Reanudó, a la mañana siguiente, su actividad epistolar. La pequeña mesa-despacho, junto a la ventana, era negra, y su negrura rivalizaba con la del escape de incendios, cuyas barandillas se hundían en el asfalto. Tenía más cartas que escribir. Estaba muy ocupado, empeñado en la persecución de objetivos que sólo ahora, aunque confusamente, empezaba a comprender. Su primer mensaje de hoy, concebido semiconscientemente al despertarse, lo dirigió a Monseñor Hilton, al sacerdote que había captado a Madeleine para la Iglesia. Herzog, con su bata de algodón, tomaba su café negro, entrecerraba los ojos y se aclaraba la garganta, consciente ya del peligro. Empezaba a indignarse. Monseñor tenía que saber el efecto que producía con sus conversaciones en sus neófitos. Soy el marido, o exmarido, de una mujer joven a la que usted convirtió, Madeleine Pontritter, hija del conocido empresario. Quizá la recuerde usted. La preparó hace unos años y la bautizó usted mismo. Se graduó en Radcliffe hace poco tiempo, y es muy hermosa… ¿era Madeleine efectivamente de una belleza tan grande o acaso le hacía exagerarlo el haberla perdido? ¿Al decir que era tan hermosa, no acentuaba así su sufrimiento? ¿O bien le consolaba decir que la mujer que le había abandonado era muy hermosa? Pero lo cierto es que Madeleine lo había dejado por aquel bruto y ordinariote Gersbach. Nada puede hacerse en las preferencias sexuales de las mujeres. Ése es un tema de la antigua sabiduría y no depende de los hombres. Sin embargo, objetivamente, era una belleza. También lo era Daisy, en su buena época. Yo también he sido guapo pero el orgullo me ha estropeado… Tiene una tez saludable y rosada, hermoso cabello negro recogido atrás en un moño, y flequillo, un cuello fino, grandes ojos azules, y nariz bizantina que le baja recta. El cabello le oculta una frente de gran potencia intelectual con la voluntad de un demonio, o quizá sea, sencillamente, su trastorno mental. Tiene un gran sentido del estilo. En cuanto empezó a prepararse para la conversión, llevó cruces, medallas, y rosarios, y vestidos modestos. Pero, en realidad, era todavía una niña recién salida del colegio. De todos modos, creo que comprendía muchas cosas mejor que yo. Y quiero que sepa usted, Monseñor, que no le escribo con el propósito de denunciar a Madeleine ni atacarle a usted. Sencillamente, creo que le interesará a usted enterarse de lo que puede ocurrir, o de lo que efectivamente ocurre cuando la gente quiere salvarse del… creo que hay que decir «del nihilismo».
Entonces, ¿qué ocurre?, ¿qué es lo que efectivamente ha ocurrido en este caso? Herzog trató de comprender sin apartar los ojos de los muros a los que había vuelto otra vez desde Vineyard. Tenía yo aquella habitación en Filadelfia —un empleo que me duró un año— e iba tres o cuatro veces por semana a Nueva York en el tren de Pensilvania para visitar a Marco. Daisy juró que no habría divorcio. Y durante algún tiempo tuve que vivir con Sono Oguki, pero ella no cumplió su promesa. No era lo bastante seria. Yo trabajaba poco. Daba unas clases rutinarias en Filadelfia. Mis discípulos estaban hartos de mí y yo de ellos. Papá se olió la vida disoluta que yo llevaba y se enfadó. Daisy se lo contó todo por carta pero nada de aquello le importaba a papá. ¿Qué es lo que realmente ocurrió? Abandoné el refugio de una vida ordenada y sensata porque me aburría y me parecía que estaba perdiendo el tiempo. Sono quería que me fuera a vivir con ella. Pero yo creí que eso no me convenía y, con mis papeles y libros, mi máquina de escribir Remington de oficina con su funda negra, mis discos, el oboe y toda la música, me marché a Filadelfia.
Aquél era el mejor sacrificio que podía hacer: gastarse yendo y viniendo en el tren. Iba a visitar a su chico y a soportar la ira de su exesposa. Daisy procuraba ponerse lo más estúpida posible, lo cual la ponía muy fea. Recibía a Moses en lo alto de las escaleras, con los brazos cruzados. Lo esperaba para advertirle que debía traer a Marco a casa antes de que pasaran dos horas. A Moses le horrorizaban estos encuentros. Desde luego, Daisy sabía siempre exactamente lo que Moses hacía y a quién veía, y de vez en cuando decía: «¿Cómo va el Japón?». O bien: «¿Qué hay del Papa?». No tenía gracia. Daisy poseía buenas cualidades, pero entre ellas no estaba el sentido del humor.
Moses se preparaba para sus salidas con Marco. Pero el resto del tiempo le resultaba muy pesado. En el tren procuraba recordar cosas de la Guerra Civil —fechas, nombres, batallas— para que mientras Marco comía su hamburguesa en la cafetería del Zoo, adonde iban siempre, pudiera hablar. Por ejemplo: «Ya es tiempo de que te hable de Beauregard», decía; «esta parte es muy excitante». Pero Herzog tenía que hacer un esfuerzo para concentrar su atención en el general Beauregard o en La Isla Número 10 o en Andersonville. En lo que pensaba de verdad era en cómo trastear a Sono Oguki, a quien por entonces estaba ya abandonando por Madeleine, y aquello le producía una sensación de culpabilidad. Sabía que Sono estaba esperando que él la llamase. Y muchas veces se sentía tentado, cuando Madeleine se hallaba demasiado ocupada en la iglesia y se negaba a verle, de ir a ver a Sono y charlar con ella, nada más. Todo esto era feo y Herzog se despreciaba a sí mismo por crear esas situaciones confusas. ¿Acaso eran esas ocupaciones las propias de un verdadero hombre?
¡Qué pérdida de respeto por sí mismo! ¡Qué falta de ideas claras! Estaba convencido de que Marco simpatizaba con él, su padre, y le seguía el juego, haciéndole muchas preguntas sobre la Guerra Civil con un gran interés aparente porque ese tema era el único que él podía ofrecerle. El chico no quería rechazar esa ofrenda hecha con tan buena voluntad. En aquello había amor, pensaba Herzog, envuelto ahora en su bata de algodón, y mientras se le enfriaba el café. Mis hijos y yo nos queremos. Pero ¿qué puedo yo darles? Marco lo miraba con sus ojos claros y su pálido rostro de niño, la cara de los Herzog, pecosa, con el pelo cortado a cepillo por propia elección, y algo más que no era del padre. Tenía la boca de la abuela Herzog.
—Bueno, chico, tengo que regresar ahora a Filadelfia —decía Herzog. Estaba convencido, por el contrario, de que su regreso a Filadelfia no era en absoluto necesario. Filadelfia era un completo error. ¿Para qué necesitaba él tomar aquel tren? ¿Era necesario, por ejemplo, ver a Elizabeth y Trenton? ¿Acaso le esperaban para que él los mirase? ¿Le estaba esperando en Filadelfia su nueva cama de soltero?
—Ya es la hora del tren, Marco. —Sacaba del bolsillo su reloj, que le había regalado su padre hacía veinte años—. Ten cuidado con el metro. Y también en tu vecindad. No pases por el parque Mornigside. Por allí hay unas pandillas de maleantes.
Contuvo el impulso de llamar a Sono Oguki desde una cabina telefónica que había en la acera y tomó el metro, que le llevaba a la estación Penn. Con su largo abrigo marrón, estrecho de hombros y deformado por los libros que metía en los bolsillos, recorrió el túnel bordeado de tiendas: flores, cubiertos, whisky, salchichas asadas, naranjadas… Subía despacio bajo la bóveda bien iluminada de la estación y los grandes escaparates dividían el sol de otoño. El espejo de la máquina tragaperras le revelaba a Herzog lo pálido que estaba y, en general, su aire de mala salud. Contemplando su pobre aspecto, Herzog se sonreía de su propia vida, de Herzog la víctima, de Herzog el aspirante a amante, de aquel Herzog a quien el mundo había confiado una cierta tarea intelectual con la pretensión de que influyese en el desarrollo de la civilización. Algunas cajas de papel viejo que guardaba bajo su cama en Filadelfia habían de producir, en efecto, este resultado tan significativo.
Así, entrando por la puerta de hierro con su placa roja con letras de oro, Herzog se dirigía hacia el tren llevando en la mano su billete sin picar. Tenía sueltos los cordones de los zapatos, pero aún le habitaban los fantasmas de su antiguo orgullo físico. En el nivel inferior los coches, de un rojo ahumado, esperaban. ¿Iba o venía? A veces lo ignoraba.
Los libros que llevaba en los bolsillos eran la Breve Historia de la Guerra Civil, por Pratt, y varios volúmenes de Kierkegaard. Aunque había renunciado al tabaco, Herzog se sentía aún atraído por el vagón para fumadores. Le gustaba oler el humo. Instalándose en un asiento blando y sucio, sacó un libro y leyó. Pues morirse significa que todo ha terminado, pero experimentar la muerte significa sentirla, darse cuenta de ella, tratar de pensar lo que la muerte puede significar. Sí… no… sí… no… Por otra parte, si la existencia es la náusea, entonces la fe sólo es un alivio inseguro. O bien… déjate destrozar por el sufrimiento y sentirás el poder de Dios cuando te da nuevas fuerzas. ¡Vaya una lectura para un depresivo! Sentado ante su mesa-despacho, sonrió. Apoyó la cabeza en las manos riéndose casi en silencio. Pero en el tren del Metro, en cambio, iba estudiando con absoluta seriedad. Todos los que viven están desesperados. ¿Y ésa es la enfermedad que conduce a la muerte (?). ¿Es un verdadero hombre el que se niega a ser lo que él es en realidad (?).
Cerró el libro cuando el tren llegaba a los montones de chatarra de New Jersey. Tenía la cabeza caliente. Sintió frescor al apretarse contra la mejilla la gran escarapela de propaganda electoral de Stevenson que llevaba en la solapa. El humo del coche era podrido y dulzón. Lo aspiró profundamente. Las ruedas se aceleraban mordiendo los raíles. El frío sol de otoño encendía las fábricas de New Jersey. Formas volcánicas de depósitos, refinerías, antorchas fantasmales, y luego los campos y bosques. Los robles achaparrados relucían como el metal. Los campos se volvieron azules. Cada antena de radio era como un ojo de aguja con una gota de sangre. Los mates ladrillos de la casa de Elizabeth quedaron atrás.
Al anochecer, en una fría oleada eléctrica, apareció Filadelfia.
Pobre hombre, andaba mal de salud.
Herzog hizo una mueca al pensar en las pastillas que había tomado y en la leche que había bebido aquella noche. Con frecuencia, tenía sobre su mesilla de noche, en Filadelfia, una docena de botellas. Tomó leche para calmarse el estómago.
De modo que Herzog sorbía leche en Filadelfia como un pobre lunático con esperanzas de curarse, tratando de calmarse el estómago, y su mente revuelta, anhelando dormir. Pensaba en Marco, Daisy, Sono Oguki, Madeleine, los Pontritter, y de vez en cuando en la diferencia, según Hegel, entre la antigua tragedia y la moderna, la íntima experiencia del corazón y el ahondamiento del carácter individual en el teatro moderno. En cuanto a su propio carácter, se apartaba a veces tanto de los hechos como de los valores. Pero el personaje moderno es inconstante, vacilante, dividido, falto de la pétrea certidumbre del hombre antiguo, y también privado de aquellas firmes ideas del siglo XVII y de sus claros y duros teoremas.
Moses quería hacer lo que pudiera para mejorar la condición humana y acababa tomando una píldora para dormir porque así, por lo menos, se conservaba él. Y ello, en interés de todo el mundo. Pero, cuando a la mañana siguiente se encontraba en su clase de Filadelfia, apenas si podía leer las notas que había preparado para su lección. Llevaba los ojos hinchados y la cabeza medio dormida, pero su corazón angustiado latía con gran rapidez.
El padre de Madeleine —poderosa personalidad, con una inteligencia de primera y que lleva dentro muchas de las características y grotescas vanidades del Nueva York teatral— me dijo, sin embargo, que yo podía hacerle a su hija mucho bien. Dijo: —Bueno, ya es tiempo de que deje de andar por ahí con esos tipos tan raros. En realidad, Madeleine es como tantas otras chicas universitarias intelectualoides: todas sus amigas son homosexuales. Tienen más leños a sus pies que Juana de Arco. Me parece una buena señal que se haya interesado por usted.
Pero el viejo tenía en poco a Herzog. Y no ocultaba este hecho psicológico. Herzog fue a ver a Pontritter en el estudio de éste, porque Madeleine le había dicho: —Mi padre insiste en hablar contigo. Quiero que le atiendas.
Encontró a Pontritter bailando la samba o el cha-chacha (Herzog no sabía distinguir los dos bailes) con la mujer que le enseñaba, una filipina de media edad que había pertenecido a una pareja muy conocida de tango (Ramón y Adelina). Adelina había engordado, pero conservaba delgadas sus largas piernas. El maquillaje no le servía de mucho para aclarar su oscuro rostro. Pontritter, ésa inmensa figura de hombre al que crecían unas fibras blancas en su tostado cuello cabelludo (usaba una lámpara solar durante todo el invierno), daba unos pasitos con sus zapatillas de lona y suela de esparto. Los pantalones se le movían de un lado a otro cuando oscilaba sus anchas caderas. Tenía muy serios sus ojos azules. Cuando la rasposa y débil música se detuvo, Pontritter dijo con un lejano interés:
—¿Es usted Moses Herzog?
—Sí, señor.
—¿Está enamorado de mi hija?
—Sí.
—Pues, por lo que veo, no se preocupa usted de su salud.
—No he estado muy bien, Mr. Pontritter.
—Todo el mundo me llama Fitz. Ésta es Adelina. Adelina… Moses. Parece que quiere llevarse a mi hija. Creí que nunca llegaría ese día. Bueno, mis felicitaciones… espero que la Bella Durmiente del Bosque se despertará gracias a usted.
