(Mat 25:31-46)
Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, en el fin de los tiempos, se sentará en su trono y serán reunidas delante de él todas las naciones. Y apartará los unos de los otros a derecha e izquierda.
—Venid, benditos de mi Padre —dirá el rey a los de la derecha—, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me recogisteis; estuve desnudo y me cubristeis; enfermo y en la cárcel y me visitasteis.
—Señor —le responderán los justos—, ¿cuándo hemos hecho todas esas cosas?
—Cuando lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis —Y girándose, dirá también a los de la izquierda—: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; fui forastero y no me recogisteis; estuve desnudo y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis.
—Señor, ¿cuándo te vimos en esas circunstancias y no te servimos?
—En cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis.
John Campbell temblaba como si estuviera enfermo.
—Por el amor de Dios, John, ¿de qué estás hablando?
—¿Es que no lo veis? —estalló Campbell, frenético, levantándose de la silla—. Erchart nos dijo que iban a utilizar las nuevas partículas que habían descubierto para comunicarse con la dimensión IOVA. La teoría de que el Universo es increado implicaba ciertas predicciones. Y para verificarlas, necesitaban forzar el acelerador con la mayor cantidad de energía jamás generada. Una interacción con la nueva dimensión, dijeron. Pero creo no debían de estar muy seguros del resultado; el mismo director me confesó que las predicciones que manejaban eran asombrosas —el general se quedó un instante pensativo, como absorto—. Por eso querían comprobarlo —murmuró—; es posible que no acabaran de creérselas del todo. Demasiado extrañas. Sospechaban que había algo que no encajaba. El experimento buscaba mediciones empíricas que confirmaran las predicciones de la nueva teoría. Pero lo que han conseguido no han sido datos de masa, carga o trayectorias de las partículas. En su lugar, y esto es lo sorprendente, el experimento ha descubierto un mensaje. ¡Un mensaje, nada menos! —Campbell señaló el documento, acercándose a la pantalla—. Un mensaje directo que proviene de la misma estructura de la materia. Oculto en una dimensión hasta ahora inaccesible. Sólo percibida tras gigantescos esfuerzos. La conclusión lógica es evidente.
—¿Ah si? No estarás sugiriendo que…
—Se trata de un mensaje de Dios.
La sala acogió aquellas palabras con un brusco alboroto de incomprensión y sorpresa. Algunos volvieron la vista al documento recibido, intentando asimilar las palabras de Campbell y darles validez y sentido.
—Vamos, John —protestó Adams, perplejo—, eso que estás diciendo es un poco… en fin, es un poco exagerado, ¿no crees? ¡Venga ya! ¿Un mensaje de Dios? Tiene que ser una broma.
—¿Se te ocurre alguna otra explicación para el texto que hemos recibido? Porque estaré encantado de escucharla. Pero el hecho… —Campbell enfatizó esta última palabra con sus manos— el hecho, es que hemos tenido acceso a una dimensión teórica desconocida hasta este momento y de características imposibles. La dimensión Iova, o como demonios la queráis llamar. Lo hemos conseguido con un esfuerzo científico titánico y un manejo de energía nunca visto hasta ahora. Y de esa interacción hemos obtenido información. Pero no la información que esperábamos, sino una verdaderamente sorprendente: un texto organizado, comprensible, escrito en miles de lenguas y con un mensaje evidente. Solo puede provenir de un lugar. O mejor dicho, de alguien. Llámalo como quieras: Dios, el Creador, la Conciencia Suprema, el Cosmos, el Gran Arquitecto del Universo… el nombre es lo de menos. Yo lo llamo Dios. Pero lo importante es que por más de cien mil años, el hombre ha elevado su vista a los cielos, y se ha preguntado por el Creador, por la fuente y el origen de toda la existencia. Por su destino, por la vida y la muerte… Toda la historia del hombre ha consistido en un sutil juego entre el creador y sus criaturas. Nosotros preguntábamos y él nos respondía.
—Un momento —le atajó Pyrik—, yo nunca he visto a Dios bajar de los cielos para contestar a nuestras preguntas.
