«Si estoy chalado, tanto mejor», pensó Moses Herzog. Algunos lo creían majareta, y durante algún tiempo él mismo había llegado a pensar que le faltaba un tornillo. Pero ahora, aunque seguía portándose de un modo extraño, sentíase seguro de sí mismo, alegre, clarividente, y fuerte. Había caído bajo una especie de hechizo y escribía cartas a todo bicho viviente. Estas cartas le apasionaban tanto que, desde fines de junio, iba por ahí con una maleta llena de papeles. Había llevado esta maleta de Nueva York a Martha’s Vineyard, pero regresó en seguida de allí, y dos días después fue en avión a Chicago, y desde Chicago a un pueblo al oeste de Massachusetts. Escondido en el campo, escribió incesante y fanáticamente a los periódicos, a la gente que desempeñaba cargos públicos, a los amigos y parientes, después, a los muertos, sus propios muertos sin importancia y, por último, a los muertos famosos.

Era el rigor del verano en los Berkshires. Herzog estaba solo en la casa grande y vieja. Aunque solía ser muy exigente para la comida, tomaba ahora pan Silvercup que venía envuelto en papel, guisantes de lata y queso americano. De vez en cuando cogía frambuesas en la exuberante huerta, y, para dormir, utilizaba un colchón sin sábanas —era su abandonada cama de matrimonio— o la hamaca, cubriéndose con su abrigo. En el patio, le rodeaban la abundante hierba, los algarrobos y los arces. Cuando abría los ojos por la noche, veía cerca a las estrellas, como cuerpos espirituales. Como fuegos, desde luego; eran gases, minerales, calor, átomos, pero resultaban muy elocuentes hacia las cinco de la mañana para un hombre que yacía en una hamaca envuelto en un abrigo.

Cuando tenía algún pensamiento nuevo, iba a la cocina —su cuartel general— y lo escribía. La pintura blanca se caía de las paredes de ladrillo y a veces quitaba Herzog de la mesa, con su manga, las cagaditas de ratón, preguntándose con calma por qué les gustaría tanto a los ratones campesinos la cera y la parafina. Agujereaban las tapaderas cerradas con parafina que protegían las conservas, y roían las velitas de cumpleaños hasta el pabilo. Una rata había roído un paquete de pan y dejó la forma de su cuerpo en las rebanadas. Herzog se comió la otra mitad del pan después de untarle mermelada. Podía compartir el alimento con las ratas.

Incesantemente, mantenía abierto hacia el mundo exterior un rincón de su mente. Oía los cantos de los gallos mañaneros. Su áspera llamada resultaba deliciosa. Al anochecer, Herzog escuchaba los cantos de los tordos. Por la noche, se oía una lechuza en el granero. Cuando, excitado por una de sus cartas mentales, se paseaba Herzog por el jardín, veía los rosales que se enroscaban por el tubo de desagüe, o los pájaros que gorjeaban en la morera. Los días eran cálidos, y a última hora se ponían enrojecidos y polvorientos. Herzog lo miraba todo con gran atención pero le parecía estar medio ciego.

Su amigo, su examigo, Valentín, y su esposa, su exesposa, Madeleine, habían hecho correr el rumor de que se había trastornado. ¿Era esto cierto?

Dando una vuelta en torno a la casa vacía, vio el reflejo de su cara en una ventana gris y con telarañas. Parecía sobrenaturalmente tranquilo. Una línea radiante descendía desde la mitad de su frente por su nariz recta hasta sus labios gruesos y silenciosos.

***

A finales de primavera, Herzog había sentido la necesidad de explicar, de soltarlo todo, de justificarse, de ponerlo todo en perspectiva, aclararse y enmendarse.

Por entonces, daba clases a los adultos en una escuela nocturna de Nueva York. En abril se expresaba aún con bastante claridad, pero hacia fines de mayo empezó a divagar. Los estudiantes tenían el convencimiento de que nunca aprenderían mucho sobre las raíces del Romanticismo, pero estaban seguros de que, teniéndolo a él de profesor, verían y oirían muchas cosas raras. Uno tras otro, fueron desapareciendo los formalismos académicos. El profesor Herzog manifestaba la inconsciente franqueza de un hombre profundamente preocupado. Y hacia fines del trimestre, se produjeron largas pausas en sus clases. Por ejemplo, se quedaba callado de pronto, decía, «Perdonen», y se buscaba en los bolsillos la pluma. Sobre aquella mesa que crujía, Herzog escribía algo en unos pedazos de papel presionando mucho con la mano; estaba absorto y se le formaban unas grandes ojeras. Su rostro, que se le ponía muy pálido, lo reflejaba todo, absolutamente todo lo que ocurría en su mente. Razonaba, argumentaba consigo mismo, sufría, y pensaba en un brillante dilema: se veía a sí mismo como un hombre de mentalidad estrecha y, a la vez, como un espíritu muy abierto; sus ojos y su boca revelaban con absoluta claridad sus anhelos, su mojigatería, su amarga ira. Todo resultaba evidente. La clase esperaba tres minutos, cinco minutos, en el mayor silencio.

Al principio, las notas que escribía, no tenían ilación. Eran fragmentos, sílabas sueltas, exclamaciones, proverbios y citas deformados o, en el idioma yiddish de su madre, muerta hacía mucho tiempo, Trepwerter, réplicas que llegaban demasiado tarde, cuando ya iba uno escaleras abajo.

Por ejemplo, escribía Muerte… morir… vivir otra vez… morir de nuevo… vivir.

Nadie: no hay muerte.

Y, ¿Con tu alma de rodillas? Más te valdría ser útil. Friega el suelo.

Y luego, Responde a un loco según su locura, a no ser que tenga la sabiduría de su propio orgullo.

No respondas a un loco según su locura, para que no seas como él.

Elige a uno.

También anotó: Leo en Walter Winchell que J. S. Bach se puso guantes negros para componer una misa de réquiem.

Herzog apenas sabía qué pensar de estas notas. Se dejaba llevar por la excitación que las inspiraba y a veces sospechaba que pudieran ser un síntoma de desintegración. Y esto no le asustaba. Tendido en el sofá del pisito que había alquilado en la calle 17, se imaginaba a veces ser una industria que fabricaba historia personal, y se veía a sí mismo desde el nacimiento hasta la muerte. En un trozo de papel, reconoció: No puedo justificarme.

Repasando toda su vida, llegó a la conclusión de que lo había hecho todo mal, todo. Su vida, como suele decirse, estaba arruinada. Pero como, en realidad, esta vida no había sido gran cosa, no tenía mucho de qué lamentarse. Tendido en el maloliente sofá, pensaba en los siglos pasados, el diecinueve, el dieciséis, el dieciocho, y de este último sacó una frase que le gustaba:

La pena, Señor, es una especie de pereza.

Boca abajo en el sofá, siguió su repaso. ¿Era él un hombre listo o un idiota? La verdad era que en aquellos momentos no podía considerarse listo. Pudo haber tenido en tiempos las características de un ser inteligente, pero se había dejado llevar por los ensueños. Y, ¿qué más? Estaba perdiendo el cabello. Leía los anuncios de los especialistas de la casa Thomas Scalp con el escepticismo exagerado de un hombre cuyo deseo de creer era profundo y desesperado. ¡Técnicos del cuero cabelludo! Y él había sido guapo. Pero en la cara se le notaba lo mal que lo había pasado. Y él mismo se había buscado que lo maltrata sen y había animado a sus propios atacantes. Esto le llevó a pensar en su carácter. ¿Cómo era su manera de ser? Según el vocabulario de nuestro tiempo, era narcisista; era masoquista; era anacrónico. Su cuadro clínico resultaba depresivo, aunque no del tipo más grave; no era un maníaco-depresivo. Por ahí había casos más graves. Si estaba usted convencido, como todos parecían estarlo hoy, de que el hombre era un animal enfermo, ¿podía considerársele a él espectacularmente enfermo, excepcionalmente ciego, y extraordinariamente degradado? No. ¿Era inteligente? Su intelecto habría sido más efectivo si él hubiera sido un tipo paranoicamente agresivo, ansioso por lograr el poder. Era celoso pero no excepcionalmente, no un verdadero paranoico. Y de su cultura, ¿qué había que decir? En cuanto a esto, se veía obligado a reconocer que no era un verdadero profesor. Desde luego, era un hombre serio y tenía una gran sinceridad, aunque inmatura, pero no lograba ser sistemático. Había comenzado con brillantez, gracias a su tesis de Filosofía —El estado de naturaleza en los siglos XVII y XVIII de la Filosofía Política inglesa y francesa—. También tenía a su favor varios artículos y un libro, Romanticismo y Cristianismo. Pero sus demás proyectos ambiciosos se habían ido deshaciendo uno tras otro. Con sus primeros buenos éxitos, nunca le había sido difícil encontrar excelentes colocaciones y ganar pensiones para la investigación. La Narragansett Corporation le había pagado quince mil dólares durante varios años para que perfeccionase sus estudios sobre el Romanticismo. Los resulta dos de estas investigaciones los guardaba en el cajón, mejor dicho, en una vieja maleta: ochocientas páginas de caóticos estudios que nunca habían podido concretarse. Era doloroso pensar en aquello.