—Hola, guapo —dijo Adelina. Nada había de personal en este saludo. Los ojos de Adelina estaban concentrados en la tarea de encender su cigarrillo. Tomó el fósforo que le ofrecía encendido Pontritter. Herzog recordaba haber pensado entonces lo muy externo que era este juego del fósforo bajo la luz del estudio. El fósforo era allí el símbolo del calor artificial. Aquel mismo día, más tarde, tuvo también una charla con Tennie Pontritter. Cuando Tennie habló de su hija, le saltaron en seguida las lágrimas a los ojos. Su aspecto era suave y de estar muy acostumbrada a sufrir. Siempre un poco llorosa aunque sonriera, y aún más triste cuando se la encontraba uno por casualidad, como le pasó a Moses en Broadway, y vio su rostro, era más alta de lo corriente, viniendo hacia él, ancho, suave, amable, pero con arrugas permanentes de sufrimiento en torno a la boca. Le invitó a sentarse con ella en la plaza Verdi, rodeados de viejos y viejas, lisiados, mendigos, lesbianas moviéndose como camioneros, y frágiles homosexuales negros con el pelo teñido y zarcillos.
—No tengo mucha confianza en mi hija —dijo Tennie—. Desde luego, la quiero muchísimo. Pero he tenido muchas dificultades. En primer lugar, tuve que estar junto a Fitz, al que han tenido en la lista negra durante años. No podía serle desleal. Después de todo es un gran artista…
—Lo creo… —murmuró Herzog. Ella estaba segura de que él lo reconocería.
—Es un gigante —dijo Tennie. Había aprendido a decir estas cosas con la mayor convicción. Sólo una mujer judía culta, su padre había sido sastre y miembro del Arbeiter-Ring, y era yiddishist, podía sacrificar su vida por un gran artista, como lo había hecho ella.
«¡Es una sociedad de masas!», dijo. Y miró a Herzog con la amabilidad y el atractivo de antes. «¡Una sociedad a la que sólo interesa el dinero!». Esto hizo impresión a Herzog, pues Madeleine le había dicho, muy dura como siempre para sus padres, que el viejo necesitaba cincuenta mil dólares al año y que aquella especie de Svengali lo conseguía de las mujeres y de los entusiastas del teatro.
—Mady cree que la he abandonado. Pero es que no me comprende… y que odia a su padre.
Te digo, Moses, que la gente tiene que confiar en uno instintivamente. Y Mady no es, por naturaleza, una chica confiada. Por esa razón, si confía en ti es que debe de estar enamorada.
—Soy yo el que está enamorado de ella —dijo Moses, emocionado.
—Sí, creo que tú debes de quererla… Las cosas son tan complicadas…
—¿Acaso quieres decir que es porque he estado más tiempo casado?
—Estoy segura de que no querrás hacerle daño, ¿verdad? Piense ella lo que piense, soy su madre y tengo un corazón de madre aunque ella crea que no. —Empezó a llorar en silencio—. Oh, Herzog… siempre he estado entre padre e hija. Sé que no hemos sido padres como todos los demás. Mady cree que sólo he sido madre para darla a luz. Pero yo no la podría convencer. Eso te corresponde a ti. —Tennie se quitó sus complicadas gafas sin hacer ya nada por ocultar su llanto. Su rostro, con la nariz enrojecida y sus ojos suplicantes cegados por las lágrimas. Había una cierta hipocresía calculadora en la actitud de Tennie, pero también, detrás de sus gestos, aparecía un auténtico cariño por su hija y su marido, y detrás de esto había algo aún más significativo y sombrío. Herzog tenía conciencia de las capas de realidad, de verdad, que había en aquella mujer. Comprendía que la preocupada madre de Madeleine también quería manejarlo a él a su manera. Eran treinta años de vida bohemia y, a pesar de las vulgaridades de aquella ideología cínicamente explotada por el viejo Pontritter, Tennie seguía fiel, encadenada con las joyas «abstractas» de plata mate que llevaba.
Pero esto no le ocurriría nunca a su hija, si ella podía evitarlo, y Madeleine también estaba dispuesta a no dejarse arrastrar. En ese punto fue donde entró Moses, en el banco de la plaza Verdi. Estaba recién afeitado, y llevaba limpia la camisa y las uñas arregladas. Tenía cruzadas las piernas, un poco gruesas por los muslos, y escuchaba a Tennie muy pensativo, aunque, en verdad, le había dejado de funcionar la mente. Estaba demasiado lleno de grandes proyectos para poder pensar con claridad en algo concreto. Desde luego, se daba cuenta de que Tennie quería salirse con la suya. Él tenía una debilidad por las buenas acciones y ella le halagaba esa buena tendencia pidiéndole que salvara a aquella cabezota hija suya. Lo cual se lograría con paciencia y amor. Pero Tennie lo halagó aún más sutilmente. Le estuvo diciendo que él podía estabilizar la vida de la neurótica chica y curarla con su experiencia. Entre aquella multitud de viejos, moribundos y mutilados, Tennie pedía a Moses su ayuda conmoviendo intensamente sus simpatías impuras. Era una operación repulsiva. Aquello le apretaba el corazón.
—Adoro a Madeleine, Tennie —dijo Moses.
—No tienes que preocuparte. Haré todo lo posible. —Aquella mujer era de una intensidad y de una cordial impaciencia que resultaban cómicas.
Madeleine ocupaba un piso en un viejo edificio, y Herzog estaba con ella cuando venía a la ciudad. Se acostaban juntos en el sofá del estudio, el que tenía la funda de marroquín. Moses estrechaba su cuerpo toda la noche con fervor y exaltación. Ella no se mostraba tan ferviente en el amor, pero había que tener en cuenta que se había convertido recientemente. Además, de dos amantes, uno de ellos siempre se entusiasma más que el otro. A veces lloraba lamentándose de su pecado. Sin embargo, le gustaba mucho.
A las siete de la mañana, anticipándose al despertador por unos segundos, Madeleine se endurecía, y cuando el reloj sonaba iba ya camino del cuarto de baño exclamando con reprimida ira: «¡Maldita sea!».
Era un sitio anticuado. Aquéllos habían sido pisos de lujo en los años 1890. Los grifos, de boca ancha, soltaban un buen chorro de agua fría. Madeleine se quitaba la blusa del pijama quedándose desnuda hasta la cintura y se frotaba con una toalla, purificándose la piel con irritado vigor. Se le ponían la cara colorada y los pechos rosados. Silencioso, descalzo y llevando la trinchera como una túnica, Herzog entraba en el cuarto de baño y se sentaba en el borde de la bañera contemplando a Madeleine.
Los mosaicos eran de un color cereza borroso y la repisa para poner los objetos de limpieza personal era de níquel viejo y muy adornado. El agua salía con fuerza del grifo y Herzog veía cómo se transformaba Madeleine en una mujer mayor. Tenía un empleo en Fordham, y a ella lo que más le interesaba era tener un aspecto sobrio y maduro, como de llevar mucho tiempo en la Iglesia. La descarada curiosidad de Herzog, el hecho de que compartiese con familiaridad el cuarto de baño con ella, y el que estuviese desnudo bajo la trinchera, así como la palidez de su cara por la mañana en este ambiente de lamentable lujo victoriano, todo esto molestaba a Madeleine. No le miraba mientras se arreglaba. Sobre el sostén y las bragas se ponía un sweater de alto cuello y, para proteger los hombros del sweater, se cubría con una capa de plástico que le protegía la lana del maquillaje. Luego empezaba a ponerse los cosméticos; los tarros y las cajas llenaban el estante sobre el lavabo. Hiciera lo que hiciese, se movía con rapidez y eficacia, con la seguridad de una especialista. Tenía una seguridad de acróbata en el trapecio. A Herzog le parecía que Madeleine se arreglaba con demasiada prisa, pero lo hacía muy bien. Primero se extendía una capa de crema en las mejillas, frotándosela hasta su recta nariz, su barbilla infantil y la suave garganta. Era una crema gris, de un tono perla azulado. Ésta era la crema base. Se quitaba el exceso de grasa con una toalla de maquillaje. Sobre esto se aplicaba el colorete y los polvos. Luego suavizaba el maquillaje con una bola de algodón siguiendo la línea del cabello, en torno a los ojos, y un poco en las mejillas y en la garganta. A pesar de los suaves anillos de carne femenina, había ya algo claramente dictatorial en la rotundidad de aquella garganta. No dejaba a Herzog que le acariciara en la cara hacia abajo porque era malo para los músculos. Sentado, contemplándola a ella desde el borde del lujoso baño, Herzog se ponía los pantalones después de meterse en ellos la camisa. Ella no le miraba. Hacía todo lo posible para librarse de él en cuanto empezaba su vida diurna.
Con la misma prisa extremada, como si estuviera desesperada, aún se aplicaba unos polvos pálidos con la borla. Luego se volvía rápidamente para contemplar su obra —perfil derecho, perfil izquierdo— colocándose ante el espejo con las manos levantadas como si fuera a sostener con ellas el pecho, pero sin tocarlo. Estaba satisfecha con los polvos. Todavía le quedaba ponerse unos toques de vaselina en los párpados. Se daba rimmel en las pestañas con un diminuto pincel. Moses participaba en todo esto en silencio, intensamente. Pero aún, sin pausa ni vacilaciones, se daba un toque de negro en el extremo exterior de cada ojo y volvía a dibujar la línea de sus cejas para mejorarlas. Luego cogía unas grandes tijeras de sastre y empezaba a recortarse el flequillo. Madeleine parecía no necesitar espejo para saber lo que tenía que hacerse; su imagen estaba grabada en su voluntad. Se cortaba el flequillo como si descargara una pistola y Herzog sentía un impulso de alarma. La gran decisión de aquella mujer en todo lo que hacía le fascinaba, y esta fascinación volvía a encontrar su propia infancia. Allí estaba él, una persona en plena posesión de sus facultades, sentado en el borde del pomposo y viejo baño, absorto en esta transformación del rostro de Madeleine. Luego, ésta se pintaba los labios y con ello se añadía años. Este último detalle era ya casi el final. Pero aún tenía que humedecerse un dedo con la lengua y darse unos últimos toques. Ya estaba. Se miraba seriamente al espejo y parecía satisfecha. Sí, estaba muy bien. Pero le faltaba ponerse la falda de tweed, larga y pesada, que le ocultaba las piernas. Los tacones altos le inclinaban levemente los tobillos. Y luego, el sombrero, que era gris, de copa baja y ala ancha. Cuando se lo encajaba en su fina cabeza, se convertía en una mujer de cuarenta años, como tantas de las pálidas, histéricas y arrodilladas hipocondríacas de las que se veían en las naves de las iglesias. El ala ancha del sombrero en torno a su angustiada frente, su intensidad infantil, su miedo, su fuerza de voluntad religiosa, todo ello inspiraba compasión. Mientras que él, aquel judío pecador, gastado y sin afeitar, ponía en peligro la redención de ella y le causaba dolor de corazón. Pero Madeleine apenas lo miraba. Se había puesto la chaqueta con el cuello de ardilla y se metía la mano por debajo para ajustarse las hombreras. Aquel sombrero lucía una larga cinta gris de más de un centímetro de anchura y le recordaba al que llevaba la señora cristiana que le hacía leer la Biblia en el hospital de Montreal. Incluso tenía un largo alfiler como aquél. Terminado su arreglo, el rostro de Madeleine quedaba suave y maduro. Solamente los ojos habían quedado sin tocar y las lágrimas parecían a punto de brotar de ellos. Madeleine parecía enfadada, furiosa. Desde luego, quería tenerlo junto a ella por la noche. E incluso, casi con rencor, le cogía una mano y se la ponía sobre uno de sus pechos mientras se dormían. Pero por la mañana habría preferido que desapareciera. Y Herzog no estaba acostumbrado a eso, sino a ser un favorito. Para consolarse, se decía a sí mismo que lo que le pasaba era que tenía que tratar con una nueva generación femenina. Para ella era un seductor paternal, paciente y canoso (aunque él no podía creerlo). Pero los papeles habían sido distribuidos. Ella tenía su cara pálida de conversa y Herzog no podía negarse a representar el papel del seductor.
—Debías desayunar algo —dijo él.
—No. Se me haría tarde.
El maquillaje se le había secado en la piel. Se puso una gran cruz pectoral. Llevaba sólo tres meses de católica y no se podía confesar por culpa de Herzog; por lo menos, no con Monseñor.
La conversión fue un acontecimiento teatral para Madeleine. El teatro: el arte de los arribistas, oportunistas y aspirantes a aristócratas. El propio Monseñor era un actor. Tenía un papel de importancia. Desde luego, Madeleine sentía su nueva religión, pero el brillo social de ésta y la oportunidad de subir socialmente eran más importantes para ella. Se hizo usted famoso convirtiendo celebridades y ella acudió a usted. Queríamos lo mejor para nuestra Mady. La interpretación judía de la señora o el caballero cristiano de amplia mentalidad, constituye un curioso capítulo en la historia del teatro social.
—Te sentará mal ir a trabajar con el estómago vacío. Desayuna conmigo y luego te llevaré en taxi a Fordham.
Decidida, pero andando torpemente a causa de su larga falda tan fea, salió del cuarto de baño. Su deseo era volar, pero con su enorme sombrero, que parecía la rueda de un carro, la larga falda, las medallas religiosas, la gran cruz pectoral y lo mucho que le pesaba el corazón, no le era fácil marcharse.
Herzog la acompañó a través de la gran habitación cubierta de espejos, adornada con grabados religiosos flamencos, dorados, verdes y rojos. Los pestillos estaban inmovilizados por muchas capas de pintura. Madeleine se impacientaba. Y Herzog, que iba tras ella, abrió de un tirón la blanca puerta principal. Bajaron por un corredor donde había cubos de la basura sobre una alfombra que había sido lujosa, y entraron en el decrépito ascensor para salir luego del viejo vestíbulo a la fachada de porfirio y a la calle, donde había a esa hora mucha circulación.
—¿No vienes? ¿Qué haces? —dijo Madeleine.
Quizá no estuviera todavía completamente despierto. Herzog se había detenido un momento cerca de la pescadería, como paralizado por el olor. Un negro delgado y musculoso estaba salpicando con pedacitos de hielo las bandejas de pescado expuestas al público. Los pescados estaban muy apretados, con los lomos arqueados como si estuvieran nadando en el hielo machacado, con sus colores bronceado sangriento, verdinegro, fangoso, y gris-oro. Las langostas se apelotonaban contra el cristal con las pinzas dobladas. Era una mañana cálida, gris, fresca y que olía a río.
—No te puedo esperar, Moses —dijo Madeleine, perentoriamente, por encima del hombro.
Fueron al restaurante. Se sentaron a una mesa de formica amarilla.
—¿Por qué te quedabas atrás?
—Es que mi madre era de las provincias bálticas. Le entusiasmaba el pescado.
