Querido Gobernador Stevenson, escribió Herzog, sentándose mejor en el incómodo asiento. Sólo quiero decirle unas palabras, amigo. Le apoyé a usted en 1952. Como muchos otros, creí que este país estaba ya a punto de tener su época y que la inteligencia podría por fin dominar en los asuntos públicos, recordando el «American Scholar» de Emerson, con los intelectuales y sus merecidos puestos. Pero la gente, por instinto, rechaza entre nosotros la mentalidad, las imágenes y las ideas, pues quizá no se fíen de ellas por considerarlas extranjeras. Prefirieron poner su confianza en los bienes visibles. Así, todo va como antes para los que piensan mucho y no hacen nada, mientras los que nada piensan son quienes lo hacen todo. Supongo que usted trabajaría ahora para ellos y, en su campaña electoral, le debió de resultar penoso besarles el trasero a los posibles votantes, sobre todo en los Estados fríos como New Hampshire. Es posible que haya contribuido usted con ideas útiles en la pasada década, dando muestras del «humanista» anticuado y con el aspecto del «hombre inteligente», dolorido por el sacrificio de su vida privada al interés común. ¡Bah! El General ganó porque supo expresar el amor universal a la patata.
Bueno, Herzog, ¿qué quieres? ¿Que baje un ángel del cielo? Este tren lo arrollaría.
Querida Ramona. No debes creer que, por haberme ido, no me preocupo por ti. ¡Claro que lo hago! Todo el tiempo te siento muy cerca de mí, y la semana pasada en aquella reunión, cuando te veía al otro lado de la sala con tu sombrero con flores y tu pelo aplastado sobre tus luminosas mejillas, tuve una intuición de lo que sería amarte.
Exclamé mentalmente: ¡Cásate conmigo! ¡Sé mi esposa! ¡Acaba con mis preocupaciones! Le impresionó su propia debilidad, pues su inteligencia le hacía ver con toda precisión lo neurótico y típico en él que era ese estallido. Tenemos que ser lo que somos. Eso es una necesidad. ¿Y qué somos? Lo cierto es que él trataba de que no se le escapara Ramona precisamente cuando huía de ella. Cuando pensaba que la estaba atrapando, era él quien se metía en la trampa. ¡Ah, pobre hombre! Y Herzog se fundió momentáneamente en el mundo objetivo al mirarse a sí mismo por dentro. También él podía sonreírle a Herzog y despreciarlo. Pero había un hecho inconmovible: yo soy Herzog. Yo tengo que ser ese hombre. Ningún otro puede representar mi papel. Se sonrió y vio por dentro todo lo que le afectaba. ¡Menuda tormenta cerebral le espera a usted, tercera señora Herzog! Esto ocurría con las fijaciones infantiles, que un hombre no podía hacer desaparecer en las matas como un saltamontes. Aún no ha existido uno verdadero y capaz de morir. Sólo locos, enfermos o ridículos, que a veces intentaban realizar algún ideal a fuerza de desearlo intensamente. Por lo general, se hacían la ilusión de conseguirlo forzando a toda la humanidad a creerlos.
Desde muchos puntos de vista, Ramona era verdaderamente una esposa deseable. Era comprensiva y bien educada. Estaba bien situada en Nueva York. Tenía dinero. Y, sexualmente, era una obra maestra natural. ¡Qué pechos! Sus hombros estaban bien formados y el vientre hundido. Sus piernas no eran largas y estaban un poco arqueadas, pero esto, que podía ser un defecto, la hacía más atractiva.
Querida Zinka. Soñé contigo la semana pasada. En mi sueño, paseábamos por Ljubljana, y tuve que sacar mi billete para Trieste. Me daba pena dejarte. Pero te favorecía al hacerlo. Estaba nevando. Y mientras soñaba contigo, también nevaba. Hasta en Venecia nevaba cuando estuve allí. Este año he recorrido la mitad del mundo y he visto muchísima gente; tengo la impresión de que he visto a todo el mundo menos a los muertos. Precisamente, quizás era a ellos a quienes andaba buscando. Querido míster Nehru: Creo que tengo algo muy importante que decirle. Querido Mr. King: Los negros de Alabama me llenaron de admiración. La América blanca está en peligro de despoliticalizarse. Esperemos que este ejemplo de los negros despierte a la mayoría de su trance hipnótico. La cuestión política de las democracias modernas es la de la realidad de las cuestiones públicas. Deseo reconocer públicamente la dignidad moral del grupo que usted dirige. No los Powell, que quieren ser tan corrompidos como los demagogos blancos, ni los musulmanes, siempre con su odio.
Querido Comisario Wilson: Estuve sentado junto a usted en la Conferencia de los Narcóticos el año pasado. Soy Herzog, un tipo corpulento, de ojos oscuros y con una cicatriz en el cuello. No sé si me permitirá usted hacerle algunas observaciones sobre su fuerza policíaca. No es culpa de ninguna persona concreta el que no pueda mantenerse el orden civil en una comunidad, pero me preocupa. Tengo una hijita que vive cerca del Parque Jackson, y sabe usted tan bien como yo que los parques no están bien vigilados por la policía, pues los frecuentan pandillas de gamberros y toda clase de maleantes. Querido Sr. Alcalde: ¿Es imprescindible que el ejército tenga su cohete Nike en el Point? Hay muchos otros sitios más adecuados en la ciudad. ¿Por qué no trasladar ese inútil cacharro a alguna zona más adecuada?
¡Rápido, rápido, aún más! El tren recorría el paisaje a toda velocidad. Dejó atrás New Haven y corría a todo meter hacia Rhode Island. Herzog, que ahora apenas miraba por la ventana cerrada, sentía cómo su ansioso espíritu se hacía más penetrante y emitía juicios claros, pronunciando él en alta voz sólo las explicaciones finales, sólo las palabras necesarias. Se hallaba sumido en un éxtasis mareante. Y sentía al mismo tiempo que sus pensamientos exponían la ilimitada fuerza de voluntad incrustada en su constitución mental.
Querido Moses E. Herzog: ¿Desde cuándo ha tomado usted un interés tan grande por las cuestiones sociales, por el mundo externo? Hasta últimamente, llevó usted una vida de perezoso inocente. Pero, de pronto, ha descendido sobre usted un espíritu faustiano de descontento y de reforma universal. Invectiva. Acusación.
Queridos señores míos: El Servicio de Información ha tenido la amabilidad de enviarme desde Belgrado un paquete con mi ropa de invierno. No quise llevar mis calzoncillos largos a Italia, el paraíso de los exiliados, y lo lamenté. Nevaba cuando llegué a Venecia. No pude entrar en el «vaporetto» con mi maleta.
Querido Mr. Udall: Un ingeniero petrolífero que conocí recientemente en un avión a reacción de las Líneas del Noroeste, me dijo que nuestras reservas nacionales de petróleo estaban casi agotadas y que se habían hecho planes para volar los polos con bombas de hidrógeno para sacar el petróleo que encerraban. ¿Qué me dice usted de eso?
***
¡Shapiro!
Herzog tenía mucho que explicarle a Shapiro y desde luego esperaba de él también explicaciones. Shapiro no tenía buen humor aunque su rostro sí tenía una expresión de buen humor. Su nariz era afilada y le daba un aire enfadado, y sus labios, aunque sonrientes, expresaban una irritación interior. Era de mejillas blancas y fofas, y su pelo, peinado hacia atrás, brillaba al estilo de Rodolfo Valentino o Ricardo Cortez en los años veinte. Su figura era achaparrada, pero llevaba unos trajes impecables.
Esta vez Shapiro había acertado. Shapiro, debía haberte escrito antes… para disculparme… para reconocer mi error… pero tengo una espléndida excusa: fastidio, enfermedad, preocupaciones y penas. Ha escrito usted una buena monografía. Espero haber dejado esto bien claro en mi nota crítica. Pero me falló la memoria por completo en un punto, y me equivoqué sobre Joachim Da Floris. Usted y Joachim tienen que perdonarme. Yo estaba entonces completamente trastornado. Como había aceptado hacer la recensión del libro de Shapiro antes de que empezaran sus fastidios, Herzog no pudo zafarse de aquello. Se había llevado por toda Europa aquel libro tan gordo en su maleta. Le había fastidiado mucho llevar tanto peso. Llegó a temer una hernia por lo pesada que resultaba la maleta y tuvo que pagar muchas veces exceso de peso. Herzog seguía leyéndolo por espíritu de disciplina y con una creciente culpabilidad. Lo leyó en la cama en Belgrado, en el Metropol, con unas botellas de jugo de cereza a su lado, oyendo los tranvías renqueantes en la noche helada. Por último, en Venecia, se dispuso a escribir su crítica.
Y se disculpó por lo mal que la hizo:
Me figuro —ya que está en Madison, Wisconsin— que sabrá usted que salimos de Chicago en octubre pasado. Dejamos la casa de Ludeyville. Madeleine quería terminar su licenciatura en lenguas eslavas. Tenía que seguir por lo menos diez cursos de lingüística y se interesó también por el sánscrito. Quizá se pueda usted dar una idea de cómo toma estas cosas, de lo mucho que se interesa y se apasiona por todo lo que emprende. ¿Recuerda que cuando vino usted a vernos al campo, hace dos años, discutimos sobre Chicago? Sobre si sería conveniente vivir en aquel suburbio.