Junto a él, en el suelo, había unos pedazos de papel, y de vez en cuando se agachaba para coger uno de ellos y escribir en él.

Ahora apuntó: No ha sido esa larga enfermedad —mi vida— sino esa larga convalecencia, también mi vida. La revisión liberal-burguesa, la ilusión del perfeccionamiento, el veneno de la esperanza.

Pensó durante unos momentos en Mitrídates, cuyo sistema le enseñaba a uno a alimentarse de veneno.

Engañó a sus asesinos, que cometieron el error de emplear pequeñas dosis y fue molestado pero no asesinado.

Tutto fa brodo.

Al hacer un resumen de sí mismo, reconoció que había sido —por dos veces— un mal esposo. A Daisy, su primera esposa, la había tratado miserablemente. Madeleine, su segunda mujer, había intentado manejarlo. Para su hijo y su hija era un padre cariñoso pero malo. Y para sus propios padres, fue un hijo desagradecido. Para su país, era un ciudadano indiferente. A sus hermanos y a su hermana los trataba con afecto pero se mantenía muy aparte de ellos. Para sus amigos, era un egoísta. En cuanto al amor, era un perezoso. En cuanto a la brillantez, era un hombre apagado. Ante el poder, pasivo. Y respecto a su propia alma, tomaba una actitud evasiva.

Satisfecho con su propia severidad, disfrutando con la dureza y el rigor de su juicio, yacía en el sofá, con los brazos levantados por detrás y las piernas extendidas sin finalidad.

Y, sin embargo, qué encantadores somos.

Papá, el pobre hombre, podía fascinar a los pájaros en los árboles y a los cocodrilos en el fango. Madeleine también poseía un gran encanto y belleza en su persona, además de una mentalidad brillante. Valentín Gersbach, el amante de Madeleine, era también un hombre encantador, aunque en un estilo más pesado y brutal. Tenía una barbilla gruesa y su cabellera cobriza flameante, que materialmente le brotaba de la cabeza como un manantial (él no necesitaba de los especialistas de Thomas Scalp contra la calvicie) y tenía una pierna de madera, inclinándose grácilmente, y poniéndose derecho, como un gondolero. Tampoco a Herzog le faltaban atractivos. Pero Madeleine le había disminuido su potencia sexual. Y, careciendo ya de la facultad de atraer a las mujeres, ¿cómo iba a recuperarse? En este aspecto era donde más se sentía como un convaleciente.

¡Qué mezquindad la de estas luchas sexuales!

Hacía varios años, Herzog había iniciado un nuevo comienzo en su vida gracias a Madeleine. Herzog se la ganó a la Iglesia, pues cuando la conoció acababa de convertirse. Contando con los veinte mil dólares que heredó de su amable padre, Herzog, para agradar a su nueva esposa, renunció a una posición académica perfectamente respetable y compró una casa vieja y grande en Ludeyville, Massachusetts. En los pacíficos Berkshires, donde tenía amigos (Valentín Gersbach y la esposa de éste) había de serle fácil escribir el segundo volumen sobre las ideas sociales de los románticos.

Herzog no abandonó la vida universitaria porque lo estuviera haciendo mal. Al contrario, tenía buena reputación. Su tesis había ejercido influencia y fue traducida al francés y al alemán. Su primer libro, que no despertó gran interés al ser publicado, figuraba ahora en muchas listas de obras a consultar y la generación más joven de historiadores lo aceptó como el modelo del nuevo estilo de historia, «la historia que nos interesa a nosotros» —un libro personal, engagé— la historia que mira al pasado con una intensa necesidad de significado contemporáneo. Mientras Moses estuvo casado con Daisy, llevó la vida perfectamente vulgar del ayudante de profesor, respetado y estable. Su primera obra demostró, mediante una investigación objetiva, lo que el Cristianismo había sido para el Romanticismo. En la segunda resultaba más duro, más afirmativo, más ambicioso. Y en realidad había ahora una gran tosquedad en su carácter. Tenía una voluntad enérgica y buenas facultades para la polémica, así como una afición a la filosofía de la historia.

Al casarse con Madeleine y renunciar a su puesto en la Universidad (porque ella creía que debía dejarlo), Herzog demostró poseer inclinación y también talento para el peligro, el extremismo y la heterodoxia y una fatal inclinación a la «Ciudad de la Destrucción». Herzog se proponía escribir una Historia que realmente tomase en consideración las revoluciones y los movimientos de masas del siglo XX, aceptando, con De Tocqueville, el desarrollo universal y duradero de la igualdad de condiciones, el progreso de la democracia.

Pero no podía engañarse acerca de su trabajo. Empezaba a renegar de él seriamente. Sus ambiciones recibieron un duro golpe. Hegel le daba mucho quehacer. Diez años antes, había tenido la seguridad de comprender sus ideas sobre el consensus y la civilidad, pero algo se había estropeado. Se impacientaba, se volvía impaciente e irritado. Al mismo tiempo, su mujer y él se comportaban muy peculiarmente. Ella estaba insatisfecha. Al principio, no había querido Madeleine que su esposo fuese un profesor ordinario, pero un año de estancia en el campo le hizo cambiar de idea. Madeleine se consideraba demasiado joven, demasiado inteligente, demasiado vital y sociable para enterrar se en los remotos Berkshires. Decidió acabar sus estudios de lenguas eslavas. Herzog escribió a Chicago solicitando trabajo. Además, tenía que encontrar ocupación para Valentín Gersbach. Valentín era locutor de radio y disc-jockey en Pittsfield. No se puede dejar a personas como Valentín y Phoebe en aquel tétrico campo, solos, según decía Madeleine. Eligieron Chicago porque Herzog se había criado allí y tenía en esa ciudad buenas relaciones. De modo que Herzog logró que le encargasen unos cursos en el Colegio Downtown, y Gersbach fue director de educación en una emisora. Cerraron la casa de Ludeyville, una casa que valía veinte mil dólares, con libros y china inglesa y nuevos aparatos, todo ello abandonado a las arañas, los topos y los ratones del campo. ¡El dinero que papá había ganado con tanto trabajo!

Los Herzog se mudaron al Medio Oeste. Pero al año de su nueva vida en Chicago, Madeleine decidió que ella y Moses no podían seguir casados. Quería divorciarse. Herzog tuvo que acceder; ¿qué podía hacer? Y el divorcio fue doloroso para él. Quería a Madeleine. Además, no podía soportar la idea de separarse de su hijita. Pero Madeleine no quería estar casada con él, y los deseos de la gente deben ser respetados. La esclavitud ha desaparecido de este mundo.

La violenta experiencia del segundo divorcio fue demasiado para Herzog. Tuvo la sensación de que lo despedazaban, y el doctor Edvig, el psiquiatra de Chicago que trataba a ella y a él, opinaba que lo mejor para Moses sería salir de la ciudad. Éste llegó a un acuerdo con el deán del Colegio Downtown para volver a la enseñanza cuando se sintiera mejor y, con dinero que le prestó su hermano Shura, se fue a Europa. No todos los que se ven amenazados por un trastorno nervioso pueden arreglárselas para irse a Europa a cambiar de ambiente. La mayoría de la gente tiene que seguir trabajando lo mismo que antes. Seguirán tomando el Metro como antes. O bien se darán a la bebida e irán al cine, donde se pasarán horas royendo su pena. Herzog debería haber estado agradecido. A no ser que estalle uno del todo, siempre hay algo que agradecerle a la vida. Y, en realidad, Herzog le estaba agradecido a su sino. Podía haber sido aún peor.