—¡Por supuesto que no! Porque no podía. El Creador nos ha dado la libertad de creer o no. De elegir lo que creemos y lo que hacemos. Y de optar por el Bien o por el Mal. Ese es nuestro privilegio. Lo que nos distingue como hombres —Campbell esbozó una tímida sonrisa, que apenas duró un fugaz instante en su rostro—. Pero también implica un gran drama. Porque para que nuestra libertad sea efectiva, no podemos tener un acceso directo al conocimiento de Dios. Si supiéramos a ciencia cierta de su existencia, de sus designios, de sus reglas… perderíamos nuestra libertad de opinión, nuestra libertad para elegir el Bien o el Mal. Un Dios presente, paseándose por los cielos en su trono de gloria no puede esperar de sus criaturas que no crean en él o que no le obedezcan. Lo ven. Escuchan su voluntad. Saben de las consecuencias de sus actos. Si el Creador del Universo se planta delante de ti con un ejército de ángeles y te dice que tienes que comportarte de una determinada manera o te fulmina con su rayo, nadie en el mundo desobedecería sus órdenes. No seríamos libres para elegir. Por eso no vemos a Dios. Y por eso el acercamiento de Dios a los hombres ha sido tan confuso. Tan etéreo. A veces hasta desconcertante y contradictorio. En cualquier religión, ya sean las del Libro o las orientales, los mensajes del creador siempre nos han llegado a través de parábolas o de intermediarios. En contadas ocasiones, Dios se hacía presente para comunicar su mensaje a ciertas personas elegidas. Y el resto de la humanidad, a lo largo de los tiempos, hemos tenido que confiar… o no, en las palabras de los profetas. En los textos que recogían las experiencias de unas pocas personas que nos comunicaban la palabra del Creador. Testimonios indirectos, acontecimientos lejanos en el tiempo… todo muy vago, muy sutil… precisamente para insinuar sin mostrar. Para darnos una pista, pero preservando nuestra libertad de elección. Para darnos la oportunidad de creer o de rechazar.
—Si lo que dices es verdad, ¿por qué no ha continuado así por los siglos de los siglos? ¿Por qué ahora descubrimos todo esto?
—No lo sé. Es posible que todo esté formando parte de un plan preestablecido; quizás Dios había previsto que en un determinado momento el hombre llegaría a descubrirlo. O quizá no, y todo ha sido una circunstancia lograda gracias a nuestra ambición y a nuestra curiosidad natural. No lo sabemos. A lo largo de la historia, el hombre ha ido progresando en su conocimiento y manejo de las ciencias, acercándose cada vez más a las grandes preguntas y a las grandes respuestas. Y solo ahora hemos alcanzado a manipular las fuerzas últimas de la naturaleza, analizándolas y experimentando con ellas como unos pequeños aprendices de brujo, ansiosos por desvelar sus secretos, Acercándonos cada vez más a la última y definitiva respuesta —el general hablaba como en trance—. Pero por desgracia, ignorando las consecuencias de obtenerla.
—¿Las consecuencias? —El jefe del área de operaciones se removió inquieto en su asiento—. ¿Qué consecuencias?
—Hemos terminado la partida. Pantalla final: Game Over. ¡Se acabó, nos vamos a casa! Este es el final de la historia… —Campbell bajó los ojos, ensimismado—. ¡El fin del mundo!
El general observó los rostros desencajados y sorprendidos de sus ayudantes y vio cómo la alarma comenzaba a dibujarse en muchos de ellos, que alterados por la dramática situación, se miraban unos a otros, preocupados. Aquello comenzaba a escapar de su capacidad de asimilación. Pyrik y el resto de jefes de área notaron un involuntario vértigo ante aquellas palabras.
—¿El fin del mundo? Vamos, John, ¡no me jodas! —saltó Adams—. Ahora sí que estás yendo demasiado lejos. Como broma es muy pesada. Puedo aceptar que este sea un mensaje de Dios… —Adams señaló la pantalla—; la verdad es que me cuesta créelo, pero en fin… reconozco que si no es eso, no se me ocurre qué pueda ser. Y ¡qué demonios! todo encaja. De modo que muy bien, hemos contactado con la dimensión del Creador. La noticia del siglo. Qué digo del siglo, ¡del milenio! ¿Pero no es eso una buena noticia? ¿Por qué coño se ha de acabar el mundo?
—En primer lugar, ¡porque lo dice ahí! La esencia del mensaje es bien clara, aunque… es verdad que es difícil de saber en qué se sustancia todo esto. Quizás se acabe el mundo… tal y como lo conocemos. Lo que venga después, solo Él lo sabe. Un creyente te dirá que la vida continuará… de otro modo. ¡Pero la partida actual ha terminado! Jugábamos con unas reglas que acabamos de traspasar. Caballeros, ¡que nos hemos topado con la fuerza que ha creado el Universo! ¿Qué pensabais que iba a pasar? Tenemos frente a nosotros, en todo su esplendor, el árbol del conocimiento del Bien y del Mal. Y eso implica que ya no somos libres para elegir. Se ha terminado la función y llega la hora de que nos valoren por lo que hemos hecho… por lo que hemos elegido. Aquí lo dice muy claro —el general cogió la página del documento que había imprimido—. Por eso el mundo, el mundo actual, el mundo tal y como está organizado, toca a su fin. La prueba que ha hecho Dios con los hombres, el ensayo sobre el libre albedrío, ha finalizado.