Shapiro, con su traje de buen corte y sus zapatos puntiagudos, como si se hubiese ataviado para comer en un sitio de lujo, estaba sentado en el césped de Herzog. Tenía un perfil de hombre delgado. Su nariz era afilada, pero le colgaban un poco la garganta y las mejillas. Shapiro es muy cortés y le impresionó mucho Madeleine. Le parecía tan hermosa e inteligente… Bueno, no se puede negar que lo es. La conversación estuvo muy animada. Shapiro había ido a ver a Moses aparentemente para que «le diera un consejo», pero en realidad para pedirle un favor. De todos modos, una vez allí, estaba disfrutando de la compañía de Madeleine. Se sentía excitado junto a ella y reía mientras bebía su agua de quinina. Hacía calor, pero él no se aflojó el nudo de la corbata, tan conservador. Sus agudos zapatos negros brillaban; tenía pies gordos, con el empeine muy grueso. Moses estaba sentado en la hierba que él mismo había cortado. Llevaba unos pantalones, algo rotos, que él solía ponerse para regar. Animado por la presencia de Madeleine, Shapiro estuvo muy vivaz y casi chillaba cuando ella se reía. Las risotadas de Shapiro se hacían más frecuentes y locas, pero al mismo tiempo sus modales eran más formales y juiciosos. Hablaba con largas frases —podían llamarse proustianas— de construcción germánica y llenas de una increíble retórica. Por ejemplo, decía «Tomando una posición equilibrada, yo me atrevería a afirmar el mérito de esa tendencia antes de haber hecho una consideración más reposada». ¡Pobre Shapiro, qué bruto era! Aquella risa salvaje y escandalosa que tenía y la espumilla blanca que se le formaba en los labios mientras hablaba mal de todo el mundo… Madeleine también se sentía muy impresionada por los exagerados «modales finos» del visitante. Cada uno de ellos tenía la impresión de que el otro era muy estimulante. Ella había salido de la casa con una bandeja donde llevaba las botellas y los vasos, queso, pasta de foie-gras, crackers, hielo y arenque. Llevaba puestos unos pantalones azules y una blusa china amarilla, con el sombrero de coolíe que compró en la Quinta Avenida. Dijo que estaba expuesta a coger una insolación. Con pasitos rápidos, avanzó desde la sombra de la casa hasta el brillante césped y el gato la acompañaba dando saltitos. Las botellas y los vasos hacían unos ruiditos cristalinos al entrechocar. Se daba prisa, pues no quería perderse nada de la conversación. Se inclinó y puso las cosas que llevaba sobre la mesita plegable. Shapiro no podía apartar la vista del trasero de Madeleine, que atirantaba la tela de los pantalones. Madeleine, «perdida en el bosque», sentía un ávido deseo de conversación erudita. Shapiro estaba muy enterado en literatura; leía todas las publicaciones y tenía cuenta en librerías de todo el mundo. Cuando se enteró de que Madeleine no sólo era una deslumbrante belleza sino que se estaba preparando para el examen de doctorado de lenguas eslavas, comentó: —¡Qué delicioso! Aunque él sabía muy bien, y su afectación traicionaba este conocimiento, que para un judío ruso del West Side de Chicago, la exclamación «¡Qué delicioso!», era de lo más inadecuado. Un judío alemán de Kenwood podría haberse permitido esa expresión refinada (pues su dinero era antiguo, ganado en el negocio de lencería a partir de 1880). Pero el padre de Shapiro no tenía dinero y negoció con las manzanas podridas, en un carro, en la calle South Water. Había más de la verdad de la vida en aquellas manzanas picadas y pochas, y en el viejo Shapiro, que olía a caballo y a frutas, que en todas estas referencias eruditas de que hacía gala su hijo.
Madeleine y el ampuloso visitante estaban hablando de la iglesia rusa, de Tijon Zadonsky, de Dostoievski, y de Herzen. Shapiro hizo un gran despliegue de erudición, pronunciando correctamente todas las palabras extranjeras, ya fuesen en francés, alemán, servio, italiano, húngaro, turco o danés, riéndose, después de soltarlas, con aquella espectacular risa suya, cordial, húmeda, echando la cabeza hacia atrás. ¡Ja, ja! Las espinas se quebraban. («Como el romperse de las espinas aplastadas por una olla, es la risa de los tontos»). Las cigarras, en gran número, cantaban.
Excitado con estos estímulos, el rostro de Mady hacía cosas raras. Se le movían el extremo de la nariz y las cejas, que no necesitaban cosméticos. Se levantaban nerviosa y repetidamente como si tratasen de aclarar la vista. El doctor Edvig decía que esto era un síntoma para el diagnóstico de la paranoia. Debajo de los enormes árboles, rodeada por las colinas del Berkshire, sin ninguna otra casa cerca que pudiera interferirse en el paisaje, la hierba era fresca y densa, la fina y suave hierba de junio. Las cigarras de ojos rojos, formas vivamente coloreadas, estaban húmedas e inmóviles después de la muda; pero al irse secando, se arrastraban, saltaban, se tumbaban, volaban y sostenían en los altos árboles una continua y penetrante cadena de canciones.
La cultura —las ideas— habían sustituido a la Iglesia en el corazón de Mady (¡que debía de ser un órgano muy raro!). Herzog estaba sentado en la hierba de Ludeyville con los pantalones rotos y los pies descalzos, pero su cara era la de un caballero judío bien educado, de labios finos y ojos oscuros. Contemplaba a su esposa, que le chiflaba (con un corazón turbado e irritado, otra rareza entre los corazones) mientras ella revelaba la riqueza de su mente a Shapiro.
—Ya no es mi ruso lo que debía ser —dijo Shapiro.
—Pero sabe usted mucho más que yo sobre esta materia —dijo Madeleine. Se sentía muy feliz. La sangre le coloreaba la cara y tenía sus azules ojos animados y brillantes.
Iniciaron un nuevo tema: la Revolución de 1848. Shapiro había estado sudando por su cuello almidonado. Sólo un obrero croata de la industria del acero se habría comprado semejante camisa a rayas. Y ¿cuáles eran los puntos de vista de este hombre sobre Bakunin y Kropotkin? ¿Conocía la obra de Comfort? Sí, la conocía. ¿Y a Poggioli? Sí, también. Le parecía que Poggioli no había hecho plena justicia a ciertas figuras importantes; por ejemplo, a Rozanov. Aunque las ideas de Rozanov sobre ciertos temas, como el baño ritual judío, eran disparatadas, no cabía duda de que era una gran figura intelectual, y su misticismo erótico era de una gran originalidad. Habría que concederlo a los rusos. Habían hecho mucho por la civilización occidental aunque siempre estuvieran repudiando a Occidente y ridiculizándolo. Madeleine, pensó Herzog, se estaba poniendo casi peligrosamente excitada. Podría asegurar, cuando la voz de su mujer se aflautaba y cuando le sonaba la garganta a una especie de clarinete, que estaba entonces estallando de ideas y sentimientos. Y si Moses no se unía a aquel entusiasmo, si se quedaba allí —así lo decía ella—aburrido y resentido, demostraba con ello que no respetaba la inteligencia de Madeleine. En cambio, Gersbach intervenía siempre brillantemente en la conversación. Su estilo era tan enfático y sus miradas tan impresionantes, parecía tan listo cuando hablaba, que se olvidaba uno de comprobar si tenía algún sentido lo que decía.
El césped estaba en una elevación y desde él se tenía una vista de los campos y el bosque. Formaba una gran mancha de verde, con un gran olmo gris donde se estrechaba más, y la corteza del enorme árbol era de un gris púrpura. Para su enorme tamaño, tenía pocas hojas. De sus ramas colgaba un nido de oropéndolas en forma de un corazón gris. El velo de Dios sobre las cosas las convierte a todas en unos jeroglíficos. Si no fueran todas ellas tan especiales, detalladas, y ricas, me darían más calma. Pero soy un prisionero de la percepción, un testigo a la viva fuerza. Y todas las cosas son demasiado excitantes.
A Herzog le preocupaba mucho aquel olmo. ¿Debía cortarlo? Detestaba hacerlo. Mientras tanto, todas las cigarras hacían vibrar un carrete en sus barrigas. Aquellos millones de ojitos rojos miraban fijamente desde el bosque y las olas de sonido ahogaban la tarde de verano. Pocas veces había oído Herzog nada tan hermoso como este ronco mensaje continuo y en masa.
Shapiro habló de Soloviev, el más joven. ¿Tuvo realmente una visión y precisamente en el Museo Británico? Madeleine había realizado un estudio sobre el joven Soloviev y ésta era su oportunidad de lucirse. Tenía ya bastante confianza con Shapiro para hablarle con franqueza, y sabía que él apreciaría sus palabras. Le dio una breve conferencia sobre la carrera y el pensamiento de este ruso ya muerto. Su mirada ofendida pasó por encima de Moses. Se quejaba de que éste nunca la escuchaba de verdad y que sólo quería brillar él todo el tiempo. Pero esto no era cierto. Había escuchado la conferencia de ella sobre este tema muchas veces y hasta altas horas de la madrugada. Y nunca se había atrevido a decir que tenía sueño. De todos modos, planteadas así las cosas, también él tenía que discutir con ella sobre algunos puntos difíciles de Rousseau y Hegel. Confiaba por completo en los juicios intelectuales de su mujer. Antes de ocuparse de Soloviev, ella sólo hablaba de Joseph de Maistre. Y antes de Maistre —Herzog hizo la lista—, sus especialidades habían sido la Revolución Francesa, Eleonor de Aquitania, las excavaciones de Schliemann en Troya, la percepción extrasensorial, las cartas de tarot, luego la Ciencia Cristiana, y antes Mirabeau; ¿o fueron las novelas de misterio (Josephine Tey), o de ciencia-ficción (Isaac Asimov)? Su intensidad era siempre muy grande. Y si tenía un interés constante por algo, era por las novelas policíacas. Leía, a medias, por la prisa, tres o cuatro al día.
Del suelo, negro y ardiente bajo la hierba, salía humedad. Herzog la sentía en sus pies descalzos.
De Soloviev, era natural que Mady pasase a Berdiáev, y mientras hablaba de Esclavitud y Libertad —el concepto de Sobornost— abrió el tarro de arenque en escabeche. Los labios de Shapiro dispararon saliva. Rápidamente, se apretó su pañuelo doblado sobre las comisuras de la boca. Herzog recordó que era un tragón. Ahora con el olor a especias y vinagre, le lloraban los ojos, aunque se esforzaba por conservar su aire importante y satisfecho. No dejaba de parecer un hombre refinado mientras se apretaba el pañuelo sobre sus recién afeitadas mandíbulas. Su mano, gordezuela y sin vello, de dedos temblorosos…
—No, no —dijo—, muchas gracias, señora Herzog. ¡Es delicioso! Pero ando mal del estómago.
¡Claro que andaba mal del estómago! ¡Como que tenía úlcera! Pero su vanidad le impedía decirlo. Evitaba las repercusiones psicosomáticas de ser un ulceroso. Aquella misma tarde, vomitó en el lavabo. Herzog, que se encargó de la limpieza, pensó que aquello debían de ser los calamares que había comido Shapiro. ¿Por qué no habría usado la taza del water? ¿Acaso porque estaba demasiado gordo para inclinarse?
Pero esto había sido al final de su visita. Antes, recordaba Herzog, recibieron la visita de los Gersbach, Valentín y Phoebe. Pararon su pequeño auto bajo el árbol de catalpa, entonces en flor, aunque le colgaban aún de las ramas las vainas del año anterior. Se apeó Valentín y avanzó con su paso bamboleante mientras Phoebe, pálida como lo estaba todo el año, iba tras él llamándolo con voz lastimera: «¡Val!… ¡Vaal!». Traía en la mano una cacerola que devolvía a Madeleine. Era uno de los grandes cacharros de acero de Madeleine, rojos como el caparazón de una langosta, de «Descoware», fabricados en Bélgica. Estas visitas solían darle a Herzog un sentimiento de depresión que no podía explicarse. Madeleine le mandó a él a buscar más sillas plegables. Quizá fue la podrida fragancia a miel de las campanillas blancas de la catalpa. Estas flores, con finas líneas rojas por dentro y cargadas de polen, caían sobre la arena. Eran demasiado bonitas. El pequeño Ephraim Gersbach estaba haciendo una pila de campanillas. Moses se alegró de tener que ir por las sillas, abrirse paso por el polvoriento desorden de la casa hasta llegar a la sorda y pétrea seguridad del sótano. Echó más tiempo de lo necesario en coger las sillas.
