Fue un asalto rápido y eficaz. Las miras láser de los fusiles de asalto inundaron toda la cámara con sus brillantes líneas rojas. Con una precisión quirúrgica, se posaron sobre los tres muyahidín armados, abatiéndolos sin contemplaciones. Los soldados de Orión tenían una puntería letal. El sonido agudo y refinado de los disparos con silenciador apenas reveló la contundencia del ataque. Los terroristas parecieron caer sin motivo aparente. Como marionetas.
Brian aún no daba crédito a su milagroso rescate. ¡Los habían salvado! Incapaz de contenerse, comenzó a llorar. Aún no sabía cómo, pero todo había terminado. Vio cómo la teniente MacKree se le acercaba, saludándolo brevemente con la cara. Pero en lugar de detenerse junto a él, pasó como un ciclón en dirección a Mukhtar, que no había sido alcanzado por las balas.
Un soldado se encargó de cortar las ataduras de Susan. Y a su espalda, Brian notó cómo sus propias cuerdas eran cortadas. Con alegría infinita, se puso en pie de un salto y se fundió en un cálido y cómplice abrazo con Susan, que se prolongó largo rato. Ya nada los separaría.
—¿Estáis bien?
Un jovencísimo soldado los miraba con cara escrutadora. Parecía atareado.
Brian sonrió.
—Estamos muy bien. Gracias a vosotros. ¿Cómo nos habéis encontrado?
—Vengan con la teniente.
El soldado los condujo hasta la teniente MacKree. Ella y tres soldados más rodeaban a Mukhtar, que tenía las manos esposadas a la espalda. Pero aun en la derrota, les sostenía la mirada con gesto desafiante. Frente a él, la teniente MacKree, con el rostro tenso y preocupado, parecía nerviosa. Algo no iba bien.
—Es la última vez que te lo pregunto, ¿dónde habéis colocado los explosivos?
Mukhtar, que había recuperado la media sonrisa en su rostro, no contestó. Se mostraba altivo y retador, como si todo aquello no fuera con él y en realidad estuviera ganando la partida.
MacKree, desesperada, miró el reloj. Las once menos cinco. El experimento estaba a punto de comenzar. Se le acababa el tiempo. Con un gesto brusco, asestó un fuerte golpe con la culata de su fusil en el rostro de Mukhtar. Al no haberlo previsto, el líder de Al-Isra cayó al suelo, sangrando abundantemente por un tajo abierto en su ceja derecha.
—Levántenlo —ordenó MacKree. Apenas tenía unos minutos para obtener aquella información y estaba decidida a conseguirla. El momento era crucial y no tenían más opciones, por lo que todos sus escrúpulos habían desaparecido. Brian, sorprendido por la contundencia de MacKree, recordó el pasaje Bíblico: “Que Dios te libre de la ira de los mansos”. La tradicionalmente apacible teniente parecía ahora la reencarnación de Némesis.
Con calma, la teniente desenfundó su pistola reglamentaria y encañonó con ella a Mukhtar. Le apuntó directamente a la cabeza y amartilló el arma. Sus ojos entrecerrados revelaban la fría determinación de quien está dispuesto a ejecutarlo allí mismo.
—Esta es tu última oportunidad, Mukhtar al Din. Dinos dónde habéis colocado los explosivos o prepárate para reunirte con el diablo.
Mukhtar no perdió la entereza. En lugar de eso, respondió suavemente, arrastrando las palabras con gesto tranquilo.
—Yo he preparado mi alma, ¿y usted? Porque la ira de Dios caerá sobre todos vosotros esta misma noche. Los explosivos solo son un vehículo de su voluntad.
Un soldado requirió la atención de MacKree.
—Teniente, uno de los terroristas aún está con vida.
—Tráigalo —respondió MacKree, sin dejar de apuntar a Mukhtar. Aunque comenzaba a ser evidente que el líder de Al-Isra no hablaría.
Con gran esfuerzo, dos soldados llevaron a uno de los muyahidín junto a Mukhtar. El hombre tenía sendas heridas de bala en el cuello y en las piernas. Respiraba trabajosamente, y en sus ojos se podía ver el miedo dibujado. La pistola de MacKree pasó de apuntar a Mukhtar a encañonar al terrorista herido.
—Estoy harta de juegos. ¿Me vas a decir tú dónde habéis colocado los explosivos?
