A siete mil kilómetros de distancia, el general Campbell aguardaba con impaciencia el informe de Jerusalén.
Habían pasado casi tres horas desde su conversación con Davis. En ella, el capitán le había informado del éxito de la misión, y de cómo habían conseguido localizar a Mukhtar, obtener la posición de los explosivos y neutralizar la amenaza.
—Llegamos por los pelos, señor —le había dicho Davis.
—Llegaron. Y eso es lo que basta.
—Mukhtar ha muerto. La teniente MacKree se vio en la obligación de abatirlo.
El general aún recordaba el afecto que sintió hacia MacKree cuando Davis le informó de los detalles de lo sucedido. Para la joven teniente nunca fue sencillo enfrentarse a ese tipo de situaciones. Campbell se alegró de que en el momento crítico la teniente tuviera el coraje de tomar la decisión adecuada.
—¿Y el experimento?
—Lo han concluido con éxito, señor.
—¿Han descubierto algo?
Aquella pregunta aún permanecía sin respuesta. El capitán Davis no pudo contestarla. Pero lo que verdaderamente extrañó al general fue la surrealista conversación que mantuvo con el director del experimento. Davis consiguió que Etchart hablara unos minutos con Campbell, pero las preguntas del general solo obtuvieron extrañas evasivas y respuestas incoherentes. Una y otra vez, el director se escudaba en que necesitaban tiempo para analizar los datos recibidos.
—Déjeme unos minutos, general. Aún estamos terminando de asegurar los datos.
Pero el nerviosismo y la confusión del director no pasaron desapercibidos para Campbell. Preocupado, convocó una reunión de urgencia con todos sus asesores. Llamó al coronel Pyrik y le puso al tanto de la situación.
—Es de esperar que en un par de horas sepamos qué demonios ha pasado con el experimento. Reúne al Mayor Adams y a los jefes de sección. Quiero también al Presidente por videoconferencia.
La reunión se desarrolló con un tenso optimismo. El Presidente felicitó a Campbell por el éxito de la misión con Al-Isra y le pidió que le llamara en cuanto se produjeran novedades en el acelerador.
—Caballeros, yo les dejo aquí. A las siete tengo una cena de compromiso con el líder de la mayoría demócrata en el senado, y ya saben que no me conviene hacerle esperar —les dijo, bromeando.
—En ese caso dese prisa, señor —le contestó Campbell mirando el reloj, que marcaba las siete menos diez—. Lo llamaré en cuanto sepamos algo.
Tres horas más tarde, Campbell aún no había recibido noticias. Caminaba inquieto por la sala de reuniones. Hacía largo rato que habían terminado de tratar los temas pendientes y ya tan solo estaban a la espera de recibir la llamada del director Etchart. Les había prometido un informe para antes de las dos de la mañana, hora de Jerusalén, las nueve de la noche en Washington. Pero la llamada no se había producido.
Preocupado, Campbell comenzó a pasear en círculos por entre los miembros de su equipo de crisis, que mataban el tiempo conversando nerviosos en apretados corrillos. A cada rato, el general miraba obsesivamente el reloj de pared de la sala, como si aquello pudiera acelerar la exasperante lentitud con que se movían las agujas.
—Vamos, John, tómatelo con calma; estas cosas llevan su tiempo —le animó el Mayor Adams.
—Mira qué hora es; ¿cuándo piensan informarnos? Joder, hemos sido nosotros los que les hemos montado el experimento. Esta situación es inaceptable —el general tomó asiento en la cabecera de la mesa—. Llamad al Instituto Weizmann. En cuanto se me plante Etchart enfrente pienso sonsacarle todo lo que sepa.
Animados por tomar algo de iniciativa, el equipo de crisis tomó asiento en sus sillas y se preparó para la llamada. La centralita de Orión marcó el número del Instituto, pero lo único que escucharon fue el insistente pitido de su llamada.
Nadie respondía.
Irritado, Campbell ordenó repetir la llamada, con el mismo resultado. En el complejo Weizmann no contestaban.
—Operadora, pruebe con la línea directa de la sala de control del acelerador —sugirió Campbell en voz alta.
Nuevamente, escucharon cómo su llamada se quedaba a la espera, solicitando el contacto sin ser atendida.
—¿Tenemos el móvil del director Etchart?
—Si, señor. Y tenemos también las líneas directas de varios miembros del equipo científico.
Una a una, las distintas llamadas efectuadas por Orión se toparon con el muro infranqueable de la indiferencia. El complejo Weizmann estaba como muerto.
—¡Maldita sea, contacten con nuestra gente sobre el terreno!
—Señor, tenemos una llamada del capitán Davis.
—Pásela a manos libres.
La voz del capitán Davis se escuchó en abierto por toda la sala. Parecía confuso.
—Señor, estoy en la sala de control. No sé lo que está pasando, señor, pero el director Erchart y la mayoría de los directores de área se han largado.
Campbell, atónito, enarcó las cejas en un gesto de sorpresa.