Cuando volvió, estaban hablando de Chicago. Gersbach, de pie y con las manos en los bolsillos del pantalón, recién afeitado y con su cabellera de plumero, de sus brillos cobrizos, estaba diciendo que debían mandar a la porra aquel rincón tan atrasado. Nada había ocurrido allí desde la batalla de Saratoga. Phoebe, que parecía cansada y estaba pálida, fumaba un cigarrillo y sonreía levemente. Era probable que su única ilusión fuese que la dejaran aparte. Rodeada de personas seguras de sí mismas, cultas y elocuentes, notaba cómo se acentuaba su vulgaridad e insuficiencia. Aunque, en verdad, nada tenía de vulgar ni tonta, con sus hermosos ojos, buen pecho y piernas atractivas. Lástima que adoptara aquel aspecto de enfermera-jefe sin cuidarse la cara.
—¡No hay más que Chicago! —dijo Shapiro—. Allí está la mejor Escuela para Estudios Superiores. Además, lo que hace falta allí es una mujercita como la señora Herzog.
¡Más valdría que te callaras, Shapiro!, pensó Herzog, y te ocuparas de tus malditos asuntos. Madeleine, al oír el elogio, dirigió a su marido una rápida mirada. Se sentía halagada y feliz. Le interesaba mucho recordarle, si es que lo había olvidado, el gran valor que otras personas le concedían.
Shapiro, mientras tú y Madeleine movíais la cabeza coqueteando y dándoos importancia, luciendo a cada momento vuestros limpios y agudos dientes, y soltando sin cesar vuestras cultas tonterías, yo trataba de darme cuenta exacta de mi posición. Comprendía que la ambición de Madeleine era ocupar mi sitio en el mundo intelectual para vencerme. Y ahora estaba adquiriendo su máxima altura como reina de los intelectuales. Mientras, tu amigo Herzog se retorcía bajo aquellos agudos tacones altos. Ah, Shapiro, el vencedor de Waterloo se apartó para derramar unas lágrimas amargas por los muertos en la batalla (murieron por orden suya). No así mi exesposa. Ella es más fuerte que Wellington. Su mayor deseo es vivir en las profesiones delirantes, como las llama Valéry, asuntos cuyo principal instrumento es la opinión que cada uno tiene de sí mismo y cuya materia prima es la reputación de cada uno. En cuanto a tu libro, hay en él demasiada historia imaginaria. Gran parte de lo que has escrito no es más que ficción utópica. Nunca he de cambiar mi opinión sobre ello. De todos modos, tu idea sobre el milenialismo y la paranoia es muy buena. Por cierto que Madeleine me atrajo fuera del mundo culto, se metió ella dentro, cerró de un portazo y aún está allí murmurando de mí.
Dejando la carta a Shapiro —que le producía demasiados pensamientos dolorosos, y esto era precisamente lo que debía evitar si no quería fastidiarse las vacaciones—, volvió a dirigirse a su hermano Alexander. Querido Shura, escribió, creo que te debo 1500 pavos. ¿Qué te parece si llegamos a los 2000? Necesito más dinero en este proceso de recuperación. Shura era un hermano generoso. Por supuesto, los Herzog tenían, como todo el mundo, sus problemas familiares característicos, pero no el defecto de ser agarrados. Moses sabía que su hermano rico apretaría un botón y le diría a su secretaria: «Envíe usted un cheque a ese loco Moses Herzog». Recordó con gran precisión a su guapo hermano, de pelo blanco y traje de gran precio, con abrigo de vicuña, su sombrero italiano, su afeitado de gran precio y sus uñas manicuradas en los dedos de grandes anillos, asomándose a la ventanilla de su formidable automóvil con gran altanería. Shura conocía a todo el mundo, tenía dinero para comprarlo todo y despreciaba a todos. En el caso de Moses, su desprecio quedaba suavizado por el cariño familiar. Shura era un verdadero discípulo de Thomas Hobbes. Las preocupaciones universales eran puras idioteces. No pidas más que prosperar dentro de la barriga de Leviathan y da a la comunidad un buen ejemplo hedonista. A Shura le hacía mucha gracia que su hermano Moses lo apreciara y admirase tanto. Moses quería mucho a sus parientes. No podía remediarlo. A su hermano Willie, a su hermana Helen, e incluso a sus primos. Sabía que era una ingenuidad por su parte tomarle tanto cariño a la gente. A veces pensaba, empleando su propio vocabulario, si no sería esto un aspecto suyo arcaico e incluso prehistórico. Ya saben ustedes, lo que se dice «tribal». Algo asociado con la adoración de los antepasados y al totemismo.
Además, como he tenido problemas legales, creo que me podrías recomendar un buen abogado. Quizá le enviara Shura uno de los abogados de su propio equipo legal, que no le cobraría nada a Moses por sus servicios.
***
Ahora compuso una carta en su cabeza dirigida a Sandor Himmelstein, el abogado de Chicago que se había ocupado de sus asuntos en el otoño pasado cuando Madeleine lo puso en la calle. ¡Sandor! La última vez que estuvimos en contacto fue cuando te escribí desde Turquía. ¡Vaya un sitio! Sin embargo, aquello le venía bien a Sandor en cierto modo; era un país de las mil y una noches y Sandor parecía haber salido de un bazar aunque tuviera su despacho en el piso Catorce del Edificio Burnham. Herzog lo había conocido en los baños de vapor del Club Postl’s, en Randolph y Wells. Era bajo y deformado por la pérdida de una parte de su pecho. Siempre decía que le había ocurrido en Normandía. Probablemente, habría sido una especie de enano grande cuando se enroló. Por lo visto, en las guerras mundiales era posible tener un destino en los departamentos jurídicos aunque uno fuera enano. A Herzog le molestaba el que le hubieran librado de la marina a causa de su asma por lo que nunca pudo ver una batalla. En cambio, este enano y jorobado quedó mutilado por una mina cerca de la playa en el famoso desembarco. Esta herida era la que le había dejado jorobado. De todos modos, Sandor tenía un aspecto interesante con su rostro orgulloso, afilado y hermoso, una boca pálida, la nariz grande, y el cabello fino y gris. Yo, en Turquía, me encontraba mal. En parte, debió de ser por el tiempo. La primavera se esforzaba en volver pero los vientos cambiaron y el cielo se cernió sobre las blancas mezquitas. Nevaba. Las mujeres turcas, de aire masculino con sus pantalones, velaban sus serios rostros. Nunca supuse que caminaban con tanta energía. Herzog solía beber café con coñac, se apretaba los dedos de las manos y movía los de los pies para mantener la circulación. Por aquella época le preocupaba su circulación sanguínea. Le aumentó su mal humor al ver cómo las primeras flores se cubrían de nieve.
Te envié esta nota tardía para agradeceros a Bea y a ti que me tuvierais bajo vuestro techo. Al fin y al cabo sólo erais conocidos y no amigos antiguos. Estoy seguro de que resulté un terrible invitado. Estaba enfermo e irritado y tomaba píldoras contra el insomnio, pero ni aun así lograba dormir y andaba como drogado, muy fastidiado además por la taquicardia que me producía el whisky. Me debían haber metido en una celda acolchada. Me sentía profundamente agradecido hacia vosotros. Pero sólo era la calculadora gratitud de los débiles y de los sufrientes. Por dentro, estaba furioso. Sandor cuidó de mí porque yo no estaba para nada. Me llevó a su casa, muy al sur, a unas diez manzanas del Illinois Central. Mady se había quedado con el coche pretextando que lo necesitaba para June, para llevarla al Parque Zoológico y a sitios así.
Sandor dijo:
—Te vendrá bien dormir después de haber bebido. Espero que no te importará dormir junto al bar —y se lo decía porque la cama plegable estaba ya preparada a lo largo del mueble bar. La habitación estaba llena de chicos universitarios de la pandilla de Carmel Himmelstein.
—¡Fuera! —gritó Sandor, destemplado, a los adolescentes—. ¡Aquí no hay manera de ver con el humo de los cigarrillos! Y, qué asco, está todo lleno de botellas de Coca-Cola con las pajas dentro. —Puso el acondicionamiento de aire, y Moses, aún encarnado con el frío de la calle, y con sus grandes ojeras, cogió su maleta, la misma que tenía ahora en el regazo. Sandor apartó los vasos que había en varios estantes.
—Deshaz la maleta, chico —dijo—. Pon tus cosas aquí. Cenaremos dentro de veinte minutos. Te gustará; tenemos Saverbraten. Es una especialidad de Bea.
Obediente, Moses puso en las estanterías sus cosas: cepillo de dientes, cosas de afeitar, polvos de talco, las pastillas para dormir, los calcetines, el libro de Shapiro y una vieja edición de bolsillo con los poemas de Blake. Empleaba como registro en este libro el pedazo de papel donde el Dr. Edvig le había anotado las características de su paranoia.
Después de cenar, aquella primera noche que pasó en la sala de estar de Himmelstein, Herzog, aunque le fastidiase, empezó a comprender que al aceptar la hospitalidad de Sandor, había cometido otro característico error.
—Te pondrás bien; estoy seguro —dijo Sandor—. Apuesto que lo vencerás todo. Te considero como un hijo mío.
Beatrice, que con su pelo negro negrísimo y su linda boca, que no necesitaba carmín, dijo: —Moses, nos damos perfecta cuenta de lo que debes sentir.
—Siempre es lo mismo… cuestión de zorras —dijo Sandor—. Casi todo mi trabajo legal gira alrededor de estas zorras. Deberías saber los líos que se traen y todo lo que pasa en esta ciudad de Chicago. —Movió su pesada cabeza y apretó los labios con asco—. ¡Si quiere marcharse, que se vaya! ¡Así estarás mucho mejor! Te advierto que a mí también me chiflaban las mujeres con ojos azules pero tuve el buen sentido de enamorarme de estos hermosos ojos castaños. ¿Verdad que es formidable?
—Sí, es muy guapa. —Tenía que decirlo. Y en verdad, no resultaba muy difícil. Moses había vivido cuarenta y tantos años y esto da cierta facilidad para salir adelante de estas situaciones difíciles. Entre los puritanos, esto es mentir; pero la gente civilizada sabe que se deben decir cosas agradables algunas veces.
