, ¿cómo estás, Tante Taube?
—Ya lo ves; una muerta viva.
—¿Vives sola?
—Me acompañaba una mujer, Bella Ockinoff, la de la pescadería. Tú la conocías. Pero no era limpia.
—Ven, Tante, siéntate.
—Oh, Moshe —dijo—, no me puedo sentar, no puedo estar de pie, ni me puedo acostar. Ya casi estoy como Papá. Mejor dicho, Papá está mejor que yo.
—¿Tan mal va eso? —Herzog debía de haber mostrado más emoción de lo que él suponía, pues vio que ahora le observaba ella agudamente, como si no creyera que él se interesaba por ella y tratase de descubrir algo en lo que él estaba pensando. ¿O acaso era la catarata lo que le daba aquella expresión tan rara? Herzog la llevó por un codo hasta el sillón y él se sentó en el sofá cubierto de plástico. Debajo del tapiz colgado en la pared. Pierrot. Clair de Lune. Venecia a la luz de la luna. Toda aquella falsa tontería que le solía deprimir en sus días de estudiante. Ahora ya no le producía efecto alguno. Ya era otro hombre y reclamaban su atención cosas muy distintas. Comprendió que la anciana trataba de descubrir para qué había ido él. Se daba cuenta de que Moses estaba muy agitado y notó que le faltaba su habitual vaguedad en la conversación, aquel aire orgulloso de estar pensando en otras cosas con el que solía envolverse en otro tiempo Moses E. Herzog, doctor en Filosofía. Aquellos días se marcharon para siempre.
—¿Trabajas mucho ahora, Moshe?
—Sí.
—¿Te ganas bien la vida?
—Ah, sí, por supuesto.
La vieja inclinó la cabeza un momento. Herzog le vio el cuero cabelludo y su fino cabello gris. Exiguo. El organismo había dado de sí cuanto podía.
Ella habló luego de la casa y Herzog comprendió que quería darle a entender que tenía derecho a vivir en aquella propiedad de los Herzog, aunque por el hecho de seguir viviendo le privase a él de entrar en posesión de la casa de su padre.
—Muy bien, Tante Taube. Desde luego, no tienes que preocuparte por nada de eso.
—¿Qué?
—Que sigas viviendo aquí y no te preocupe de quién es la casa.
—No estás bien vestido, Moshe. ¿Qué pasa? ¿Te van mal las cosas?
—No; es que me he puesto un traje viejo para el viaje.
—¿Tienes asuntos en Chicago?
—Sí, Tante.
—¿Están bien los niños? ¿Y Marco?
—Está en el campamento.
—¿No se ha vuelto a casar Daisy?
—No.
—¿Tienes que pagarle algo?
—No mucho.
—¿No fui yo una mala madrastra para vosotros? Dime la verdad.
—Fuiste una madrastra muy buena. Fuiste buenísima para nosotros.
—Hice todo lo que pude —dijo la anciana, y Moses recordó en aquellos instantes el difícil e importante papel que esta mujer había desempeñado en la vida de Herzog padre como la paciente viuda Kaplitzky, que estuvo casada con un importante comerciante de ese apellido. El matrimonio no tuvo hijos y ella adoraba a su marido y llevaba un rico medallón con pequeños rubíes, y viajaba en coches-salón Pullman; en el Portland Rose, en el siglo Veinte; o en primera clase del Berengaria. En cambio, como segunda señora Herzog, no llevó una vida cómoda. Tenía muy buenas razones para lamentar la pérdida de Kaplitzky. Siempre le llamaba, recordando, «Gottseliger Kaplitzky». Y una vez le había confiado al joven Herzog: «Gottseliger Kaplitzky no quería que yo tuviese hijos. El médico había dicho que sería perjudicial para mi corazón. Y, cada vez, Kaplitzky se cuidaba de todo. Siempre tomaba precauciones. Yo ni siquiera miraba».
Herzog no pudo evitar una risita al recordar aquello. A Ramona le haría mucha gracia aquel «Yo ni siquiera miraba». Ella, en cambio, siempre miraba, y de cerca, mientras retenía un mechón de cabellos que se le caía sobre la frente, y se le ponían las mejillas encendidas, muy divertida por la timidez de él. Como la última noche cuando, al abrazarlo… Tenía que telefonearle. Ramona no comprendería su desaparición. Entonces, empezó a latirle la cabeza. Recordó por qué estaba allí.
Se hallaba sentado en el sitio donde su padre, el año antes de su muerte, le había amenazado con matarlo, enfurecido contra él por el dinero. Herzog se había quedado sin un céntimo y rogó a su padre que le garantizase un préstamo. El viejo lo sometió a un minucioso interrogatorio acerca de su trabajo, sus gastos, su hijo… Solía perder la paciencia con Moses. Por aquella época yo vivía en Filadelfia solo, tratando de decidirme (¡ya no había nada que decidir!) entre Sono y Madeleine. Quizá mi padre hubiera oído decir que yo estaba a punto de convertirme al catolicismo. Alguien lanzó ese rumor; quizá fuera Daisy. Yo estaba entonces en Chicago porque papá me había llamado. Quería hablarme de los cambios que iba a introducir en su testamento. Pensaba sin cesar —de día y de noche— en cómo dividiría sus bienes según los méritos de cada uno de nosotros y cómo utilizaríamos ese dinero. En varias ocasiones me telefoneó para decirme que debíamos vernos para hablar de aquello. Por fin, fui, y me pasé despierto toda la noche en el tren. En cuanto llegué, me llevó a un rincón y me dijo: «Quiero que sepas, de una vez para todas, que tu hermano Willie es una excelente persona. Cuando yo muera, él actuará como hemos convenido entre los dos». «De acuerdo, papá», le dije.
Pero cuando me hablaba solía perder los estribos con mucha frecuencia y cuando estuvo a punto de matarme con su pistola fue porque no podía ya soportar el verme. Le sacaba de quicio aquella mirada mía de frío orgullo. No puedo echárselo en cara.
Era la insoportable mirada despectiva de la élite, pensó Herzog mientras su madrastra iba describiendo lenta y prolijamente sus males. Papá no podía tolerarle a su hijo menor que lo mirase con aquella superioridad. Habían pasado los años por mí. Y, del modo más tonto, me había pasado el tiempo planeando estupideces. Esto hacía sufrir a mi padre, que no era de esos hombres que se embotan al llegar a la vejez. No, su desesperación era consciente, aguda y continua. Y de nuevo sintió Moses una punzada de dolor al pensar en su padre.
Estuvo escuchando un buen rato a Taube su relato del tratamiento de cortisona. Pero los ojos de ésta, aquellos ojos luminosos y sumisos que habían domesticado a Herzog padre, no miraban ya a Moses sino a un punto más allá de éste, y él se sintió en libertad para recordar aquellos últimos días de su padre. Habían ido juntos a Montrose para comprar cigarrillos. Era el mes de junio, cálido como éste de ahora, y había una brillante luminosidad. Papá no estaba hablando con mucho sentido. Decía que se debía haber divorciado de la viuda Kaplitzky —seguíamos llamándola así— hacía ya diez años, pues él había tenido la ilusión de gozar libremente de los últimos años de su vida —su idioma yiddish se hacía más confuso y estropajoso en estas conversaciones— pero que debía resignarse a tener su herradura en una forja apagada. A kalte kuzhnya, Moshe. Kein fire. El divorcio era imposible porque él debía demasiado dinero. «Pero, tú tienes dinero ahora, ¿no?», le preguntó Moses, que era muy divertido con él. Su padre se detuvo y se le quedó mirando fijamente. Moses se impresionó mucho al comprobar a la plena luz del día cuánto se había estropeado. Pero algunas de las facciones de su padre, increíblemente vividas, conservaban todo su antiguo poder sobre Moses: su recta nariz, el entrecejo arrugado, los tonos marrones y grises de los ojos… Dijo: «Necesito mi dinero. ¿Acaso me lo proporcionarías tú, si me faltase? Todavía puedo sobornar durante mucho tiempo al Ángel de la Muerte». Luego flexionó levemente sus rodillas y Moses supo interpretar el sentido de aquella vieja señal (siempre había sabido qué significaban los gestos y actitudes de su padre). Aquella leve flexión indicaba que estaba a punto de revelar algo de una gran sutileza. Murmuró: «No sé cuándo me tocará la hora». Empleó el antiguo término yiddish para el confinamiento de una mujer: kimpet. Moses no sabía qué decir, y su voz, cuando por fin habló, fue un susurro: «No te atormentes, papá». El horror del segundo nacimiento en manos de la muerte, le abrillantaba los ojos y tenía los labios fuertemente apretados. Entonces habló de nuevo Herzog padre: «Tengo que sentarme, Moshe. Este sol es demasiado fuerte para mí». De pronto se había puesto muy colorado, y Moses, llevándolo por un brazo, le hizo sentarse al borde de un prado. La expresión del viejo revelaba que se sentía herido en su orgullo de macho. «Incluso a mí se me hace inaguantable hoy el calor», dijo Moses. Y se colocó entre su padre y el sol.
—Quizá me decida a ir el mes que viene a St. Joe a los baños —estaba diciendo Taube—. Al Whitcomb. Es un hermoso sitio.
—No irás sola, ¿verdad?
—No; también Ethel y Mordecai quieren ir.
—¿Cómo está Mordecai? —preguntó Herzog para que ella no dejase de hablar.