Pero a Madeleine no le interesaba la madre de Herzog, muerta hacía veinte años, por muy nostálgico de los recuerdos maternales que fuera este caballero. Moses, en cambio, pensó que estaba siendo demasiado paternal para con Madeleine y no podía esperar que ella pensara con cariño en la madre de él. Ésta era ya una de esas personas desaparecidas realmente muertas para el recuerdo y que a una nueva generación no puede interesarle. Sobre la mesa amarilla había una flor roja. Interesado por saber si también era de plástico, Herzog la tocó. Al ver que era natural, retiró en seguida los dedos. Madeleine lo contemplaba impaciente.
—Ya sabes que tengo prisa —le dijo.
A Madeleine le gustaban mucho los mojicones ingleses. Los pidió a la camarera. Luego, levantando la barbilla hacia Moses, le dijo:
—Mira, Moses, ¿tengo bien el maquillaje del cuello?
—Con la tez que tú tienes no necesitas nada de eso.
—¿Tengo algún claro?
—No. ¿Te veré después?
—No estoy segura. Me han invitado a un cocktail en Fordham. Es en honor de uno de los misioneros.
—Pero, después… podría yo tomar un tren de última hora para Philly.
—Es que le prometí a mamá… La pobre tiene otra vez dificultades con el viejo.
—Creí que ya habían decidido lo del divorcio.
—¡Es una esclava! —dijo Madeleine—. No es capaz de dejarlo ni él tampoco. Y el que sale ganando es él. Mamá sigue yendo a aquella maldita escuela dramática que tiene él y le lleva los libros. Para ella es lo más grande de su vida: otro Stanislavsky. Le ha sacrificado su vida y, si no es un genio, ¿por qué había de hacerlo? Por eso, ella trata de convencerse de que es efectivamente un genio.
—He oído decir que es un gran director teatral.
—Algo tiene —dijo Madeleine—. Es una especie de intuición artística casi femenina. Y droga a la gente. No está bien lo que hace. Tennie dice que gasta casi cincuenta mil dólares al año sólo en sí mismo. Emplea todo su genio en quemar ese dinero.
—Me da la impresión de que ella está llevando los libros de tu padre en beneficio suyo para ver lo que puede salvar para ti.
—Sólo dejará pleitos y deudas. —Clavó sus dientes en el mojicón tostado. Eran unos dientes pequeños, de niña. Pero no comió. Dejó el mojicón en el plato y los ojos le brillaron de un modo extraño.
—¿Qué pasa? Come.
Pero ella apartó el plato y dijo:
—Te he pedido que no me telefonees a Fordham. Me saca de quicio. Tengo que mantener las dos cosas separadas.
—Lo siento. No te llamaré más.
—Perdona, pero esto me trastorna. No puedo confesarme con Monseñor. Me da mucha vergüenza.
—¿Y no te serviría otro sacerdote?
Dejó la taza bruscamente sobre el plato de loza del restaurante. En el borde quedaba una marca pálida del rojo de labios.
—El último sacerdote con el que me confesé me riñó mucho por causa tuya. Me preguntó que cuánto tiempo llevaba siendo católica. Y me preguntó también por qué me había bautizado si al poco tiempo iba a empezar a portarme así.
Sus ojos le miraban acusadoramente, aquellos ojos de mujer ya madura. Le cruzaban el rostro con una enérgica raya las cejas que se había pintado. A Herzog le pareció ver por debajo de ellas la auténtica línea.
—¡Cuánto lo siento! —dijo Moses. Parecía sinceramente contrito—. No quiero causarte dificultades. —Pero esto no era cierto. Por el contrario, parecía estar siempre creando dificultades a intento. Y, en cuanto a ella, parecía atraerle extraordinariamente la dificultad. Quería que Moses y Monseñor lucharan por ella.
—Me siento muy apenada —dijo—. Pronto será Miércoles de Ceniza y no puedo ir a comulgar hasta que me confiese.
—Qué raro… —Moses la compadecía sinceramente, pero no entendía estas complejidades religiosas y, por su parte, no estaba dispuesto a ceder.
—Y ¿cuándo nos casamos? ¿De qué manera podemos casarnos?
—Todo se podrá arreglar fácilmente porque la Iglesia es una institución muy antigua y muy sabia.
—En la oficina se ha comentado el caso de Joe Di Maggio, cuando quiso casarse con Marilyn Monroe. Y también el caso de Tyrone Power; uno de sus últimos matrimonios fue bendecido por un Príncipe de la Iglesia. —Madeleine leía todas las columnas de chismorreos. Sus señales en el libro de San Agustín y en su Misal eran recortes del Post y del Mirror.
Madeleine parecía tener hinchados sus grandes ojos violetas. Estos pensamientos la hacían sufrir mucho, de tanto darles vueltas.
—Estoy citada con un cura italiano de la Sociedad de la Propagación de la Fe. Es un especialista en derecho canónico. Le telefoneé ayer.
Llevaba en la Iglesia doce semanas y ya lo conocía todo.
—Sería más fácil si Daisy se divorciara de mí —dijo Herzog.
—No tiene más remedio que divorciarse. —La voz de Madeleine se hizo chillona. Herzog contemplaba aquella cara que los jesuitas habían preparado. Pero algo había ocurrido, alguna cuerda se había estirado y tensado en el pecho de ella, y se le puso rígida la figura. Tenía blancas las yemas de los dedos de tanto apretarlas en la mesa mientras lo miraba a él. Contraía los labios y se le oscurecía el rostro bajo la palidez del maquillaje.
—¿Qué te hace suponer que estoy dispuesta a pasarme la vida liada contigo? Necesito que nos casemos por la Iglesia.
—Pero, Mady, sabes de sobra cuáles son mis sentimientos.
—Mira, déjate de tonterías con los sentimientos. No creo en eso. Sólo creo en Dios, en el pecado, en la muerte… de modo que no me vengas con tonterías sentimentales.
—Ya, ya… pero escucha. —Se puso el sombrero como si esto le diera alguna autoridad.
—Quiero casarme —insistió Madeleine—. Todo esto nuestro no es nada entre dos platos. Mi madre tuvo que llevar una vida bohemia trabajando mientras que Pontritter se divertía. Me sobornaba con monedas cuando yo le sorprendía en alguno de sus líos. ¿Y sabes cómo aprendí a leer? Pues en El Estado y la Revolución, de Lenin. ¡Yo no quiero vivir como esos locos!
Herzog pensó que probablemente era verdad. Pero ahora Madeleine deseaba tener Navidades blancas, y torrijas en Semana Santa y preocuparse por los vestidos de Primera Comunión de los primos, casada con un buen irlandés.
—Quizá me haya hecho una fanática de los convencionalismos —dijo Madeleine—. Pero así soy, y así seré. Tú y yo tenemos que casarnos por la Iglesia. Si no, lo dejamos. Nuestros hijos estarán bautizados y educados en la Iglesia. —Moses asintió en silencio. Comparado con ella, se sentía estático y sin temperamento. Le conmovía la empolvada fragancia de su rostro (y es que yo agradezco cualquier forma de arte, pensó).
—Mi infancia fue una grotesca pesadilla —prosiguió Madeleine—. Me fastidiaron mucho y, para colmo, ab-ab… —tartamudeó.
—¿Abusaron?
Madeleine asintió con la cabeza. Esto se lo había contado ya antes. Y él no podía comentar con ella este secreto sexual suyo cuando se le antojase, sino esperar a que ella lo sacase a relucir.
—Fue un hombre mayor —dijo—. Me pagó para que no lo divulgase.
—¿Quién fue?
Sus ojos reflejaron angustia y su bonita boca se contrajo vengativa pero en silencio.
—Eso les ocurre a muchas, a muchísimas mujeres —dijo Herzog—. No se puede basar una vida en eso. En realidad, no significa tanto.
—¿Cómo? ¿No significa mucho todo un año de amnesia? Mi año catorce lo tengo borrado por completo.
No podía aceptar el amplio consuelo de Herzog. Quizá le pareciese una especie de indiferencia.
—Mis padres casi me destruyeron. Muy bien… ahora ya no importa. Creo en mi Salvador, Jesucristo. No le tengo ya miedo a la mu-muerte, Moses. Pontritter me dijo una vez que todos morimos y nos pudrimos en la tumba. Figúrate, decirle eso a una chica de seis o siete años. Deberían haberle castigado por eso. Pero ahora quiero seguir viviendo. Traer hijos al mundo, con tal de que tenga algo que decirles cuando me pregunten por la muerte y la tumba. Pero no esperes de mí que siga viviendo sin normas, así por las buenas. ¡No! Tendrá que ser con arreglo a mis reglas o nada.
Moses la contemplaba como si estuviera sumergido, a través de la vítrea distorsión de aguas profundas.
—¿Me escuchas?
—Sí, sí, mujer. Te escucho.
—Bien, ahora me tengo que ir. El padre Francis es muy puntual. —Recogió su bolso y salió a toda prisa. Sacudía sus mejillas por la brusquedad de sus pasos. Llevaba unos tacones muy altos.
Una de aquellas mañanas se había enganchado un tacón y, al caer, se había lastimado la espalda. Ahora salió a la calle a toda prisa —todavía cojeaba un poco— y tomó un taxi a los pocos momentos, pero el padre Francis la envió en seguida al médico, que la reconoció y la mandó a casa. Allí encontró a Moses, aún a medio vestir, bebiendo, pensativo, una taza de café (pensaba continuamente, pero no llegaba a una conclusión clara).
—¡Ayúdame! —exclamó Madeleine al entrar.
—¿Qué te ha ocurrido?
—Me caí en el Metro. Estoy herida. —Su voz era taladrante.
—Es preferible que te eches —le dijo Herzog mientras le quitaba los alfileres del sombrero y le desabrochaba cuidadosamente la chaqueta y el sweater. Luego le quitó la falda y las bragas. El color rosa claro de su cuerpo apareció por debajo de la línea de su maquillaje en el cuello. Le quitó la cruz pectoral.
—Tráeme el pijama —le dijo Madeleine, que temblaba. Los anchos esparadrapos tenían un fuerte olor a medicina. Herzog la tendió en la cama y se echó junto a ella para darle calor y consuelo, como ella quería. Era un día de marzo plomizo y nevaba. Él no volvió a Filadelfia.
—Me he castigado por mis pecados —repetía Madeleine.
He pensado que podría interesarle a usted enterarse de la verdadera historia de una de sus conversas, Monseñor. Muñecas eclesiásticas, faldas de hilos dorados, plañideros tubos de órgano. El mundo auténtico, por no hablar del infinito universo, requería unos caracteres más serios, verdaderamente masculinos.
¿Como el de quién? ¿Acaso como el mío?, se preguntó Herzog. Y, en vez de concluir la carta que estaba escribiendo para Monseñor, anotó, para su propio uso, una de las canciones infantiles favoritas de su hija June.
Quiero a la gatita de pelo tan tibio
y, si no le hago daño, tampoco ella me dañará.
Sentada junto al fuego, le daré algo de comer.
Y, como soy buena, la gatita me querrá.
Sí, eso es, pensó Herzog. Hay que dirigir la imaginación contra uno mismo y dispararla a bocajarro.
Pero, en resumidas cuentas, Madeleine no se casó por la Iglesia, ni bautizó a su hija. Cultivaba el catolicismo marginalmente y siguió viviendo así.
***
Herzog había realizado con Madeleine su segundo intento de vivir en el campo. Para ser un judío de gran ciudad, era muy aficionado a la vida del campo. Había obligado a Daisy a resistir un invierno de muchísimo frío al este de Connecticut mientras él escribía Romanticismo y Cristianismo en una casa de campo donde había que deshelar las cañerías con velas y donde penetraban unos heladores golpes de viento por las rendijas entre las tablas mientras Herzog meditaba acerca de Rousseau o tocaba el oboe. Ese instrumento había venido a parar a sus manos después de la muerte de Aleck Hirschbein, su compañero de habitación en Chicago. Herzog, con su extraña piedad (sentía un cariño muy denso por la gente y no se le pasaba con facilidad) aprendió a tocar ese instrumento y, ahora que pensaba en ello, aquella música tan triste debía de haber angustiado a Daisy aún más que los meses de niebla y frío. Quizá también hubiera influido la triste música en el carácter de Marco. A veces se ponía un poco melancólico.
Pero con Madeleine había de ser completamente distinto. Ella tenía el vigor que le daba la Iglesia y, después de un poco de lucha con Daisy, los abogados de ésta y el de ella misma, y bajo la presión de Tennie y Madeleine, Moses se divorció por fin y se casó otra vez. Guisó la cena de la boda Phoebe Gersbach. Herzog, en su despacho, mientras contemplaba unos jirones de nubes (un cielo insólitamente claro para Nueva York) recordaba el pudding del Yorkshire y la tarta que hicieron en casa. Phoebe sabía hacer incomparables pasteles de banana. El novio y la novia parecían muñecos. Y Gersbach, alborotador, servía whisky y vino a todos, daba puñetazos sobre la mesa, y bailaba, pataleando, con la novia. Llevaba una de sus camisas sport favoritas, muy suelta, abierta sobre su ancho y peludo pecho y que le resbalaba un poco en los hombros. Era como un escote masculino. No había más invitados que ese matrimonio.
Herzog compró la casa de Ludeyville cuando Madeleine quedó embarazada. Por otra parte, parecía el sitio ideal para trabajar él en La Fenomenología de la mente: la importancia de la «ley del corazón» en las tradiciones occidentales, los orígenes del sentimentalismo moral y asuntos relacionados con esto, en los que él tenía ideas originales. Iba a tratar el tema de un modo original —sonreía ahora al recordarlo— y a darles una buena lección a los otros eruditos dejando al descubierto la trivialidad de éstos de una vez para siempre. Lo que le movía a hacerlo no era sólo la vanidad sino un sentido de la responsabilidad. Eso, por lo menos, era lo que él se decía a sí mismo. Herzog era un tipo bien pensant. Tomó completamente en serio la creencia de Heine de que las palabras de Rousseau se habían convertido en la sangrienta máquina de Robespierre, y que Kant y Fichte eran más mortíferos que ejércitos enteros. Herzog contaba con una beca, aunque pequeña, y el legado de veinte mil dólares que le había dejado su padre fue a parar entero a la compra de la casa de campo.
Se tuvo que convertir en el «encargado» de su casa. Si él no hubiera «echado una mano», la decrépita casa se habría tragado los veinte mil dólares y mucho más. Eran los ahorros de toda la vida de su padre y representaban cuarenta años de miseria en América. No entiendo cómo pudo reunir tanto dinero, pensó Herzog. Cuando firmó el cheque, estaba demasiado exaltado para pensar en ello. Lo había rellenado sin pensar en lo que hacía.