—No puedo explicarme lo que ella vio en una calamidad como yo. En fin, Moses, has de quedarte con nosotros durante algún tiempo, pues, en tus circunstancias, no debes estar sin amigos. Ya sé que tienes familia tuya en esta ciudad, pero es distinto. Veo a tus hermanos en Fritzl’s. Hablé con tu hermano, el de enmedio, el otro día.
—Sí, ése es Willie.
—Es un gran tipo. Además, lleva una vida judía muy activa —dijo Sandor—. No es como ese macher Alexander, que siempre hay algún escándalo en torno a él. Ahora está liado en el asunto de Jimmy Hoffa y también tiene que ver con la pandilla de Dirksen. En fin, que tus hermanos son muy buena gente. Pero son muy exigentes. Aquí, en cambio, nadie te preguntará nada.
—Con nosotros puedes vivir a tu manera —dijo Beatrice.
—Pero yo no entiendo ni una sola palabra de todo esto —dijo Moses—. Mady y yo hemos tenido desde el principio de nuestro matrimonio nuestros más y nuestros menos, pero lo cierto es que nuestras relaciones conyugales iban mejorando. En la primavera pasada hablamos seriamente sobre nuestro matrimonio y pesamos los pros y los contras para continuar. Mady me prometió que en cuanto terminara su tesis tendríamos un segundo hijo…
—Escucha —dijo Sandor—. Tú has tenido la culpa de todo.
—¿Yo, la culpa? ¿Qué quieres decir?
—Pues porque eres un intelectual y te has casado con una mujer también intelectual. Y tú mismo sabes que los intelectuales sois un poco cerrados para las cosas de la vida. No sois capaces de responder a vuestras propias preguntas. Sin embargo, creo que para ti hay aún esperanza, Moses.
—¿Qué esperanza?
—No eres como esos otros camelos universitarios. Eres lo que se dice un mensch. Porque, ¿para qué demonios sirven todos esos «cabezas de huevo»? Para luchar por las causas liberales, hace falta un tío ignorante como yo. Todos esos refinados de Yale le echan mucho teatro a la cultura, pero cuando llega el momento de dar la cara luchando contra esos brutos de Deerfield o defender a un hombre como Tompkins… —Sandor estaba orgulloso de su intervención en el caso de Tompkins, un negro que trabajaba en Correos y a quien él había defendido.
—Bueno, supongo que la tomaron contra Tompkins porque era negro —dijo Herzog—. Pero, desgraciadamente, era un borracho. Tú mismo me lo dijiste. Además, no se podía negar que su competencia como empleado dejaba mucho que desear.
—No digas eso por ahí —le interrumpió Sandor— porque le sacarán la punta. Además, no tienes derecho a utilizar lo que te dije confidencialmente. En el fondo, sólo era una cuestión de justicia. Porque no me dirás que no hay borrachos blancos entre los funcionarios.
—Sandor… Beatrice, esto es espantoso: verme de nuevo metido en un divorcio a esta altura de mi vida. No sé… Me da la sensación de que de ésta no me levanto. No podré resistirlo.
—No digas tonterías —exclamó Sandor—. Desde luego, es lamentable por la niña pero has de superar todo esto.
Por entonces, cuando pensabas, y yo te daba la razón, que no debía quedarme solo, quizá lo que debía haber hecho era precisamente aislarme, escribió Herzog.
—Escucha, me ocuparé de todos tus asuntos —le aseguró Sandor—. Y saldrás de todo este lío como si no te hubiera pasado nada. Déjamelo a mí todo, ¿quieres? ¿O no te fías de mí? ¿Crees que no estoy capacitado?
Debí haber tomado una habitación en el Club del Cuadrilátero.
—No se te puede dejar solo —dijo Sandor—. No eres un tipo que pueda valérselas por sí mismo. Te han dejado cerrado el corazón. Y tienes casi el mismo sentido común que mi chico de diez años, Sheldon.
—No estoy dispuesto a ser una víctima. Me repugna ese papel —dijo Moses.
Himmelstein estaba sentado en su mecedora. Tenía los ojos húmedos. Masticaba un puro. Tenía bien cuidadas sus feas uñas. Utilizaba los servicios de la manicura de Palmer House.
—Es una mujer muy decidida —dijo, refiriéndose a Madeleine—. Y terriblemente atractiva. Cuando decide algo es para toda la vida. ¡Qué fuerza de voluntad! Esa mujer es todo un carácter.
—Yo creo que ha debido de quererte, Moses —dijo Bea. Hablaba lentísimamente, pues así lo hacía siempre. Tenía encajados sus oscuros ojos en unas órbitas profundas. Sus labios eran muy rojos y vitales. Moses evitaba encontrarse con su mirada; tendría que habérsela sostenido durante mucho tiempo y con toda seriedad, lo que habría sido un fastidio. Sabía que contaba con la simpatía de Bea, pero que ésta nunca aprobaría su conducta.
—Creo que nunca me ha amado —dijo Moses.
—Pues yo estoy segura de que sí.
Era la típica solidaridad femenina de la clase media, siempre dispuesta a defender a una buena chica de las acusaciones de vicio y cálculo. Las buenas chicas se casan enamoradas. Pero cuando dejan de estarlo, deben de recuperar la libertad para amar a otro. Ningún esposo decente hará nada por oponerse al corazón de su mujer. Esto es lo ortodoxo en los Estados Unidos. Y no es en sí una cosa mala sino, simplemente, una nueva ortodoxia: respetar la falta de cariño de una mujer que antes lo ha tenido. Desde luego, lo que no se admite, ni siquiera se da como posible, es que una mujer no haya querido antes a su esposo. De todos modos, pensó Moses, él no se hallaba en condiciones de pelearse con Beatrice. Estaba en casa de ella, y, además, ella lo consolaba a su manera.
—No conoces a Madeleine —dijo—. Cuando la conocí, estaba muy necesitada de ayuda y comprensión, la que puede proporcionar un esposo…
Ya sé lo largas, lo interminables que son las historias de la gente cuando son de queja contra alguien. Y qué fastidiosas para todos.
—Pues yo creo que es una buena persona —dijo Bea—. Al principio, parecía un poco estirada y como si no se fiara de nadie, pero cuando la conocí bien, resultó muy cordial y agradable. Yo creo que, en el fondo, Madeleine tiene que ser una buena persona.
—Déjate de historias, casi toda la gente es buena. Sólo hay que darles una oportunidad —dijo Sandor.
—Mady lo planeó todo —dijo Herzog—. ¿Por qué no rompió conmigo antes de que yo hubiera firmado el contrato de la casa de alquiler?
—Porque necesitaba un piso para vivir en él con la niña —dijo Sandor—. ¿Qué esperabas?
—¿Qué esperaba yo? —Herzog estaba en pie y trataba desesperadamente de encontrar las palabras adecuadas. Se había puesto muy pálido y tenía los ojos dilatados y fijos. Miraba a Sandor, que estaba sentado como un sultán con sus pequeños talones metidos bajo su abultado vientre. Luego se dio cuenta de que Beatrice le estaba advirtiendo con su bonita y asexual mirada de que no debía irritar a Sandor. A éste le subía peligrosamente la tensión cuando se enfadaba.
Herzog escribió: Te agradecía tu amistad pero yo estaba hecho una fiera, en uno de esos estados de ánimo en que se le pide a la gente demasiado, casi lo imposible. Cuando la gente se irrita, se vuelve dictatorial y es muy difícil aguantarla. Me encontraba en su casa como preso. Durmiendo junto al mueble-bar. Mi corazón se ponía de parte del pobre Tompkins. Nada tenía de particular que agarrase la botella cuando Sandor cuidaba de él.
—¿No vas a luchar para que te den la custodia de la niña? —preguntó Sandor a Herzog.
—Y si lo hiciera, ¿qué pasaría?
—Pues —dijo Sandor— si te hablo como abogado, te diré que te estoy viendo delante de un jurado. Mirarán a Madeleine, fragante y adorable, y luego a ti, macilento y con el cabello canoso y despeinado y, ¡bah!, allá van, hechas pedazos, tus pretensiones de custodia. Eso es lo que pasa con el sistema de jurados. Son unos cavernícolas, unos hijos de… Sé muy bien que te fastidia oír esto, pero es mejor que te lo diga. Cuando se tienen tus años hay que hacer frente a los hechos.
—¡Hechos! —exclamó Herzog, débil, vacilante y ofendido.
—Ya lo sé —dijo Sandor—, que tengo diez años más que tú. Pero, una vez cumplidos los cuarenta, todos somos iguales. Si puedes hacerlo una vez a la semana, ya tienes que alegrarte.
Bea trató de contener al irritado Sandor, pero él le gritó: «¡Cállate!». Y luego se volvió de nuevo hacia Moses, moviendo la cabeza de manera que paulatinamente se le fue hundiendo en su desfigurado pecho, y sus paletillas le sobresalían ahuecándole la camisa por detrás.
«Qué demonios puede saber él —pensó Sandor— de lo que es hacer frente a los hechos. Lo único que desea es que todo el mundo lo quiera. Si no, chillará de rabia. ¡Muy bien! Pues yo, después del día D, me estuve tumbado en aquel asqueroso hospital hecho un mutilado. ¡Dios mío, tuve que salir de allí por mi propio esfuerzo! Y qué me dices de tu amigo Valentín Gersbach. Ahí tienes el ejemplo de lo que es un hombre. Ese pelirrojo cojitranco sabe muy bien lo que es sufrir. Pero lo ha superado y tres hombres, con seis piernas, no serían capaces de hacer todo lo que él hace. Ya sé, ya sé, Bea… Moses puede resistirlo».
Herzog respondió, airado e incoherente: —¿Qué quieres decir? ¿Me tengo que morir porque tengo el cabello canoso? ¿Y qué me dices de la niña?
—Bueno, no te estés ahí frotándote las manos como un idiota. Detesto a los idiotas —gritó Sandor. Se le habían puesto violentamente claros sus ojos verdes y en sus labios había una continua tensión. Debía de estar convencido de que cortaba del alma de Herzog el peso muerto de la decepción y sus largos dedos blancos se movían nerviosos.
«¿Cómo? ¿Morir? ¿Qué pelo? ¿Qué diablos estás mascullando ahí? Sólo he dicho que un jurado le daría la niña a una madre joven y te la quitaría a ti».
—Madeleine te ha enredado en esto. Ella lo que quiere es que yo no la lleve ante los tribunales y por eso te ha metido en esto.
—¡Nada de eso! Estoy tratando de prevenirte por tu bien. Te he explicado, como abogado, que ella ganaría y tú perderías. Pero quizá quiera a alguna otra persona.