Tampoco estuvo ocioso en Europa. Realizó una gira cultural para la organización Narragansett dando conferencias en Copenhague, Varsovia, Cracovia, Berlín, Belgrado, Estambul y Jerusalén. Pero en marzo, cuando volvió a Chicago, estaba peor que en noviembre. Le dijo al decano que sería mejor para él, probablemente, quedarse en Nueva York. No vio a Madeleine durante su visita a Chicago. Su conducta era tan extraña y a ella le pareció tan amenazadora, que le advirtió por medio de Gersbach que no se acercase a la casa de la avenida Harper. La policía tenía un retrato de Herzog y lo detendría si lo veía rondando la manzana.

Ya se daba cuenta Herzog —incapaz de hacer planes— de lo bien que lo había preparado todo Madeleine para librarse de él. Seis semanas antes de despedirlo, hizo que le arrendase un piso cerca del Midway a doscientos dólares al mes. Cuando se mudaron allí, Herzog hizo unas estanterías, limpió el jardín y reparó la puerta del garaje. También instaló las contraventanas. Sólo hacía una semana que Madeleine había pedido el divorcio; hizo lavar y planchar la ropa de él, y cuando Herzog abandonó la casa, se la tiró toda en una gran caja de cartón escaleras abajo. Necesitaba espacio en los armarios. Y también ocurrieron otras cosas, tristes, cómicas, o crueles, según el punto de vista desde el cual se mirasen. Hasta el último día, el tono de las relaciones de Herzog con Madeleine fue de lo más serio; es decir, discutieron con la mayor seriedad sobre ideas, personas y acontecimientos. Y cuando ella le dio la noticia de que estaba tramitando el divorcio, se expresó con dignidad, con aquel estilo adorable y magistral que la caracterizaba. Le dijo que lo había pensado mucho y que había acabado aceptando la derrota. No podían seguir juntos. Incluso estaba dispuesta a reconocer que también ella tenía parte de culpa. Por supuesto, Herzog no dejaba de estar algo preparado. Pero, en verdad, creía que las cosas habían mejorado.

Todo esto ocurrió en un día radiante de otoño. Herzog había estado en el patio trasero arreglando las contraventanas. La primera helada había afectado ya a las tomateras. La hierba estaba densa y suave, con esa especial belleza que le dan los primeros días fríos; las sutiles telarañas la cubrían al amanecer y el rocío era denso y duradero. Las tomateras se habían oscurecido y los rojos globos estallaban.

Herzog había visto a Madeleine asomada a la ventana de arriba, una de las que daban atrás, y luego oyó que preparaba el baño ocupándose de June, que dormiría pronto una de sus siestas. Ahora estaba llamándole desde la puerta de la cocina. Una racha de viento procedente del lago, hizo temblar el cristal que Herzog tenía entre los brazos. Lo dejó apoyado contra el porche cuidadosamente y se quitó los guantes pero no la boina, como si tuviera la impresión de que pronto había de salir de excursión.

Madeleine odiaba a su padre violentamente, pero no dejaba de influir en ello el que el viejo fuese un famoso empresario a quien a veces llamaban el Stanislavsky americano. Por eso, no era de extrañar que Madeleine preparase el acontecimiento con un cierto talento teatral. Llevaba medias negras, tacones altos y un vestido de lavanda con brocado indio de Centroamérica. Tenía puestos sus pendientes de ópalo y sus pulseras, e iba muy perfumada. Había cuidado mucho su peinado, y en sus párpados brillaba un cosmético azulado. Tenía los ojos azules pero resultaba curioso cómo afectaba a la profundidad del color el matiz variable de los blancos. Cuando estaba muy agitada se le movía de un modo muy curioso la nariz, cuya línea descendía elegante del entrecejo. Incluso ese tic nervioso le parecía a Herzog un detalle más de belleza. Había una cierta sumisión en su amor por Madeleine. Como quiera que ella era muy dominante y que él la amaba, la aceptaba por completo. Cuando se reunieron los dos en la desordenada salita, se enfrentaron dos clases de egoísmo: el de ella, triunfal, y el de Herzog, sentado en el sofá, dominado, todo pasividad. Ella había preparado el gran momento y se disponía a hacer lo que más le gustaba: descargar un golpe. Herzog se merecía lo que iba a sufrir; había pecado mucho e intensamente. Se lo tenía ganado. No había que darle vueltas.

En una vitrina había una colección ornamental de botellitas de cristal, venecianas y suecas. Las habían recibido con el piso. Daba en ellas el sol y la luz las atravesaba. Herzog vio las ondas luminosas, los hilos de color, las barras espectrales que se intersectaban y, sobre todo, una gran mancha de blanco flameante en el centro de la pared por encima de Madeleine, que estaba diciendo:

—Ya no podemos vivir juntos más tiempo.

Siguió hablando durante varios minutos. Sus frases estaban bien formadas. Esta actuación había sido bien ensayada y parecía como si Herzog hubiera estado esperando que la representación comenzase.

El matrimonio de ellos dos no podía haber durado. Madeleine nunca lo había querido. Se lo estaba diciendo: «Es doloroso tener que decirte que nunca te he querido. Y nunca podré llegar a quererte. De modo que no tiene sentido continuar».

Herzog dijo: «Te amo, Madeleine».

Poco a poco, Madeleine iba adquiriendo más distinción, brillantez y agudeza. El color de su piel se hizo más vivo, y sus cejas, así como su bizantina nariz, se movían expresivamente, y sus azules ojos se enriquecieron con el rubor de la piel, que le subía del pecho y de la garganta. Estaba como en un éxtasis de la conciencia. Herzog pensó que Madeleine le había tratado tan mal y su orgullo estaba tan satisfecho que todo esto fortalecía su inteligencia. Comprendió que estaba presenciando uno de los grandes momentos de la vida de Madeleine.

—Me parece bien que te aferres a ese sentimiento —dijo ella—. Creo que es verdad que me quieres. Pero comprenderás también la humillación que es para mí reconocer mi derrota en nuestro matrimonio. Puse en él cuanto tenía. Por eso me siento deshecha al haber fracasado.

¿Deshecha? Nunca había tenido un aspecto más brillante. Desde luego, había en ella un elemento de teatralidad, pero mucho más de pasión.

Y Herzog parecía un hombre de una vez, aunque pálido y dolorido, tumbado en el sofá aquella alargada tarde de primavera en Nueva York, teniendo al fondo la temblorosa energía de la ciudad, la sensación y el sabor del agua del río, una franja de embellecedora y dramática porquería con que New Jersey contribuía al ocaso. Herzog, metido en el tonel de su intimidad y aún fuerte de cuerpo (en realidad, su salud era una especie de milagro; había hecho todo lo posible para enfermar) se imaginaba lo que habría ocurrido si en vez de escuchar tan intensa y meditativamente, hubiera golpeado a Madeleine en la cara. ¿Qué habría pasado si la hubiera tirado al suelo, si la hubiese agarrado por el cabello arrastrándola, gritando y debatiéndose, por la habitación y la hubiese azotado hasta que le sangrasen las nalgas? ¿Qué habría pasado? Le habría desgarrado la ropa, arrancado el collar y golpeado con los puños en la cabeza. Suspirando, rechazó esta violencia mental. Temía que, en secreto, le atrajesen estas tendencias brutales. Pero, por lo menos, ¿por qué no suponer que le hubiera dicho a Madeleine que debía abandonar la casa? Después de todo, era la casa de él. Si no podía vivir con él, ¿por qué no se marchaba? ¿El escándalo? No había que asustarse por un pequeño escándalo. Hubiera sido penoso, grotesco, pero un escándalo era, después de todo, un servicio que se prestaba a la comunidad. No había entrado en la mente de Herzog, en aquella salita llena de botellas ornamentales, tan relucientes, el propósito de defenderse. Quizá pensara que podía ganar aún basándose en la pasividad, en su personalidad; en el hecho de que después de todo, él —Moses Elkanah Herzog— era un hombre bueno y el benefactor de Madeleine. Lo había hecho todo por ella… ¡Todo!

—¿Has hablado de esto con el doctor Edvig? —dijo—. ¿Cuál es su opinión?

—¿Qué puede importarme su opinión? —exclamó Madeleine—. No me va a decir Edvig lo que he de hacer. Sólo puede ayudarme a comprender… Al que he consultado es a un abogado.

—¿Qué abogado?

—Pues Sandor Himmelstein. Precisamente, porque es íntimo amigo tuyo. Dice que puedes vivir con él hasta que decidas algo.