—¿Cómo va a estar con la edad que tiene? —Moses la escuchó atentamente hasta que ella estuvo de nuevo lanzada en su «monólogo» y entonces él pudo reanudar tranquilamente los recuerdos de su padre. Aquel día habían almorzado en el porche trasero y allí fue donde empezó la riña. A Moses le parecía que él estaba allí, quizá, como un hijo pródigo reconociendo sus faltas y pidiendo al viejo que lo perdonase, y por eso era natural que el padre no viese en el rostro de su hijo más que un gesto tonto de súplica, algo que le resultaba incomprensible. Por eso el padre gritó: «¡Idiota!». Y luego: «¡Ternero!». Luego comprendió que debajo de la paciente mirada de Moses brillaba una irritada petición de cuentas. Y le chilló: «¡Vete de aquí! ¡No te dejaré nada! ¡Todo irá a Helen y Willie! ¡Eres un cuervo de casa de putas!». Moses se levantó y, cuando ya se alejaba, le gritó su padre: «Vete y no se te ocurra ir a mi entierro».
—Muy bien; quizá no vaya.
Era demasiado tarde. La tía Taube le había advertido que se estuviera callado. Para ello, había levantado las cejas que, por entonces, aún las tenía pobladas. El padre se levantó dando tumbos y, con el rostro deformado por la ira, corrió para coger su pistola.
—¡Vete, vete ahora! Ya vendrás más adelante. Te llamaré —le había dicho Taube a Moses en un susurro, y él, reacio a marcharse, quemado por dentro, dolido sobre todo porque no se le reconocía su desgracia en la casa de su padre (su monstruoso egoísmo siempre estaba reclamando su parte) se fue alejando pesadamente.
—¡De prisa, de prisa! —le decía Taube tratando de hacerle salir rápido por la puerta principal, pero el viejo Herzog los alcanzó. Llevaba la pistola en la mano.
Gritó: «¡Te mataré!». Lo que sobresaltó a Moses no fue la amenaza en sí misma, pues no creía a su padre capaz de matarlo, sino esa impresionante y renovada energía de que daba muestras. La había recuperado en su rabia, aunque le podía costar la vida. Moses pensó que aquel cuello con las venas en tensión, el rechinar de dientes, aquel horrible color de su cara, e incluso aquella manera de levantar la pistola y apuntarle, con un típico movimiento militar ruso, eran preferibles a aquel hundimiento físico que había tenido durante el paseo que dieron para comprar los cigarrillos. Herzog padre no había nacido para ser compadecido.
—¡Vete, vete! —insistió Tante Taube. Moses lloraba.
—Quizá mueras tú antes que yo —gritó el padre.
—¡Papá!
Oyendo a medias la descripción que estaba haciendo su madrastra, hablando lentamente, del próximo retiro del primo Mordecai, Herzog creyó volver a oír aquel impresionante grito. Papá… Papá. ¡Qué gallina eras, Moses! El viejo, alocadamente, trataba de mostrar la energía que a ti te faltaba. ¡Atreverse a ir a aquella casa con la afectada blandura cristianizada del hijo que ha sufrido mucho! Mejor hubiera sido que se hubiera convertido abiertamente, como Mady. Entonces el padre tendría que haber apretado el gatillo. Aquellos violentos gestos eran mortales para él; a su avanzada edad, merecía que su hijo le evitase esos terribles disgustos.
Luego, Moses, con los ojos irritados de llorar, esperó un taxi mientras su padre paseaba como un demente ante sus ventanas mirando con desesperación a su hijo. Tiró la pistola al suelo. Quién sabe si Moses no había acortado la vida de su padre dándole aquél tremendo disgusto. O quizás, al contrario, el estímulo de la ira le sirvió para alargársela. No podía morirse y dejar así a aquel Moses a medio hacer.
Se reconciliaron al año siguiente. Luego empezó todo igual. Y después… la muerte.
—¿Te hago un poco de té? —le preguntó Tante Taube.
—Sí, por favor. Me gustaría tomar un poco de té si puedes hacérmelo. Mientras, me gustaría echar una ojeada a la mesa-despacho de papá.
—¿La mesa de papá? Está cerrada. ¿Quieres echar un vistazo? Todo lo que hay allí es para vosotros, sus hijos. Puedes llevarte la mesa cuando quieras.
—¡No, no! —exclamó Herzog—. No necesito la mesa misma. Es que pasaba por aquí delante, viniendo del aeropuerto, y pensé: «¿Cómo estará Tante Taube?». Y ahora que estoy aquí, me gustaría echar una ojeada al despacho. Sé que no te importa.
—¿Quieres algo, Moshe? La última vez que estuviste aquí, te llevaste la cajita de plata de tu madre.
Se la había dado a Madeleine.
—¿Está aún ahí la cadena del reloj de papá?
—Creo que se la llevó Willie.
—Entonces, ¿qué hay de los rublos? —dijo Herzog—. Me gustaría dárselos a Marco.
—¿Rublos?
—Mi abuelo Isaac compró rublos zaristas durante la Revolución y siempre han estado en la mesa del despacho.
—¿En el despacho? Desde luego, nunca los he visto.
—Me gustaría ver lo que hay en la mesa mientras tú haces el té, Tante Taube. Dame la llave.
—¿La llave? —Poco antes, había estado hablando con mayor rapidez, pero ahora volvió a arrastrar las palabras, siguiendo su característica táctica de dejar pasar el tiempo.
—¿Dónde la guardas?
—¿Dónde? ¿Dónde la he puesto? ¿La tendré en el tocador de Papá o en algún otro sitio? Déjame hacer memoria. Ahora nunca me acuerdo de nada…
—Yo sé dónde está —dijo Herzog, poniéndose en pie de pronto.
—¿Lo sabes tú? ¿Dónde está?
—En la cajita de música, donde tú la guardabas siempre.
—¿Dices que en la cajita…? Sí, Papá la cogió de allí. Recuerdo que la sacó para guardar en la mesa-despacho los cheques de la seguridad social cuando nos los mandaron. Dijo que todo el dinero…
Moses había acertado.
—No te preocupes. Yo la encontraré —dijo— y tú, mientras, puedes ir haciendo el té. Tengo mucha sed. Ha sido un día de mucho calor y se me ha hecho muy largo.
Cogiéndola por su fláccido brazo, la ayudó a levantarse. Se estaba saliendo con la suya; una pobre victoria que podía tener peligrosas consecuencias. Dejando a su madrastra, fue hasta la alcoba de su padre. Habían quitado de allí la cama de él y quedaba sólo la de su esposa. Moses aspiró el aire cargado, que olía a viejo, y encontró en seguida la cajita de música. En aquella casa sólo tenía que consultar su memoria un momento para encontrar lo que quisiera. El mecanismo de la cajita se puso a funcionar en cuanto él levantó la tapa. El pequeño cilindro daba vueltas y las espinillas sacaban las notas de Fígaro. Moses sabía la letra.
Nel momento
Della mía cerimonia
Io rideva di me
Senza saperlo.
Sus dedos reconocieron la llave.
La anciana Taube, desde la oscuridad, fuera del dormitorio, le preguntó: —¿La encontraste?
Él respondió: «Aquí está». Lo dijo muy bajito, para no estropear las cosas, con voz suave. Después de todo, la casa era de ella. Era una grosería invadirla como estaba haciendo él. No es que se sintiera avergonzado de hacerlo sino que reconocía con toda objetividad que no estaba bien. Pero no tenía más remedio que hacerlo.
—¿Quieres que ponga la tetera?
—No, deja, yo mismo puedo hacerme una taza de té.
Oyó los pasos lentos alejándose por el pasillo. Iba a la cocina. Herzog volvió en seguida a la salita, que había servido de despacho. Las cortinas estaban echadas. Encendió la lámpara que estaba junto a la mesa-despacho. Al buscar el interruptor, rasgó la antigua seda de la pantalla, y salió de ella un fino polvillo. Estaba seguro de que el color de la pantalla se llamaba «rosa viejo». Abrió el secreter de madera de cerezo levantando con las dos manos la persiana de madera que lo cubría. Se aseguró primero de que Taube había llegado a la cocina. En los cajones, reconoció todo lo que allí había: cuero, papel, oro… Rápido y tenso, con las venas saltonas en la cabeza y los tendones tensos en las manos, rebuscó y encontró lo que deseaba: la pistola de su padre. Una vieja pistola con el cañón de níquel plateado. Papá la había comprado para tenerla en la casa de la calle Cherry, en los tiempos del ferrocarril. Moses abrió el arma. Tenía dos balas. Perfectamente. La cerró rápidamente y se la guardó en el bolsillo de pecho, donde le abultaba demasiado. Se sacó la cartera y se guardó ésta en el bolsillo trasero del pantalón, sustituyéndola en el de pecho con la pistola. Se abrochó el bolsillo de atrás para que no se le cayese la cartera.
Empezó a buscar los rublos. Los encontró en un pequeño compartimiento con viejos pasaportes y cintas selladas con cera, que parecían coágulos de sangre. La bourgeoise Sarah Herzog avec ses enfants, Alexandre, huit ans, Hélène, neuf ans, et Guillaume, trois ans, firmado por el Conde Adelberg, Gouverneur de Saint Petersbourg. Los rublos estaban en un gran billetero. Con ellos jugaba él hacía cuarenta años. Pedro el Grande, con una llamativa cota de mallas, y una espléndida e imperial Catalina. A la luz de la lámpara vio las marcas. Al recordar cómo jugaban Willie y él con aquellos billetes, Herzog lanzó una de sus cortas risas. Luego hizo un nido con esos billetes en su bolsillo de pecho y metió dentro la pistola. Pensó que así se notaba menos el arma.