—Un momento, John —respondió el coronel Pyrik, que comenzaba a sentirse abrumado—. Este documento tiene muchos textos… aquí, por ejemplo, hay una parte del Corán. Y no dice lo mismo. Bueno… no exactamente.
—Es verdad que hay miles de escritos —concedió Campbell, hojeando el texto—. En miles de lenguas. Probablemente, en todos los idiomas de los hombres. Pero estoy seguro de que todos ellos dicen algo parecido. Has mencionado el Corán —señaló Campbell. El general se acercó a la pantalla de su ordenador y comenzó a leer el texto en árabe. Lo leyó de corrido con un acento impecable—. Habla del juicio de Dios —explicó—, y de que debemos seguir sus leyes. Nada nuevo, me temo —el general continuaba revisando el documento, fascinado—. Hay partes escritas en sánscrito. Hasta jeroglíficos egipcios. Cada mensaje está adaptado a la circunstancia cultural de la que proviene. Y a su tiempo. Pero los mensajes que se corresponden a este momento concreto, al momento de la verdad, al momento en el que el hombre ha tenido acceso al conocimiento de Dios, son claros. En el fondo, no es raro: Las grandes religiones de la actualidad comparten un mismo mensaje, aunque sea en su esencia —el general se detuvo frente a su silla, en la cabecera de la mesa de reuniones—: El Bien y el Mal —murmuró, cabizbajo, súbitamente abstraído—. Y el hombre en medio, libre para elegir. Hasta ahora. Porque al descubrir a Dios ya no somos libres, y con ello hemos provocado el fin de este tiempo. Ahora nos toca ver qué nota hemos sacado.
Un jovencísimo soldado abrió bruscamente la puerta.
—¿General Campbell?
—Ahora no, Ditrich.
El soldado hizo caso omiso de la negativa de Campbell.
—General, algo raro está pasando. ¡Está amaneciendo!
El coronel Pyrik intervino, molesto por la interrupción. Estaba bastante alterado y cargó contra el joven con tono desabrido.
—No diga tonterías, soldado. Son las once de la noche.
—Lo sé, señor —respondió Ditrich, visiblemente nervioso—. Pero el Sol está saliendo por el horizonte. Acabo de bajar de la superficie. Amanece por el Oeste. Y eso no es todo, señor. Estamos recibiendo informes de todo el mundo que nos confirman el mismo suceso. Al parecer, es un fenómeno planetario. En toda la Tierra, independientemente de la hora aparece el Sol y se dirige hacia lo alto.
Los asistentes a la reunión se miraron unos a otros, confundidos. Nadie dijo nada, pero todos los que estaban en aquella sala experimentaron una inquietante sensación en la boca del estómago.
—Pero vamos a ver —insistió Pyrik—, ¿me está diciendo que en Washington, en… París y en Sydney es de día?
—En toda la Tierra, señor.
—¿Pero no ve que eso es imposible? —rechazó, obstinado—. Solo hay un Sol, y si sale en Alabama, ¡en Sydney es de noche! —exclamó, aporreando la mesa—. ¡Es así de sencillo!
El soldado, ceñudo, se adentró en la sala y se dirigió con decisión al enorme monitor de plasma que estaba colgado en una de las paredes. Antes de que nadie pudiera decirle nada lo encendió y puso la CNN. Y sin aguardar ni un instante se fue, desapareciendo por la puerta sin añadir más palabras.
En el monitor apareció un cariacontecido presentador. Se trataba de Bob Wills, el periodista estrella de las noticias de la noche de la CNN. Pero en esta ocasión no lucía su característico peinado ni su sonrisa. Ni siquiera estaba maquillado, y su rostro inesperadamente avejentado lucía unas enormes ojeras. Parecía confuso, como si no pudiera creerse lo que él mismo estaba contando. Con voz temblorosa, relataba la noticia, tratando inútilmente de mantener la compostura. Un espectador no advertido habría dicho que le estaban apuntando con una pistola.
—… lo que están viendo son imágenes en directo de Washington, Londres y Tokio. Como pueden comprobar… el Sol está apareciendo en todas ellas. Nuestras corresponsalías en Europa y el sureste asiático nos informan del mismo fenómeno. Al parecer, la… la noche está desapareciendo de todo el planeta.
El monitor cambió el plano, mostrando una pantalla partida en tres imágenes: La Casa Blanca, el Big-Ben y el Monte Fuji. En los tres lugares estaba de día. En Washington, el sol aparecía por el horizonte, ascendiendo aceleradamente hacia el cénit. En Londres brillaba deslucido desde lo alto de la bóveda celeste. Y en Tokio, un enorme círculo solar ascendía desde media altura hacia lo alto. Las imágenes fueron cambiando a otros escenarios, conectando en directo con diferentes ciudades dispersas por todo el globo. En todas ellas se repetía la misma escena. El Sol, majestuoso e imperturbable, aparecía en todo el planeta. Al cabo de unos minutos, la voz del presentador desapareció, quedando solo las imágenes fijas en pantalla.