Pero después de haber firmado los papeles, inspeccionó la casa como si la viera por primera vez. Estaba muy estropeada y sin pintar, con unos adornos victorianos medio deshechos. En el suelo había un gran boquete como si hubiese estallado allí una granada. El yeso se caía a pedazos. Y los ladrillos se salían de su sitio. Las ventanas estaban rajadas, y el viento se colaba aunque las cerrasen.
Herzog aprendió albañilería, cristalería, fontanería… Se pasó noches enteras estudiando la Enciclopedia «Hágalo usted mismo» y, con histérico entusiasmo, estuvo pintando, poniendo parches, reparando goteras, tapando agujeros. Las viejas maderas se tragaban dos capas de pintura como si tal cosa. En el cuarto de baño, los clavos hacían que se soltaran los mosaicos como cartas de una baraja. El radiador de gas funcionaba muy mal. El calentador eléctrico estaba roto. El baño era una reliquia. Reposaba sobre cuatro tablones metálicos y parecía un juguete grande. Tenía uno que ponerse en cuclillas para bañarse y hacer unos raros ejercicios para irse lavando. Madeleine había comprado unas cosas muy modernas para el baño, pero había que instalarlas. Herzog tuvo que trabajar de lo lindo en la bañera.
Gracias a un año entero de intenso trabajo, pudo evitarse que la casa acabara de derrumbarse.
En el sótano había otro cuarto de aseo con gruesas paredes, como un bunker. Aquel sitio era el preferido de los grillos, y Herzog también lo prefería. Pero Herzog tenía artritis en el cuello y la celda de piedra era demasiado húmeda.
Reservaba las mañanas —por lo menos, lo procuraba— para el trabajo cerebral. Trató de que le enviaran de la Biblioteca Widener el Abhandlungen der Königlich Sächsischen Gesellschaft der Wissenschaft. Tenía la mesa-despacho llena de cuentas sin pagar y de cartas sin contestar. Para hacerse con un poco más de dinero, logró que le enviasen de las Ediciones de la Universidad originales para que él diese su juicio profesional. Pero éstos se amontonaban sin que los abriese. El sol calentaba ya mucho y la tierra estaba húmeda y ennegrecida. Herzog contemplaba la lujuriante vida de las plantas con desesperación. Tenía todo aquel trabajo y nadie que le ayudase. La casa —enorme, vacía, urgente—, le estaba siempre esperando. QUOS VULT PERDERE DEMENTAT, escribió en el polvo. Los dioses se ocupaban de él pero no le habían enloquecido aún lo bastante.
Cuando empezó a comentar las monografías, a Moses se le rebeló la mano. Le bastaba estar escribiendo durante cinco minutos una carta para sentir el «calambre del escritor». Siempre estaba disculpándose con la gente por no contestar su correspondencia. Con los codos apoyados sobre los papeles, Moses miraba fijamente las paredes a medio pintar, los techos descoloridos y las ventanas sucias. Algo le pasaba. Solía llevar adelante su trabajo normalmente pero ahora trabajaba con sólo un dos por ciento de eficiencia. Cogía y volvía a soltar cinco o diez veces el mismo papel y todo lo colocaba fuera de su sitio. Era demasiado. Se estaba hundiendo.
Cogió el oboe. En su oscuro despacho, con las parras tapándole la ventana, Herzog interpretaba a Händel y Purcell: jigas, bourrées, contradanzas, con las mejillas hinchadas y las yemas de los dedos sobre las teclas, tocaba pensando en otra cosa y triste. En el sótano funcionaba la lavadora eléctrica. La cocina estaba lo bastante sucia como para criar ratas. Se veían yemas de huevo secas en las fuentes. El café se volvía verde en las tazas. Volaban por allí toda clase de moscas caseras y se veían tirados algunos billetes de a dólar y sellos de correos.
Madeleine, para huir de la música de Herzog, daba portazos y cerraba con rabia la portezuela del coche. El motor de éste crujía. Herzog tocaba más bajo mientras esperaba el ruido. Esperaba a ver por la ventana que su mujer reapareciera en el Studebaker renqueante por la segunda curva de la colina. El embarazo le había puesto bastas las facciones pero aún era hermosa. Tenía una de esas bellezas que esclavizan a los hombres. Cuando conducía se le movía involuntariamente la nariz bajo el flequillo, que le oscurecía los ojos. Sus dedos, unos elegantes y otros con las uñas mordidas, agarraban el volante de ágata. Herzog decía que a una mujer embarazada no le convenía conducir un auto. Además, debía tener, por lo menos, permiso de conducir. Madeleine replicaba que si algún policía de carreteras la detenía, ya se las arreglaría ella para suavizarlo.
Cuando Madeleine se marchaba, Herzog secaba el oboe, lo examinaba cuidadosamente y lo guardaba en su funda. Llevaba colgado al cuello unos gemelos de campaña. De vez en cuando trataba de observar algún pájaro pero, por lo general, ya se había marchado éste cuando él quería enfocarlo. Abandonado, se quedaba sentado ante su mesa-despacho. Unos filodendros crecían de la base de su lámpara y se enroscaban por ésta. De vez en cuando tiraba bolas de papel a los moscardones que se posaban sobre las pintarrajeadas ventanas. Herzog no servía para pintor. Primero probó con una pistola de pintor, atándola a la parte trasera de una aspiradora, que resultaba un soplador muy deficiente. Envuelto en trapos, Moses rociaba los techos con pintura pero la pistola salpicaba las ventanas y los pasamanos y tuvo que volver al pincel. Arrastraba la escalera, los cubos y los trapos tratando de hacerlo lo mejor posible. Después de dar grandes brochazos, se esforzaba angustiosamente por lograr una línea recta en los bordes. Con todo este esfuerzo, sudaba mucho y al final se marchaba al jardín y, desnudándose, se tumbaba en una hamaca.
Mientras tanto, Madeleine recorría las tiendas de antigüedades acompañada por Phoebe Gersbach, o traía de los supermercados de Pittsfield gran cantidad de ultramarinos. Moses estaba continuamente llamándole la atención sobre el dinero. Al empezar sus reproches trataba de hablar bajo. Y lo que le hacía empezar era siempre algo sin importancia, un pollo que se había podrido en la nevera, una camisa nueva hecha andrajos. Pero, una vez que empezaba, se iba enfureciendo.
—¿Cuándo vas a dejar de traer a casa todas esas porquerías, Madeleine? ¡Tantas cómodas reventadas y tantos cacharros que no sirven para nada!
—Tenemos que amueblar este sitio. No puedo resistir las habitaciones vacías.
—¿Y en qué se nos va todo el dinero? Me estoy poniendo malo de tanto trabajar. —La irritación lo dominaba.
—Pues pago las cuentas… ¿qué crees que hago con el dinero?
—Decías que tenías que aprender a gastar el dinero con prudencia. Nunca se fió nadie de ti en eso. Pues ahora tienes libertad para gastarlo y se te va el dinero sin saber cómo. Precisamente llamaron de casa de la modista, Milly Crozier. Quinientos dólares de un vestido para el embarazo. ¿Acaso el que va a nacer es Luis XIV?
—Sí, ya sé que tu querida madre llevaba sacos de harina —soltaba ella.
—Además, no necesitas un ginecólogo de Park Avenue. Phoebe Gersbach fue al hospital de Pittsfield. ¿Cómo puedo enviarte a Nueva York desde aquí? Está a tres horas y media.
Nos iremos diez días antes.
—¿Y todo el trabajo que tengo aquí?
—Te puedes llevar tu Hegel a la ciudad. De todos modos, se te han pasado varios meses sin leer un libro. Trabajas como un neurótico con todos esos montones de notas. Es grotesco lo desorganizado que eres para tu trabajo. Te pones malo con tantas abstracciones y nunca llegas a nada positivo. De todos modos, maldito sea Hegel y maldita sea esta asquerosa casa. Necesita por lo menos cuatro criados y quieres que haga yo todo el trabajo.
Herzog se puso muy pesado repitiendo cómo había que llevar la casa. Sabía que machacaba demasiado en los pequeños detalles y que esto era inútil. Pero, en realidad, sólo pedía un poco de cooperación con su esfuerzo para que todos se beneficiasen y llevaran en la casa una vida con cierto sentido. Muchas veces tenía que bajar de la escalera, en plena tarea de pintor casero, para responder al teléfono. Era de las tiendas. Las compras de Madeleine se amontonaban.
—¡Jesús! —exclamó—. Otra vez, Mady.
Y allí estaba Madeleine, con aire inocente, con un blusón de maternidad verde botella y medias de sport. Engordaba mucho. El médico le había prohibido comer dulces, pero se atracaba de chocolate cuando no la veían.
—¿Es que no sabes sumar? Se te amontonan los cheques sin que te des cuenta. —Moses la miró furioso.
—Parece mentira que estés siempre con esas pequeñeces.
—No son pequeñeces. Te hablo muy en serio…
—Supongo que querrás empezar ahora a educarme. Veo que te arrepientes de haber dado tu limpio nombre a una manirrota.
—Madeleine, no quiero ser pesado pero debes tener cuidado con tantas cuentas.
—Veo que te pesa gastar el dinero de tu difunto padre. ¡Querido papaíto! Bueno, pues debes recordar siempre que era tu padre, porque yo nunca te pido que compartas conmigo a mi horrible padre. De modo que no te empeñes en hacerme tragar el recuerdo de tu viejo.
—Debes comprender que tenemos que establecer un cierto orden en esta casa.
Madeleine dijo, rápida y firmemente, y con exactitud:
—Tú nunca tienes la casa que quieres. Siempre estás llorando por tu casa de niño y la mesa de la cocina cubierta con un hule, donde estudiabas tu libro de latín. Muy bien, cuéntame otra vez la triste historia de tu pobre madre y tu papá. Y la vieja sinagoga, y las bebidas que fabricaba tu padre durante la prohibición, y tu tía Zipporah…
—Como si tú no tuvieras también un pasado.
—¡Y ahora tendré también que aguantar tu historia de cómo me salvaste! ¡Qué se le va a hacer! Cuéntalo, anda. Dime de nuevo que yo no era más que una pobre muñequita asustada y que no era capaz de afrontar la vida. Pero que llegaste tú, con tu gran corazón, y me diste AMOR y me rescataste de los curas. Me dirás otra vez cómo me SALVASTE y cómo me SACRIFICASTE tu libertad. Anda, quéjate de que te aparté de Daisy y de tu hijo, y de aquella fulana japonesa.
—¡Madeleine!
—¡Mierda!
—Reflexiona un poco, mujer.
—¿Que piense? ¿Qué sabes tú de pensar?
—A lo mejor me casé contigo para perfeccionar mi mente —dijo Herzog—. Estoy aprendiendo.
—Bueno, pues te enseñaré, no te preocupes —terminó la hermosa y preñada Madeleine entre dientes.
***
Herzog anotó, tomándolo de una de sus fuentes favoritas: La oposición es la verdadera amistad. Todo lo que tiene un hombre, su casa, su hijo —sí, todo—, lo dará a cambio de la sabiduría.
El marido —un alma hermosa—, la esposa excepcional, la hija angelical y los amigos perfectos vivían juntos en los Berkshires. El erudito profesor se pasaba el tiempo estudiando… En fin, se había merecido lo que le pasaba. Insistía en ser el ingenuo cuya seriedad le hacía brincar el corazón. Tennie había llamado a Moses zisse n’shamele, una dulce almita. ¡Vaya una reputación a los cuarenta años! Se le humedeció la frente. Una estupidez como aquélla merecía mayor castigo: una enfermedad grave, ser condenado a prisión… De nuevo, podía considerarse «afortunado», (Ramona, buena comida y bebida, invitaciones a la playa). Además, Herzog trabajaba para el futuro. Las revoluciones del siglo XX, la liberación de las masas por la producción, creaban vida privada pero nada proporcionaban para llenarla. Los progresos de la civilización —incluso la supervivencia de ésta— dependían de los buenos éxitos de Moses E. Herzog. Y al tratarle como le trataba, Madeleine perjudicaba un gran proyecto. Para Moses E. Herzog, eso era lo grotesco y deplorable en la experiencia de Moses E. Herzog.
Moses, a quien gustaba coleccionar fotografías, tenía una de Madeleine a los doce años. Con traje de equitación. Estaba retratada junto al caballo, a punto de montar en él, una chica gruesa con cabello largo, gruesos puños y desesperadas ojeras, prematuros signos de sufrimiento y de un afán de venganza. Ataviada con pantalones, botas de montar y sombrero hongo, tenía la altivez de la niña que se sabe cerca de la adolescencia y que pronto tendrá la capacidad de herir. La facultad de hacer daño, es la soberanía. Madeleine sabía más a los doce años que yo a los cuarenta.
En cambio, Daisy había sido una persona muy diferente: más fría, más constante, una mujer judía convencional. Herzog también tenía fotografías de ella guardadas en un arca debajo de la cama, pero no necesitaba mirarlas para evocar su rostro cuando quería: grandes ojos verdes almendrados, cabello dorado pero sin brillo y una piel clara. Era tímida pero también bastante terca. Sin dificultad, la recordaba Herzog como la había visto en una mañana de verano bajo el elevado de la calle 51 de Chicago: una estudiante con difíciles libros de texto y sencillamente vestida. Llevaba unos zapatos blancos pequeños, e iba sin medias. Se sujetaba el pelo con un casquete. El tranvía rojo venía desde los suburbios hacia el oeste. Era muy ruidoso y su trole lanzaba chispas verdes. Moses estaba detrás de ella cuando entregó su billete al conductor. De su cuello y hombros emanaba la fragancia de las manzanas de verano. Daisy era una muchacha campesina. Era infantilmente sistemática, y a veces divertía a Moses recordar que tenía un fichero donde todo estaba previsto; y esta elemental forma de organización tenía un cierto encanto. Cuando se casaron, Daisy metió su dinero suelto en un sobre y lo tenía todo archivado: notas con las cosas que debía hacer, recibos, entradas de los conciertos… En los calendarios señalaba con mucha anticipación lo que había que hacer. La fuerza de Daisy consistía en la estabilidad, la simetría y el orden.