—¿Has encontrado ya lo que buscabas? —le preguntó Taube desde la cocina.
—Sí —y puso la llave sobre la mesita de metal esmaltado.
Pensó que se equivocaba al considerar como ovejuna la expresión de Taube. Esta tendencia a figurarse las cosas nublaba su claridad de juicio e iba a fastidiarle algún día. Quizá se acercaba ya ese día y esta misma noche necesitara de toda la claridad de su alma. La pistola le pesaba en el pecho. Pensándolo bien, aquellos labios protuberantes, los grandes ojos saltones y la arrugada boca, eran efectivamente ovejunos y parecían advertirle que se exponía demasiado en su proyecto de destrucción. Taube era una veterana en la supervivencia y había luchado con buen éxito contra la atracción de la tumba, manteniendo a distancia a la misma muerte mediante su lentitud en todo. Todo había decaído en ella excepto su astucia y su increíble paciencia; y en Moses volvía a ver al padre de éste, el hombre que había sido su marido, nervioso y siempre apresurado, impulsivo, doliente… Cuando Moses se acercó a ella en la cocina, los ojos de la anciana parpadearon.
—¿Tienes muchas dificultades, Moshe? —murmuró—. No lo pongas aún peor.
—No pasa nada, Tante. He de ocuparme de unos asuntos… Creo que no podré esperar por el té…
—Te he preparado la taza de Papá para ti.
Moses bebió agua del grifo en la taza que había sido de su padre.
—Adiós, Tante Taube, que sigas bien —y la besó en la frente.
—¿Recuerdas que te ayudé aquella vez? —dijo ella—. No deberías olvidarlo. Ten cuidado, Moshe.
Salió por la puerta trasera; era más fácil marcharse por allí. La madreselva crecía a lo largo de la cañería como en tiempos de su padre y estaba fragante por la noche, casi demasiado. ¿Hay algún corazón que pueda petrificarse del todo?
***
Aceleró el motor al cambiar la señal luminosa que le había detenido, tratando de decidir cuál era el camino más corto para la avenida Harper. Por el nuevo Ryan Expressway iría muy rápido pero le haría pasar por lo más denso del tráfico de la calle 51.a Oeste, donde la gente se paseaba o la cruzaba en sus coches. Era mucho mejor el bulevar Garfield. Sin embargo, no estaba seguro de poder encontrar el camino por el parque Washington una vez fuese noche cerrada. Decidió seguir por Edén hasta la calle del Congreso y, de ésta, al Outer Drive. Sí, esto sería lo más rápido. Todavía no había decidido lo que haría cuando llegase a la avenida Harper. Madeleine le había amenazado con hacerle detener si se atrevía a asomar las narices por las proximidades de su casa. La policía tenía su fotografía, pero todo eso era una manifestación más de la paranoia de Madeleine, la puesta en marcha de unos poderes imaginarios que a él habían llegado a impresionarle. Entre Madeleine y él había ahora una realidad, una niña, June. Entre tanta cobardía, tanto fraude y porquería entre un padre chapucero y una fulana liosa que era la madre, ¡había algo puro y genuino, esa hijita que él tenía! Se dijo a sí mismo, casi gritando, mientras subía la rampa del Expressway, que nadie le haría daño a su niña. Aceleró la marcha del auto. El hilo de la vida se tensaba en él. Y temblaba alocadamente. Herzog no temía tanto que se le partiera como dejar de hacer lo que debía. Fue aumentando la velocidad del pequeño Falcon y pensó que se exponía demasiado. Un enorme camión le pasó por su derecha. Se daba cuenta de que no era ésta la ocasión de arriesgarse a que le pusieran una multa —precisamente cuando llevaba una pistola en el bolsillo— y levantó el pie del pedal. Mirando a izquierda y derecha, se dio cuenta de que el nuevo Expressway atravesaba viejas calles que él conocía. Vio los grandes depósitos de gas y la parte trasera de una iglesia polaca en cuya ventana iluminada se exhibía un Cristo envuelto en brocados como si estuviera en un escaparate.
No parecía ilógico que se valiera de la eximente o atenuante de locura pasajera, ya que se le había hecho soportar lo peor como consecuencia del divorcio: los motes insultantes, el viajar continuamente de un lado a otro, la pena, incluso el destierro en Ludeyville. Aquella propiedad había de ser como su manicomio particular. Y, por último, su mausoleo. Pero también le habían hecho algo más a Herzog, algo de incalculables consecuencias. No todos tienen la oportunidad de matar con una conciencia limpia. La pareja le había abierto el camino para un asesinato justificado. Merecían morir. Él, Herzog, tenía derecho a matarlos. Incluso sabrían por qué morían; nada tenía que explicarles. Cuando él apareciese ante ellos, tendrían que someterse. Gersbach inclinaría su cabeza y derramaría unas lagrimitas por sí mismo. Como Nerón: Qualis artifex pereo. Madeleine gritaría y lanzaría terribles maldiciones. Serían gritos de odio, el elemento más poderoso de su vida, muchísimo más fuerte en ella que cualquier otro motivo. En el plano espiritual, era ella la que lo había asesinado a él, Herzog, y a ello se debía el que pudiese ahora disparar contra ella o estrangularla. Sentía en sus brazos y en sus dedos, y hasta en su corazón, la dulce violencia de estrangular; horrible y suave, el orgiástico placer de matar. Sudaba intensamente. Tenía la camisa mojada y fría bajo los brazos. A la boca le venía un sabor a cobre, un veneno metálico, un gustillo insípido pero mortal.
Cuando llegó a la avenida Harper, aparcó a la vuelta de la esquina y entró en el sendero que pasaba por detrás de la casa. La arenilla se extendía sobre el asfalto; sus pasos resonaban por culpa de los cristales rotos y la grava que había por el sucio camino. Avanzó con mucho cuidado. Las vallas traseras eran viejas por este sector. Una vez más, aquel día, vio madreselva. E incluso rosas, que aparecían de un rojo muy oscuro en el crepúsculo. Tuvo que cubrirse la cara al pasar ante el garaje a causa de las pinchantes eglantinas que colgaban sobre el sendero desde el tejado muy inclinado. Cuando se introdujo en el patio, se detuvo unos instantes hasta que pudo ver por dónde iba. Debía cuidar de no tropezar con un juguete o alguna herramienta tirados en el suelo. Sus ojos se humedecían con el fluido muy claro pero que le deformaba algo la visión. Se pasó las yemas de los dedos por los ojos y luego se los secó en la solapa de la chaqueta. Habían salido las estrellas, unos puntos violetas enmarcados por los tejados de las casas, las hojas, los hilos telegráficos… Ahora distinguía bien el patio. Vio los tendederos y en ellos unas bragas de Madeleine y las camisitas y los vestiditos de su hija, y medias diminutas. Acercándose más, miró hacia el iluminado interior de la cocina. ¡Allí estaba Madeleine! Se le cortó la respiración al verla. Llevaba puestos unos slacks y una blusa sujeta con un ancho cinturón rojo de cuero y metal, que él le había regalado. Mientras se movía entre la mesa de la cocina y el fregadero, le colgaba, suelto, su cabello tan suave. Lavaba los platos con su característico y eficaz estilo, un poco brusco. Herzog la estuvo mirando mientras ella aparecía de perfil junto al fregadero. Con la cabeza agachada, como abstraída en la espuma del fregadero después de la cena, y dejaba el agua a la temperatura que deseaba. Herzog podía ver desde allí el color de sus mejillas y casi el azul de sus ojos. Mientras más la contemplaba, más alimentaba su rabia hasta ponerla al rojo vivo. No era probable que ella pudiera oírle desde allí en el patio porque no habían subido los cristales, los que él había puesto en el otoño anterior en la parte trasera de la casa.
Pasó al corredor exterior. Afortunadamente, los vecinos no estaban en casa y Herzog no tenía que preocuparse de sus luces. Ya había visto a Madeleine. Era ahora a su hijita a quien quería ver. El comedor se hallaba vacío, la característica vaciedad después de comer: botellas de Coca-Cola, servilletas de papel… Luego se veía la ventana del cuarto de baño, más alta que las demás. Recordaba que había empleado un bloque de cemento para empinarse y tratar de quitar la persiana del cuarto de baño hasta que había renunciado a este empeño al darse cuenta de que no había cierres exteriores para sustituirla. Por tanto, aún se hallaba allí la persiana. Y el bloque de cemento estaba exactamente donde él lo había dejado entre los lirios del valle, a la izquierda de la vereda. Colocó la piedra en su sitio, y los ruidos que hacía se disimulaban con el sonido del agua en el baño. Se subió en ella, apoyando el costado contra el muro. Procuró disimular el sonido de su respiración abriendo la boca. En el baño, cayéndole aún encima el agua del grifo, relucía el cuerpecito de su hija. ¡Su niña! Madeleine le había dejado más largo el pelo y ahora, para bañarse, lo tenía atado con una banda de goma. Herzog se derretía de ternura al verla y se cubría la boca con la mano para ahogar cualquier exclamación de emoción que se le pudiese escapar. La niña levantó la cara para hablarle a alguien que Herzog no podía ver. Oyó que decía algo, pero con el ruido del chorro de agua no podía entenderla. La cara de June era la misma cara de su padre, los grandes ojos negros eran como los suyos, eran los mismos suyos, y la nariz era la de él y la del padre de él, y de la tía Zipporah, así como la boca era la de Willie, el hermano de él, y la boca era la suya propia. En cuanto a ese matiz melancólico que tenía la niña en su belleza, sin duda era de la madre de Moses, Sarah Herzog, siempre pensativa y ladeando la cabeza como para observar a la vida que tenía en torno. Conmovido, el padre la miraba, respirando con la boca mientras se cubría la cara con la mano. Pasaban junto a él bichos voladores cuyos gordos cuerpos se estrellaban contra los cristales de la ventana pero sin atraer la atención de los que estaban dentro.