La conversación había terminado, y Herzog volvió a ocuparse de las contraventanas en la sombra y la humedad del patio trasero. Volvió a su oscura idiosincrasia. Como persona de tendencias irregulares, practicaba el arte de describir círculos sobre los hechos aislados para dejarse caer luego sobre las cosas esenciales. Con frecuencia esperaba tomar lo esencial por sorpresa, mediante una divertida estratagema. Pero nada de esto ocurrió mientras manejaba el vibrante cristal, de pie entre las tomateras cubiertas por la escarcha y atadas a las estacas con unas tiras de trapo. El aroma de estas plantas era intenso. Siguió trabajando en las ventanas porque no podía permitirse a sí mismo inmovilizarse por las emociones. Temía a la intensidad de los sentimientos, con la que habría de enfrentarse cuando ya no pudiese contar con sus excentricidades para olvidar.

En su postura inmovilizada en el sofá, con los brazos cruzados sobre la cabeza y las piernas estiradas, tumbado sin más gracia que un chimpancé, sus ojos, con mayor brillantez que de costumbre, contemplaban con despego lo que acababa de hacer en el jardín como si estuviese viendo, por un telescopio al revés, una diminuta y clara imagen.

Ese bufón dolorido.

***

Por tanto, dos puntos: Sabía que su manía de escribir cartas a todo el mundo, era una ridiculez. De esto no era responsable él. Sus excentricidades le tenían en su poder.

Hay alguien dentro de mí. Me tiene cogido. Cuando hablo de él, lo siento en la cabeza, dando golpes para imponer el orden. Acabará conmigo.

Se ha dicho —escribió— que varios equipos de astronautas rusos se han perdido; hemos de suponer que se han desintegrado. A uno de ellos se le oyó gritar: «SOS… SOS a todo el mundo». No se tiene aún la confirmación soviética de esta noticia.

Querida mamá: Respecto a por qué no he visitado tu tumba desde hace tanto tiempo… Querida Wanda, querida Zinka, querida Libbie, querida Ramona, querida Sono, necesito ayuda urgentísima. Tengo miedo de hacerme pedazos. Querido Edvig, la verdad es que también me ha sido negada la locura. Después de todo, no sé por qué tengo que escribirle. Querido Presidente, las regulaciones de la Renta nos convertirán en una nación de tenedores de libros. La vida de cada ciudadano se está convirtiendo en un negocio. A mi juicio, ésta es una de las peores interpretaciones del sentido de la vida humana que hallamos en la historia. La vida humana no es un negocio.

Y, ¿cómo firmaré esto?, se preguntó Moses. ¿Acaso «Ciudadano indignado»? La indignación es tan agotadora que debe uno reservarla para la injusticia principal.

Querida Daisy, escribió a su primera esposa, sé que ahora me toca a mí visitar a Marco en su campamento el Día de los Padres, pero temo que este año le fastidiase mi presencia. Le he escrito varias veces y he estado al tanto de sus actividades. Pero es desgraciadamente cierto que me culpa por haber roto con Madeleine y tiene la impresión de que he abandonado a su pequeña hermanastra. Es demasiado pequeño para comprender la diferencia entre los dos divorcios. Al llegar aquí se preguntó Herzog si estaba bien que siguiera comentando este asunto con Daisy e, imaginándose el bello e irritado rostro de ella al leer esta carta aún no escrita, decidió no referirse a aquello. Y continuó: Creo que sería preferible que Marco no me viese. He estado enfermo; me ha estado tratando un médico. Notó con disgusto que estaba reincidiendo en su afán de que lo compadeciesen. Cada personalidad tiene su estilo. Y una mente podía observarlo y no aprobarlo; eso es inevitable. A Herzog no le importaba su propia personalidad y, por lo pronto, nada podía hacer para reprimir sus impulsos. Rehacer mi salud y fuerza paulatinamente. Como persona de sólidos y positivos principios, moderna y liberal, las noticias de la mejoría de él (si eran ciertas) tendrían que agradarle a Daisy. Porque ella, que fue víctima de sus impulsos, estaría mirando en los periódicos por si publicaban su nota necrológica.

La fuerte constitución de Herzog actuaba obstinadamente contra su hipocondría. A principios de junio, cuando la agudización de los trastornos vitales molesta a mucha gente, y las nuevas rosas, incluso las de los escaparates de las floristerías, les recuerdan sus fracasos, la esterilidad y la muerte, Herzog visitó a un médico para que lo revisara. Acudió a un viejo refugiado, el Dr. Emmerich, en el West Side, frente al Central Park. Un conserje helado, que olía a viejo, y llevaba una gorra de una campaña balcánica de hace medio siglo, le hizo pasar bajo la decrépita bóveda del vestíbulo. En la consulta, Herzog se desvistió. Era una habitación de un tétrico color verde. Las sombrías paredes padecían la enfermedad que hincha los viejos edificios de Nueva York. Herzog no era muy grande pero de buen cuerpo, con los músculos desarrollados por el duro trabajo que había realizado en el campo. Se sentía orgulloso de sus manos, anchas y fuertes, así como de la suavidad de su piel, pero temía estar interpretando el papel del hombre orgulloso de su buen aspecto físico al envejecer. Se llamó a sí mismo «viejo tonto» apartando la mirada del pequeño espejo donde se veía el cabello entrecano y sus arrugas de hombre divertido y amargado. Miró por las rendijas de la persiana medio subida y vio las oscuras rocas del parque, salpicadas de mica, y el optimista verde de junio. Pronto se desluciría, en cuanto se cayesen las hojas y Nueva York depositase su hollín del verano. Sin embargo, ahora estaba muy hermoso con todos sus detalles muy vivos: las ramitas, las agujas, los matices del verde… La belleza no es un invento humano. El Dr. Emmerich, encorvado pero fuerte, lo reconoció dándole golpecitos en el pecho y la espalda, le pasó una linterna eléctrica ante los ojos, le tomó la tensión, le tocó la glándula de la próstata y luego lo preparó con alambres para el electrocardiógrafo.

—Bueno, es usted un hombre saludable… No como un chico de veintiún años, pero fuerte.

Herzog oyó esto con satisfacción, claro es, pero no acababa de estar contento. Había esperado padecer alguna enfermedad concreta que le hubiese enviado a un hospital por algún tiempo. Sus hermanos le habrían prestado su apoyo y su hermana Helen podría haberlo cuidado. La familia habría sufragado los gastos y habría atendido también a las necesidades de Marco y June. Ahora ya no le cabía esa esperanza. Aparte de la leve infección que había cogido en Polonia, gozaba de una excelente salud e incluso aquella infección no había sido específica. Quizá se hubiese debido a su estado mental, a la depresión y al cansancio, y no a Wanda. Durante un día terrible, creyó que era gonorrea. Tenía que escribirle a Wanda —pensó mientras se metía en los pantalones los faldones de la camisa y se abotonaba las mangas—. Chère Wanda, comenzó, bonnes nouvelles. Tu en seras contente. Había sido otro de sus turbios amores en Francia. ¿Para qué otra finalidad podía haber estudiado su Frazer and Squair en el Instituto, y leído a Rousseau y a De Maistre en la Universidad? Sus triunfos no habían sido sólo académicos sino sexuales. Y ¿fueron en verdad triunfos? Su orgullo era lo que debía ser satisfecho. Para su carne quedaba lo que sobraba.

—Entonces —dijo Emmerich— ¿qué le pasa a usted? —Un viejo, con el cabello canoso como el suyo, y con la cara estrecha y vivaz, le miraba a los ojos. Herzog creyó entender el mensaje. El doctor le quería decir que en aquella sala de consulta, de aspecto tan deprimente, él examinaba a los hombres realmente enfermos, los desesperadamente enfermos, las mujeres condenadas, los hombres desahuciados. Entonces, ¿para qué necesitaba Herzog de él?

—Parece usted muy excitado —le dijo Emmerich.

—Sí, eso es. Estoy muy excitado. —¿Quiere que le recete Miltown? ¿O Snakeroot? ¿Padece usted de insomnio?

—No lo que se llama de verdad insomnio. Lo que me pasa es que mis pensamientos se dispersan.

—¿Quiere que le recomiende un psiquiatra?

—No; he tenido ya toda la psiquiatría que puedo soportar.

—Entonces, ¿qué tal unas vacaciones? Llévese una joven al campo o a la playa. ¿Sigue usted poseyendo aquella finca en Massachusetts?

—Sólo tengo que abrir otra vez la casa.

—¿Sigue viviendo allí su amigo? Me refiero al locutor de radio. ¿Cómo se llama aquel tipo grande, pelirrojo, con la pata de palo?