—¿Sí? ¿Te lo ha dicho ella?
—No me ha dicho ni una sola palabra. He dicho quizá. Y ahora, cálmate. Ponle algo de beber, Bea. Pero de esa botella. No le gusta el whisky escocés.
Beatrice se acercó a coger la botella que tenía junto a él Herzog. Era de Guckenheimer del 86.
—Y ahora —dijo Sandor— a ver si dejas de hacer payasadas. —Había variado su expresión y ahora su rostro traslucía una cierta amabilidad hacia Herzog—. La verdad es que cuando sufres, sufres de verdad. Eres un auténtico tipo judío que ahonda en las emociones. Te concedo eso porque lo entiendo. Yo me crié en la calle Sangamon, recuérdalo, y allí un judío era todavía un judío. Sé muy bien lo que es el sufrimiento. De modo que tú y yo estamos metidos en la misma red.
Herzog, en el tren, iba anotando. De verdad, no podía entenderlo. Hubo momentos en que me pareció que me iba a dar una apoplejía o que iba a estallar. Mientras más quería consolarme, más cerca me encontraba de la puerta de la muerte. Pero ¿qué demonios hacía yo allí? ¿Por qué estaba en tu casa?
Debía de tener yo entonces un aspecto cómico con mi gran pena y ¿qué cara pondría cuando me pasaba las horas enteras delante de la televisión?
A primera hora de la mañana del sábado, Sandor llamó a Herzog al cuarto de estar.
—Mira, chico —le dijo—, te he encontrado una póliza de seguros formidable.
Moses, que se ataba el cinturón de la bata mientras iba desde su cama al bar, no comprendía ni una palabra.
—¿Qué?
—Que podemos hacerle un seguro formidable a la niña.
—Y ¿para qué?
—Te lo dije la semana pasada, pero debías de estar pensando en otra cosa y no te enteraste. Si enfermas, tienes un accidente o pierdes un ojo, incluso si te vuelves loco, June quedará bien protegida.
—Pero es que yo me iré a Europa y tengo un seguro de viaje.
—Pero hombre, eso es sólo en el caso de que te mueras, pero aquí, si por ejemplo te vuelves majareta y te tienen que llevar a un sanatorio, la niña seguirá teniendo todos los meses una pensión si te haces el seguro.
—Y ¿quién dice que me voy a volver loco?
—Escucha, hombre, ¿acaso crees que tengo interés en hacer esto? Es decir, ¿que voy a ganar algo? A ver si te enteras de una vez que yo, en todo esto, no soy más que un mediador por amistad hacia ti —dijo Sandor dando una patada con el pie descalzo sobre la gruesa alfombra.
Era domingo y subía del lago la niebla gris. Los botes parecían ganado transportado por el agua. Se podía oír el vacío de los cascos.
—Bien, ¿quieres mi consejo legal o no? —dijo Sandor—. Yo sólo quiero lo que sea mejor para vosotros. ¿Estás de acuerdo?
—Bueno, hombre, aquí estoy para demostrar que reconozco tu buena intención. He venido a vivir a tu casa.
—Muy bien, entonces hablemos con sentido común. Con Madeleine no vas a tener dificultades. No quiere pensión alimenticia. Pronto se casará. Les llevé a comer al Fritzl’s, y hombres que ni siquiera me saludaban desde hacía años, se acercaron a nosotros casi tropezando. Incluido el rabbí de mi templo. Es que Madeleine está bárbara.
—¡Vaya lo que me descubres! Sé muy bien cómo está.
—Si quieres decir que… Creo que te equivocas, porque es menos puta que la mayoría. Todos somos putas en este mundo y no debes olvidarlo. Yo sé muy bien que soy una puta. Y tú, no digamos. Por lo menos, eso dicen tus compañeros los intelectuales. Te apuesto un traje a que tú también eres una puta.
—¿Sabes lo que es un hombre-masa, Himmelstein?
Sandor gritó: —¿Qué es eso?
—Un hombre de la masa. Un hombre que está fundido en la multitud y que corta a todos los demás a su tamaño.
—¿De qué masa hablas? No te subas a las nubes porque yo estoy hablando de asquerosos hechos.
—¿Y acaso crees que un hecho es lo que resulta asqueroso?
—Los hechos siempre son asquerosos.
Pero tú crees que son verdaderos precisamente porque son asquerosos. Veo que todo esto, Moses, es demasiado para que tú lo entiendas. ¿Quién te ha dicho que eres un príncipe? Tu madre lavaba la ropa y tú has tenido huéspedes en tu casa. En cuanto a tu viejo, era un contrabandista de mala muerte. Os conozco a los Herzog, de modo que no te subas a la parra. A mí también me dieron un diploma en una apestosa escuela nocturna. ¿De acuerdo? De manera que lo mejor que hacemos es dejarnos de tonterías y vamos a la realidad.
Herzog, hundido, no supo qué responder. ¿Para qué había ido a aquella casa? ¿Para que le ayudasen? ¿Para poder discursear y dar salida a su irritación? Pero resultaba que era la tribuna de Sandor, no la suya, y desde ella le sermoneaba aquel feroz enano con dientes salientes y profundas arrugas. Su deforme pecho le abultaba en la parte alta de su pijama verde. Pero aquél era sólo el aspecto malo y enfurecido de Sandor, pensó Herzog. Aquel hombre también podía ser atractivo, generoso e incluso ingenioso. Era posible que la lava de su corazón le hubiera sacado de sitio las costillas y que la fuerza de su infernal lengua le deformase el aspecto de los dientes. Muy bien, Moses Herzog, si has de ser digno de compasión y andas en busca de socorro, siempre estarás cayendo, inevitablemente, en poder de estos espíritus irritados que te estarán aporreando siempre con su «verdad». Tienes que limpiar las puertas de la visión mediante el conocimiento de ti mismo por la experiencia. Además, la oposición es la verdadera amistad. Por lo menos, eso me dicen.
—Quieres encargarte de tu hija, ¿no? —dijo Sandor.
—Claro que sí. Pero me dijiste que lo mejor que podía hacer era olvidarla pues crecería lejos de mí.
—Es verdad. Ni siquiera te conocerá la próxima vez que te vea.
Sandor estaba pensando en sus propios hijos, esos mentecatos; no en mi hija que es de una categoría muy superior. Ella nunca me olvidará.
—No lo creo —dijo Herzog.
—Como abogado vuestro, tengo la obligación de proteger a la criatura.
—¿Tú? El padre soy yo.
—Tú puedes reventar, o volverte loco, o qué sé yo.
—¿Acaso Mady no puede morirse? ¿Por qué no le hacemos el seguro a ella?
—Ella nunca querría. Eso no es cosa de la mujer, sino del hombre.
—No de este hombre —dijo Herzog—. Madeleine actúa en la vida como si fuera ella el marido. Lo preparó todo fríamente para quedarse ella con la niña y dejarme a mí en la calle. Se cree capaz de ser a la vez la madre y el padre. Estoy dispuesto a pagar las pólizas sobre su vida.
Sandor empezó de pronto a gritar.
—¡Me importáis tres pitos tanto tu mujer como tú! A mí lo único que me interesa es lo que vaya a ser de la niña.
—¿Por qué estás tan seguro de que Madeleine no se morirá antes que yo?
—¿Y ésa es la mujer que amas? —preguntó Sandor en voz baja. Y es que, por lo visto, había recordado de pronto que su excitación podía ser peligrosa para su presión arterial. Hizo tanto esfuerzo para calmarse que se le notó en sus pálidos ojos y en sus labios. Dijo en un tono de voz normal—: Haría esa póliza a mi nombre si me admitieran en el reconocimiento físico. Te aseguro que me encantaría reventar y dejar a mi Bea hecha una viuda rica. Me gustaría mucho.
—Entonces podría irse a Miami y teñirse el pelo —dijo Herzog.
—Es verdad. Y mientras, yo me volvería verde como un viejo penique dentro de mi caja y ella dándose la gran vida. Pues créeme, me encantaría.
—Muy bien, Sandor… —dijo Herzog. Quería acabar esta conversación—. Perdona, pero por ahora no tengo ganas de arreglar las cosas con vistas a mi muerte.
—¿Y qué demonios importa tu asquerosa muerte? —gritó Sandor. Estaba muy cerca de Herzog, a quien asustó un poco la súbita rudeza de su grito y lo miró con los ojos muy abiertos. Era guapo, aunque basto. Le temblaba la boca—: ¡Me retiro de este caso! —chilló.
—¿Qué demonios te pasa? —dijo Herzog—. ¿Dónde está Beatrice? ¡Beatrice! —Pero la señora Himmelstein se limitó a cerrar la puerta de su dormitorio.
—¡La pondré a trabajar con unos abogaduchos!
—Por amor de Dios, no grites más —dijo Herzog.
—Acabarán contigo.
—Sandor, deja esto.
—Te pondrán sobre un barril de pólvora. Te harán pedazos.
Herzog se tapó los oídos: —No puedo soportarlo.
—Te harán un nudo en las pelotas. Hijo de… Te pondrán un contador en la nariz y te cobrarán la respiración. Te verás inmovilizado y entonces desearás morirte. Rezarás para que te llegue la muerte. Te parecerá mejor un ataúd que un coche sport.
—Pero es que yo no he dejado a Madeleine.
—Sé que te hará todo eso porque yo también lo he hecho a alguna gente.
—¿Pero qué daño le he hecho yo?
—A los tribunales no les preocupa eso. Has firmado papeles… ¿Acaso los leíste?
—No; me fié de ti.
—Ya verás lo que te dirán en los tribunales. Ella es la madre… la hembra. Te aplastarán.
—Pero yo no tengo culpa de nada.
—Ella te odia.
Sandor ya no gritaba. Había vuelto a su tono de voz normal, que desde luego era muy alto:
—¡Jesús! No sabes nada de nada. ¿Y tú eres un hombre culto? Gracias a Dios mi padre no tuvo el dinero suficiente para enviarme a la Universidad. Trabajé en los almacenes Davis y en casa de John Marshall. Qué risa todo eso de la educación. Ahora ni siquiera sabes cómo van tus cosas.
Moses estaba abatido y empezó a pensarlo todo de nuevo.
—Muy bien… —dijo.
—¿Qué está muy bien?
—Me haré una póliza, un seguro de vida.
—¡No como un favor a mí!
—No, no es por ti…
—Ten en cuenta que es mucho dinero: cuatrocientos ochenta dólares.
—Ya encontraré el dinero.
—Muy bien, chico —dijo Sandor—. Por fin das alguna muestra de sentido común. Ahora vamos a desayunar. Haré unas gachas.
