Habib no estaba asustado. No temía a la muerte. Tan pronto como notó que el experimento había dado comienzo salió de su escondite, consciente de que ya nadie osaría adentrarse en el anillo del acelerador. Comprobó con satisfacción que el túnel estaba completamente desierto. Y con la tranquilidad propia de quien se siente victorioso, se sentó en una de las cajas, aguardando pacientemente el momento oportuno. Su imaginación comenzó juguetear con asombrosas escenas de destrucción y de gloria.
Pero a medida que la colosal energía de las instalaciones se transmitía al acelerador, el joven muyahidín comenzó a sentir temor. No a la muerte, por supuesto, sino al fracaso. Hacía ya varios minutos que el ruido se había vuelto insoportable. Se trataba de un rugido grave, de baja frecuencia, persistente y de enrome intensidad que taladraba sus oídos con insistencia.
Un sonido insano, amenazador. Que no presagiaba nada bueno. Todo el acelerador parecía estar a punto de estallar. Se quejaba de la tremenda presión que estaba recibiendo, forzado hasta los mismos límites de su resistencia. El propio túnel hervía de electricidad estática, y los enormes generadores eléctricos del complejo chirriaban amargamente.
Habib se tapó los oídos con las manos. Lo que había sido una pacífica galería parecía ahora estar a punto de reventar de pura potencia. Incluso el suelo de hormigón temblaba notablemente. Con aprensión, miró su pequeño reloj de pulsera. Era lo único que había podido heredar de su padre: un sencillo Casio de apenas cinco dólares, gastado y descolorido, pero que para Habib era uno de sus mayores tesoros. Marcaba las once y veinticinco. Aún faltaban cinco minutos. De hecho, pudo notar cómo el horrible estruendo continuaba aumentando. Tratando de serenarse, el joven muyahidín decidió seguir las instrucciones y esperar al momento álgido. En silencio, rogó a Alá que aquel estúpido acelerador no estallara por su cuenta antes de tiempo.
El capitán Andy Davis escuchó atónito la voz de MacKree. La búsqueda de la bomba había sido un fracaso y estaban a punto de retirarse. Y desesperados por encontrarla, habían apurado tanto los tiempos que ni siquiera sabían si iban a poder alejarse lo suficiente como para ponerse a salvo. Y de repente, a través de sus auriculares la teniente le informaba a voz en grito de las coordenadas en las que estaban colocados los explosivos. «Bien hecho, Ellen» —pensó con alivio—. Ahora solo faltaba luchar para que la información no hubiera llegado demasiado tarde.
Espoleado por la noticia, se apresuró a solicitar el mapa del complejo a uno de sus compañeros. Habían tenido suerte. Según las indicaciones de MacKree, él y su equipo estaban a unos tres kilómetros de la bomba. Con aprensión, miró el reloj. Tres kilómetros. Quizás pudieran llegar a tiempo. Pero iba a ser jugárselo el todo por el todo.
—Nosotros también estamos en el complejo —dijo MacKree.
El capitán Davis se detuvo en seco.
—¿Cómo has dicho? ¡Repítelo!
—¡Que nosotros también estamos en el complejo! No hemos podido avisaros desde Jerusalén. Con el experimento, las comunicaciones por radio apenas tienen alcance. Además, tenía que supervisar que no te perdieras por los túneles —bromeo MacKree—. Tú no fuiste Boy Scout.
Andy habría preferido que Ellen no estuviera en el acelerador, pero eso era ya era algo que no podía controlar. Con una seña, indicó a sus hombres que tocaba correr.
—¿Y por qué te oigo tan bien ahora? —le contestó—. ¿Dónde demonios estás exactamente?
—Entrando en el anillo por el cuadrante 12B.
—Detrás de nosotros. No creerás que os vamos a esperar, ¿verdad?
MacKree sonrió.
—Corre con toda tu alma, ¡maldita sea!
Tres kilómetros. Brian recordó los campeonatos de atletismo. El récord del mundo de los tres mil metros estaba en más de siete minutos.
No llegarían a tiempo.
Habib se levantó de la caja. Había llegado el momento. Todas sus angustias y sus temores habían desaparecido. Con un fuerte suspiro, se dirigió al lateral del arcón de suministros y destapó el compartimento que guardaba el mecanismo de detonación. Se trataba de un pequeño pulsador portátil de tecnología inalámbrica. Una pequeña joya de fabricación israelí que nunca fallaba. El ejército judío lo había usado en numerosas ocasiones contra su pueblo. Habib sonrió ante la irónica broma que le había enviado Mukhtar. La propia tecnología sionista sería la que accionara la destrucción de la ciudad.