Luego salió una mano que cerró el grifo, una mano de hombre. Era Gersbach. ¡Iba a bañar a la hija de Herzog! ¡Gersbach! El pecho de éste aparecía ahora a la vista de Herzog. Surgió ahora todo él junto al baño, inclinándose, irguiéndose, volviendo a hacer una reverencia… Luego, con gran dificultad, empezó a arrodillarse, y Herzog le vio el pecho, la cabeza, mientras se acomodaba. Apoyado contra la pared, y con la barbilla sobre el hombro, Gersbach —ahora lo veía muy bien Herzog— se remangaba la camisa sport, y se echaba hacia atrás su espesa y brillante cabellera. Cogió el jabón, y Herzog le oyó decir cariñosamente: «Bueno, niña, deja de hacer monadas», pues June se reía, salpicaba el agua, y arrugaba la nariz a la vez que enseñaba sus lindos dientecitos blancos. «Estate quieta», insistía Gersbach. Aunque ella chillaba, él le limpió las orejas con una felpa empapada y le lavó la cara. Le metía un pico por los orificios de la nariz y le frotaba los dientes. Hablaba con autoridad pero cariñosamente y la seguía bañando entre sonrisas y cómicos gruñidos. La enjabonaba por todo el cuerpecito y sumergía los barquitos de juguete para fregarle a ella la espalda mientras chillaba y se revolvía y se contorsionaba. La verdad era que aquel hombre lavaba a la niña con ternura. Quizá fuera falsa su apariencia. Pero él nunca tenía expresiones verdaderas. Todo era en él teatral. Su rostro era basto, sólo carne sexual. Mirando por la camisa abierta, Herzog vio la carne suave cubierta de denso vello. La barbilla de Gersbach, saliente y aguda, daba la impresión de un hacha de piedra, un arma brutal. Y como contraste, tenía los ojos sentimentales, la enhiesta cresta del pelo y su voz caliente con una peculiar fraudulencia y grosería. Allí estaban, pues, los rasgos odiados. Pero ¡había que ver cómo se portaba con June, con qué alegría, juguetón y paciente, y se divertía tirándole a la niña el agua por encima! La dejó que se pusiera el gorro de baño de su madre, el gorrito floreado, y las flores se extendían por la cabeza de la niña. Luego Gersbach le ordenó que se pusiera en pie y ella se inclinó un poco para que él le pudiese lavar su cosita. El padre los estaba mirando y sintió un vuelco en el corazón, pero aquello duró muy poco. June volvió a sentarse. Gersbach le echó por encima agua limpia, se levantó con dificultad y desplegó la toalla de baño. Secó a la nena por todos lados de una manera rápida y eficaz. Después le puso los polvos de talco con una borla de gran tamaño. La niña brincaba de puro contenta. «Basta ya de locuras —le dijo Gersbach—. Ahora ponte el pijama».
La niña salió del baño y desapareció de la vista de Herzog. Aún vio éste unas leves nubecillas de polvos de talco que flotaban sobre la cabeza inclinada de Gersbach. Mientras soltaba el agua del baño y lo fregaba con la mano, se le movía la pelambrera rojiza. Hubiera sido una buena ocasión para que Herzog lo matase. Su mano izquierda tocó la pistola, que estaba metida entre los rublos, como arropada por ellos. Hubiese podido matar a Gersbach mientras éste echaba en el rectángulo de la esponja amarilla el polvo para limpiar el baño. En la recámara de la pistola había dos balas… Pero seguirían allí. Herzog se daba cuenta de ello. Descendió muy lentamente de su piedra y pasó de nuevo, sin hacer ruido alguno, a través del patio. Vio a su niña en la cocina mirando a Mady y pidiéndole algo. Herzog pasó por la portezuela de la valla, a la vereda. Lo de disparar su pistola no era ya más que un pensamiento.
El alma humana es anfibia y yo le he tocado ambos lados. ¡Anfibia! Vive en más elementos que los que yo pueda llegar a conocer. Y doy por cierto que en esas remotas estrellas hay materia en proceso formativo, que creará seres aún más raros que nosotros. Suelo creer que porque se nota que June es una Herzog, está más cerca de mí que de ellos. Pero ¿cómo va a estar cerca de mí si yo no participo en nada de su vida? Esos dos grotescos actores del amor lo tienen todo. Y, por lo visto, yo creo que si la niña no tiene una vida parecida a la mía, si no está educada por las normas del «corazón» características de los Herzog, y todas esas cosas, no llegará a ser un verdadero ser humano. ¡Qué tontería! Al pensar así, parezco un irracional; sin embargo, una parte de mi mente considera eso como una evidencia que no hay quien la mueva. Pero ¿qué demonios puede mi hija aprender de ellos? ¿Qué puede aprender de ese Gersbach cuando se pone tan azucarado, venenoso y repulsivo que no parece un individuo sino un fragmento de la multitud? ¡Matarlo! ¡Qué pensamiento tan absurdo! En cuanto Herzog vio a la persona real, al Gersbach de carne y hueso bañando a la niña, la realidad de esta escena y la ternura que el bufón ponía en la hija de él —la hija de Herzog— la violencia que éste pensaba cometer se le aparecía como puro teatro, como un acto de lo más ridículo. No estaba dispuesto a hacer una tontería semejante. Sólo el odio a sí mismo podía inducirle a arruinar su vida sólo porque tenía el corazón «destrozado». ¿Cómo demonios podía destrozarle el corazón a él esa pareja? Parándose unos momentos en la vereda, se felicitó a sí mismo por su buena suerte. Recuperó la respiración normal. ¡Y qué gusto daba respirar con normalidad! Sólo por eso merecía la pena haber dado aquel paseo.
¡Piensa!, anotó para sí mismo cuando estuvo de nuevo en el Falcon utilizando un block bajo la lamparilla del mapa. Los demógrafos opinan que por lo menos la mitad de los seres humanos que han nacido están vivos en este siglo. ¡Qué momento para el alma humana! Las características halladas en el «pool» genético han reconstituido, con probabilidad estadística, todo lo mejor y todo lo peor de la vida humana. Todo eso lo tenemos en torno a nosotros. Así, Buda y Lao Tsé deben de caminar por alguna parte de la Tierra. Y Tiberio y Nerón. Todo lo horrible, todo lo sublime, y también todas las cosas que aún no han sido imaginadas. Y también usted, visionario en parte de su tiempo, alegre y trágico mamífero. Usted y sus hijos y los hijos de sus hijos… En la Antigüedad, el genio del hombre se reducía casi sólo a metáforas. Ahora, en cambio, se transforma en hechos. Francis Bacon. Instrumentos… Luego, con inexpresable regocijo, añadió: Mi tía Zipporah le dijo a Papá que nunca podría él disparar contra alguien su pistola y que nunca podría actuar en compañía de los «teamsters», carniceros, matones, gamberros y demás. «Eres un dorado caballerito». ¿Se creía capaz de acertarle a alguien en la cabeza con una bala? ¿Sería, simplemente, capaz de disparar?
Moses podía jurar que su padre no había apretado el gatillo de su pistola ni una sola vez en toda su vida. Sólo amenazaba. Y a mí me llegó a amenazar con la pistola. Entonces me defendió Taube. Ella me salvó. ¡Querida tía Taube! ¡Una fragua enfriada! ¡Pobre papá Herzog!
***
Pero, a pesar de su renuncia a la acción violenta, aún no había terminado. Tenía que visitar a Phoebe Gersbach. Esto era esencial. Decidió no telefonearle, pues así le daría la oportunidad de defenderse e incluso de negarse a verlo. Se dirigió en el auto derecho a la avenida Woodlawn, una tétrica y característica parte de Hyde Park. Era su Chicago; una zona maciza, amorfa, desangelada, con olor a fango y decadencia, a porquería. Fachadas manchadas de hollín, piedras de la nada arquitectónica, triples porches insensatamente adornados con enormes urnas de cemento destinadas a las flores pero que sólo contenían colillas que se pudrían y otras porquerías; escaleras traseras grises, cemento con parches y por cuyas rajas crecía la hierba; imponentes protecciones de cuatro por cuatro varas para proteger la mala hierba que crecía con pujanza. Y en estos espaciosos, cómodos y desaliñados pisos vivía gente liberal y benévola (éstas eran las cercanías de la Universidad) y Herzog se sentía allí, verdaderamente, como en su casa. Porque él era, en realidad, tan del Medio Oeste y tan poco claro como aquellas mismas calles. Pero todo ello resultaba típico y nada faltaba allí, ni siquiera el rechinar de los patines de ruedas que raspaban el pavimento por debajo de las nuevas hojas del verano. Dos astrosas chiquillas patinaban bajo la verde transparencia de los faroles y agitando sus breves falditas, y lucían cintas en el cabello.
Al llegar a la verja de donde vivía Gersbach, sintió un resquemor de conciencia, pero se dominó y recorrió el sendero del jardincillo. Llamó al timbre. Phoebe se acercó en seguida. Dijo en voz alta: «¿Quién es?», y al ver a Herzog por el cristal, se quedó silenciosa. ¿Estaría asustada?