—Dios mío —murmuró Campbell, con el rostro desencajado—, está sucediendo ya.
Abrumado por la noticia, una mueca de puro pavor afloró fugazmente a su rostro, al tiempo que echaba una significativa mirada a Pyrik. El coronel vio en Campbell una expresión desconocida. Un gesto de angustia como no se lo había visto en toda su vida. El resto de oficiales que asistía a la reunión contemplaban estupefactos la televisión. Un silencio sepulcral se había adueñado de la sala. Un silencio denso y espeso, que se aferraba al ánimo de los presentes como una mortaja a un cadáver.
Campbell se levantó se su silla y se dirigió a la salida
—¿A dónde vas? —le preguntó Pyrik.
—Subo a la superficie. Quiero ver esto con mis propios ojos.
El parking de Orión estaba lleno de gente. La mayoría de los miembros de la agencia habían subido a la superficie o lo estaban haciendo en ese momento. Y todos ellos contemplaban atónitos el grandioso fenómeno celeste que se producía ante sus ojos. Eran las once y cuatro de la noche y el Sol ascendía por el oeste hacia el cénit. Campbell se acercó a la garita de control que había a la entrada de Orión. El viejo sargento Livings miraba al cielo con expresión aturdida. La televisión de la garita mostraba incesantemente diferentes ciudades de todo el planeta, y cómo en todas ellas el Sol ascendía velozmente por el horizonte. En las calles, miles de personas se arremolinaban boquiabiertas, señalando el cielo entre murmullos.
Hasta que finalmente, el Sol alcanzó el cénit en todos los cielos del planeta.
Permaneció unos segundos así, estático sobre las cabezas de más de nueve mil millones de personas atónitas. Un sol majestuoso, brillante, imperturbable.
Luego comenzó a bailar.
Empezó con un brusco movimiento de derecha a izquierda. Una rápida oscilación pendular que fue acogida con un grito colectivo. Y a medida que el Sol ampliaba sus movimientos, millones de personas sobresaltadas experimentaron el pánico y el desamparo propios de quien asiste a un fenómeno cósmico imposible.
El Sol estaba bailando.
Se movía de un lado a otro del firmamento, cada vez con movimientos más erráticos y zigzagueantes, aumentando la velocidad en una fenomenal danza cósmica que hizo arrodillar a miles de millones de personas.
Campbell, bloqueado y en estado de shock, observó que las sombras que el astro proyectaba en el suelo se movían de un lado a otro, como enloquecidas. A su lado, muchos de sus hombres habían buscado el calor y la compañía de sus semejantes y se agarraban unos a otros, abrazados en un amasijo de carne, afecto y miedo.
A siete mil kilómetros de allí, Ellen Katherine MacKree sobrellevaba el momento aferrada al capitán Davis. Con la cabeza hundida en el pecho de la persona amada, se abrazaba a Andy con los ojos fuertemente cerrados. Y junto a ellos, Susan Sullivan y Brian Wilson observaban atónitos el colosal fenómeno.
Brian apartó ligeramente la vista del cielo y miró a Susan, consolándola con un cálido beso en la mejilla.
—No te preocupes, cariño —le susurró, con una sonrisa—. Estamos juntos.
Un fugaz recuerdo llevó su pensamiento hasta Bernardo Di Luca. El anciano exsacerdote siempre decía que Dios profesa al hombre un amor sin límites. Esa visión llenó a Brian de una cálida esperanza. En medio del caos, sintió que en realidad estaban a punto de volver a casa.
El general Campbell notó cómo las piernas dejaban de sostenerlo. Y con un espasmo se desmoronó sobre el suelo, temblando de pies a cabeza. Había llegado la hora. El juicio final. El último día del mundo. O lo que diablos fuera aquello. En aquel momento toda su vida pasó frente a sus ojos, sin que pudiera asegurar que había merecido la pena. Sus logros, su carrera, su servicio al gobierno, su trabajo… repentinamente los vio como algo inútil y sin sentido. Como un latigazo, sintió que si se celebraba un juicio él no tendría un veredicto claro. Con un último resquicio de esperanza, se confió al amor de su creador.
Pero por encima de todo lamentó profundamente no estar junto a su familia. En el momento de la verdad su esposa Mary y su hijo Andrew se encontraban en un lugar desconocido, afrontando juntos el tránsito hacia lo desconocido.
Y él no estaba junto a ellos. En lugar de eso, se encontraba en un destartalado parking en mitad de ninguna parte. Desconcertado, vencido y completamente solo.
Su soledad. Esa fue su penitencia y su castigo.
FIN