Se marchó a la cocina con su pijama verde y los pies descalzos. Siguiéndolo por el corredor, Herzog oyó que Sandor gritaba al llegar al fregadero de la cocina:
—¡Vaya una porquería! No hay ni un cacharro limpio, ni una sola cuchara que se pueda coger. Apesta a desperdicios. Está hecho todo un estercolero.
El viejo perro, obeso y calvo se escapó asustado rascando con sus garras los mosaicos: click, click, click…
—¡Malditas zorras destrozonas! —gritó para que le oyeran las mujeres de la casa—. Sólo sirven para mover el culo delante de los escaparates de modas y dejar que les hagan cosquillas entre los matorrales. Luego vienen a casa, se apiporran de pasteles y Coca-Cola y luego lo dejan todo sucio en el fregadero. Eso es lo que les chifla.
—Tranquilidad, Sandor.
—¿Acaso pido demasiado? El viejo veterano mutilado se pasa el día arriba y abajo por las salas de los tribunales, y qué les importa a ellas si tengo que pasarlas negras para que me den un pequeño asunto.
Tiró fuera del cubo de la basura cáscaras de huevo y de naranja, y posos de café. Estaba furioso y empezó a romper platos y vasos. Sus largos dedos de jorobado, frotaban los platos y fuentes. Sin perder la belleza del gesto —¡sorprendente!— los estrelló contra la pared. Golpeó el escurreplatos y el jabón en polvo y luego lloró de irritación. Luego lloró más, pero de pena al comprobar que él era capaz de semejantes emociones. ¡Eran un espectáculo su boca abierta y sus dientes saltones! De su pecho desfigurado le salían largos pelos.
—Moses, ¡me están matando! ¡Matando a su padre!
Las hijas lo estaban escuchando desde sus habitaciones. El joven Sheldon se hallaba en el parque Jackson con su pandilla de Boy Scouts. Beatrice no se presentó.
—No te preocupes. No es preciso que tomemos gachas —dijo Herzog.
—No. Fregaré un cacharro. —Aún estaba llorando. Bajo el torrencial chorro, sus dedos manicurados raspaban el aluminio con estropajo metálico.
Cuando se calmó un poco, dijo: —Ya sabes, Moses, que me ha estado viendo un psiquiatra. Me costó veinte dólares por hora. Mis chicos me traen loco; no sé qué voy a hacer con ellos. Por lo menos, Sheldon acabará haciéndose un hombre de provecho. Y Tessie, quizá no sea tan mala como parece. ¡Pero Carmel! No sé cómo manejarla. Temo que los chicos se estén ya aprovechando de ella. Prof, nada te pido a cambio de que vivas aquí pero me interesaría mucho que te ocuparas un poco del desarrollo mental de mi hija Carmel. Ésta es la única oportunidad que tiene de conocer a un intelectual, una persona famosa, una autoridad. ¿Quieres hablarle?
—¿De qué?
—De libros… de ideas. Llévatela a pasear y habla con ella de esas cosas. Por favor, Moses, ¡te lo ruego!
—Desde luego, hablaré con ella.
—Se lo pedí al rabbí pero estos reformados no sirven para nada. Sé muy bien que soy un desgraciado a pesar de mis rachas de mal genio, pero trabajo para estos chicos.
Y añadió:
—Si Carmel fuera un poco mayor, te diría que te casaras con ella.
Moses, pálido y sobresaltado, dijo: —Desde luego, es una chica muy atractiva. Pero demasiado joven.
Sandor le pasó a Herzog el brazo por la cintura y lo acercó a él, diciéndole:
—No seas una piedra rodadora. Empieza a llevar una vida normal. Has estado en todas partes: Canadá, Chicago, París, Nueva York, Massachusetts. A tus hermanos les ha ido muy bien aquí, en esta ciudad. Desde luego, Alexander y Willie se contentan con cosas muy distintas que tú, que eres un macher. Moses E. Herzog no tiene dinero en el Banco, desde luego, pero si va uno a la biblioteca, allí está su nombre.
—Soñaba con una vida tranquila con Madeleine.
—No seas loco. ¿Estás bromeando? Vuelve a tu ciudad natal. Eres un judío de West Side. Yo solía verte, cuando eras niño, en el Instituto del Pueblo Judío. Toma las cosas con tranquilidad, Moses. No te des más golpes por tu tozudez. Te tengo más afecto a ti que a mi puñetera familia. Te agradezco que nunca me hayas aplastado con tu Harvard. Tú sabes apreciar a la buena gente sin darte importancia. ¿Qué dices a esto? —Apartó su hermosa cabeza para mirar a Herzog a los ojos y éste sintió de nuevo que le apretaba el círculo del afecto. La cara de Himmelstein estaba alegre—. ¿No puedes vender ese sitio que tienes en los Berkshires?
—Sí; podría venderlo.
—Demonio, pues entonces lo tenemos todo arreglado. Aunque pierdas algo con la venta, no debe importarte. Puedes luego alquilar algo cerca de mi casa.
Aunque estaba muy cansado y con el corazón oprimido, como un tonto, Herzog escuchaba aquellos proyectos como escucha un niño un cuento de hadas.
—Búscate un ama de llaves proporcionada a tu edad. Y además, alguna chica que te caliente la cama. ¿Qué hay de malo en ello? O podríamos encontrar alguna negra despampanante que te sirviera además de ama de llaves. O quizá lo que necesites sea alguna muchacha que haya sobrevivido a los campos de concentración y que estaría agradecida de encontrar un buen hogar. Por otra parte, tú y yo nos daremos la gran vida. Iremos a los baños rusos de North Avenue. Aunque me dieron en la playa de Omaha, aún me defiendo… Tú y yo, un par de judíos a la antigua. —Contempló a Moses con sus ojos verdes, húmedos—. Es como si fueras mi hijo.
Besó a Moses. Y Moses percibió aquel amor cobarde, amorfo, hambriento e indiscriminado.
«¡Qué gorrino!», se dijo Moses a sí mismo en el tren. «¡Gorrino!».
Te dejé dinero por si hacía falta. Se lo diste todo a Madeleine para que se comprara vestidos. ¿Eras el abogado de ella o el mío?
Yo debía de haber comprendido por la manera como hablaba de sus clientes femeninas y atacaba a todos los hombres. Pero, Dios mío, ¿cómo me metí en todo aquello? ¿Por qué me tuve que relacionar con él? Parece como si yo hubiera deseado que me sucedieran estas cosas. Estaba haciendo tantas tonterías entonces que incluso ellos, los Himmelstein, sabían más que yo. Y me enseñaban los hechos de la vida y la verdad.
Me he vengado con rabia de las estupideces de mi orgullo.
Más tarde, en la tibia caída de la tarde, mientras esperaba el transbordador a orillas de Woods Hole, Herzog miraba a través de la verde oscuridad, a los brillantes reflejos del fondo. Le gustaba pensar en la fuerza del sol, en la luz, en el océano. La pureza del aire, le conmovía. El agua estaba muy pura aunque nadaban en ella bancos de foxinos. Herzog suspiró y murmuró: «Alabado sea Dios… Alabado sea Dios». Ahora respiraba mejor. El horizonte abierto le animaba mucho; los colores vivos; la intensidad yodada del Atlántico que procedía de las algas y de los moluscos; la arena fina, blanca y pesada; pero lo que más le conmovía era la verde transparencia que veía al mirar al fondo de piedra con leves ondulaciones doradas. No existía allí la inmovilidad. Si su alma pudiese proyectar un reflejo tan brillante y tan intensamente agradable, le pediría a Dios que le emplease en eso. Pero sería demasiado simple. Sería infantil tranquilizarse convirtiéndose en naturaleza. La auténtica esfera no es tan límpida ni pura sino turbulenta e irritada. Hay siempre en movimiento una inmensa actividad humana que todo lo emporca. La muerte vigila sin cesar. De modo que si uno tiene alguna felicidad, más vale ocultarla. Y cuando nuestro corazón está pleno, más vale tener la boca cerrada.
***
Tenía momentos de cordura pero no podía mantener el equilibrio mental durante mucho tiempo. Llegó el transbordador y lo tomó, afirmándose el sombrero en la cabeza para que no se lo llevase el viento. Le daba un poco de vergüenza estar disfrutando de aquellos típicos momentos de vacaciones. Desde el puente superior, Herzog veía cómo cargaban los autos en una nube de arena y de greda. Durante la travesía, apoyó los pies en su maleta, tomando el sol y mirando a los barcos con los ojos entrecerrados.
En Vineyard Haven tomó un taxi en el muelle. El vehículo entró por la calle principal, paralela al muelle y bordeada por grandes árboles. Por un lado y por otro, el agua, las velas y la carretera debajo de las hojas llenas de sol. Los letreros de las tiendas, dorados, brillaban sobre las fachadas rojas. El centro comercial relucía como un decorado teatral. El taxi avanzaba despacio, como si el viejo motor estuviese enfermo del corazón. Pasó por delante de la biblioteca pública, ante entradas con columnas, grandes olmos en forma de lira y sicomoros con trozos de corcho blanco. Le llamaron la atención los sicomoros. Estos árboles ocupaban un importante lugar en su vida. Lo verde de la tarde se iba intensificando y el azul del agua, cuando la vista se volvía hacia ésta después de haber estado mirando las sombras de la hierba, parecía cada vez más pálido. El taxi torció a la derecha, hacia la playa, y Herzog se apeó desatendiendo la mitad de las indicaciones que le daba el taxista mientras él pagaba. «Baje por esas escaleras y luego suba otra vez por ahí enfrente». Vio a Libbie esperándole en el porche con un vestido claro y la saludó agitando un brazo. Ella le envió un beso.