—Soy un viejo amigo —dijo Herzog. Transcurrieron unos momentos y Phoebe, aunque tenía una expresión de firmeza en la boca, vaciló y Moses tuvo que preguntar:
—¿Es que no me vas a dejar pasar?
Y lo dijo con un tono que hacía inconcebible que se le negase la entrada. De todos modos, él insistió:
—No te quitaré mucho tiempo —dijo ya cuando entraba—. Pero es que tenemos unas cuantas cosas de qué hablar.
—Ven a la cocina, ¿quieres?
—Desde luego, mujer… —Phoebe no quería la sorprendieran hablando con Herzog en la habitación delantera ni que les oyese el pequeño Ephraim, que estaba ya en su dormitorio. Una vez ambos en la cocina, le pidió a Herzog que tomase asiento, y cerró la puerta. La silla que miraban los ojos de Phoebe cuando invitó a sentarse a Herzog era la que estaba junto al refrigerador. Aquella silla no podía verse desde la ventana de la cocina. Herzog sonrió apagadamente al sentarse. Del exagerado recato en la actitud de ella, deducía Herzog que a Phoebe le estaría latiendo alocadamente el corazón, y que estaría aún más violento que el suyo propio. Era una persona que sabía controlarse muy bien, era jefa de enfermeras, y procuraba por todos los medios mantener una apariencia de mujer de negocios a la que van a proponer la compra de algo. Llevaba puesto el collar de cuentas de ámbar que él le había traído de Polonia. Herzog se abrochó bien la chaqueta para tener la seguridad de que no asomaba por dentro, en el bolsillo de pecho, la culata de la pistola. Ver un arma acabaría de asustarla.
—Bueno, ¿cómo estás, Phoebe?
—Estamos todos muy bien.
—¿Cómodamente instalados? ¿Te gusta Chicago? ¿Sigue yendo el pequeño Ephraim a la Lab School?
—Sí.
—¿Y el Templo? Ya sé que Val grabó un programa con el rabí Itzskowitz. ¿Qué título le puso? Ah, sí: «El judaísmo hasídico», Martin Buber, Yo y Tú. ¡Todavía con Martin Buber! Val anda siempre muy metido con los rabíes. Ya sabes, cuando un niño dice yo y tú, hay que corregirle en seguida: «Tú y yo, niño». Quizá quiera Val hacer un cambalache de esposa con un rabí. Pero tú tienes que decir alguna vez: «De aquí no paso». No lo vas a aguantar todo.
Phoebe, que seguía de pie, no contestó ni hizo comentario alguno a esto. Pero se veía que tampoco lo tomaba a broma. Herzog prosiguió:
—Quizá creas que me marcharé antes si tú no te sientas. Ven, Phoebe, siéntate. Te aseguro que no he venido aquí para armar escándalo. Aparte del natural deseo de ver a una antigua amiga, al venir aquí no he traído más que un propósito…
—En realidad, tú y yo no somos amigos de mucho tiempo.
—Desde luego, no, si te fijas por el calendario. Pero recuerda qué grandes amigos éramos en Ludeyville. Claro, tú sólo calibras la amistad por la duración, en el sentido bergsoniano, la durée. En ese sentido nos conocemos mucho, somos muy amigos. Algunas personas están sentenciadas a ciertas relaciones. Quizá cualquier relación entre seres humanos sea una alegría o una sentencia.
—Pues tú —habló por fin Phoebe— te ganaste tu propia sentencia. Tú te lo has buscado todo. Llevábamos una vida feliz y tranquila hasta que Madeleine y tú os metisteis en Ludeyville y me obligasteis a aguantar vuestras cosas…
—Bueno, Phoebe, más vale que digas todo lo que piensas. Eso es lo que yo quiero. Siéntate otra vez. No te alteres. No quiero disgustos. Tú y yo tenemos un problema en común.
Phoebe negó de un modo tajante esta última apreciación de Herzog. Movió la cabeza y replicó con excesiva energía y una mirada terca: —Yo soy una mujer sencilla. Valentín, en cambio, es de la mejor parte de Nueva York.
—¡Bah! No es más que un paleto. De las grandes ciudades, no ha aprendido más que los vicios de fantasía. En cambio, antes no sabía ni marcar un número en el teléfono. He tenido que ser yo quien lo lleve al pobre, paso a paso, por el camino de la degeneración; yo: Moses E. Herzog.
Envarada y vacilante, ladeó el cuerpo a su manera abrupta. Luego tomó la decisión contraria y, con la misma brusquedad, se volvió hacia él. Era una mujer bonita pero rígida, muy rígida, huesuda y sin confianza en sí misma. Por fin, dijo todo lo que le andaba por la cabeza:
—Nunca entendiste ni una palabra de lo que es él en realidad. A él le fascinaste tú. Te adoraba. Quiso convertirse en un intelectual porque deseaba ayudarte. Comprendió la cosa tan terrible que habías hecho al abandonar tu situación en la Universidad y qué disparate hacías encerrándote en el campo con Madeleine. Se convenció de que ella te estaba arruinando e hizo cuanto pudo para ponerte de nuevo en el buen camino. Leía todos los libros que a ti te interesaban para que pudieses hablar con alguien, Moses. Porque tú necesitabas ayuda, elogios, afecto… Nunca te parecía bastante. Por eso lo agotaste. Al pobre casi lo mataste con el esfuerzo que tenía que hacer para seguirte.
—¿Sí? ¿Y qué más? ¡Qué interesante! —exclamó Herzog.
—Y parece que aún quieres más. ¿Qué pretendes ahora de él? ¿Por qué has venido? ¿Todavía quieres más jaleo?
Herzog ya no sonreía, y dijo:
—Algo de eso que has dicho es bastante cierto, Phoebe. Llevas razón al decir que nuestra vida en Ludeyville era disparatada. Pero me tomas el pelo al querer hacerme creer que vuestra vida, la de tu marido y tú, era completamente normal en Barrington hasta que llegamos Mady y yo con el atractivo del teatro y con los libros, y la vida mental de «alto nivel», con ideas formidables y haciendo burbujas de jabón con épocas históricas enteras. Tú te asustas porque nosotros dos —sobre todo, Mady— dábamos una nueva confianza en sí mismo a tu marido. Mientras fue simplemente un locutorcillo cojitranco, y por mucho que se las diera de ser un gran personaje, a ti no te importaba porque lo manejabas bien. Porque, a pesar de sus extravagancias y tonterías, era tuyo. Luego, se hizo más audaz. Dio más alcance a su exhibicionismo. Bueno, reconozco que soy un idiota. Incluso tenías razón para despreciarme aunque sólo fuera porque yo no me daba cuenta de lo que estaba ocurriendo y con ello aumenté la carga que pesaba sobre ti. Pero ¿por qué no decías algo? Tú eras testigo de lo que pasaba. Y continuó durante años sin que tú dijeras nada. Yo no habría sido tan indiferente si hubiera visto que a ti te estaba sucediendo lo mismo que a mí. De ese modo habría yo dado más importancia a cómo me trataban.
Phoebe vaciló en hablar y empalideció aún más. Por fin, dijo:
—No es culpa mía que tú te niegues a entender cómo viven otras personas. Tus ideas te lo impiden. En cambio, una persona débil como yo no puede elegir otro camino. Yo nada podía hacer por ti; y, sobre todo, el año pasado. Por entonces, acudía yo a un psicoanalista, el cual me aconsejó que, en este asunto, me mantuviese alejada. Y, sobre todo, que me apartase de ti y de todos tus trastornos. Me dijo que yo no era lo bastante fuerte para meterme en esas preocupaciones; y ya sabes que es cierto, no soy fuerte.
Herzog pensó un poco en ello. Sí, en verdad, Phoebe era débil. Pero decidió concretar lo que había ido allí a resolver:
—Vamos a ver, Phoebe, ¿por qué no te divorcias de Valentín?
—No veo ninguna razón para eso. —Su voz se había hecho, inmediatamente, más enérgica.
—¿Acaso no te ha abandonado?
—¿Val? ¿Abandonarme a mí Val? No sé por qué dices eso. ¡Qué ocurrencia!
—Entonces, ¿dónde está ahora? (Esta tarde, en este mismo instante).
—Pues en el centro. Con sus asuntos.
—No me vengas con historias, Phoebe. Sabemos muy bien, tú y yo, que Valentín vive con Madeleine. ¿Vas a negármelo?
—Claro que lo niego. No puedo comprender de dónde has sacado una idea tan fantástica.
Moses se apoyó con un brazo en el refrigerador, moviéndose en la silla, y sacó el pañuelo, mejor dicho, el pedazo del trapo de la cocina que cogió en su piso de Nueva York. Se secó el sudor de la cara.
—Si pidieras el divorcio —explicó— como tienes pleno derecho, podrías acusar de adulterio a Madeleine. Yo me ocuparé de buscarte el dinero necesario. Tomaré a mi cargo todos los gastos del proceso. Quiero que me den a June. ¿No lo comprendes? Entre tú y yo podríamos ganarles. Has dejado que Madeleine te trate como un juguete.
—Otra vez estás hablando como un demonio, Moses.
Cada vez estaba más obstinada, dispuesta a seguir su propio plan. Nunca le daría la razón a Herzog.
—¿No quieres —dijo éste— que me concedan la custodia legal de mi hija?
—Todo eso me da igual. No es asunto mío.
—Pero supongo que tú, por tu parte, tienes también un problema serio. Una pelea de gatas, por el macho. Ella te vencerá porque es una psicópata. Ya sé que tú tienes energías de reserva. Pero ella está chiflada y las chifladas siempre ganan en estas cosas. Además, Valentín no quiere que tú lo recuperes.