—Se llama Valentín Gersbach. No; se mudó a Chicago cuando yo… cuando nosotros lo hicimos.

—Es un hombre muy divertido.

—Sí; es muy gracioso.

—Me enteré de que se había divorciado usted. No me acuerdo quién me lo dijo. Lo siento.

En busca de la felicidad… Tendría que estar preparado para unos malos resultados.

Emmerich se puso sus gafas estilo Ben Franklin y escribió unas palabras en una cartulina de su archivo.

—Supongo que el niño seguirá con Madeleine en Chicago, ¿no? —dijo el doctor.

—Sí…

Herzog intentó sacarle a Emmerich su opinión sobre Madeleine. También ella había sido paciente suya. Pero Emmerich nada diría. Claro que no. Un médico no debe hacer comentarios acerca de sus pacientes con otras personas. Sin embargo, de las miradas que el médico dirigió a Moses, podía deducirse algo.

—Es una mujer violenta, histérica —empezó Herzog a decirle a Emmerich. Y vio que los labios del médico empezaban a moverse como si fuera a decir algo; pero en seguida fue evidente, por el gesto de Emmerich, que había decidido callarse. Y Moses, que tenía la extraña costumbre de completar las frases que empezaba a decir la gente, hizo una nota mental acerca de su propia y confusa personalidad.

Un corazón raro. Ni siquiera yo puedo explicármelo.

Ahora comprendía que había acudido a la consulta de Emmerich para acusar a Madeleine o sencillamente para hablar de ella con alguien que la conocía y que podía juzgarla desde un punto de vista realista.

—Pero debe usted tener otras mujeres —dijo Emmerich—. ¿No hay alguien? ¿Cena usted solo esta noche?

***

Herzog tenía a Ramona. Era una mujer encantadora pero también con ella había problemas; siempre tenía que haber problemas. Ramona era una mujer de negocios. Tenía una tienda de flores en la avenida de Lexington. No era joven; probablemente iba por sus treinta y tantos; nunca le dijo a Moses su edad exacta, pero resultaba muy atractiva, tenía un cierto aire extranjero y era una mujer culta. Cuando heredó la tienda de flores, estudiaba en la Universidad de Columbia para el título de M. A. en la especialidad de historia del Arte. Estaba matriculada en el curso nocturno que daba Herzog. Éste, en principio, se oponía a las relaciones amorosas entre estudiantes, incluso cuando la mujer estudiante era como Ramona, evidentemente hecha para el amor.

Hacer todo lo que suele hacer un hombre alocado, anotó, sin dejar de ser en lo demás una persona seria; terriblemente seria.

Desde luego, fue precisamente su seriedad lo que atrajo a Ramona. Las ideas la excitaban. Le encantaba hablar. Además, era una excelente cocinera y sabía preparar los camarones a la Arnaud, que servía con Pouilly Fuissé. Herzog cenaba con ella varias noches a la semana… Una vez, cuando iban en el taxi que los llevaba desde el aula sombría hasta el amplio piso de Ramona en el West Side, le había dicho ella que le pusiera una mano sobre el corazón para que notase cómo éste latía. Luego, él quiso tomarle el pulso pero ella le hizo soltarle la muñeca, diciéndole: —Ya no somos niños, profesor.

A los pocos días, Ramona decía que lo de ellos no era un asunto vulgar. Reconocía que Moses se hallaba en una situación especial pero que había en él algo tan amable y saludable, tan básicamente firme como si, después de haber pasado tantos horrores, estuviera ya purgado de todas las tonterías neuróticas y quizá todo su problema no hubiera sido más que no contar, durante su vida anterior de adulto, con la mujer que le convenía. Su interés por él se fue haciendo cada vez más serio, lo cual hizo que Herzog empezara a preocuparse por ella. Pocos días después de su visita a Emmerich, le contó a Ramona que el médico le había aconsejado tomarse unas vacaciones. Entonces le dijo ella:

—Claro que necesitas unas vacaciones. ¿Por qué no te vas a Montauk? Tengo una casa allí y podría ir yo también los fines de semana. Quizá pudiésemos estar juntos todo el mes de julio.

—No sabía que tuvieras una casa —dijo Herzog.

—La vendían hace unos cuantos años y la compré aunque resultaba demasiado grande para mí sola; pero acababa de divorciarme de Harold y necesitaba una diversión.

Le enseñó a Herzog unas vistas en color de la finca. Con un ojo pegado al visor, dijo él: —Es muy bonita. Con tantas flores…—. Pero se sentía triste y fastidiado.

—Allí se puede pasar maravillosamente. Deberías hacerte ropa de verano alegre. ¿Por qué llevas siempre unas prendas tan tristes? Aún tienes tipo de joven.

—Es que adelgacé el invierno pasado, en Polonia y en Italia.

—¡Qué tontería! Lo que pasa es que aún estás muy bien. Y la verdad es que lo sabes perfectamente. En la Argentina te llamarían macho. Pero te gusta hacerte el hombre apagado y gris y tapar así el diablo que llevas dentro. ¿Por qué ocultas al diablillo que se te mueve por dentro? ¿Por qué no le dejas actuar, di, por qué no?

En vez de responder, Herzog «escribió» mentalmente: Querida Ramona. Queridísima Ramona. Me gustas mucho… te quiero como a una verdadera amiga. Y esto quizá pudiera llegar a ser más hondo. Pero no sé por qué, yo, que soy un conferenciante, no soporto que me sermoneen. Creo que me harta tu sabiduría. Porque tú posees completa sabiduría. Quizá te pases de la medida. No quiero negarme a que me corrijan. Tengo muchísimo que corregir en mí. Casi todo. Y debo de alegrarme de tener la oportunidad de… Todo esto era la verdad absoluta. Le gustaba Ramona.

Procedía de Buenos Aires. Tenía un «fondo» internacional: español, ruso, polaco, francés y judío. Había ido a la escuela en Suiza y aún le quedaba un poco de acento, lo que daba a su habla un gran encanto. Era baja pero su figura resultaba muy atractiva. Era lo que se llama «llenita», con un trasero redondo y pechos firmes. (Todo esto importaba mucho a Herzog; aunque se creía un moralista, en una mujer le importaba mucho la forma de sus pechos). Ramona no estaba muy segura de que su barbilla estuviera bien pero confiaba en su adorable cuello y por eso llevaba siempre la cabeza erguida. Caminaba con pasos rápidos y firmes, taconeando con el enérgico estilo castellano. A Herzog le chiflaba ese taconeo. Ramona, cuando entraba en una habitación, lo hacía provocativamente, contoneándose levemente, tocándose un muslo como si llevase una navaja en la liga. Esa manera de andar parecía ser la de las mujeres madrileñas. A Ramona le divertía hacer el papel de una maja española y le había enseñado a Herzog la expresión una navaja en la liga aunque advirtiéndole que eso no existía en España. Pero cuando Herzog la veía en ropa interior, pensaba en esa imaginaria navaja. Y Ramona llevaba unas prendas interiores extravagantes y negras, una combinación corta sin tirantes llamada la Viuda Alegre con unas cintas rojas colgándole. Tenía los muslos cortos, carnosos, y blancos. La piel se le oscurecía donde le apretaban las ligas. Y por encima pendían los ligueros libres, pues no necesitaban sujetar las medias. Ramona tenía los ojos oscuros, sensitivos y penetrantes, eróticos y calculadores. Sabía muy bien lo que tenía para atraer. El cálido olor, los brazos cubiertos de pelusa, el hermoso busto, la admirable y blanca dentadura y las piernas levemente arqueadas… todo ello contribuía a su atractivo. Era cierto que Moses sufría, pero sufría con elegancia. Y nunca dejaba de tener algo de buena suerte. Quizá fuese más afortunado de lo que él creía. Ramona trataba de convencerlo: «Esa fulana te ha hecho un buen favor». Ahora te irá mejor.

¡Moses!, escribía Herzog, gana mientras llora, y llora mientras gana. Es evidente que no puedo creer en las victorias.

Cuelga de una estrella tu agonía.

Pero, mientras se hallaba en silencio junto a Ramona, escribía, incapaz de contestar si no era mediante una carta mental: Eres un gran consuelo para mí. Manejamos elementos más o menos estables, más o menos controlables, más o menos locos. Es cierto. Aunque parezco suave y tierno, hay en mí un espíritu alocado. Parece como si el placer sexual fue se todo lo que desea este espíritu y, en vista de que le estamos dando ese placer sexual, ¿por qué no marcha todo bien?