—¿Cómo ha dicho?
—Se han pasado las últimas tres horas reunidos, analizando los datos, y… no sé cómo, señor, pero han desaparecido. De hecho, todo el mundo aquí se está marchando. Puedo ver a algunos técnicos delante de mí. Varios de ellos están corriendo.
—¿Capitán, ve usted algún peligro en la zona?
—No, señor. Aquí todo está en calma. No sé lo que ha pasado, pero en cuanto han analizado los datos recibidos, se han largado en estampida. Ni siquiera se han parado a recoger su ropa. ¡Stevenson! ¡Por la derecha!
Desde la sala de Orión escucharon cómo el capitán Davis daba instrucciones a sus soldados. Se movían por los pasillos del complejo Weizmann, intentando localizar el despacho del director.
—Señor —continuó Davis—, acabamos de entrar en el despacho de Etchart. Está desierto. Hay cinco portátiles encima de una mesa de reuniones. Están todos encendidos. Pero no hay nadie.
Campbell escuchó cómo MacKree llamaba la atención del capitán Davis. Los oyeron moverse por la sala. Al parecer, habían encontrado algo.
—Háblenos capitán, ¿qué es lo que sucede?
—La teniente MacKree ha localizado la información obtenida en el experimento, señor. Aparece en algunos ordenadores. Al parecer, antes de marcharse, han colgado todo el resultado en Internet. Por el registro del servidor, ha sido lo último que han hecho. Luego han abandonado el lugar.
—¿Que lo han colgado en Internet? ¿Está seguro?
—Completamente, señor. En una página especializada de la Red Europea de Centros Tecnológicos. De todas formas, tengo una copia del resultado. Lo estamos intentando mandar al servidor de Orión por una conexión segura.
—Capitán, olvídese de conexiones seguras, ¡mándemelo por mail si es necesario!
—De acuerdo, señor. Es bastante voluminoso.
—¿Qué contiene? ¿Puede ver algo?
—Señor, al parecer… es la información que se ha recibido en los sistemas de captura en el momento de llegar a la energía máxima fijada para el experimento.
—Lo estamos recibiendo —confirmó Campbell—. Joder, si que ocupa.
Campbell oyó en un segundo plano la voz de MacKree. Ella y otros soldados repasaban en voz alta el informe. El equipo de Davis revisaba febrilmente las hojas de resultados. Pero eran extrañas. Había algo que no encajaba.
—Señor… no parecen ser datos técnicos. Es… es un texto. Parece escrito en varios idiomas. No podemos leerlo. Es enorme. Joder, son más de cien mil páginas. —Davis parecía excitado—. Es una información desconocida, señor. Está agrupada en pequeñas secciones, de unas treinta líneas. Pero creo que es la misma información que se repite, y que solo cambia de idioma en cada página. En algunos lugares hay inscripciones y pictogramas. Vemos incluso jeroglíficos, escritura cuneiforme… e idiomas desconocidos. Espere, hay una marca. Página ochenta y cuatro mil cien. Está escrito en inglés.
—¿Si? ¿Qué dice?
El general escuchó el grito ahogado de MacKree.
—Oh, mierda.
Davis apenas pudo balbucir unas palabras.
—Señor… oh, joder.
Un pitido avisó de que el documento por fin se había descargado en los ordenadores de Orión. Con una súbita aprensión, Campbell y su equipo accedieron al documento. Se trataba de una carpeta con múltiples ficheros. Muchos de ellos eran irreconocibles para el sistema. Nombres extraños que los ordenadores no reconocían como propios. Imposible abrirlos. Sin embargo, había un gran número de ficheros con extensiones conocidas.
Todos ellos contenían la misma información, formateada de diferentes maneras. Se trataba de un texto inmensamente largo. Consistía en pequeños párrafos escritos en idiomas extraños. Como había dicho Davis, la mayor parte del mismo era ilegible. Con el corazón en un puño, Campbell accedió a la página ochenta y cuatro mil cien. Al instante, reconoció los caracteres familiares del inglés. Era un texto corto, conciso y que apenas ocupaba media hoja.
Campbell paseó la vista a toda velocidad por el escueto texto, incapaz de creer lo que leían sus ojos.
Tenía en sus manos el resultado directo del mayor experimento de la historia. Los secretos arcanos que la élite científica del planeta había extraído del manejo de los elementos.
Y frente a ellos, Campbell comenzó a llorar amargamente. Era un llanto franco, directo y espontáneo. Entre lágrimas, bajó lentamente la tapa de su portátil, y con la vista perdida en el horizonte apenas pudo pronunciar unas palabras.
—Mateo, 25, 31.
El coronel Pyrik, a su lado, le observó sin comprender.
—¿Cómo has dicho?
El general, absorto, apenas reaccionó a la pregunta. Con una tristeza infinita, parecía meditar sobre el texto descubierto.
—¡John!
Campbell giró lentamente la cabeza hacia su amigo.
—Hemos provocado el fin del mundo.