Querida Daisy, tengo unas cuantas cosas que decirte. Mi irregularidad y turbulencia espiritual sacaron de Daisy lo peor de ella. Por ejemplo, hice que llevara las costuras de las medias perfectamente derechas y que sus botones estuvieran distribuidos simétricamente. Fui yo el culpable de aquellas cortinas tan rígidas y de las alfombras tan modernas. Pero ella cuidaba fielmente a aquel hombre implicado en la historia del pensamiento. Creía a Moses cuando éste le afirmaba que estaba muy ocupado. Por supuesto, el deber de toda buena esposa era aguantar a este desconcertante y, con frecuencia, desagradable Herzog y ella lo hacía con una gran neutralidad, presentando objeciones una vez en cada caso pero no más. El resto era silencio, un silencio tan pesado como el que Herzog sentía en Connecticut cuando estaba terminando El Romanticismo y la Cristiandad.
El capítulo sobre «Románticos y entusiastas» estuvo a punto de acabar con los dos. Fue cuando Daisy lo dejó solo en Connecticut. Tenía que volver a Ohio. Su padre se estaba muriendo. Moses se quedó solo leyendo libros sobre el Entusiasmo junto a la cocinita de níquel. Envuelto en una manta como un indio, escuchaba la radio y discutía consigo mismo.
Era un invierno muy duro. El hielo se ponía duro como la roca. La superficie de la charca era una gran capa de hielo resonante. Los olmos, gigantescas formas de arpas, crujían. Herzog, responsable ante la civilización, trabajaba en su puesto helado y, cuando las estufas no funcionaban, se ponía un casco de aviador y se acostaba procurando conciliar a Bacon y a Locke por un lado, y al Metodismo y William Blake, por otro. Su vecino más próximo era un sacerdote, Mr. Idwal, que tenía un automóvil en pleno funcionamiento, un Ford del modelo A, mientras que el Whippet de Herzog estaba completamente inmovilizado por el hielo. Iban juntos al mercado. La señora Idwal hacía unas tartas muy ricas llenas de gelatina de chocolate y las dejaba, como buena vecina, en la mesa de Moses. Cuando éste regresaba de sus solitarios paseos a orillas del lago y por el bosque, se encontraba con las tartas en grandes fuentes de Pirex y se las acercaba a la cara para calentarse las mejillas. Por la mañana, mientras comía su gelatina de chocolate, veía a Idwal, bajo y coloradote, con sus gafas de montura de acero puestas, haciendo ejercicios gimnásticos en ropa interior. Mientras, su esposa esperaba sentada en la salita con las manos una sobre otra, y en su rostro caía el sol a través del encaje de los visillos. Herzog fue invitado a tocar su oboe acompañando a la señora Idwal, que tocaba un melodeón, las tardes de domingo, cuando las familias de los granjeros cantaban himnos. Pero ¿eran realmente granjeros? No; sólo los pobres de los alrededores, gente que hacía los trabajos que buenamente se presentaban. La salita estaba caldeada; y el aire, cargado. Moses, con penetrante melancolía judía, interpretaba himnos. Sus relaciones con el reverendo y la señora Idwal fueron excelentes hasta que el ministro empezó a citarle ejemplos de rabíes ortodoxos que se habían convertido al Cristianismo. Las fotos de aquellos rabíes conversos, con sus sombreros de piel y sus barbas, empezaron a aparecer junto a las tartas. Los grandes ojos de estos hombres y sus labios prominentes, así como sus espumeantes barbas, empezaron a parecerle de locos a Moses y decidió cortar sus relaciones con el nevado cottage vecino. Temía por su salud mental, sobre todo estando ahora solo e impresionado por la muerte del padre de Daisy. A Moses le parecía estar viendo a su suegro en el bosque, y cuando abría la puerta de su casa, creía verlo allí sentado, esperándole a la mesa o sentado en el cuarto de baño.
Pero Herzog cometió un error al rechazar a los rabíes de Idwal. El clérigo tenía cada vez más ganas de convertir a Herzog e iba a visitarlo todas las tardes para sostener con él discusiones teológicas. Estas visitas no cesaron hasta que regresó Daisy. Ésta venía apenada, con los ojos brillantes de haber llorado, estaba casi siempre callada y daba muestras de una gran resistencia. ¡Y el niño! Empezó el deshielo y era la gran ocasión para hacer hombres de nieve. Moses y Marco esculpieron varias figuras bordeando el caminito de la entrada. Los muñecos de nieve tenían unos ojillos de antracita que brillaban incluso con la luz de las estrellas. Llegada la primavera, la negrura de la noche se alegraba con los cantos de algunos pajarillos. A Herzog empezó a animarle el corazón aquel paisaje.
***
Herzog, desde la media altura de Nueva York, miraba a la calle y veía a la multitud de la hora de almorzar como hormigas sobre un cristal ahumado. Envuelto en su arrugada bata y sorbiendo café frío, apartado de la tarea cotidiana de las gentes para dedicarse a su selecta labor, aunque ya sin confianza en su vocación, intentaba de vez en cuando reanudar el trabajo.
Pensó una carta para Nachman, su amigo.
Querido Nachman, escribió. Sé que fue a ti a quien vi en la calle 8 el lunes pasado. Y salías corriendo para no tener que saludarme. A Herzog se le oscureció el rostro. Eras tú, sí, mi amigo de hace casi cuarenta años. Éramos compañeros de juego en la calle Napoleón, en los suburbios de Montreal.
Sí, en aquella revuelta calle por donde transitaban los homosexuales con barbas leonadas y con los ojos pintados de verde, allí surgió, inesperadamente y con una gorra de beatnik el compañero de juegos de Herzog. Su nariz gruesa, el cabello ya blanco, unas gafas gruesas y sucias… El poeta, cargado de espaldas, miró a Moses y salió corriendo. Materialmente, cruzó corriendo a la otra acera. Se subió el cuello y se detuvo a contemplar el escaparate de la tienda de quesos. ¡Nachman! Acaso creíste que te iba a pedir el dinero que me debías. Hace y a mucho tiempo que renuncié a cobrarlo. En París, después de la guerra, aquel dinero significaba muy poco para mí. Entonces me sobraba.
Nachman había ido a Europa para escribir poesía. Vivía en el barrio árabe de la calle Saint Jacques. Herzog estaba instalado cómodamente en la calle Marboeuf. Arrugado y sucio, Nachman, con la nariz colorada de llorar, y su rostro arrugado, que parecía el de un moribundo, apareció en la puerta de Herzog una mañana.
—¿Qué te ha ocurrido?
—Moses, se han llevado a mi esposa, a mi Laurita.
—Espera un momento. Explícame. —Quizás estuviera Herzog un poco frío, pues le molestaban aquellos excesos.
—Su padre. Ya sabes, el viejo que trabaja en eso de cubrir los suelos. El muy brujo se la ha llevado. Y la pobrecilla morirá sin tenerme a su lado. No puede vivir sin mí y yo tampoco puedo soportar la vida sin ella. Tengo que regresar a Nueva York.
—Entra, entra. No podemos hablar en este pasillo.
Nachman entró en la salita. Era un pequeño piso amueblado al estilo de los años veinte, de una absoluta corrección. Nachman parecía no atreverse a sentarse con sus pantalones manchados de barro.
—Ya he estado en todas las compañías de navegación. Hay sitio en el Hollandia, que sale mañana. Tienes que prestarme dinero para el billete o estoy perdido. ¿Qué voy a hacer aquí sin ella?
Sinceramente, pensé que estarías mejor en América.
Nachman y Laura habían recorrido Europa y, en el país de Rimbaud, habían leído en voz alta las cartas de Van Gogh y los poemas de Rilke. Laura no estaba muy bien de la cabeza. Era muy delgada y de rostro dulce. Tenía hacia abajo las comisuras de la boca. Cogió la gripe en Bélgica.
—Te devolveré hasta el último céntimo —dijo Nachman retorciéndose las manos. El reuma le había deformado los dedos. Tenía la cara marcada por la enfermedad, el sufrimiento y el absurdo.
Creí que lo más barato sería mandarte a Nueva York. En París me encontraba expuesto a que me sablearas con frecuencia. Ya ves que no pretendo ser altruista. Quizá, pensó Herzog, se asustase al verme. ¿Acaso he cambiado aún más que él? ¿Se horrorizó Nachman al ver a Moses? Pero hemos jugado juntos en la calle, de niños. Fue tu padre quien me enseñó el «aleph-beth». Tu padre Reb Shika.
La familia de Nachman vivía en las habitaciones de enfrente. Cuando tenía cinco años, Moses cruzaba la calle para jugar con Nachman, la calle Napoleón. Subía las viejas escaleras de madera con gatos agazapados en los rincones o que subían sigilosos. Reb Shika tenía una tez amarillenta, de mongol, y era pequeño y guapo. Usaba un gorro de satén para cubrirse el cráneo y tenía unos bigotes como los de Lenin. Protegía su estrecho pecho con una camiseta de invierno. Sobre la tosca mesa tenían una Biblia. Moses veía claramente las letras hebreas —DMAI OCHICHO— «la sangre de tu hermano». Sí, eso era. Dios le hablaba a Caín. La sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra.
A los ocho años, Moses y Nachman compartían un banco en el sótano de la sinagoga. Las páginas del Pentateuco olían a moho y los sweaters de los chicos estaban húmedos. El rabí, de barba corta, les reñía:
—Tú, Rozavitch, vago. ¿Qué dice aquí de la mujer de Putifar? V’tispesayu b’vigdi…
—Y le agarró su…
—¿Su qué? Beged.
—Beged. Un abrigo.
—Una prenda, ladronzuelo. Mamzer! Lo siento por tu padre. ¡Vaya heredero que tiene! ¡Vaya Kaddish! Ya comerás tocino y jamón antes de que ese cuerpo esté enterrado. Y tú, Herzog, con esos ojos de hipopótamo… sigue. V’yaizov bidgo b’yodo…
—Y la dejó en sus manos…
—¿Qué dejó?
—Bigdo, la prenda.
—Tienes que trabajar más, Herzog, Moses. Tu madre cree que has de ser un gran lamden, un rabí. Pero yo sé muy bien lo perezoso que eres. ¡Los corazones de las madres se destrozan precisamente por los manzeirim como tú! ¿Te conozco o no, Herzog? Como si te viera al través.
El único refugio era el W. C, donde las bolas de alcanfor desinfectaban un poco el ambiente y los viejos entraban con ojos legañosos, casi ciegos, suspirando y mascullando trozos de liturgia mientras orinaban. Nachman, con los pantalones caídos, tocaba la armónica y canturreaba «It’s a Long Way to Tipperary». Se oía el ruido de la saliva en las celdillas del instrumento de lata mientras él soplaba y chupaba. Los viejos con sombrero hongo se lavaban las manos y se peinaban las barbas con los dedos. Moses los observaba.
Lo más probable era que Nachman hubiera salido huyendo de la potencia de la memoria de su amigo. Moses perseguía a todos con ella. Era como una peligrosa y terrible máquina.
La última vez que nos encontramos —¿cuántos años hace de eso?— fui contigo a visitar a Laura. Ésta se hallaba entonces en un manicomio. Herzog y Nachman habían transbordado varias veces. Por lo menos siete. En Long Island había unas mil paradas de autobús. En el hospital recorrían los pasillos unas mujeres con vestidos de algodón verde y zapatos suaves, murmurando. Laura tenía vendadas las muñecas. Era el tercer intento de suicidio que le conocía Herzog. Estaba sentada en un rincón acunándose los pechos en los brazos cruzados y sólo quería hablar de literatura francesa. Tenía el rostro como alelado y movía los labios sin cesar. Moses tuvo que reconocer que él nada entendía de la forma de las imágenes de Valéry.
Con la puesta del sol, se marcharon Herzog y Nachman. Cruzaron el patio de cemento que estaba mojado por una reciente lluvia otoñal. Desde el edificio, una multitud de fantasmas con uniformes verdes los veían alejarse. Laura, desde la verja, levantó, para despedirlos, una mano vendada. Adiós. Su boca, grande, decía en silencio: Adiós, adiós. El cabello le enmarcaba la cara, lacio. Era una figura infantil, muy estirada aunque con curvas femeninas. Nachman decía con voz enronquecida: «Mi niña, pobrecita, novia mía. La han aislado a la desgraciada nuestros machers, nuestros amos. La han encarcelado. Como si al quererme hubiera revelado que estaba loca. Pero he de ser lo bastante fuerte para proteger nuestro amor». Nachman tenía hundidas las mejillas. Por debajo de los ojos, su piel aparecía amarillenta.
—¿Por qué quiere matarse? —preguntó Moses.
—Es por la persecución de la familia. ¿Qué te figuras? ¡Así es el mundillo burgués de Westchester! Noticias de su boda en los periódicos, ropa blanca en el ajuar, facturas… eso era lo que esperaban sus padres de su casamiento. Pero ella es un alma pura que sólo entiende de cosas puras. Aquí es como una mujer de otro mundo. La familia sólo quiere separarnos. En Nueva York también teníamos que andar por ahí vagando. Cuando volvimos de Europa —gracias a ti, y te devolveré el dinero que me prestaste— no teníamos para alquilar una habitación. ¿Cómo podría yo trabajar en algo si debo dedicarme a cuidar de ella? Los amigos nos dieron cobijo. Un camastro para dormir y para amarnos.
Herzog sentía gran curiosidad, pero sólo dijo: —¿Oh?
—No hablaría de estas cosas con ninguna otra persona, amigo mío. Teníamos que tomar muchas precauciones. Cuando nos exaltábamos, teníamos que advertirnos mutuamente de la necesidad de ser prudentes. Para nosotros, hacer el amor era algo sagrado y habíamos de cuidar de no poner celosos a los dioses. —Nachman hablaba con una voz alterada, monótona y ronca—. Adiós, ángel mío, querida mía, adiós. —Y llevándose los dedos a los labios, le echaba besos a Laura dolorido y tierno.