Entonces se dio cuenta de pronto de que Ramona se había convertido en una especie de profesional (o sacerdotisa) de la sexualidad. En los últimos tiempos, Herzog trató con viles aficionadas. Yo no sabía que podía encontrar una verdadera artista a la medida.

Pero ¿acaso es ésta la auténtica finalidad de mi vaga peregrinación? ¿Puedo considerarme, después de tantos errores, como un hijo no reconocido de Sodoma y Dionisio, un tipo órfico? (A Ramona le encantaba hablar de los tipos órficos). ¿Acaso soy un pequeño burgués dionisíaco?

Anotó: ¡Malditas sean todas esas categorías!

—Me convendría comprarme alguna ropa de verano —respondió a Ramona.

Me gusta la buena ropa —siguió «escribiendo» mentalmente—. En mi infancia solía sacarles brillo a los zapatos con mantequilla. Oía a mi madre, que era rusa, llamarme «Krasavitz». Y cuando me convertí en un estudiante tristón, de cara guapa pero con facciones blandas, y perdía el tiempo dándome importancia y tomando actitudes arrogantes, pensaba mucho en los pantalones y las camisas. Fue sólo mucho más tarde, ya profesor, cuando me descuidé en el vestir. El invierno pasado compré una chaqueta de colores chillones en Burlington Arcade y un par de botas suizas del tipo que ahora, según veo, han adoptado los niños bonitos del Village. ¿Me duele la añoranza? Sí, lo reconozco, siguió escribiendo, y además la cultivo. Pero mi vanidad no me dará ya mucho quehacer y, si he de decir la verdad, mi corazón torturado no me impresiona ya gran cosa. Esas lamentaciones empiezan a parecerme una pérdida de tiempo.

Después de pensarlo mucho y con calma, Herzog decidió que era preferible no aceptar el ofrecimiento de Ramona. Ésta tenía treinta y siete o treinta y ocho años —calculó con fría calma— y eso significaba que Ramona andaba buscando marido. Lo cual no era censurable, por supuesto, ni siquiera divertido. Las circunstancias humanas, simples y generales, prevalecían siempre sobre las que parecían más complicadas. Ramona no había aprendido en un manual todas esas monadas eróticas en las que era diestra sino en la confusión y la aventura y, a veces, probablemente asqueada, en brutales abrazos en los que nada suyo habría puesto. Por eso, era muy natural que ahora anhelase la estabilidad. Querría entregar su corazón para siempre y nivelar su vida con la de algún hombre bueno. Concretamente, querría convertirse en la esposa de Herzog y dejar de ser una fácil tumbona. La mirada de Ramona revelaba ahora con frecuencia la sobriedad. Sus ojos conmovían a Herzog profundamente.

La mente, que nunca está quieta, veía a Montauk —playas blancas, arenas deslumbrantes, cangrejos que morían dentro de sus caparazones, y peces relucientes—. Herzog estaba deseando verse allí tumbado en la playa con sus shorts de baño, calentándose sobre la arena su fastidiada barriga. Pero ¿qué consecuencias podría tener esto? Era peligroso aceptar demasiados favores de Ramona. Podría costarle muy caro: nada menos que su libertad. Desde luego, no necesitaba ahora esa libertad; lo que necesitaba era descansar. Pero, después de haber descansado, querría aspirar a la libertad de nuevo. Aunque, tampoco estaba muy seguro de ello. Pero, de todos modos, era una posibilidad que debía tener en cuenta.

Unas vacaciones darán más fuerza a mi neurótica vida.

Sin embargo, Herzog pensó que tenía un aspecto terrible; estaba perdiendo mucho cabello y consideraba este rápido deterioro como una rendición a Madeleine y a Gersbach, el amante de ella, y a todos sus enemigos. Ni siquiera su preocupada expresión dejaba adivinar el gran número de enemigos que tenía y de odios que le cercaban.

El curso de la academia nocturna estaba terminando y Herzog se convenció a sí mismo de que lo más sensato que podía hacer era apartarse de Ramona. Decidió irse a Vineyard, pensando que sería para él un mal asunto estar completamente solo. Escribió una carta urgente a una mujer de allí, una antigua amiga (habían llegado a pensar en la posibilidad de hacerse amantes, pero no pasaron de tratarse con gran afecto y consideración). Le explicó la situación y su amiga, Libbie Vane (Libbie Vane-Erikson-Sissler, que se había casado por tercera vez y la casa en que vivía el matrimonio pertenecía a su esposo, que era químico industrial) le telefoneó en seguida y, con gran emoción y sinceridad, le invitó a quedarse en su casa todo el tiempo que quisiera.

—Resérvame una habitación en algún sitio cerca de la playa —le pidió Herzog.

—Quédate con nosotros.

—No, no. Eso no puedo hacerlo. Estás casada.

—¡Por favor, Moses, no seas romántico a estas alturas! Sissler y yo llevábamos viviendo juntos tres años.

—Bueno, pero estáis en luna de miel, ¿no?

—Deja de decir tonterías. Me ofenderé si no vives en mi casa. Tenemos seis dormitorios. Y ven en seguida, pues ya sé lo mal que lo has pasado últimamente.

Al final —era inevitable— aceptó. Sin embargo, tenía la sensación de que se estaba portando mal. La había obligado a invitarlo al telegrafiarle. Diez años antes, Herzog había ayudado mucho a Libbie y se habría sentido más satisfecho consigo mismo si no la hubiera obligado a devolverle el favor. Precisamente él era un hombre que sabía arreglárselas sin acudir a la gente. Se estaba portando como un pesado; estaba haciéndose compadecer, y provocaba la compasión de la gente.

Pero, por lo menos, no debo empeorar aún más las cosas. No fastidiaré a Libbie con mis preocupaciones, ni pasaré la semana llorando sobre su pecho. Llevaré a comer a algún restaurante a su esposo y a ella. Tengo que luchar por mi vida ya que ésta es la condición principal para tener derecho a ella. Entonces, ¿por qué estar desanimado? Ramona tiene razón. Lo primero es alegrar mi aspecto con alguna ropa nueva. Sólo tengo que pedirle algún dinero prestado a mi hermano Shura. A él le agradará que se lo pida y sabe que se lo devolveré. Eso es lo que se llama vivir quedando bien: hay que pagar las deudas.

***

De modo que fue a comprarse ropa nueva. Repasó los anuncios de The New Yorker y del Squire. En ellos se veía a hombres mayores con rostros arrugados pero simpáticos y animados así como a jóvenes jefes de empresa y atletas. Después de apurarse más el afeitado que de costumbre y de cepillarse bien el cabello (tenía que estar bien para poderse mirar con satisfacción en el triple espejo de unos buenos almacenes de ropa hecha), tomó el autobús hacia el centro de la ciudad. Partiendo de la calle 59.a, bajó por la avenida Madison hasta los cuarenta y luego volvió atrás hasta el Plaza, en la Quinta. Entonces se abrieron las nubes grises ante el sol taladrante. Relucían los escaparates y Herzog los estuvo mirando, avergonzado y excitado. Los nuevos estilos le parecían audaces y chillones: chaquetas de madrás, shorts con manchas de colores a lo Kandinsky, que parecían estarse derritiendo y con los que estarían ridículos los hombres de media edad o los viejos barrigudos. Era preferible la prudencia puritana que la exhibición de rodillas lamentablemente salientes y venas varicosas, vientres de pelícano y la indecencia de caras macilentas bajo las gorras deportivas. Sin duda, Valentín Gersbach, que le había vencido con Madeleine, superando el handicap de una pierna de madera, podría llevar esas rayas brillantes y llamativas, como de caramelo. Valentín era un dandy. Tenía una cara basta y mandíbulas salientes. Moses le encontraba cierto parecido con Putzi Hanfstaengl, el pianista particular de Hitler. Pero Gersbach tenía unos ojos extraordinarios para un pelirrojo, unos ojos castaños, profundos, cálidos, llenos de vida. Además, también sus pestañas resultaban vitales, eran largas, rojizas, e infantiles. Y su pelo era espeso y áspero. Además, Valentín tenía una firme fe en su aspecto físico. Eso se notaba. Sabía que era un hombre terriblemente guapo. Daba por cierto que las mujeres —todas las mujeres— se volverían locas por él. Y la verdad era que muchas lo estaban. Incluida la segunda señora Herzog.