El joven muyahidín se colocó mirando al norte y procuró abstraerse del tremendo fragor que reinaba en el anillo. Se encontraba extrañamente tranquilo, como si toda su vida hubiera estado encaminada hacia ese preciso momento. Realizó un par de inspiraciones profundas y elevó su mente al Todopoderoso. Con gran sentimiento, comenzó a recitar unos versos del Corán. Eran versos sencillos, que hablaban de prados verdes, de fuentes limpias y de hermosas muchachas en el Paraíso. Con los ojos cerrados, murmuró unas últimas plegarias alabando a Dios y a su profeta y se encomendó a su padre mártir. Por fin iba a cumplir con su destino. Relajado, posó sus dedos sobre la llave de seguridad y se dispuso a girarla.
El estruendo del anillo y la propia concentración de Habib le impidieron oír el disparo.
A seiscientos metros de distancia, un tirador de élite, apostado en el suelo y armado con un rifle PSG-1 de precisión había efectuado un único disparo. La bala, un proyectil de calibre 32 de carga hueca y de fabricación holandesa recorrió la distancia a velocidad subsónica en apenas una fracción de segundo. Y con una fuerza descomunal impactó en el lóbulo parietal del joven Habib.
Su cuerpo inanimado se desplomó como un saco sobre los restos esparcidos de su cerebro destrozado. En apenas unos segundos, un enorme charco de sangre viscosa se formó sobre el cemento.
El equipo de Brian se acercó corriendo. El cuerpo del terrorista yacía inerte sobre el suelo de hormigón. Pero tenían que asegurarse de que la amenaza había sido neutralizada. Con cuidado, el especialista del equipo retiró el detonador de sus manos. Habían llegado justo a tiempo. El artefacto estaba activo, y solo faltaba girar la llave del detonador. El joven soldado retiró la llave del aparato y suspiró, aliviado, mientras le dirigía una apurada mirada de alivio a su capitán.
Antes de que pudieran celebrarlo, a unos veinte metros de distancia estalló uno de los transformadores. Colapsado por la sobrecarga a la que estaba siendo sometido, expulsó una nube de chispas incandescentes. Y como contagiados por ello, varios tubos de refrigeración se rompieron súbitamente y comenzaron a verter humo blanco a borbotones. El lugar comenzó a oler a cable quemado.
—¡Joder, esto se descompone! —gritó Davis, intentando hacerse oír por encima del ruido.
—Señor, le sugiero que nos larguemos. Como esto siga así, no va a ser necesaria una bomba para que salte todo por los aires.
Como un animal torturado, el acelerador gemía y lloraba con unos ruidos horribles.
—¡MacKree! ¿Dónde demonios estáis? ¡Llegáis tarde! —exclamó Andrew por la radio—. Hemos neutralizado la amenaza y nos vamos de aquí.
Al otro lado de la línea, la teniente MacKree respiró aliviada.
—Te estoy viendo. Estamos a tus seis en punto, a unos quinientos metros.
Andy se giró y vio al equipo de la teniente, corriendo por el túnel hacia ellos. MacKree lucía una enorme sonrisa.
—¿Quién dices que necesitaba ayuda? —le preguntó Andy, mientras abría los brazos con gesto burlón.
Al llegar junto a Andy, la teniente se abalanzó sobre él y lo abrazó con fuerza. Y sin mediar palabra, le sirvió un largo, cálido y apasionado beso en la boca. Sorprendido, el capitán Davis enrojeció hasta las orejas.
Pero le devolvió el beso.
Permanecieron así varios segundos, abrazándose como si hubieran escapado del mismísimo infierno. Sus hombres se miraron entre sí, sonriendo con picardía.
—¡Vamos, tortolitos, nos largamos!
El capitán Davis y la teniente MacKree recuperaron a duras penas la compostura. Y entre las risitas y silbidos de sus subordinados, se dirigieron a paso ligero al centro de control del complejo, ansiosos por escapar de una vez de aquel sobrecogedor estrépito.
La sala de control del acelerador estaba tenuemente iluminada, casi en penumbra. Todo el personal permanecía quieto, como hipnotizado ante el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Estaban a punto de alcanzar la energía necesaria para completar el experimento. Un técnico de aspecto sudoroso cantaba la carga que iban alcanzando en cada momento.
—¡Estamos al 99,98 por ciento de nuestro objetivo de potencia! —exclamó. Con un leve giro de la cabeza, consultó otro monitor y gritó su lectura—. ¡Y al 105 por ciento de la capacidad del acelerador!
El director del experimento apretó los dientes. Habían asumido un gran riesgo al superar los márgenes de seguridad de la instalación. Pero la ocasión lo merecía. Y estaban a punto de conseguirlo; solo faltaba un poco más de energía. Hacía quince minutos que el acontecimiento original se había vuelto a producir. Pero en lugar de cortar la energía, seguían aumentando la potencia del sistema. La teoría predecía que al llegar a treinta Teraelectronvoltios las colisiones de las partículas alcanzarían interacción con la dimensión Iova. Y los sensores del anillo recogerían todos sus secretos.
Pero el acelerador estaba a punto de estallar. Acosada por una potencia para la que no estaba preparada, la instalación resistía a duras penas.