—Te aseguro que no entiendo lo que estás diciendo.
—Él perderá su valor para Madeleine en cuanto tú te retires. Ella lo que quiere es quitártelo, pero si tú renuncias a él, ya no le interesará. Después de una victoria completa, tendrá que tirarlo. Ella lo que necesita es fastidiar.
—Valentín viene a casa todas las noches. Nunca trasnocha por ahí. Incluso cuando yo me entretengo en la calle y no me encuentra en casa, se pone frenético. Telefonea a toda la ciudad.
—Quizás eso que dices, Phoebe, no sea más que el deseo que tiene Valentín de no encontrarte, y a ti te parece preocupación cariñosa. Si murieses en un accidente, él lloraría un poco, reuniría sus cosas y se mudaría ya del todo a casa de Madeleine, o, por lo menos, mientras ella lo soportase.
—Por tu boca habla el demonio, Moses. Te aseguro que mi hijo va a seguir teniendo junto a él, y aquí en casa, a su padre. Lo que pasa es que tú quieres todavía a Madeleine.
—¡Yo! En absoluto. Ya se ha terminado para siempre todo aquel histerismo. Que la aguante otro. Puedes creerme, me alegro mucho de haberme librado de ella. Ni siquiera la desprecio ya. Y no me importa todo el dinero que me ha sacado y que sigue metiendo en el Banco. Que se lo quede. Le doy mi bendición a esa bruja. ¡Buena suerte y adiós para siempre! La bendigo y le deseo una vida muy ocupada, agradable, teatral, y provechosa para ella. Que tenga todo lo que anda buscando. Incluso el amor. La mejor gente se enamora y ella es de las mejores mujeres; por eso quiere a ese tipo, tu marido. Los dos se quieren. Sin embargo, no es lo bastante buena para educar y atender como es debido a la niña…
Moses sentía compasión por Phoebe. Gersbach y Madeleine se aprovechaban de lo débil que era ella. Gersbach; y Madeleine a través de Gersbach. Pero Phoebe, por su parte, tenía el firme propósito de ganar la partida. Debía de resultar inconcebible para ella que una persona se propusiera lograr tan modestos fines, tan poca cosa, y no los consiguiera. ¿Cómo se puede aspirar a la comida, ir al mercado, el lavado y planchado de la ropa, cuidar al hijito, y encima perder? La vida no podía ser tan indecente como para negarle esas aspiraciones a una mujer. ¿Sería posible? Otra hipótesis: la frialdad sexual era su arma, su fuerza; manejaba peligrosamente la superioridad del superego. Otra: se basaba en la hondura creadora de la degeneración en nuestro tiempo, reconocía que los vividores «emancipados» cultivaban todos los vicios más refinados y, si los podían satisfacer, estaban contentos; y por eso ella aceptaba su situación de pobre neurótica de la clase media, sexualmente fría y con las armas de la atracción embotadas. Para ella, Gersbach no era un hombre vulgar como los demás y por esa riqueza de carácter, por la extraordinaria personalidad que poseía, por sus tendencias erótico-espirituales, o Dios sabe por qué asquerosa metafísica, necesitaba dos o más mujeres. Y entonces, quizá tuviesen esas mujeres —en este caso dos, ella y Madeleine— que cederse este pedazo de carne para satisfacer necesidades muy diversas. Una, para practicar la cópula con tres piernas, una de él y dos de la que le correspondiese. La otra, para mantener la paz doméstica.
—Phoebe —dijo Herzog—, admito que tú seas débil, pero en el fondo, ¿qué clase de debilidad es ésa tuya…? Perdóname, pero me hace gracia. ¿Por qué tienes que negarlo todo y mantener una apariencia perfecta, como si no pasara nada? ¿Es que no puedes admitir ni siquiera un poquito?
—¿Y qué ventaja sacarías de eso? —preguntó cortante—. Por otro lado, ¿qué estarías dispuesto a hacer por mí?
—¿Yo? Pues te ayudaría… —comenzó a decir. Pero se contuvo porque era verdad que no le podía ofrecer demasiado. Realmente, le era inútil. En cambio, ella podía seguir siendo la mujer de Gersbach. Éste iba a su casa, ella le guisaba, le planchaba la ropa, él le firmaba cheques… Sin él, Phoebe no podría existir, ni guisar, ni hacer las camas. Tendría que salir del trance en que vivía. Entonces, ¿qué? ¿Qué le ofrecía él, Herzog, a cambio?
Lo que no comprendo es por qué vienes a mí si lo que quieres es que te den la custodia de tu hija. O haces algo tú mismo para conseguirlo, o renuncias a ello. Pero yo no te voy a servir para nada. Ahora, déjame, por favor, Moses.
En esto también tenía mucha razón. Debía reconocerlo. En silencio, la estuvo mirando con gesto duro. La nativa y constante tendencia de su mente, que actuaba ya sin restricciones, le hacía hallar un significado en las pequeñas marcas sin sangre de la cara de Phoebe. Como si la muerte hubiese tratado de morderla y hubiera encontrado que aún no estaba madura para acabar con ella.
—Bueno, gracias por este rato de charla, Phoebe. Me voy ya. —Se levantó de la silla. En la expresión de Herzog había una suave amabilidad, muy rara en él. Con torpeza, le tomó una mano a Phoebe y ella no pudo moverse lo bastante rápida para que no se la besara. Luego, la atrajo más hacia sí y la besó en la frente.
—Tienes razón, esta visita era innecesaria. —Ella apartó su mano.
—Adiós, Moses. —Se lo dijo sin mirarlo. No sacaría más de ella, aunque añadió—:…Sí, te han tratado como a una basura. Es verdad. Pero ya ha pasado todo. Deberías marcharte lejos. Ahora sólo te queda apartarte de todo eso.
La puerta estaba ya cerrada.
***
Migajas de decencia, lo único que nosotros los pobres podemos ofrecernos unos a otros. No es de extrañar que la vida «personal» sea una humillación, y que uno sea un individuo despreciable. El proceso histórico, al ponernos trajes en el cuerpo, zapatos en los pies, y carne entre los dientes, hace infinitamente más por nosotros con ese método indiferenciado que cualquier persona puede hacer especialmente por uno, escribió Herzog ya sentado en el Falcon alquilado. Y como quiera que esas mercancías son los dones de una planificación y un trabajo anónimos, lo que el intencionado Bien puede hacer (cuando los buenos son aficionados) es lo que nos debe preocupar. Especialmente si, en interés de la salud nuestra benevolencia y amor exigen ejercicio, ya que esa criatura es emotiva, apasionada, expresiva y vive en relación con los demás seres humanos. Es una criatura de bien definidas peculiaridades, una telaraña de intrincadas relaciones sentimentales e ideas que ahora se acercan ya a un nivel de organización y de automatismo en que puede aspirar a librarse de la dependencia humana. La gente practica ya, con anticipación, su futura condición. Mi tipo emotivo es arcaico. Pertenece a las etapas agrícola o pastoril…
Herzog ni siquiera sabía qué podían significar esas generalidades. Estaba muy excitado —en un estado fluido— e intentaba recobrar la serenidad mediante su hábito de la meditación y de escribir sus pensamientos. La sangre le había invadido la psique y, por lo pronto, se había liberado ya o había enloquecido. Pero entonces comprendió que no necesitaba realizar un cuidadoso trabajo intelectual abstracto, es decir, el género de trabajo en el que él se había sumergido siempre como si luchase por su propia supervivencia. Pero, por otra parte, el no pensar es inevitable, fatal. ¿Acaso he llegado a creer que me moriría cuando dejase de pensar? Ahora veo que lo realmente de locura es creer en eso.
***
Se propuso pasar la noche en casa de Lucas Asphalter y le llamó desde una cabina telefónica de la calle para invitarse. —¿No te estorbaré? ¿Tienes ahí a alguien contigo? ¿No? Necesito que me hagas un favor muy especial. No puedo telefonear a Madeleine para que me deje ver a la niña. Me cuelga en cuanto reconoce mi voz. ¿Quieres llamar tú y conseguir que me deje sacar de paseo a mi hija mañana?
—Hombre, desde luego —dijo Asphalter—. La llamaré ahora mismo y te podré dar la respuesta cuando llegues aquí. ¿Es que se te ha ocurrido así, de pronto? ¿No lo tenías planeado?
—Gracias, Luke, por favor, hazlo ahora mismo.
Salió de la cabina pensando en que, necesariamente, tenía que descansar esta noche, dormir un poco. Al mismo tiempo, le atemorizaba la idea de tumbarse y cerrar los ojos porque al día siguiente quizá no pudiese recobrar su estado de conciencia libre, intenso y simple. Por eso siguió conduciendo lentamente, deteniéndose en Walgreen’s, donde compró una botella de Cutty Sark para Luke y juguetes para June: un periscopio para niños mirando por el cual pudo luego ver, en el piso de Luke, por encima del sofá y los rincones; y una pelota de playa que se hinchaba soplando. Incluso sacó tiempo para ponerle un telegrama a Ramona desde la amarillenta oficina de la Western Union en Blackstone, calle 53.a: Asuntos de negocios en Chicago dos días, fue su mensaje, mucho cariño. Podía estar seguro de que ella buscaría consuelo mientras él estuviese fuera y no se desesperaría por el «abandono» de él como él lo habría estado si, de pronto, se hubiera quedado sin poderla localizar a ella. Ella no sufría, como él, aquel terror infantil de la muerte que había obligado a su vida a tomar aquellas formas tan curiosas.