—¿Yo voy a llevar eso? ¿Yo? —dijo Herzog al dependiente de la tienda de la Quinta Avenida en donde había entrado. Pero se compró una chaqueta a rayas coloradas y blancas. Luego le dijo al dependiente, volviendo la cabeza sobre su hombro, que allá en su tierra los hombres de su familia habían llevado gabardinas que llegaban hasta el suelo.

El dependiente tenía la piel estropeada por el acné juvenil. Su cara era roja como un clavel y el aliento le olía a carne, como el de un perro. Estuvo un poco impertinente con Moses; pues cuando le preguntó su número de cintura y él le respondió que el treinta y cuatro, el vendedor dijo: «No se tire usted faroles» o algo por el estilo. Se le había escapado y Herzog tuvo la gentileza de no guardarle rencor por eso. Su corazón latía al compás de la penosa satisfacción de la prudencia. Con los ojos bajos, anduvo con pasos lentos y dignos por la alfombra gris hasta la salita de pruebas y allí, poniéndose los pantalones que iba a comprar, sin quitarse los zapatos, le «escribió» al vendedor una de sus notas mentales. Querido Mack. Te pasas todo el día tratando con pobres imbéciles. Orgullo masculino. Descaro. Vanidad. Y uno tiene que aguantarse y ser agradable, simpático. Lo cual se hace muy duro si uno es un tipo gruñón e irritable. ¡Qué candidez tiene esta gente de Nueva York! Haces muy bien en no ser agradable pero te pone en una situación tan falsa como todos nosotros. A fuerza de ser bien educado acaba doliéndome el estómago, pero tenemos que esforzarnos por serlo aunque, si nos hallamos en una situación verdadera, a la larga no la aguantaremos. En cuanto a las gabardinas, ten en cuenta que las podemos tener a montones en cualquier parte. ¡Oh, Dios mío!, concluyó, perdona todas estas faltas.

Vestido con pantalones italianos, con doblez abajo, y una chaqueta de solapas estrechas, roja y blanca, evitó reflejarse en el espejo triple e iluminado. Parecía como si sus molestias no afectasen a su cuerpo y pudiera sobrevivir a todos los fastidiosos golpes que recibía. Pero su cara estaba muy alterada, sobre todo en las orejas, y por eso se ponía pálido si no podía evitar verse en el espejo.

Preocupado, el joven vendedor, silencioso entre las filas de prendas, no oía los pasos de Herzog. Estaba fastidiado porque la venta iba mal. Se notaba en el mercado otra pequeña recesión. Hoy sólo Moses gastaba mucho. No se preocupaba porque pensaba pedirle dinero, cuando se le acabase, a su hermano el rico. Shura no era agarrado. Bueno, tampoco lo era su hermano Willie. Pero a Moses se le hacía más fácil pedirle el dinero a Shura, que también era, en cierto modo, un pecador, que a Willie, que era más respetable.

—¿Está bien por la espalda? —preguntó Herzog.

—Como hecha por el sastre —dijo el dependiente.

Estaba muy claro que al vendedor le traía sin cuidado que la prenda le estuviese bien o mal. No puedo interesarlo, pensó Herzog. Pero, al fin y al cabo, esto es asunto mío y al final seré yo quien decida. Fortalecido con esta idea, se colocó ya ante el espejo observando sólo la chaqueta. Estaba bien.

—Envuélvala —dijo—. También me llevaré los pantalones, pero necesito las dos cosas hoy. Ahora mismo.

—Hoy no puede ser. El sastre está ocupado.

—Hoy, o no los compro.

—Veré si me lo pueden tener en seguida —dijo el dependiente.

Había que dar algunos toques a las prendas, después de todo. Siempre tienen algo.

El vendedor salió y Herzog se quitó los pantalones que había comprado. Observó que habían empleado la cabeza de un emperador romano para lucir una chaqueta de última moda. Una vez solo, Herzog se sacó la lengua a sí mismo ante el triple espejo y luego se apartó de él. Recordó lo que disfrutaba Madeleine probándose vestidos en las tiendas y con cuánto entusiasmo y orgullo se contemplaba a sí misma, tocándose y ajustándose las prendas y cómo se le iluminaba mientras la cara, aunque estuviese todo el tiempo severa, con sus grandes ojos azules y su perfil de medallón. Hallaba en sí misma una satisfacción de emperatriz guapa. Y un día que se había estado admirando a sí misma en el espejo de su físico: «Aún estoy joven, guapa y llena de vida. ¿Por qué he de desperdiciar todo esto contigo?».

¡Por qué, vaya una ocurrencia! Herzog buscó algo para escribir una nota, pero se había dejado el papel y el lápiz en el tocador. Por fin, encontró un pedazo de papel donde apuntó: Una zorra siempre acaba engendrando desprecio.

Vio unas pilas de artículos de playa y mientras se reía silenciosamente de sí mismo, como si su corazón nadase hacia arriba, Herzog compró un par de pantalones de baño para Vineyard y luego le llamó la atención una fila de sombreros de paja anticuados y decidió comprar también uno de éstos.

Pero ¿estaba comprando todas estas cosas, realmente, por que Emmerich le había recetado descanso? ¿O se estaba preparando para nuevos líos con mujeres? ¿Con quién? ¿Y cómo iba a saberlo por adelantado? Hay mujeres por todas partes.

En casa se probó sus compras. Los pantalones de baño le estaban demasiado estrechos. Pero el sombrero de paja ovalado le gustaba, flotando sobre el pelo que aún le crecía en abundancia a los lados de la cabeza. Con él puesto se parecía al primo de su padre Elias Herzog, el comerciante de harinas que había cubierto el territorio de Indiana septentrional para la General Mills en los años veinte. Elias, con su rostro serio, bien afeitado y ya americanizado, comía huevos duros y bebía cerveza durante la Prohibición: piva polaca hecha en casa. Descascarillaba los huevos dándoles golpecitos en la baranda del porche y los dejaba completamente pelados. Llevaba en las mangas de la camisa unos gemelos de vivos colores, y un sombrero como éste que ahora tenía Herzog en su cabeza de cabello abundante, como asimismo lo tenía el padre de Elias, el Rabí Sandor-Alexander Herzog, que también lucía una hermosa barba, una ancha y radiante barba que le ocultaba el perfil de su barbilla y también el cuello de terciopelo de su chaqueta. La madre de Herzog había tenido una debilidad por los judíos con hermosas barbas. En la familia de ella, los mayores tenían barbas abundantes y hermosas, que rezumaban religión. Ella había tenido la ilusión de que Moses se hiciera rabí, y nada más distinto a un rabí que este hombre que ahora se probaba el breve bañador y el sombrero de paja, este hombre con el rostro cargado de pena, henchido de unos deseos de los que podría haberle purgado una vida religiosa. ¡Aquella boca! Llena de deseo y de ira irreconciliable, la nariz recta que revelaba seriedad, y los ojos oscuros. ¡Y su tipo! Las largas venas que se enroscaban en los brazos y que llenaban las manos colgantes. Todo en su cuerpo parecía de aún más antigüedad que los propios judíos. El vistoso sombrero tenía una cinta roja y blanca que hacía juego con la chaqueta. Se la puso después de quitarle el papel que aún llevaba en las mangas, de modo que las rayas se hincharon. Con las piernas desnudas, parecía un hindú.

Piensa en los lirios del campo, recordó; no se afanan ni se retuercen; y, sin embargo, Salomón con toda su gloria no pudo ataviarse

Tenía él ocho años, en el departamento reservado a los niños del Hospital Real Victoria, de Montreal, cuando aprendió esas palabras. Una señora cristiana los visitaba una vez a la semana y le hacía leer la Biblia en voz alta. Y él leyó: Dad y os será dado

Del techo del hospital colgaban unos canalones como dientes de peces, con unas claras gotas colgando de sus puntas. Junto a la camita de Herzog, la goyesca señora se sentaba con sus largas faldas, y calada con los abotonados zapatos y el alfiler de su sombrero se proyectaba como el trole de un viejo tranvía. Su ropa despedía un olor a pasta. Y le hacía leer. Dejad que los niños se acerquen a mí. Parecía una mujer buena. Sin embargo, su rostro era sombrío y dolorido.

—¿Dónde vives, pequeño?

—En la calle Napoleón.

Allí viven los judíos.

—¿Qué hace tu padre?

«Mi padre es un contrabandista, un fabricante ilegal de bebidas alcohólicas. Tiene una destilería en Point-St. Charles. Los policías lo andan buscando. No tiene dinero».