En seguida comprendió que había cometido una equivocación viniendo. Vineyard Haven no era el sitio que le convenía. Era estupendo, y Libbie era encantadora, una de las mujeres más agradables que él conocía. Pero nunca debía haber venido. No está bien, pensó. Parecía estar buscando los escalones de madera, vacilante a pesar de su fuerte aspecto, y sosteniendo la maleta con las dos manos como un jugador de rugby a punto de arrojar la pelota. Tenía las manos muy grandes y se le destacaban las venas; no eran las manos de un intelectual sino de un albañil o de un pintor de brocha gorda. La brisa le pegaba su ligera ropa al cuerpo. Y qué aspecto tenía, qué cara. A Libbie le llamó la atención ese aspecto tan curioso del que él mismo se daba cuenta: angustiado, quejoso, fantástico, medio loco y decididamente «cómico». Era como para rogar a Dios que le quitase de encima ese aplastante peso de la personalidad y le hiciera definitivamente un fracasado fundido ya con la especie en una cura primitiva de vulgaridad. Aunque él ya se había sometido a la cura primitiva, que le habían administrado Madeleine, Sandor, y los demás; de modo que sus recientes desventuras podían ser consideradas como un proyecto colectivo en que él mismo participaba y en el que se tratara de destruir su vanidad y sus pretensiones de lograr una vida personal, y así se desintegraría, sufriría y odiaría como tantas otras personas, no clavado en algo tan distinguido como una cruz, sino en la perspectiva de la disolución post-renacentista, post-humanística y post-cartesiana, junto al Vacío. Todo el mundo actuaba en este espectáculo. La «historia» le daba a todo quisque entrada libre. Los mismos Himmelstein, que en su vida habían leído un libro de metafísica, andaban trajinando con el Vacío como si fuera una finca de venta muy provechosa. Este pequeño demonio estaba impregnado con ideas muy modernas y una de ellas, sobre todo, excitaba el terrible corazoncito de Moses: tenemos que sacrificar a nuestra pobre, crujiente individualidad —que quizá sea sólo (desde un punto de vista analítico) una persistente megalomanía infantil, o (desde un punto de vista marxista) una pequeña y asquerosa característica burguesa— a una necesidad histórica. Y a la verdad. Y ésta sólo es verdad cuando causa más desgracia y angustia a los seres humanos de modo que si proporciona algo distinto al mal, sólo será ilusión y no verdad. Pero, desde luego, él, Herzog, había tratado, ciegamente pero sin el suficiente valor o inteligencia, de un modo característico, obstinado, desafiante y ciego, pero sin el valor ni la inteligencia suficiente, de ser un maravilloso Herzog, un Herzog que, quizá torpemente, trataba de aplicar a la realidad maravillosas cualidades que él apenas comprendía vagamente. Desde luego, había ido demasiado lejos, más allá de su talento y su capacidad, pero eso ocurría siempre que un hombre tenía fuertes impulsos, incluso una sólida fe en sí mismo, pero carecía de ideas claras. Y si fallaba, ¿qué? ¿Acaso significaba eso que carecía de generosidad, de fe y de un impulso sagrado? ¿Tenía quizá que haber sido un vulgar Herzog sin ambiciones? No. Y Madeleine nunca se habría casado con semejante tipo. Precisamente, lo que ella había andado buscando era un Herzog ambicioso, con objeto de echarlo abajo, patearlo y aplastarle el cerebro con su asesino pie de bruja. ¡Cómo lo había estropeado todo Herzog y cómo había desperdiciado su inteligencia y sus sentimientos! Cuando pensaba en el interminable aburrimiento del noviazgo y el matrimonio y en todo el esfuerzo que había puesto en tantos arreglos, sólo medidas prácticas, en trenes, aviones, hoteles y grandes almacenes, en los bancos en que había guardado su poco dinero, en hospitales, en médicos y medicinas, en deudas; y en cuanto a él mismo, las noches de rígido insomnio, las aburridas tardes, y las terribles pruebas del combate sexual, con toda la horrible egomanía envuelta en él, se admiraba de haber podido sobrevivir a todo ello. Muchos otros, en su generación, se gastaban pronto, morían de ataques, o de cáncer y, desde luego, llegaban a desear la muerte. Pero él debía de ser muy hábil porque, a pesar de tantos errores y estupideces, había resistido. Sobrevivía. Y, ¿para qué? ¿Qué andaba buscando de un lado para otro? ¿Acaso iba a seguir esta carrera de cultivar sus relaciones personales hasta que por fin no le quedase más fuerza para moverse? ¿Iba sólo a ser un hombre de gran éxito en el terreno privado, un rey de corazones, un amoroso Herzog, siempre en busca de amor, abrazando una tras otra sus Wandas, Zinkas y Ramonas? Pero esto no es más que una persecución femenina. Todos estos apretones y excitaciones del corazón, sólo son para las mujeres. Y la ocupación seria de un hombre no es ésa, sino el deber, la vida viril, la política en el sentido aristotélico. Entonces, ¿para qué demonios acabo de llegar aquí, a este Vineyard Haven? Nada menos que en unas vacaciones con el corazón deshecho, mis pantalones italianos y mis plumas estilográficas, con mi pena… para fastidiar y preocupar a la pobre Libbie, y explotar el afecto que me tiene, obligándola a pagar porque me porté muy amablemente y con mucha decencia cuando su esposo anterior, Erikson, se volvió majareta e intentó apuñalarla y luego matarse él con el gas. Y es verdad que entonces resulté muy útil. Pero si ella no hubiera sido tan hermosa y sexual y no se hubiera sentido tan evidentemente atraída por mí, ¿habría resultado yo un amigo tan dispuesto a ayudar y tan afectuoso? Y no estoy haciendo un papel muy digno al venir ahora a este sitio a fastidiarla con mis penas cuando sólo hace unos cuantos meses que se casó ella de nuevo. ¿He venido a recoger el precio de mi ayuda? Vuélvete, Moses, y toma el próximo transbordador de vuelta. Todo lo que necesitabas era un viaje en tren para cambiar de ambiente. Te ha sentado bien.
Libbie bajó por el sendero para saludarle y le dio un beso. Venía vestida de tarde con un traje de cocktail de un color naranja o amapola. Tardó Moses en determinar si la fragancia que llegaba a su nariz procedía del cercano lecho de peonías o del cuello y los hombros de Libbie. Ésta manifestaba sinceramente el contento que le producía verle. Fuese por propio mérito o por el brillo de su intervención en aquel asunto, lo cierto era que tenía en ella una buena amiga.
—¿Cómo estás?
—No voy a quedarme en tu casa —dijo Herzog—. No estaría bien.
—¿De qué estás hablando? Traes muchas horas de viaje. Entra, para que conozcas a Arnold. Siéntate y toma algo. ¡Qué ocurrencias tienes! —Se rió de él y él también tuvo que reírse. Sissler apareció en el porche. Era un hombre de unos cincuenta y tantos años, desaliñado y adormilado pero contento, que empezó a emitir unos extraños sonidos de bienvenida con su voz profunda. Traía puestos unos anchos pantalones slacks rojos sujetos con un cinturón de goma.
—Dice que ya se va a ir, Arnold, y apenas ha llegado. Te advertí que era un tipo muy raro.
—¿Y ha hecho usted este viaje tan largo sólo para decir que se marcha otra vez? Entre… Voy a encender la chimenea. Dentro de una hora hará frío y viene gente a cenar. ¿Le preparo algo de beber? ¿Scotch o bourbon? ¿O prefiere usted primero darse un chapuzón en la piscina? —Sissler le dirigió una ancha, amable y arrugada sonrisa. Tenía los ojos pequeños y los dientes espaciados; era calvo, pero tenía mucho pelo por detrás como si le creciera una gran seta. Libbie se había casado con un perro viejo, cómodo y prudente, una de esas personas que tiene grandes reservas de comprensión y humanidad. En la parte de la casa que daba al mar y en la que había una viva luminosidad, Libbie tenía un excelente aspecto y su rostro curtido y suave traslucía su felicidad. Llevaba rojo de labios color amapola, unas pulseras de oro alemán, y una pesada cadena de oro de ley al cuello. Había envejecido un poco; debía de tener unos treinta y ocho o treinta y nueve años, calculó Herzog, pero sus ojos oscuros y bastante juntos, que le daban una mirada fluida y llamativa (tenía una nariz delicada y adorable), estaban mucho más claros de cómo los recordaba Moses. Se hallaba en la época de la vida en que empieza a actuar la última acción de la herencia y aparecen los defectos de los antepasados, una mancha o unas profundas arrugas, que al principio incluso aumentan la belleza de la mujer. Esa gran artista, la muerte, empieza muy lentamente a dar sus primeros toques. Pero a Sissler no podía importarle menos. Ya había aceptado el envejecimiento de ella y seguiría siendo el mismo hombre de negocios activo hasta el día de su muerte. Cuando llegara ese momento, tendría que ponerse de lado a causa de su gran mata de pelo detrás de la calva.
Las ideas que despueblan al mundo.
Pero cuando Herzog aceptó una bebida, se oyó a sí mismo dando las gracias con voz clara, y se vio sentado en aquel sillón forrado de chintz, pensó que quizá no fuera a Sissler a quien estaba él viendo en su lecho de muerte, sino a otra persona que también tenía esposa. Quizá fuera él mismo quien estuviera muriendo en esa fantasía. Había tenido esposa —dos— y también había sido objeto de fantasías semejantes con sabor a muerte. Ahora bien: lo primero que se necesita para que un ser humano tenga esta habilidad es que realmente desee existir. Esto es lo que dice Spinoza. Es necesario para la felicidad (Felicitas). No puede actuar bien (bene agere) ni vivir bien (bene vivere) si él no desea vivir. Pero también es natural, como dice la psicología, matar mentalmente (un asesinato pensado al día le libra a uno del psiquiatra), y entonces el deseo de existir no es lo bastante firme para permitir una buena vida. ¿Quiero existir o quiero morir? Pero en esta circunstancia social no podía Herzog esperar una respuesta a semejantes preguntas, y en vez de filosofar se tragó el bourbon, ya casi helado en el tintineante vaso. El whisky fue bajando calentando agradablemente su pecho como una cinta de fuego. Allá abajo se veía la playa y la llameante puesta del sol sobre el agua. El transbordador regresaba. Al ponerse el sol, se llenó de pronto el gran casco del barco con luces eléctricas. En el cielo en calma un helicóptero se dirigía hacia Hyannis Port, donde vivían los Kennedy. Allí antes había siempre grandes cosas. El poder de las naciones. ¿Qué sabemos de todo eso? Moses sintió una intensa emoción al pensar en el asesinado Presidente (me pregunto qué le diría yo a un Presidente en una conversación normal). Se sonrió un poco al recordar cómo se daba importancia su madre hablándole a tía Zipporah acerca de él. «¡Qué lengua tiene este niño! ¡Te digo que Moshele podía hablar con el Presidente!». Pero en aquella época, el Presidente era Harding. O ¿acaso era Coolidge? Entre tanto, proseguía la conversación. Sissler trataba de inspirar confianza a Moses para que éste se sintiera como en su casa —desde luego, debo de tener un aspecto terrible de medio trastornado— y Libbie parecía preocupada.
—No se preocupen ustedes por mí —dijo Moses—. Sólo es que todas estas cosas que me han pasado me han dejado un poco excitado. —Se rió. Libbie y Sissler se miraron. Sin duda, estaban más tranquilos—. Veo que tienen ustedes una casa muy buena. ¿Es alquilada?
—Es mía —dijo Sissler.
—Estupendo. Es un sitio maravilloso. La utilizan ustedes sólo en el verano, ¿no? Pues podrían ustedes acondicionarla para el invierno.