El equipo de Orión llegó a la sala de control en el mismo momento en el que varias líneas de equipos informáticos estallaron por una sobrecarga. Los técnicos, asustados, se alejaron de sus terminales, con la vista fijada en el monitor principal de la pared. Varios de ellos gritaron asustados.
—Va a estallar, ¡corten la energía!
El subdirector del proyecto miró a su jefe con aprensión.
—Alain, esto no va a aguantar, ¡tenemos que abortar!
Alain Etchart no respondió. Miraba fijamente los indicadores, como si con su mirada pudiera transmitirles su propia fuerza.
—¡99, 99%! —el grito apenas audible del técnico les indicó que estaban a punto de conseguirlo.
El estruendo del complejo era ya inaguantable. Los generadores eléctricos zumbaban un ruido grave y penetrante. El anillo por el que circulaban los electrones protestaba por el empuje de la energía colosal que soportaba. En la sala, algunos de los sistemas de alimentación del equipamiento informático comenzaron a arder.
Andy contempló boquiabierto el caótico frenesí de la sala de control. Recordó los dibujos de los pasillos que había visto esa misma mañana; unas viñetas cómicas en los que un agujero negro se tragaba la Tierra. Entonces le parecieron divertidos. Ahora ya no estaba tan seguro. Junto a él, un monitor de ordenador estalló, repartiendo chispas a su alrededor. Y a las afueras del complejo, barrios enteros de la ciudad se quedaron a oscuras. La red de suministro eléctrico de Jerusalén se estaba colapsando, sobrecargada por la descomunal demanda del Weizmann. En el puesto de mando, el director Etchart observaba la situación con el rostro desencajado.
—¡¡100%!! —gritó un técnico aterrado.
Y en ese preciso instante, todo cesó.
Callaron las máquinas y se hizo el silencio. El ruido atronador de los generadores desapareció como por arte de magia. Y los monitores de los ordenadores se quedaron en blanco. Toda la sala enmudeció, permaneciendo inerte y como desaparecida. Etchart, atónito, miraba a su monitor en blanco.
—¿Que demonios ha pasado? ¿Seguimos teniendo energía?
—No tenemos lecturas. Todo el sistema parece haberse… bloqueado.
—¿Ingeniería?
—Director, creo que seguimos a plena potencia.
—¿A plena potencia? ¿Cómo puede ser eso? ¡Si ni siquiera oigo el ruido del transformador!
—No so sé, señor, pero… a ver, espere un momento.
El jefe de ingenieros revisó los datos de un ordenador portátil. El fúnebre silencio que repentinamente había inundado la sala resultaba inquietante. Parecía que estuvieran en otro mundo.
—La energía proviene del propio acelerador —sentenció.
—¿Cómo ha dicho? —el director Etchart se quedó lívido, intentando asimilar todo aquello y encontrarle algún sentido—. ¿Informática? ¿Alguna lectura? —preguntó, desconcertado. Si el acelerador tenía algún tipo de actividad, esta se debería de reflejar en los sistemas de monitorización. Aguardó unos segundos en silencio, esperando la respuesta.
Sin resultado.
—¿Informática? —repitió, elevando la voz por el micrófono—. ¿Tenéis alguna lectura de los sensores?
Nuevamente el silencio.
Desesperado, Etchart se levantó bruscamente de su puesto y recorrió apresuradamente la sala. Quizás fallaran las comunicaciones. Caminó por entre las hileras de mesas y por entre los técnicos, que se habían levantado de sus puestos y se miraban unos a otros, embobados y con cara de asombro. Habían pasado de aguantar el estrepitoso fragor del acelerador a máxima potencia a verse envueltos en un silencio sobrenatural. Que no presagiaba nada bueno. Tras recorrer veinte metros, Etchart llegó finalmente a la zona de servidores. Los enormes discos de almacenamiento parecían funcionar bien. No había daños aparentes. Atravesó las líneas de máquinas y alcanzó por fin el puesto de control. Frente al monitor de registros, el jefe del servicio, acompañado de tres técnicos de sistemas, contemplaba absorto la pantalla.
—David, ¿por que no contestas? ¿Qué esta pasando?
El jefe de informáticos se giró lentamente hacia Etchart. Su rostro tenía una expresión ambigua, indescifrable. Parecía emocionado.
—Señor, no se lo va a creer.
—¿Estáis recogiendo datos de los sensores?
David Safir rió. Era una risa nerviosa, casi histriónica.
—Desde luego, estamos recibiendo información. Toneladas de información. Sin embargo… bueno, digamos que no es el tipo de información que esperábamos.
El director se acerco a la consola de monitorización. De un rápido vistazo, observó atónito el torrente de información que aparecía en la pantalla. Unos datos sorprendentes, inverosímiles.
Inquietantes.
—Por el amor de Dios, ¿qué demonios es todo eso?
Safir sonrió, extasiado ante lo exótico de la información que estaban recogiendo.
—No lo sé, director. Pero es algo maravilloso.