Camino del autobús, continuó perorando, obsesionado:
—Detrás de este asunto está la América burguesa. Es un mundo asqueroso de finuras y excrementos. Una civilización orgullosa y vaga que adora su propio aburrimiento. Tú y yo nos educamos en la antigua pobreza. No sé hasta qué grado te habrás hecho americano desde nuestra infancia en el Canadá porque tú has vivido aquí muchísimo tiempo. Pero yo nunca adoraré a los dioses grasientos de esta gente. Yo no, desde luego. Ya sabes que no soy marxista. Mi corazón pertenece a William Blake y a Rilke. Pero ya sabes cómo puede ser un hombre como el padre de Laura. Ya sabes: Las Vegas, Miami Beach… Querían que Laura pescara un marido en la Fountainblue, un marido con dinero. Cuando estén a punto del Juicio Final, junto a la última tumba de la humanidad, esa gente seguirá contando su dinero. Estarán rezándole a su cuenta corriente… —Nachman siguió perorando, monótono y aburrido. Había perdido varios dientes y se le había reducido la mandíbula y, sin afeitar, tenía las mejillas pinchantes. Sin embargo, Herzog lo seguía viendo como había sido a los seis años. No podía borrar la visión de ninguno de los dos Nachman, el de antes y el de ahora, que se le aparecían juntos. Pero el que le resultaba real, auténtico, era aquel niño con la carita de buen color, la dentadura mellada y los labios siempre sonrientes, la blusa abotonada y los pantalones cortos. Ésa era la visión real, no este otro Nachman discurseante y exaltado, que ahora decía—: Quizá quiera la gente que se acabe la vida. La han emporcado. Han convertido en una porquería el valor, el honor, la sinceridad, la amistad, el deber… Todo se ha emporcado. De manera que nos da ya asco hasta el pan nuestro de cada día, que prolonga nuestra inútil existencia. Había una época en que verdaderos hombres nacían, vivían y morían. En cambio, ¿podemos llamarlos hombres a éstos de ahora? Sólo somos criaturas. Incluso la muerte debe de estar cansada de nosotros. Me figuro a la Muerte presentándose ante Dios y preguntándole: «¿Qué hago ahora? Ya no hay grandeza alguna en ser la Muerte. Libérame, Dios mío, de tanta mezquindad».
—Yo creo que exageras, Nachman —recordaba Moses que le había contestado—. Ya sabemos que la mayoría de la gente nada tiene de poética; pero exageras al considerar eso como una traición.
—Bueno, amigo de la infancia, veo que te has acostumbrado a aceptar la vida falsa de ahora. Pero yo no puedo; me doy cuenta de la obstinación de los tullidos. No nos amamos unos a otros, pero persistimos en nuestra tozudez. Cada hombre sigue siendo él mismo, tercamente él mismo. Por encima de todo, eternamente, cada uno quiere ser sólo él mismo. Cada una de esas criaturas posee una cualidad secreta y por conservarla es capaz de cualquier cosa. Pondrá el mundo boca abajo pero nunca renunciará a esa cualidad. De eso tratan mis poemas. Sé que no te parecen bien mis Nuevos Salmos. Estás ciego, amigo mío.
—Quizá.
—Pero eres un buen hombre, Moses. No eres capaz de arrancarte tus raíces pero tienes un buen corazón, como tu madre. Tu espíritu es fino como el de ella. Cuando yo pasaba hambre, de niño, ella me daba de comer. Ella misma me lavaba las manos y me sentaba a la mesa. Lo recuerdo muy bien. Y fue la única persona que trató con amabilidad a mi tío Ravich, el borracho. A veces rezo por tu madre.
Yiskor elohim es nishmas Imi… El alma de mi madre.
—Hace mucho tiempo que murió.
—Y también rezo por ti, Moses.
El autobús de gigantescos neumáticos avanzaba por los charcos color de puesta de sol, aplastando hojas secas y ramas de ailanto. Era un recorrido interminable por los suburbios populosos con bajas casas de ladrillo.
Pero quince años después, en la calle 8.a, Nachman salió corriendo. Parecía muy envejecido, cargado de espaldas, muy venido a menos, mientras huía hacia la acera de enfrente y se paraba en el escaparate de la quesería. ¿Dónde estará su mujer?, se preguntaba Herzog. Seguramente había huido de él para no darle explicaciones. ¿O era que lo había olvidado todo? Pero yo, con mi monstruosa memoria (todos los locos y todos los muertos los tengo a mi custodia y soy la némesis de todos los que preferirían el olvido). Ligo a los demás a mis sentimientos y los oprimo.
¿Era Ravich efectivamente tu tío o sólo un aldeano que vivía con vosotros? Nunca estuve seguro de ello.
Ravich vivía con los Herzog en la calle Napoleón. Como un actor trágico de teatro yiddish, con una nariz recta de borracho y un sombrero hongo muy apretado sobre las venas de su frente, Ravich, con un delantal puesto, trabajaba en la frutería que había cerca de la calle Rachel en 1922. Allí, en el mercado, sudaba una mezcla de serrín y nieve. El escaparate estaba cubierto por anchas hiladas de hielo, y contra la luna de vidrio se apilaban las rojas naranjas y las manzanas rojizas. Y allí estaba el melancólico Ravich, colorado de frío y de tanto beber. La gran ilusión de su vida era traerse a su familia —la esposa y dos hijos— que aún estaban en Rusia. Pero primero tendría que encontrarlos pues se le habían perdido durante la Revolución. De vez en cuando adecentaba su aspecto e iba a la Asociación de Ayuda a los Inmigrantes hebreos para informarse. Pero nunca sabían allí nada de lo que a él le interesaba. Se bebía su paga, aunque nadie se juzgaba a sí mismo con mayor severidad. Cuando salía de la taberna, se paraba en plena calle y dirigía el tráfico, cayéndose entre los vehículos con gran peligro de su vida. Los policías estaban ya cansados de encerrarlo en los calabozos para los borrachos. Lo llevaban a su casa —donde vivía Herzog— y le daban un empujón al llegar al portal. Ravich, a altas horas de la noche, cantaba a las heladas estrellas con una voz sollozante.
Alein, alein, alein, alein
Elend vie a shtein
Mit die tzen finger… alein.
Jonah Herzog se echaba abajo de la cama, encendía la luz de la cocina y escuchaba. Llevaba un camisón ruso de lino con una pechera plisada, lo último que le quedaba de su ropa de caballero en Petersburgo. Tenía apagada la estufa toda la noche, y Moses, acostado en la misma cama que Willie y Shura, se quedaba sentado con sus hermanos mirando a su padre. Éste, de pie debajo de la bombilla, que tenía una pantalla terminada en una punta de lanza, como un casco de guerra alemán. El retorcido filamento de tungsteno daba mucha luz. Fastidiado y compadeciéndose del borracho, Herzog padre, con su redonda cabeza levantada, miraba al techo. Movía la cabeza y meditaba:
Solo, solo, solo, solo
Solitario como una piedra
con mis diez dedos… solo.
La madre de Herzog decía desde el dormitorio del matrimonio:
—Jonah, ayúdalo.
—Muy bien —decía su marido, pero no se movía.
—Jonah… me da lástima ese hombre.
—También nosotros debemos dar lástima —decía Herzog padre—. Maldita sea. Duérmete que, para un rato que está uno descansando tranquilamente, tiene que venir ese maldito judío a despertarnos. Ni siquiera sabe emborracharse bien. ¿Por qué no se pondrá alegre cuando bebe, eh? Tiene que berrear y partirle a uno el corazón. En fin, que reviente. Ya está bien con que tenga yo que alquilar una habitación a ese miserable.
Al tastir ponecho mimeni
Me quedé sin un penique.
No te escondas de nosotros
Que nadie puede negarte.
Ravich, desentonado y persistente, gritaba en la negra y helada escalera.
O’Brien
Lo mir trinken a glesele vi-ine
Al tastir ponecho mimeni
Que no me queda un penique
Eso nadie puede negarlo.
Jonah Herzog, aunque fastidiado, se reía entre dientes.
—Jonah… por favor, hombre. Genug schon.
—Déjalo que se las arregle, mujer.
—Es que va a despertar a toda la calle.
—Yo no me acerco a él porque estará cubierto de vómitos.
Pero fue, porque también compadecía a Ravich aunque éste era uno de los símbolos de su condición venida a menos. En Petersburgo tuvo criados. Y es que, cuando estaba en Rusia, Jonah Herzog era un caballero. Con papeles falsificados, desde luego, pero muchos caballeros tenían que vivir con la documentación falsa.
Los niños seguían mirando a la vacía cocina. La negra estufa apagada, contra la pared. Una alfombra japonesa de caña protegía la pared de las salpicaduras de cuando guisaban.
Divertía a los chicos escuchar a su padre tratando de convencer al borracho Ravich para que se pusiera en pie. Era como el teatro de la familia. «¿Nu, landtsman?». ¿No puedes andar? Está helando. A ver si puedes poner tu pie en el escalón. Schneller, schneller. —Se reía, aunque el esfuerzo que hacía por ayudar al otro le cortaba la respiración—. Creo que tendremos que dejar aquí tus asquerosos pantalones. ¡Uh! —Los chicos se apretaban en el frío, sonrientes.
Papá ayudaba al otro a entrar en la cocina. Ravich traía los pantalones hechos un asco, la cara colorada y los brazos caídos, como los de un mono. Bajo el hongo, sus ojos cerrados renunciaban al mundo.
En cuanto a mi difunto padre, el desgraciado J. Herzog, no era un buen mozo, uno de los Herzog de huesos pequeños, de rasgos finos, hombres guapos y nerviosos. En sus frecuentes explosiones de mal humor abofeteaba rápidamente a sus hijos con ambas manos. Todo lo hacía con rapidez y precisión y unos floreos muy hábiles de europeo oriental: peinarse, abotonarse la camisa, afilar sus navajas de afeitar, sacarle punta a los lápices, llevarse una hogaza de pan al pecho y cortarla en rebanadas en dirección a su cuerpo, atar paquetes con pequeños y fuertes nudos, y anotarlo todo con precisión de artista en su librito de cuentas. En éste, cada página cancelada quedaba tachada por una X cuidadosamente dibujada. Los unos y los sietes iban cruzados por barras. Eran como pendones agitándose al viento del fracaso. Primero, Jonah Herzog había fracasado en San Petersburgo. Estuvo importando cebollas de Egipto. Bajo Pobedonóstev, la policía lo detuvo por resistencia ilegal y lo llevaron ante el tribunal. El relato del juicio fue publicado en un periódico ruso impreso en un papel verde y grueso. Herzog padre lo sacaba a veces y lo leía en voz alta a toda la familia traduciéndoles lo que allí se decía contra Ilyona Isakovitch Herzog. No cumplió la sentencia. Logró escapar, y llegó al Canadá donde vivía su hermano Zipporah Yaffe.
En 1913 compró un poco de tierra cerca de Valleyfield, Quebec, y fracasó como agricultor. Luego fue a la ciudad y allí fracasó como panadero; también fueron completos fracasos sus actividades como tendero y fabricante de sacos durante la Guerra Europea, cuando nadie más fracasaba. También montó una agencia matrimonial pero aquello le salió muy mal, porque su carácter violento y rudo no servía para semejante actividad. Y ahora estaba fracasando como fabricante clandestino de licores, pero procuraba ganarse la vida.
Andaba con prisa, desafiante, con el rostro en tensión y caminaba con una mezcla de desesperación y de buen tono dejando caer su peso a cada paso sobre un talón. La chaqueta, que antes tenía forrada de piel de zorro, se le había vuelto seca y pelada con el forro, rojo, medio roto. Se le abría la chaqueta al andar y despedía un olor a cigarrillos Caporal. Se había acostumbrado a fumarlos en el Canadá. Para librarse de la ilegalidad, procuraba hacer negocios serios. Podía calcular mentalmente los porcentajes con gran rapidez pero carecía de esa imaginación que tiene para las trampas todo comerciante de buen éxito. Viajaba en tranvía. Vendía una botella aquí y otra allá y siempre esperaba a que le llegara su gran oportunidad. Los traficantes de ron americanos le compraban a uno la bebida en la frontera y pagaban un buen precio; lo que pidiera usted si podía llevar el alcohol hasta allí. En espera de las buenas ocasiones, Jonah Herzog fumaba cigarrillos en las frías plataformas de los tranvías. La Hacienda andaba tras él y le vigilaban el camino de la frontera. En la calle Napoleón, tenía cinco bocas que llenar. Willie y Moses eran enfermizos. Hellen estudiaba piano. En cuanto a Shura, era gordo, glotón, desobediente y siempre andaba tramando algo. Jonah Herzog estaba siempre debiendo dinero; tenía atrasos en el pago del alquiler y de la factura del médico. No dominaba el inglés, no contaba con amigos ni influencias ni un negocio serio. No podía contar en todo el mundo con alguien que le ayudara. Su hermana Zipporah, que estaba en St. Anne, era rica, riquísima, pero esto de nada le servía a él sino que, por el contrario, le fastidiaba.
El abuelo Herzog vivía aún por entonces. Con el instinto de un Herzog en las grandes ocasiones, se refugió en el Palacio de Invierno en 1918 (los bolcheviques lo toleraron durante algún tiempo). El viejo escribía largas cartas en hebreo. En la tremolina había perdido sus libros y le era imposible estudiar. En el Palacio de Invierno había que pasarse el día andando de un lado para otro si se quería encontrar un minyan. Y por supuesto también estaba el hambre. Más tarde predijo que la Revolución fracasaría y procuró adquirir dinero zarista con la intención de convertirse en un millonario cuando restaurasen a los Romanov. Los Herzog recibían paquetes de rublos que para nada valían, y Willie y Moses jugaban con grandes sumas. Cuando ponía uno a contraluz alguno de aquellos espectaculares billetes, se veía a Pedro el Grande y a la no menos grande Catalina en el papel arco iris. El abuelo Herzog había pasado ya de los ochenta años pero aún estaba fuerte. Tenía una mente poderosa y su caligrafía hebrea era elegante. Cuando su familia estaba ya en Montreal, su hijo Jonah leía en alta voz las cartas del abuelo: frío, piojos, hambre, epidemias, muertos… El viejo escribía: «¿Volveré a ver los rostros de mis nietos? ¿Y quién me va a enterrar?». Jonah Herzog trataba de leer por dos o tres veces la frase siguiente, pero le faltaba la voz. Sólo le salía un murmullo. Los ojos se le llenaban de lágrimas y, de pronto, se llevaba la mano a la boca, sobre la que caían los grandes bigotes. Salía precipitadamente de la habitación. Mamá Herzog, con sus grandes ojos muy abiertos, permanecía sentada con sus hijos en la cocina donde nunca entraba el sol. Parecía una cueva, con aquella estufa negra tan vieja, el fregadero de hierro, las alacenas verdes, y el hornillo de gas.
Mamá Herzog tenía una manera muy peculiar de enfrentarse con el presente, volviéndole en parte la cara. Así, lo veía a la izquierda y a veces trataba de rehuirlo con la derecha. Y en esta parte, solía tener una mirada soñadora, melancólica, como si estuviera viendo entonces el Viejo Mundo: a su padre, el famoso misnagid, su trágica madre, sus hermanos —unos vivos y otros muertos— su hermana, la ropa blanca y las criadas que tenía en San Petersburgo, y la dacha que poseía la familia en Finlandia (todo ello gracias a las cebollas egipcias). En América fue cocinera, lavandera, costurera en la calle Napoleón para los vecinos del suburbio. Fue encaneciendo, perdió los dientes y hasta las uñas se le estropearon. Le olían siempre las manos a fregadero.