Todo le parecía ahora excepcionalmente claro. ¿Y qué creaba esta claridad? Algo que se hallaba en el mismísimo final de la línea. ¿Acaso era la muerte? No, la muerte no era lo incomprensible que aceptaba su corazón. No, ni mucho menos.
Se detuvo a contemplar la fina manecilla que recorría la esfera del reloj de pared, el amarillento moblaje anticuado… No era extraño que las grandes compañías tuvieran tantas ganancias: elevadas tarifas, viejo material, falta de competidores. Ya no funcionaba el Telégrafo Postal… Era seguro que le sacaban más provecho a estos viejos muebles que Herzog padre obtenía de esa misma clase de muebles en la calle Cherry. Era enfrente de la casa de fulanas. Cuando la madame no pagaba a los policías lo que éstos esperaban, arrojaban por las ventanas a la calle las camas de las putas, desde las ventanas del segundo piso. Las mujeres lanzaban tremendos chillidos y maldiciones negras cuando las metían en la camioneta. Herzog padre, hombre de negocios, meditaba sobre estas cosas, que le eran ajenas, del vicio y la brutalidad y miraba, moviendo la cabeza, a los policías y a las mujeres gordas, bárbaras y chillonas y contemplaba aquellos muebles adquiridos en saldos. Así nació mi fortuna ancestral.
Cerca de la casa de Asphalter había un garaje, en el que metió Herzog el auto alquilado. Estaba seguro de que a la niña le gustaría mucho el periscopio. En aquellos almacenes de la avenida Harper había mucho que ver y la nena lo pasaría muy bien si la llevaba allí.
Asphalter salió a recibirlo a la escalera.
—Te he estado esperando.
—¿Pasa algo malo? —dijo Herzog.
—No, hombre, no. No te preocupes. Recogeré a June mañana a mediodía. Va por las mañanas a una «miga». Allí sólo juega.
—Estupendo —dijo Herzog—. ¿No has tenido dificultades, entonces?
—¿Con Madeleine? No, en absoluto. Desde luego, ella no quiere verte. Pero, por otra parte, puedes estar con tu hija cuanto quieras.
—Claro, no quiere que me presente con un mandato del tribunal. Legalmente, está en una posición muy dudosa con ese sinvergüenza en la casa. Bueno, vamos a ver cómo estás tú. —Entraron en el piso, donde la luz era mucho mejor—. Vaya, Luke, veo que te has dejado crecer una buena barba.
Nervioso y tímido, Asphalter se tocó la barbilla a la vez que desviaba la mirada.
—Supongo —dijo Herzog— que es la compensación por tu súbita y lamentable calvicie —añadió en tono de broma.
—Es que estoy pasando por una depresión —explicó Asphalter—. He creído que me vendría bien un cambio de «imagen»… Perdona, tengo todo esto revuelto.
Asphalter había vivido siempre en un desorden de estudiante. Herzog recorrió la habitación con la mirada.
—Oye, si vuelvo a estar boyante, te compraré unas estanterías, Luke. Ya es hora de que te libres de estas canastas para guardar libros. Comprendo, sin embargo, que esta literatura científica es muy pesada y no hay donde meterla. Pero, hombre, ¡si has puesto sábanas limpias en la cama plegable del estudio, en mi honor! Has sido muy amable conmigo, Luke.
—Eres un viejo amigo.
—Gracias —dijo Herzog. Y, sorprendido, tropezó con cierta dificultad para hablar. Una inesperada oleada sentimental le subió a la garganta. Se le humedecieron los ojos. Herzog sabía lo que era aquello: «Otra vez el amor blandengue», pensó. Sí, era el viejo sentimentalismo. Tenía que recuperar el control y enfriarse. Se sintió mejor cuando logró superar aquel repentino ataque de blandenguería.
—Luke, ¿recibiste mi carta?
—¿Tu carta? ¿Acaso me has enviado alguna? Yo sí te he escrito; eso, desde luego.
—Pues no me ha llegado. Qué raro. Y ¿qué me decías?
—Te hablaba de un empleo. ¿Te acuerdas de Elías Tuberman?
—¿El sociólogo que se casó con la profesora de gimnasia?
—Déjate de bromas. Me refiero al director general de la Enciclopedia Stone. Tiene un millón de dólares para la revisión general de la obra, pues la quieren poner al día. A mí me ha encargado la biología. Y te busca a ti para que le lleves todo lo de historia.
—¿A mí?
—Me dijo que había leído de nuevo tu libro sobre el Romanticismo y la Cristiandad. Cuando lo leyó por primera vez, en los años cincuenta, parece que se cegó y no supo apreciarlo. Pero ahora dice que es un monumento.
Herzog se había puesto muy serio. Inició varias respuestas y no terminó ninguna de ellas.
—No sé si aún soy un erudito —dijo por fin—. Cuando me divorcié de Daisy, por lo visto, dejé de ser un investigador. Creo que Madeleine me quitó eso también. Sí, entre ella y Gersbach me lo quitaron todo. Valentín se apoderó de mis modales elegantes y ella, Mady, se convirtió en la profesora. ¿No está ahora preparándose para los ejercicios orales?
—Efectivamente.
Recordando la muerte del mono de Asphalter, dijo Herzog:
—¿Qué te pasa, Luke? No se te habrá pegado la tuberculosis de tu mono favorito, ¿verdad?
—No, no; me he puesto periódicamente la prueba de tuberculina.
—Creo que fue una locura por tu parte darle al mono —¿cómo se llamaba?, ah, Rocco— la respiración artificial boca a boca. Fue demasiada excentricidad.
—¿También te contaron eso?
—Desde luego. ¿Cómo, si no, iba a haberme enterado? Lo que no comprendo es cómo lo supieron en los periódicos.
—Muy sencillo. Uno de esos hijos de…, los de Fisiología, cobraba unos dólares por su espionaje.
—¿Para quién espiaba?
—Para el American.
—¿No sabías que el mono estaba tuberculoso?
—Sabía sólo que estaba enfermo, pero no tenía idea de qué. Y no podía suponer que su muerte había de afectarme tanto. —Herzog no estaba preparado para la solemnidad con que Asphalter hablaba de este asunto. Su reciente barba era vario pinta pero tenía los ojos aún más negros que el cabello que había perdido—. Yo creía que Rocco era para mí un juguete y me impresionó darme cuenta de lo mucho que significaba para mí. Pero comprendí que ninguna otra muerte en el mundo me podría afectar tanto como la de ese mono. Tuve que preguntarme si la muerte de mi hermano podría hacerme un efecto tan terrible como la de Rocco. Creo que no. Por lo visto, todos estamos un poco locos. Pero…
—¿No te importa que me sonría? —se disculpó Herzog—. Es que no puedo remediarlo.
—Lo comprendo. ¿Qué otra cosa puedes hacer?
—Un hombre puede hacer cosas peores que querer a su mono —dijo Herzog—. Le coeur a ses raisons. Ya conoces a Gersbach. Era un gran amigo mío. Y Madeleine lo ama. ¿De qué puedes avergonzarte? Es una de esas comedias emotivas como esta otra de Madeleine, Gersbach y yo. ¿Has leído una historia que publicó la revista Collier’s sobre un hombre que se casó con una chimpancé? My Monkey Wife (Mi esposa simia). Una excelente historia.
—Me quedé horriblemente deprimido —dijo Asphalter— y aún no me he repuesto. Me he pasado dos meses sin dar golpe en mi trabajo, y he tenido que alegrarme de no tener hijos ni esposa para no verme obligado a ocultarles mis sollozos.
—¿Y todo por ese mono?
—Dejé de ir al laboratorio. Tomé muchos tranquilizantes, pero no podía seguir abusando de eso. Por último, he tenido que soportar mi desgracia con valor.
—¿Fuiste a consultar al Dr. Edvig? —le preguntó Herzog riéndose.
—No, no, a Edvig no. Pero sí a otro reductor de cabezas. Sólo iba dos horas a la semana. El resto del tiempo me lo pasaba temblando. He leído algunos libros, siempre con la esperanza de hallar alguna solución. ¿Has leído la obra de esa mujer, Tina Zokóly, sobre lo que debe hacerse en esas crisis?
—No. ¿Qué dice?
—Receta algunos ejercicios mentales.
Moses estaba interesado: —¿En qué consisten?
—El principal de ellos le enfrenta a uno con su propia muerte.
—¿Cómo se hace eso?
Asphalter trataba de mantener un tono conversacional, descriptivo y corriente. Evidentemente, era un tema del que resultaba muy difícil hablar. Sin embargo, era irresistible.
—Se imagina uno que ya se ha muerto —comenzó Asphalter.
—Ya. Lo peor ha ocurrido ya. Y luego, ¿qué pasa? —Herzog volvió la cabeza como para oír mejor. Escuchaba a Asphalter intensamente. Tenía las manos entrelazadas, sobre un muslo; los hombros caídos, como con cansancio, y los pies vueltos hacia dentro. La habitación, polvorienta e inundada, libros tirados por todas partes, tenía una lámpara de pinza sujeta en el borde de una de las grandes cestas con libros… El suave movimiento de las hojas en los árboles de la calle le producía a Herzog un efecto sedante. Cosas verdaderas en forma grotesca, estaba pensando. Él sabía, por experiencia, lo que era eso. Comprendía muy bien a Asphalter.
—De modo que el golpe definitivo ha caído ya sobre uno. Ha terminado la agonía —dijo Asphalter—. Estás muerto y has de yacer como un muerto. ¿Qué hay en el ataúd? Pues un relleno recubierto con seda.