Claro que esto nunca se lo habría dicho Moses. Incluso a los cinco años sabía el peligro que había en eso. Su madre se lo había enseñado. «Nunca debes decirlo».

***

Le divertía burlarse de sí mismo. Ahora, por ejemplo, estaba guardando la ropa de verano que no iba a utilizar y preparaba su huida de Ramona. Sabía muy bien cómo le saldrían las cosas si fuese a Montauk con ella. Le llevaría por ahí como un oso amaestrado, de cocktail en cocktail. Podía imaginárselo: Ramona riéndose, charlando, con los hombros descubiertos en cualquiera de sus blusas campesinas (tenía unos hombros maravillosos, muy femeninos, había que reconocerlo), con el cabello negro en rizos muy bonitos, y la boca pintada. A Herzog le parecía estar oliendo su perfume. En lo más hondo de él, había algo que vibraba, que hacía ¡cuak!, como los patos, sólo al pensar en ese perfume. ¡Cuak! Un reflejo sexual que nada tenía que ver con la edad, ni con la sutileza, la sabiduría, la experiencia ni la historia, Wissenschaft, Bildung, Wahrheit. En la salud o en la enfermedad, surgía de lo más hondo de la experiencia humana ancestral ese cuak-cuak ante la fragancia de una perfumada piel femenina. Sí, Ramona le habría llevado por ahí para que luciera sus pantalones y su chaqueta a rayas nuevos, y beberían martinis mientras lo exhibía… Los martinis eran puro veneno para Herzog y, además, no podía soportar la charla de las reuniones en sociedad. Además, a él le fastidiaría el estómago y le dolerían los pies de pasar tanto tiempo sin sentarse… Él, un profesor cautivo y ella la mujer madura, triunfante, risueña, sexual… ¡Cuak, cuak!

Tenía hecha la maleta. Cerró las ventanas cuidando de echar las persianas. Sabía que, cuando regresara de estas vacaciones de soltero, su piso olería más a rancio que nunca. Dos matrimonios, un hijo, una hija, y se marchaba ahora para disfrutar de unas vacaciones de absoluto descanso. Era esto un poco absurdo. Resultaba penoso para sus sentimientos familiares judíos el que sus hijos tuvieran que criarse separados de él. Pero no podía remediarlo. ¡Al mar! ¡Al mar! Iba a una bahía; porque aquello entre East Chop y West Chop no era propiamente el mar; el agua estaba en calma. El verdadero mar es otra cosa.

Salía por fin, y encima llevaba la tristeza de su vida solitaria. Respiró a fondo pero tuvo que contener su aliento. «¡Por amor de Dios, no llores, idiota! Vive o muérete, pero no lo estropees todo».

Ignoraba por qué necesitaba esta puerta un cerrojo de seguridad. Había cada vez más crímenes, pero él nada tenía digno de robarse. Sólo algún chico exaltado podría pensar que Herzog guardaba algo de gran valor que mereciera la pena esperarlo para saltar sobre él y asestarle un golpe en la cabeza. Herzog apretó el pie metálico del cerrojo que se metía en el suelo y cerró con llave. Luego se buscó en los bolsillos para asegurarse de que no había olvidado las gafas. No; las tenía en el bolsillo de pecho. Llevaba también sus plumas, su librito de notas, sus cheques, un trozo de un paño de cocina, que había roto para usarlo como pañuelo, y el tubo de plástico de las tabletas de Furadantin. Estas tabletas eran para la infección que había cogido en Polonia. Ya se había curado de esto pero tomaba aún alguna que otra tableta para más seguridad. Había sido un momento de gran susto en Cracovia, en la habitación del hotel, cuando se le presentó el síntoma. Entonces pensó: «¡Ya lo cogí después de tantos años, ya tan mayor…!». Se le encogió el corazón.

Acudió a un médico inglés, que le riñó severamente.

—¿Qué ha estado usted haciendo? ¿Está usted casado?

—No.

—Bueno, no son purgaciones. Súbase los pantalones. Supongo que de todos modos querrá usted ponerse penicilina como todos los americanos. Pues bien, no se la voy a recetar. Tómese estas sulfamidas. Y sobre todo nada de beber alcohol. Si quiere beber, conténtese con té.

Son intransigentes con las faltas sexuales. Aquel tipo era un médico molesto, irritado y tremendo. Y él tan vulnerable con el peso de la culpa encima.

Debería haber sabido que una mujer como Wanda no me habría pegado la gonorrea. Es una mujer sincera, leal, devota para todo lo que afecta al cuerpo, a la carne. Profesa la religión de la gente civilizada, que es el placer, un placer creador y polifacético. La piel de Wanda es sutil, blanca, sedosa y viva.

Querida Wanda, escribió Herzog. Pero ella no sabía inglés de modo que Herzog pasó al francés. Chère princesse. Je me souviens assez souvent… Je pense à la Marszalkowska, au brouillard… De todos los hombres del mundo, el tres, cuatro o diez por ciento, saben cómo cortejar a una mujer en francés, y también Herzog, por supuesto. Aunque precisamente a él no le iba bien porque los sentimientos que deseaba expresar eran auténticos. Wanda había sido amabilísima con él cuando estuvo enfermo y tan preocupado, y lo que hacía más significativa su amabilidad era precisamente la belleza radiante de la exuberante polaca. Su cabello era espeso y de un notable color dorado-rojizo, y su nariz, aunque levemente torcida, era de fino dibujo, con su punta asombrosamente delicada y bien formada para una persona tan carnosa. El color de su carne era muy blanco pero de una blancura saludable y atractiva. Como la mayoría de las mujeres de Varsovia, llevaba medias negras y zapatos italianos de tacón muy esbelto, pero su abrigo de piel estaba muy gastado.

¿Acaso sabía yo, con la angustia que tenía, lo que estaba haciendo? anotó Herzog en una página aparte de la agenda, mientras esperaba el ascensor. La providencia, añadió, se cuida de los fieles. Tenía la sensación de que encontraría una persona como ella. He tenido una suerte fantástica. Subrayó la palabra «suerte» varias veces.

Herzog había visto al marido de Wanda. Era un pobre hombre, con aire de tener muchos reproches que hacer y que padecía del corazón. El único defecto que Herzog le había encontrado a Wanda era su insistencia en que él conociese a Zygmunt. Moses no se había dado aún cuenta de lo que esto significaba. Wanda había rechazado la posibilidad de un divorcio. Estaba completamente satisfecha con su matrimonio. Solía decir que el suyo era lo más que un matrimonio puede ser.

Ici tout est gâché.

Une dizaine de jours à Varsovie… pas longtemps. Parecía que habían metido al sol en una botella fría. Se me cerró el alma. Las enormes cortinas de fieltro protegían de las corrientes el vestíbulo del hotel. Las mesas de madera estaban manchadas, quemadas por el té.

Wanda tenía blanca la piel y ésta seguía blanca en los cambios emotivos. Sus ojos verdes parecían engarzados en su rostro polaco. Era una mujer llena, de pecho blando, y demasiado pesada para los estilizados zapatos italianos que llevaba. Cuando se quitaba los zapatos y, ya sin tacones, apoyaba en el suelo las plantas de los pies en sus negras medias, su figura resultaba muy sólida; Herzog la echaba de menos. Cuando él la cogía de la mano, decía Wanda: «Ah, ne tusché pas. C’est dangeré». Pero no lo decía en serio. (¡Cómo le turbaban estos recuerdos! ¡Qué pájaro sensual tan divertido era! Acaso tenía la aberración de los recuerdos. Mas ¿para qué emplear palabras duras? Él era como era y nada más).

Sin embargo, siempre había tenido presente aquella Polonia gris, helada, cuyas piedras olían a crímenes de guerra. Le pareció oler todavía la sangre. Visitó varias veces las ruinas del ghetto. Wanda fue su guía.

Meneó la cabeza. Pero ¿qué podía hacer él? Volvió a darle al botón del ascensor, esta vez con un pico de su maleta Gladstone. Oyó el ruido del suave movimiento del ascensor: carriles engrasados, potencia, maquinaria negra eficiente.

Guéri de cette maladie. No debía habérselo contado a Wanda, porque a ella le hizo muy mal efecto y se sintió herida. Pas grave du tout, anotó. La había hecho llorar.

El ascensor se paró y Herzog terminó sus notas: J’embrasse ces petites mains, amie.

¿Cómo se dice en francés nudillos blandos, pequeños y claros?