Lo que nunca comprendió Herzog era cómo pudo su madre mimar a sus hijos. Desde luego, a mí me mimaba. Una vez anochecido, iba tirando de mí en un trineo sobre una dura capa de hielo brillante. Quizá fueran las cuatro de un corto día de enero. Cerca de la tienda de comestibles nos encontramos a una vieja envuelta en un chal que dijo: «¡Pero, hija mía, por qué va usted tirando del chico!». Mamá, con su carita helada y sus grandes ojeras, respiraba con dificultad. Llevaba el abrigo roto, un gorro de lana roja, puntiagudo, y unas botas altas abotonadas, demasiado finas. A la puerta de la tienda colgaban unos manojos de pescado seco; había un olor rancio a azúcar, queso y jamón. Sonaba la campanilla de la entrada, de la que se tiraba por un alambre. «Hija mía —prosiguió la vieja— no sacrifique usted sus fuerzas a los niños». Pero yo fingía no comprender y seguía en el trineo. Una de las cosas más difíciles de la vida es hacer que no se comprende lo que está muy claro. Pero creo que lo conseguí, pensó Herzog.
Mijail, el hermano de mamá, murió de tifus en Moscú. Le cogí la carta al cartero y la llevé a casa. Era el día en que se lavaba la ropa y el vapor del agua hirviendo salía por la ventana. Mamá estaba frotando y retorciendo la ropa en un baño. Cuando le leí la carta, dio un grito y se desmayó. Se le pusieron blancos los labios. Se le había quedado un brazo dentro del agua, con la manga y todo. Estábamos los dos solos en casa. Me aterré cuando la vi tumbada así, con las piernas abiertas, su largo cabello deshecho, la boca sin sangre y, en general, como una muerta. Pero no tardó en levantarse y fue a tenderse en su cama. Se pasó el día llorando. Pero al día siguiente, muy temprano, preparó el desayuno de avena.
Mi lejano pasado. Más remoto que el de Egipto. Sin amaneceres, y todos los inviernos con niebla. En la oscuridad, la bombilla está encendida y la estufa fría. Papá sacudía las rejas y se levantaba un polvo como ceniza. Las rejas crujían y chirriaba. Papá tosía continuamente por culpa de sus cigarrillos Caporal. Las chimeneas, con sus tejadillos, se movían con el viento. El lechero llegaba en su trineo. La nieve estaba emporcada con los abonos y toda clase de suciedades, ratas y perros muertos. El lechero, abrigado con su zamarra de piel de oveja, agitaba la campanilla. Hellen abría el cerrojo y bajaba con un cacharro para la leche, y luego Ravich, aún con restos de su borrachera, salía de su cuarto enfundado en su gordo sweater, con los tirantes por encima de la lana para apretársela más al cuerpo y el sombrero hongo puesto, con la cara colorada y un cierto aire de culpabilidad. Siempre esperaba a que le ofrecieran asiento.
La luz de la mañana no podía librarse de las tinieblas de la helada noche. Las ventanas de la calle, hacia arriba y hacia abajo, estaban oscuras y las chicas, de dos en dos con sus faldas negras, se marchaban hacia el convento. Pasaban carros, trineos, los caballos temblaban de frío y el aire parecía ahogado en una masa de plomo. Y por todas partes se veía ceniza. Moses y sus hermanos se ponían las gorras y rezaban juntos:
Ma tovu ohaleha Yaakov…
Qué bien están tus tiendas, oh, Israel.
Así, en la calle Napoleón, llena de suciedad y locura, la calle sacudida por un tiempo infame, los chicos del contrabandista recitaban las antiguas plegarias. El corazón de Moses se sentía ligado a aquel ambiente intensamente. Allí había una riqueza de sentimientos humanos muy superior a la que él pudiera conocer el resto de su vida. Allí, los hijos de la raza, por un milagro que nunca fallaba, abrían sus ojos a una sucesión de mundos extraños y salmodiaban rezos que eran siempre la misma plegaria con la que expresaban su amor a aquel ambiente. ¿Acaso había algo malo en la calle Napoleón?, pensaba ahora Herzog. Todo lo que él anhelaba estaba allí. Su madre hacía la colada y se quejaba. Su padre estaba siempre desesperado y asustado, pero luchaba con obstinada terquedad. Mientras, su hermano Shura, mirándolo todo con ojos maliciosos, se disponía a conquistar el mundo y convertirse en millonario. Su hermano Willie sufría unos ataques de asma terribles. En su afán por respirar, se agarraba a la mesa y se empinaba como un gallo a punto de cantar. Su hermana Hellen tenía unos largos y blancos guantes que lavaba cuidadosamente. Se los ponía para dar sus clases en el Conservatorio, adonde llevaba los papeles de música en un rollo. En la casa tenían el diploma de Hellen colgado en un marco. Mlle. Hélène Herzog… avec distinction. Sí, su linda hermana, tan suave, que sabía tocar el piano.
Una noche de verano estaba tocando y las claras notas escapaban a la calle por la ventana. El gran piano vertical estaba cubierto con terciopelo de un verde musgoso como si la tapa fuera una losa de piedra. Del tapete colgaba un borde de bolas que parecían nueces. Moses se quedaba de pie delante de Hellen mirando cómo volvía ésta las páginas de Haydn y Mozart y sentía deseos de aullar como un perro. ¡Oh, la música!, pensó Herzog. Hellen tocaba el piano y llevaba una falda tableada, y sus puntiagudos zapatos se aferraban a los pedales. Era una chica vanidosa, pero siempre muy cuidadosa de su aspecto. Fruncía las cejas mientras tocaba el piano y le aparecía entre los ojos la arruga de su padre. Su gesto fruncido daba a entender que estaba realizando una acción peligrosa. La música salía a la calle.
La tía Zipporah no veía con buenos ojos este asunto de la música. Decía que Hellen no estaba dotada para el piano y que solamente lo tocaba para impresionar a la familia. Quizá para pescar un marido. Lo que le molestaba a la tía Zipporah era la ambición de mamá de que sus hijos fueran abogados, caballeros, rabíes o artistas. Toda la rama de la familia tenía la locura de la casta, de ser unos yichus. Ninguna vía era tan pobre ni insignificante para que no pudiera tener unos méritos imaginarios, unos honores en perspectiva, y una libertad brillante que disfrutar.
Moses llegó a la conclusión de que la tía Zipporah quería contener el afán de Mamá y que echaba en cara a Papá su fracaso en América identificándolo con aquellos guantes largos y blancos de Hellen y las lecciones de piano. Zipporah poseía un enérgico carácter. Era lista, ingeniosa, pero siempre estaba quejándose y peleándose con todos. Su cara, delgada y que se le ruborizaba con frecuencia, tenía la nariz bien formada, aunque quizá demasiado delgada. Su voz era nasal y siempre con un tono de crítica y reproche. Tenía anchas caderas y andaba con pasos largos y enérgicos. Le colgaba por la espalda una trenza muy gruesa y brillante.
El tío Yaffe, marido de Zipporah, era una persona reservada, que siempre hablaba en voz baja, y de buen humor. Pequeño de estatura, era sin embargo de constitución fuerte. Muy ancho de hombros, llevaba una barba negra como la del rey Jorge V. Recta y rizada, era un buen adorno para su morena cara. Tenía dentado el puente de la nariz. De dientes anchos, lucía en uno de ellos un puente de oro. Un día, cuando jugaban a las damas, Moses olió el aliento de su tío. Inclinado sobre el tablero, la ancha cabeza del tío Yaffe, con su cabello corto y negro —era un poco calvo—, estaba algo inquieto. Pero ese temblor nervioso lo tenía siempre. El tío Yaffe, como si llegase del pasado, parecía haber descubierto a su sobrino en aquel mismo instante y por eso le miraba fijamente con sus ojos castaños de animal inteligente, sensible y satírico. Brillaban sus ojos astutamente y se sonreía, con retorcida satisfacción, de los errores del joven Moses en el juego.
En el patio de Yaffe, en St. Anne, la chatarra amontonada soltaba su orín en los charcos. A veces había una cola de chatarreros esperando. Chicos, viejos irlandeses, ucranianos, y pieles rojas de la reserva de Caughnawaga, que venían con carritos de mano y pequeños carros trayendo botellas, harapos, tuberías viejas, material de electricidad desechado, loza, papel, neumáticos y huesos, todo ello para venderlo. El viejo, enfundado en su cardigan marrón, se inclinaba sobre aquellos restos, y sus fuertes pero temblorosas manos elegían lo que había de comprar. Sin volverse a incorporar, tiraba los trozos de chatarra al sitio donde pertenecían: el hierro aquí, el cinc allí, el cobre a la izquierda, el plomo a la derecha. Con este negocio, sus hijos y él hicieron dinero durante la guerra. La tía Zipporah compró terrenos y ahora cobraba buenas rentas. Moses sabía que su tía levaba en el corazón una cuenta corriente y, materialmente, tenía siempre un rollo de billetes en el escote. Él lo había visto.
—Bueno, mujer, por lo menos tú no has perdido nada viniendo a América —le dijo un día Papá.
Su respuesta fue aguda y seca: —No es un secreto cómo hemos empezado. Trabajando sin cesar. Yaffe tomó un pico y una pala y no paró hasta que ahorramos un poco. Pero lo que eres tú… ¡Cuando yo te digo que naciste con una camisa de seda! —Después de dirigirle una mirada rápida a Mamá, prosiguió—: En San Petersburgo estabas acostumbrado a darte mucho pisto con criados y cocheros y todo eso. Parece que te estoy viendo cuando bajasteis del tren en Halifax, que venías vestido como un príncipe. Gott meiner! Plumas de avestruz, faldas de tafetán. Greenhorns mit strauss federn! Ahora tenéis que olvidar las plumas, los guantes y todo eso. Ahora…
—A mí me parece como si hiciera mil años de eso —dijo Mamá—. Por mi parte, he olvidado por completo que alguna vez he tenido criados. Soy yo la criada. Die dienst bin ich.
—Todo el mundo tiene que trabajar. No debe uno estarse toda la vida sufriendo las consecuencias de un fracaso. ¿Por qué tienen que ir vuestros hijos al Conservatorio? Que trabajen como los míos.
—Ella no quiere que nuestros hijos sean cualquier cosa —dijo Papá.
—Pues mis hijos no son precisamente cualquier cosa. Y se saben toda una página del Gemara. No hay que olvidar que procedemos de los más grandes rabíes hasídicos. ¡Reb Zusya! ¡Herschel Dubrovner! No lo olvidéis.
—Nadie te está diciendo… —quiso paliar Mamá.
¡Qué ocurrencia estarle dando vueltas al pasado de esta manera y encariñarse con los muertos! Moses se advirtió a sí mismo que no debía ceder tanto a esa tentación pues su manera de ser le inclinaba mucho a complacerse en los recursos. Era un depresivo. Y los depresivos nunca renuncian a la infancia, ni siquiera a las penas y los dolores de ésta. La inteligencia de Moses comprendía que esto era perjudicial. Pero lo cierto era que su corazón se había quedado abierto a aquella etapa de su vida y le faltaba la energía para cerrarlo. Así, volvió a caer en ello. Y recordó un día de invierno en St. Anne, en 1923, en la cocina de la tía Zipporah. Ésta llevaba una bata de crepé de china, rojo. Por debajo se veían unos grandes pantalones amarillos y una camiseta de hombre. Estaba sentada junto al horno de la cocina y tenía colorada la cara. Su voz nasal se elevaba a veces con unos grititos de ironía o suspiros de desaliento, o chillaba con un terrible malhumor.
De pronto recordó que Mijail, el hermano de mamá, había muerto, y dijo:
—Bueno, ¿y qué me dices de tu hermano? ¿Qué pasó?
—No lo sabemos —dijo Papá—. ¿Cómo vamos a saber las desgracias que pasan por allí, en casa? (Siempre decía in der heim, recordó Herzog). La chusma entró en su casa y lo destrozó todo buscando valuta. Después, Mijail cogió el tifus o sabe Dios qué.
Mamá se tapaba los ojos con una mano, como si le molestara la luz. Estaba callada.
—Era un tipo estupendo —dijo el tío Yaffe—. Ojalá tenga un lichtigen Gan-Eden.
La tía Zipporah, que creía en el poder de las maldiciones, dijo: —¡Malditos sean los bolcheviques! Que sus manos y pies se les sequen. Pero ¿dónde están la mujer y los hijos de Mijail?
—Nadie lo sabe. La carta que recibimos la había escrito un primo, Shperling, que vio a Mijail en el hospital. Apenas lo reconoció de tan estropeado como estaba.
Zipporah dijo unas cuantas cosas piadosas más, y luego, de un modo más normal, añadió: —En fin, era un hombre muy trabajador y por entonces tenía mucho dinero. Quién sabe la fortuna que haría en África del Sur.
—La compartió con nosotros —dijo Mamá—. Mi hermano era muy espléndido.
—La consiguió con mucha facilidad —dijo Zipporah—. No es como si hubiera tenido que trabajar para ganar ese dinero.
—¿Y cómo sabes si trabajó o no? —preguntó Jonah Herzog—. No seas criticona, hermana.
Pero Zipporah no se podía ya parar.
—Hizo mucho dinero con aquellos miserables kaffirs negros. ¡Quién sabe cómo! Y por eso vosotros pudisteis tener una dacha en Shevalovo. Yaffe estaba en el servicio, en el kavkaz. Yo tenía que cuidar a mi hijo enfermo. Y tú, Jonah, corrías de un lado a otro por Petersburgo gastándote el dinero. ¡Sí! Perdiste los primeros diez mil rublos en un solo mes. Entonces él te dio otros diez mil. Vaya usted a saber lo que estaba haciendo con las tártaras, las gitanas, y toda clase de fulanas, comiendo carne de caballo y sabe Dios cuántas otras abominaciones más.
—¿Por qué tienes tanta malicia? —dijo Herzog padre, irritado.
—Nada tengo contra Mijail. Nunca me hizo daño —replicó Zipporah.
Embargado por la emoción e inmóvil en su silla, Herzog escuchaba a los muertos y sus muertas discusiones.