—¡Ah, ya comprendo! Tienes que ir reconstruyéndolo todo. Debe de ser muy duro. Ya comprendo… —suspiró Moses.
—Se necesita práctica. Tienes que sentir y no sentir, ser y no ser. Estás presente y, a la vez, ausente. Uno por uno, van acercándose a mirar las personas que han figurado en tu vida. Tu padre. Tu madre. Todos aquellos a quienes has querido. Y todos los que has odiado.
—Y luego, ¿qué? —Herzog estaba interesadísimo, absorto y miraba a Asphalter cada vez más oblicuamente.
—Entonces te preguntas: ¿qué debo decirles ahora? ¿Qué siento por ellos? Por supuesto, en esas circunstancias, nada tendrás que decirles que no sientas de verdad. Además, como estás muerto, no se lo dices a ellos, sino a ti mismo. En realidad, no ilusiones. La verdad, no las mentiras habituales. Todo ha terminado.
—De modo que se trata de enfrentarse con la muerte. Eso es de Heidegger. ¿Y qué se consigue con todo eso?
—Mientras miro desde mi ataúd, al principio sólo veo mi muerte y mis relaciones con los vivos; las que tuve con ellos cuando vivía. Pero luego surgen otras cosas, cada vez.
—¿Y no te empiezas a cansar?
—No, no. Una y otra vez, veo las mismas cosas. —Luke se reía nerviosa y dolorosamente—. ¿Nos conocíamos ya tú y yo cuando mi padre tenía aquella casa de putas en West Madison Street?
—Sí, por entonces nos veíamos en la escuela.
—Cuando la Depresión, tuvimos que mudarnos nosotros, la familia, a aquella casa. Mi padre se reservó un piso del ático. El Teatro Haymarket estaba unas cuantas puertas más allá. ¿Lo recuerdas?
—¿Donde ponían revistas atrevidas? Claro que me acuerdo, Luke. Yo solía hacer rabona en el colegio para ir a ver las obritas donde se daban tantos coscorrones.
—Bueno, pues yo, lo primero que recuerdo es el incendio que estalló en aquel edificio. Mi hermano y yo envolvimos en mantas a nuestros hermanitos y nos pusimos en la ventana. Entonces llegaron los bomberos y nos salvaron. Nos bajaron uno por uno. La última fue mi tía Rae. Pesaba cerca de cien kilos. Cuando la sujetó un bombero para bajarla, se le levantó la falda. El pobre hombre estaba muy colorado con el esfuerzo de llevar aquel peso. Recuerdo que tenía una cara grande, de irlandés. Yo estaba ya abajo y vi bajar hacia mí aquel enorme culo, el tremendo trasero de mi tía, cada vez más cerca. Pero también recuerdo la gran palidez de sus mejillas y su aire indefenso que inspiraba compasión.
—Y ¿son estas escenas las que evocas cuando juegas a los muertos? Una vieja tía culona a la que salvaron de morir quemada.
—No te rías —dijo Asphalter, que también sonreía, pero forzadamente—. Sí, ésa es una de las cosas que suelo ver. Y también las fulanas que trabajaban en aquellas farsas groseras que daban en el edificio de al lado. Mientras duraba una película que ponían —de Tom Mix— las mujeres se aburrían en sus camerinos y salían a la calle a jugar al baseball, que les entusiasmaba. Eran todas ellas unas mujeronas muy fuertes y groseras que necesitaban ejercicio. Yo me sentaba en la acera y las veía jugar.
—Pero, mientras esperaban, ¿tenían ya puestos los vestidos con los que actuaban?
—Sí, estaban ya preparadas para cuando terminase la película. Iban con mucho colorete y los labios con mucho rojo. Con los movimientos violentos del baseball se les agitaban mucho las tetas. Moses, te juro que…
Asphalter se apretaba con las palmas de la mano sus barbudas mejillas y le tembló la voz. Tenía como asombrados sus negros ojos. Sonrió penosamente. Luego echó hacia atrás su silla para apartarla de la luz. Quizás estuviese a punto de llorar. Ojalá no llore, pensó Herzog. Sentía afecto por él.
—No te dejes vencer por ese disgusto, Luke. Ahora, escúchame. Quizá pueda yo decirte algo sobre esto. Sí, te diré cómo veo yo tu problema. Un hombre puede decir: «De ahora en adelante, diré siempre la verdad». Pero la verdad parece estarle escuchando y se escapa en cuanto le oye decir eso. Se esconde. Hay algo divertido en la condición humana y es que la inteligencia se burla de sus propias ideas. Por eso, Tina Zokóly, la autora de ese libro, también debe de haber estado de broma.
—No lo creo.
—Entonces, lo que ella propone no es más que el antiguo memento mori, la calavera que tenía el monje sobre la mesa, puesta al día. Y ¿qué se saca de todo eso? Vamos a parar al existencialismo alemán que te dice el bien que hace una buena ración de horror, que te salva de la distracción, te da libertad y te hace auténtico. Dios ya no existe. Pero la Muerte sí. Eso te dicen. Y vivimos en un mundo sólo preocupado por el placer y en el que la felicidad funciona a base de un modelo mecánico. Todo lo que has de hacer es abrir la ventana y coger al vuelo la felicidad. Por eso, los teóricos hablan de la tensión de la culpa y del pánico como correctivo. Pero la vida humana es mucho más sutil que todos sus modelos, incluso que los ingeniosos modelos alemanes. ¿Crees que necesitamos estudiar las teorías del miedo y de la angustia? Esa Tina Zokóly es una tonta. Te dice que practiques eso de figurarte muerto y tu inteligencia le responde con ingenio. Pero, en verdad, estás llevando las cosas a un extremo absurdo. Lo tuyo es lo ridículo hasta el extremo de la angustia. Cada vez lo pones más amargo. Total, acabas viendo monos, culos y coristas jugando al coro.
—Esperaba que hablaríamos de esto —dijo Asphalter.
—No abuses de ti tanto, Luke, y déjate ya de esos planes fantásticos contra tus verdaderos sentimientos. Sé que eres bueno y que tienes un gran corazón. Además, tienes fe en el mundo. Y el mundo te dice que debes buscar la verdad en combinaciones grotescas. También te advierte que debes alejarte de todo consuelo si aprecias en algo tu honor intelectual. Para esa teoría, la verdad es el castigo, y te dicen que debes aguantarla como un hombre. Te dicen que la verdad te atormentará el alma porque tu inclinación de pobre ser humano es mentir y vivir de mentiras. De modo que si tienes en tu alma algo más que espera a ser revelado, nunca te lo enseñará esa gente. ¿Para qué has de figurarte que estás en un ataúd y practicar esos ejercicios con la muerte? No hace falta nada de eso, pues en cuanto el pensamiento empieza a profundizar, lo primero a donde llega es precisamente a la muerte. Los filósofos de nuestro tiempo querrían poner de nuevo en práctica el anticuado terror a la muerte. La nueva actitud que considera a la vida como una pijada sin importancia alguna, que no merece que nadie se angustie por ella, amenaza al corazón mismo de la civilización. Pero no es cuestión de sentir horror ni nada que se le parezca… Sin embargo, ¿qué pueden hacer los pensadores y humanistas sino esforzarse por hallar las palabras más convenientes? Aquí me tienes a mí, por ejemplo, que ando siempre buscando la realidad en el idioma. Quizá lo que de verdad me gustaría sería convertirlo todo en lenguaje para obligar a Madeleine y a Gersbach a tener una conciencia. Ésa es una buena palabra para tu caso. Tengo que mantener tirantes las tensiones sin las cuales los seres humanos no pueden ya ser llamados humanos. Si no sufren, se alejan de mí; es como si me los borrasen. Por eso, para evitar que se escapen, he inundado al mundo con cartas. Los quiero ver en forma humana. Para ello, conjuro todo su ambiente y los cojo en medio de éste. Pongo todo mi corazón en esas construcciones mentales. Pero no son más que eso: tinglados que yo armo.
—Sí, pero tú tratas con seres humanos. Yo, en cambio, ¿a quién puedo referirme? ¿A Rocco?
—Escucha, Luke, hemos de atenernos a lo que de verdad importa. Yo estoy convencido de que el sentido de hermandad es lo que hace humano al hombre. Cuando los predicadores del terror te dicen que «el otro» es lo único que te aparta de tu libertad metafísica, debes apartarte de ellos para no escucharlos más. La cuestión real y esencial es la de cómo nos emplean otros seres humanos y cómo los utilizamos nosotros a ellos. Sin este verdadero empleo de nuestro ser, nunca temeremos a la muerte, sino que la estaremos cultivando. Y cuando la conciencia no comprende claramente para qué se vive y para qué se muere, sólo consigue dañarse y ridiculizarse. Que es lo que te pasa a ti por culpa de Rocco y de Tina Zokóly y como hago yo escribiendo cartas impertinentes… Con todo esto me da vueltas la cabeza. ¿Dónde está la botella de Cutty Sark? Necesito un trago.
—Lo que necesitas es dormir. Tienes mala cara.
—No, no; estoy estupendamente —dijo Herzog.
—De todos modos, tengo que hacer algunas cosas. Procura dormirte. No he acabado de calificar los ejercicios de mis alumnos.
—Llevas razón. Creo que voy a caer como un tronco —dijo Moses—. Por cierto, la cama tiene muy buen aspecto.
—Te dejaré dormir hasta tarde. Tendremos tiempo de sobra para todo —dijo Asphalter—. Buenas noches, Moses.
Se estrecharon la mano.