—Me costaría unos quince billetes de los grandes, o más —dijo Sissler.
—¿Tanto? Supongo que el trabajo y los materiales saldrán más caros en esta isla.
—La mano de obra podría hacerla yo, desde luego —dijo Sissler—. Pero aquí hemos venido a descansar. Creo que también usted es propietario, ¿no?
—En Ludeyville Mass.
—¿Dónde está eso?
—En los Berkshires. Cerca de la esquina del Estado junto a Connecticut.
—Debe ser un sitio precioso.
—Pues sí, está muy bien. Pero demasiado lejos. Sí, lejos de todo.
—¿Qué tal otro whisky?
¿Creería Sissler que el whisky lo calmaría?
—Quizá quiera Moses arreglarse después de su viaje —dijo Libbie.
—Le enseñaré su habitación —dijo Sissler, y, levantándose, cogió la maleta de Herzog.
—Ésta es una buena escalera de las que hacían antes —dijo Moses—. Hoy no las hacen así. Las trabajaban a conciencia para una casa de verano.
—Hace sesenta años aún había buenos artesanos —dijo Sissler—. Mire usted las puertas; están hechas a conciencia. Bueno, aquí está su habitación. Creo que tiene usted de todo en ella: toallas, jabón… Esta tarde vendrán unos vecinos. Sólo habrá una mujer, aparte de la mía. Una cantante: la señorita Elisa Thurnwale. Divorciada.
La habitación era ancha y confortable y daba a la bahía. Las dos puntas, East y West Chop, estaban alumbradas.
—Éste es un sitio precioso —dijo Herzog, asomándose.
—Deshaga la maleta y póngase cómodo. No tenga prisa por marcharse. Sé que era usted muy buen amigo de Libbie cuando ella estuvo en apuros. Ya me ha contado cómo la protegió usted de aquel energúmeno, Erikson. El bárbaro quiso asesinar a la pobre chica. Libbie sólo le tenía a usted para defenderla.
—En realidad, tampoco tenía Erikson nadie de quien valerse.
—¿Y eso qué importa? —dijo Sissler, apartando un poco su cara arrugada sin que sus pequeños ojos astutos dejaran de observar a Herzog un poco de lado—. La defendió usted. Para mí, eso es lo que importa. No sólo porque quiero a la chica sino porque hay muchos pintas en circulación. Y usted se metió en líos por defender a Libbie. Porque usted tiene un alma, ¿verdad, Moses? —meneó la cabeza sujetándose el cigarrillo con dos dedos manchados. Con voz arrastrada, añadió—: Ahora tiene usted tiempo de descansar un poco.
Se marchó y Moses se tumbó un rato en la cama. El colchón era bueno; se descansaba a gusto en él. Estuvo echado un cuarto de hora sin pensar en nada, con los labios entreabiertos, las piernas y los brazos extendidos y respirando tranquilamente mientras contemplaba las figuras del papel de la pared hasta que quedaron ocultas en la oscuridad. Cuando volvió a levantarse, no fue para lavarse y vestirse sino para escribir una nota de despedida. Había papel y sobres en la mesa.
Tengo que marcharme en seguida. No estoy ahora para soportar amabilidades. Tengo los sentimientos, el corazón, y todo, de una manera muy rara. Me han quedado cosas sin hacer. Os bendigo a los dos. Y mucha felicidad. Quizá vuelva a fines del verano. Agradecido, Moses.
Salió de la casa sigilosamente. Los Sissler estaban en la cocina. Sissler hacía ruido con las bandejas del hielo. Moses bajó rápidamente y salió por la puerta trasera con frenética rapidez y gran cuidado, como un ladrón. Cruzó por entre los matorrales hasta la finca de al lado. Luego subió por el sendero hasta el transbordador. Pero no tomó éste sino un taxi allí mismo y fue en él al aeropuerto. A aquella hora sólo podía marcharse en un vuelo a Boston. Lo tomó y voló hasta Idlewild, en el aeropuerto de Boston. A las once de la noche estaba ya tumbado en su propio lecho bebiendo leche caliente y comiendo un sandwich con mantequilla de cacahuete. Se había gastado tontamente bastante dinero en este viaje.
***
Seguía teniendo la carta de Geraldine Portnoy sobre su mesilla de noche y ahora la cogió y volvió a leerla antes de dormirse. Trató de recordar la impresión que le había hecho la primera vez que la leyó en Chicago, después de algún tiempo de habérsela dado Asphalter.
Querido Mr. Herzog, yo soy Geraldine Portnoy, la amiga de Lucas Asphalter. Usted recordará… ¿qué recordaré? Moses había leído rápidamente (la letra era muy femenina, vuelta hacia atrás, y como de imprenta, con las íes coronadas por unos curiosos circulitos abiertos), y había tratado de tragarse de golpe toda la carta, recorriéndola a toda prisa para ver si descubría en seguida su intención. Sabrá usted que seguí su curso sobre los románticos como Filósofos Sociales. Yo no estaba de acuerdo con usted en lo que dijo sobre Rousseau y Karl Marx. Luego me he convencido de lo que usted decía, o sea, que Marx expresaba esperanzas metafísicas en el futuro de la humanidad. Había tomado demasiado al pie de la letra lo que él dice sobre el materialismo. ¡Lo que yo decía! Pues era muy vulgar y bien puede ella pensar lo que quiera. Herzog había procurado no perderse, pero todos aquellos puntos circulares y abiertos le ocultaban la visión como nieve y le tapaban el mensaje. Probablemente, usted nunca se fijaría en mí pero a mí me agradaba usted y, como amiga de Lucas Asphalter (que, por cierto, le adora a usted y dice que es usted una estupenda muestra de las cualidades más humanas), desde luego, he oído hablar mucho de usted, ya que se crió donde Lucas y jugó al baloncesto en la Hermandad de los Muchachos de la República, en el viejo Chicago de la calle División. Un tío político mío era uno de los entrenadores: Jules Hankin. Creo recordar a Hankin. Llevaba un cardigan azul y el cabello peinado con raya en medio. No quiero que me interprete usted mal, pues no deseo en modo alguno mezclarme en sus asuntos. Por otra parte, no soy una enemiga de Madeleine. Incluso me resulta simpática. Es tan animada, inteligente y agradable, y ha sido tan simpática y franca conmigo… Durante algún tiempo la he admirado mucho y, por ser yo más joven que ella, me halagaban sus confidencias. Herzog se sonrojó. Sin duda, las confidencias de Madeleine incluirían la desgracia sexual de él. Y, por haber sido yo estudiante con usted, me intrigaba oír contar cosas de su vida privada, pero también me sorprendía la libertad y ganas de hablar que tenía ella, y pronto vi que, por alguna razón, quería tenerme de su parte. Lucas me advirtió que no me fiase pero ya es sabido que cualquier sentimiento intenso entre miembros del mismo sexo se hace con frecuencia, e injustamente, sospechoso. Mi formación científica me había enseñado a ser prudente en estas cosas pero la verdad es que ella quería tenerme de su parte. Me dijo que usted tenía muy buenas cualidades humanas e intelectuales aunque era un neurótico con un temperamento insoportable que a veces la asustaba. Sin embargo, añadió Madeleine, tenía usted grandes condiciones y, después de dos matrimonios sin amor y fracasados, quizá se dedicara usted en serio al trabajo para el que estaba dotado. Pero que no servía usted para las relaciones emotivas. Resultaba evidente que Madeleine nunca se habría entregado a un hombre que no hubiera sido inteligente o sensible. Me dijo que por primera vez en su vida no sabía qué hacer. Hasta ahora todo había sido confusión e incluso había lapsos de tiempo que no podía justificar. Por lo visto, al casarse con usted estaba en uno de esos estados mentales confusos. Resulta de lo más excitante hablar con ella pues le deja a una la impresión de haberse encontrado con la propia vida, una persona hermosa y brillante con un destino muy concreto. Sus experiencias son ricas y está preñada… ¿qué es esto?, pensó Herzog. ¿Acaso me va a decir ahora que Madeleine está a punto de tener un hijo? ¡Un hijo de Gersbach! ¡No! Qué maravilla; qué suerte para mí. Si ella tiene un hijo fuera del matrimonio puedo pedir legalmente la custodia de June. Anhelante, había devorado el resto de la página. No, Madeleine no estaba preñada. Era demasiado lista para que le ocurriera eso. Para sobrevivir, ella tenía que basarse en la inteligencia. Precisamente, su enfermedad era agudeza mental. De modo que no se hallaba en estado. Sólo había que seguir leyendo, a la vuelta de la página… preñada de significado. Yo no era sólo para ella una estudiante que acababa de terminar la carrera y que le ayudaba con su niña, sino una confidente. La pequeña me quiere mucho y a mí me parece una chica extraordinaria. Verdaderamente excepcional. Quiero a June mucho más de lo corriente en estos casos; se lo aseguro, mucho más. Tengo entendido que los italianos tienen fama de ser los más orientados hacia los niños en Occidente (sólo tiene usted que pensar en la figura de Jesús-Niño en la pintura italiana), pero evidentemente los americanos tienen también su propia locura en el culto a los niños y en la psicología infantil. Aquí se hace todo con vistas a los niños. Si he de ser justa, creo que Madeleine no se porta mal con la pequeña June. Desde luego, tiende a ser autoritaria. Mr. Gersbach, que ocupa una posición ambigua en esta casa, se esfuerza por divertir a la niña. Ésta lo llama tío Val y yo le veo jugar mucho con ella, muy cariñosamente. Aquí sacó Herzog los dientes, irritado, oliendo el peligro. Pero tengo que informarle a usted de algo desagradable, de lo que ya he hablado con Lucas. Y es que, viniendo por la Avenida Harper la otra noche, oí llorar a la niña. Estaba dentro del automóvil de Gersbach y la pobre no podía salir, por lo que lloraba y temblaba. Creí que se había encerrado ella sola mientras jugaba, pero era ya de noche y yo no podía comprender por qué no la habían sacado ya de allí y la habían llevado a la cama. El corazón de Herzog latió aceleradamente al leer estas palabras. Tuve que calmarla y luego descubrí que su mamá y el tío Val estaban riñendo dentro de la casa y que había sido precisamente el tío Val quien la había metido en el coche diciéndole que se quedase allí jugando. Después de encerrarla, había entrado en la casa. Puedo verlo subir las escaleras mientras June chilla asustada. Lo mataré por eso. Leyó dos veces las últimas líneas. Luke dice que usted debe saber estas cosas. Quería telefonearle pero a mí me pareció mal que se enterase usted por teléfono. Por lo menos, una carta permite meditar un poco y ver las cosas con más calma. La verdad es que no creo que Madeleine sea una mala madre.