—¿Y qué esperas? —dijo Zipporah—. Teniendo cuatro hijos, si yo empezara a tirar el dinero y me permitiera tus malas costumbres, estaríamos aviados. No es culpa mía si aquí eres un pobre.
—Es verdad que soy un pobre en América. No podría pagar ahora ni mi mortaja.
—La culpa la tiene tu débil naturaleza —dijo Zipporah—. Ar du host a schwachen natur, wel is dir schuldig? No puedes valerte por ti mismo. Te apoyabas en el hermano de Sarah, y ahora quieres valerte de mí. Yaffe sirvió en el Kavkaz. Hacía allí un frío que aullaban los perros. Se vino él solo a América y luego me mandó venir a mí. Pero tú, tú lo que quieres es alle sieben glicken. Viajas a todo lujo, con plumas de avestruz. Quieres ser un señorón. ¿Te has ensuciado alguna vez las manos trabajando? ¿A que no?
—Es cierto. Desde luego, no recogí estiércol con la pala allá in der heim. Eso tuve que hacerlo en la tierra de Colón. Pero lo cierto es que lo hice. Aprendí a aparejar un caballo. A las tres de la madrugada tenía veinte de ellos en el establo esperando.
Zipporah hizo un gesto como si no tomase en cuenta aquello:
—Tuviste que escapar de la policía del Zar. Y ahora, ¿pagas las rentas? Siempre has de tener un socio, un goniff.
—Voplonsky es un buen hombre.
—¿Quién, ese alemán? —Voplonsky era un herrero polaco. Ella lo llamaba alemán por sus bigotes puntiagudos de estilo militar y por el corte germano de su abrigo que le llegaba hasta el suelo—. ¿Y qué puedes tú tener en común con un herrero? Parece mentira, ¡tú que eres un descendiente de Herschel Dubrovner! Y él no es más que un schmid polaco con patillas rojas. ¡Sólo una rata con rojas patillas puntiagudas y unos dientes retorcidos y malolientes! ¡Bah! ¿Ya eso le llamas tu socio? Ya verás cómo acaba haciéndote alguna mala pasada.
—No es tan fácil engañarme.
—¿No? ¿Acaso me niegas que Lazansky te engañó? Bien te la dio con queso. Y para colmo, ¿no te propinó una buena paliza?
Se refería al gigantesco Lazansky, panadero, que era de Ucrania. Un hombre enorme e ignorante que no sabía ni el suficiente hebreo para bendecir su pan y que siempre estaba sentado en su estrecho carro para el reparto, dándose mucha importancia, gruñéndole a su mulita y soltando latigazos a cada momento. Su vozarrón atronaba el espacio. En el carro había un anuncio con estas palabras:
LAZANSKY. - PATISSERIES DE CHOIX
Herzog padre reconoció: —Sí, es cierto que me pegó.
Había ido a pedirles dinero prestado a Zipporah y Yaffe. No quería pelearse con ellos. Zipporah, que era muy lista, había adivinado el objetivo de su visita y trataba de irritarlo para que así le fuera más fácil negarle el dinero.
Zipporah era una mujer muy astuta y lista, y sus múltiples dones no hallaban ocasión de lucimiento en aquel pueblecito canadiense. No soltaba su presa: —¿Acaso crees que vas a hacer una fortuna con todos esos tramposos, ladrones y gángsters? ¿Tú? Todos sabemos que eres una persona muy buena y no sé por qué te quedaste en la Yeshivah. Querías ser un caballerito dorado. Te equivocabas, porque yo conozco muy bien a todos esos tipos que tú quieres imitar. No tienen piel, dientes y dedos como tú, sino pellejos, garras y pezuñas. ¿Cómo te las vas a arreglar con esos carniceros y gente de rompe y rasga que tratas ahora? ¿Eres capaz de matar a un hombre?
Papá Herzog permanecía silencioso.
—Si, Dios no lo quiera, tuvieras que disparar… —gritó Zipporah—, ¿serías capaz de darle a un hombre en la cabeza? ¡Anda, piénsalo y contéstame! ¿Serías capaz de darle a alguien, no ya un tiro, sino aunque sólo fuera un palo en la cabeza?
Mamá Herzog parecía estar de acuerdo en que no sería capaz.
—No soy un debilucho —dijo Papá Herzog, con un resto enérgico. Pero desde luego, pensó Herzog, toda la violencia de Papá se fue en el drama de su vida, en la lucha por llevar adelante a su familia y sus sentimientos.
—Esa gente te quitará todo lo que quiera —dijo Zipporah—. ¿No es ya tiempo de que uses un poco tu cabeza? Porque tienes una, y buena. Klug bist du. Tienes que vivir como es debido. Haz que tu Hellen y tu Shura trabajen normalmente. Vende el piano. Suprime gastos inútiles.
—¿Por qué no van a estudiar los chicos si tienen inteligencia? —dijo Mamá Herzog.
—Si son listos, tanto mejor para mi hermano —dijo Zipporah—. Pero no se puede consentir que se esté destrozando para que esos príncipes y princesas mimados se den buena vida.
Con aquellas palabras, tenía a su lado a Papá. El afán que tenía éste de ser compadecido era infinito.
—No es que no quiera a los niños —dijo Zipporah—. Ven aquí, Moses, chiquitín, y siéntate en las rodillas de tu vieja tante. ¡Qué yingele tan rico! —Moses, en el regazo de su tía y con las manos rojizas de ella apretándole la barriguita, la miraba sonreírle con rudo afecto y sentía que le besaba el cuello—. Este niño nació en mis brazos. —Luego miró a mi hermano Shura, que estaba junto a Mamá. Tenía las piernas gordas y la cara pecosa—. ¿Y tú? —le dijo Zipporah.
—¿He hecho algo malo? —preguntó Shura, entre asustado y ofendido.
—No es demasiado joven para traer un dólar a casa.
Papá miró a Shura en silencio.
—¿No ayudo yo? —dijo Shura—. ¿No reparto botellas? ¿Y no pego etiquetas?
Papá empleaba en su negocio etiquetas falsificadas. Solía preguntar alegremente: «¿Qué les ponemos a estas botellas, niños? ¿White Horse o Johnnie Walker?». Y entonces todos nosotros queríamos que se pusieran las etiquetas de nuestros favoritos. El tarro de la goma estaba sobre la mesa.
Secretamente, Mamá Herzog le tocó a Shura la mano cuando Zipporah volvió los ojos hacia él. Moses vio aquel gesto. El inquieto Willie se había escapado fuera de la casa con sus primos y estaban construyendo un fuerte de nieve. Chillaban y se arrojaban bolas. A la sombra azulada de la valla, comían las cabras. Eran del vecino de la casa de al lado. Los pollos de Zipporah estaban ya a punto para que los comieran. A veces, cuando nos visitaba en Montreal, nos traía un huevo fresco. Un huevo. Casi siempre había alguno de los niños malucho. Y como es sabido, un huevo fresco da mucha fuerza. Nerviosa y siempre dispuesta a criticarlo todo, con pasos desmañados y pesadas caderas, subía las escaleras de la casa de la calle Napoleón. Era una mujer tormentosa, una hija del Destino. Rápida y nerviosamente, besaba las yemas de sus dedos y tocaba con ellas la mezuzah. Conforme entraba, iba inspeccionando toda la casa. «¿Están todos bien? —decía—. Les he traído a los niños un huevo». Abría su gran bolso y sacaba el regalo envuelto en un pedazo del periódico yiddish (Der Kanader Ad ler).
Una visita de la tía Zipporah era como una inspección militar. Cuando se marchaba ella Mamá se reía y a veces terminaba llorando: —¿Acaso es mi enemiga? ¿Qué es lo que pretende? Me faltan fuerzas para luchar con ella.
En realidad —y Mamá se daba cuenta de ello— era un antagonismo místico, cuestión de almas. La mentalidad de mamá era arcaica y estaba llena de viejas leyendas, con ángeles y demonios.
Desde luego, Zipporah, la gran realista, tenía razón al criticar a Herzog padre. Quería contrabandear el whisky hasta la frontera y ganar mucho. Para disponer del dinero que necesitaba, él y Voplonsky lo pedían prestado. Cargaban un camión con cajas de botellas pero nunca llegaban a Rousses Point. Les daban grandes palizas y los dejaban en una zanja. A Papá Herzog era al que más le pegaban porque se resistía. Los policías le rompían la ropa, y una vez le partieron un diente.
Voplonsky y él volvían a pie a Montreal. Papá Herzog se detenía en la tienda de Voplonsky para arreglarse un poco pero nada podía hacer por disimular el ojo hinchado y sangrante. Aquella vez traía además un hueco en los dientes. Tenía la chaqueta rota, y la camisa y la ropa interior manchadas de sangre.
Así entró en la oscura cocina de la calle Napoleón. Estábamos todos allí. Era un día muy nublado de marzo aunque, de todos modos, era raro que la luz llegase hasta allí. Era como una caverna. Y nosotros parecíamos cavernícolas. «¡Sarah! —gritó—. ¡Niños!». Nos enseñó su cara cortada. Se sacó el forro de los bolsillos… vacíos. Al hacerlo, empezó a llorar y los niños, que le rodeaban, rompieron todos a llorar. Para mí era insoportable que alguien pudiera pegarle a Papá… un padre, un ser sagrado, un rey. Sí, para nosotros era un rey. Aquel horror me apretaba el corazón. Me parecía que iba a morirme. ¿A quién podía yo querer como los quería a ellos?
Entonces, Papá Herzog contó su historia.
—Nos estaban esperando. Tenían bloqueada la carretera. Nos sacaron del camión y se lo llevaron todo.
—¿Por qué peleaste? —preguntó Mamá Herzog.
—Era todo lo que teníamos… y todo con dinero prestado.
—Podían haberte matado.
—Tenían las caras tapadas con pañuelos. Me pareció reconocer…
Mamá no podía creerlo. —¿Landtsleit? Imposible. Ningún judío podría hacerle eso a otro judío.
—¿No? —exclamó Papá—. ¿Por qué no? ¿Quién dice que no? ¿Por qué no pueden los judíos fastidiarse unos a otros?
—¡Los judíos, no! ¡Eso nunca! —dijo Mamá—. ¡Nunca, nunca! ¿Cómo crees que pueden tener tan mal corazón? ¡Nunca!
—Niños, no quiero que lloréis más. Y el pobre Voplonsky se ha tenido que meter en la cama.
—Jonah —dijo Mamá—, tienes que dejar este negocio.
—¿Y de qué viviremos? Tenemos que vivir.
Empezó a contar la historia de su vida desde la infancia. Y lloraba al contarla. Estudiando desde los cuatro años, alejado de casa y comido por los piojos. Ya de muchacho pasó mucha hambre en la Yeshivah. Se afeitaba ya y se convirtió en un europeo moderno. Pasados unos años, trabajó en Kremenchug para su tía. Luego, vivió en San Petersburgo diez años con documentos falsos en la época revolucionaria. Logró huir a América. Pasó mucha hambre. Limpiaba cuadras. Fue mendigo. Vivía pasando mucho miedo. Siempre le debía dinero a alguien. La policía no le quitaba ojo de encima. Su esposa era una criada. Y esto era lo único que podía darles a sus hijos, lo único que podía enseñarles: sus harapos, sus mataduras.
Herzog, envuelto en su bata económica, meditaba sobre su pasado y se le nublaban los ojos. Con los pies descalzos, pisaba una pequeña franja de la alfombra. Apoyaba los codos en la frágil mesa y se sostenía la cabeza. Sólo había escrito unas cuantas líneas a Nachman.
Supongo —pensaba— que oíamos esta historia de los Herzog unas diez veces al año. Unas veces la contaba Mamá y otras veces él. De modo que teníamos una gran preparación, casi escolar, para el dolor. Aún tengo presentes aquellos gritos del alma. Están en el pecho y en la garganta. La boca quiere abrirse lo más posible para lanzarlos. Pero todo esto son antigüedades; sí, antigüedades judías que tienen su origen en la Biblia, en un sentido bíblico de experiencia personal y destino. Lo que sucedió durante la guerra hizo que Papá Herzog no pudiera pretender que su sufrimiento fuese excepcional. Ahora nos movemos en un clima más brutal y las personas nos son indiferentes. Parte del programa de destrucción en el cual se ocupa con energía, incluso con alegría, el espíritu humano. Estas historias personales son viejas historias de tiempos viejos que quizá no merezca la pena recordar. Yo las recuerdo. Yo tengo que recordarlas. Pero ¿a quién más puede interesar todo ello? Hay tantos millones —multitudes— que se hunden entre terribles dolores… Pero se les niega hoy el sufrimiento moral. Sigo siendo un esclavo del dolor de Papá. ¡Cómo hablaba de sí mismo Papá Herzog! Era muy cómico. Pero su yo era de una dignidad formidable.
—¡Tienes que dejarlo! ¡Tienes que dejarlo! —gritaba Mamá.
—¿Y qué voy a hacer si no hago eso? ¿Quieres que trabaje en las pompas fúnebres? ¿Como si tuviera setenta años? ¿Quieres que me dedique a lavar cadáveres? ¿Yo? ¡Más vale que se abra la tierra y me trague!
—Ven, Jonah —dijo Mamá lo más persuasivamente que pudo—. Te pondré una compresa en el ojo. Tiéndete ahí. Ven, échate.
—No puedo perder tiempo.
—Ahora debes cuidarte.
—¿Y cómo van a comer los niños?
—Ahora, tiéndete un rato y no te preocupes de lo demás. Quítate la camisa.
Mamá se sentó junto a la cama, en silencio. Su marido, tendido en la cama de hierro, se cubría con la roja manta. Era una manta rusa. Quedaban al descubierto su hermosa frente, su bien formada nariz, sus bigotes castaños. Ahora, Moses, al cabo de los años, veía a las dos figuras lo mismo que las había contemplado aquel día desde su oscuro corredor.
Nachman, empezó de nuevo a escribir, pero se detuvo. ¿Cómo iba a poder llegar hasta Nachman con una simple carta? Mejor sería poner un anuncio en el periódico La voz del pueblo. Y ¿a quiénes enviaría las otras cartas que estaba escribiendo?
Llegó a la conclusión de que la esposa de Nachman debía de haberse muerto. Sí, eso habría ocurrido. ¡Aquella joven de piernas finas que se elevaban graciosamente y la boca grande de comisuras caídas… se había suicidado, y aquel día había salido huyendo Nachman (nadie se lo podía haber echado en cara) para no tener que contárselo todo a Moses! Pobre chica, pobrecilla. Estaría en el cementerio.