El muyahidín miró de reojo a Mukhtar, que permanecía impasible. Aun esposado y derrotado, su imponente figura continuaba causando una profunda influencia en su hombres. La teniente MacKree percibió la duda en el terrorista, por lo que lo presionó con la pistola en la frente. El hombre, con la cara desencajada, se debatía entre la lealtad a su líder y el apego a su propia vida. El instinto de autoconservación y la mirada decidida de MacKree le hizo por fin decidirse.
—¿Me garantiza que me dejará marchar si se lo digo?
Al oír aquellas palabras, Mukhtar estalló en un incontenible torrente de amenazas.
—¡Tú no vas a decir nada! ¡No te atrevas a traicionar a Alá! ¡¡Arderás en el infierno si lo abandonas!!
MacKree se giró y disparó. Un disparo seco que alcanzó a Mukhtar en la cabeza, abatiéndolo. Casi inmediatamente se volvió a girar hacia el muyahidín, colocando de nuevo la pistola en su frente.
—¡¡Habla!! —le gritó MacKree—. Te garantizo que vivirás si nos lo cuentas.
Con los ojos desencajados, el muyahidín observó el cuerpo sin vida de su maestro.
—¡Está bien! ¡No dispare! —suplicó—. Los explosivos están colocados en el lugar del acelerador más próximo a la mezquita de Al-Aqsa. Cerca de los generadores eléctricos. Sector cinco. Los explosivos están en un contenedor de suministros.
MacKree, con la pistola aún encañonando la cabeza del muyahidín, permaneció un instante pensativa. No sabía si aquello que le estaba diciendo era verdad. Pero no tenía más alternativa que creerle. Finalmente, enfundó su arma.
—Sargento, dé instrucciones a sus hombres. Nos largamos de aquí. Y espose a este hombre: Nos lo llevamos con nosotros.
Con una energía desbordante, la teniente se giró hacia la salida, topándose de bruces con Brian y con Susan.
—¿Me quieres decir qué demonios está pasando aquí? —le espetó Brian—. ¿Cómo nos habéis encontrado?
La teniente sonrió por primera vez. Era una sonrisa franca, sincera y luminosa. Le quitó varios años de encima. Pero solo duró un instante.
—Hola, Brian. Si no os importa, os lo cuento de camino al helicóptero. Tenemos que llegar al Instituto Weizman en veinte minutos —la teniente se puso en camino. Y sin dejar de andar, extendió la mano hacia Susan—. Me imagino que tú eres Susan Sullivan. Me alegro de que estés viva. No veas cómo se puso Brian cuando supo de tu secuestro.
Susan, aún impresionada, sonrió levemente.
—Muchas gracias por el rescate —acertó a decir, sin resuello. Caminaban deprisa por unas escaleras empinadas y la falta de actividad le estaba pasando factura.
—En realidad, todo el mérito es de Brian. O mejor dicho, de su teléfono.
—¿Mi teléfono? —intervino Brian, sorprendido—. ¡Si no conseguí hacer ninguna llamada!
—No hacía falta que llamaras. Teníamos intervenido tu teléfono desde hace semanas.
Brian se quedó un instante boquiabierto, pensativo. Hasta que por fin lo comprendió.
—No lo entiendo —preguntó Susan, confusa—, ¿qué quiere decir eso?
Brian sonrió, impresionado por la caprichosa fortuna que los había protegido.
—Que bastaba con que lo encendiera.
—¿Cómo?
—Cuando se encienden, los teléfonos se conectan automáticamente con el operador de telefonía y envían una señal de disponibilidad —le explicó Brian—. Y si el teléfono está intervenido…
—… podemos triangular su posición —continuó MacKree—. Aunque no se produzca una llamada. Así es como el ejército israelí localizó y eliminó a varios líderes palestinos hace años. Hoy en día nadie enciende un móvil si no está seguro de que no está intervenido…
El último tramo de escalera les permitió llegar hasta la azotea de la casa. La brisa cálida de la noche acarició sus rostros, como si les diera la bienvenida a la vida. Estaban en un pequeño edificio de adobe en pleno centro de la Ciudad Vieja. Frente a ellos, un oscuro Black Hawk comenzaba a girar sus hélices. Brian lo miró con gesto de aprensión.
—Odio volar —balbució, mientras entraba en el aparato con aprensión.
Indiferente a sus reservas, la potente aeronave se elevó con un avasallador empuje y tomó inmediatamente rumbo norte, hacia el acelerador Weizman. A sus pies, la ciudad de Jerusalén aparecía tranquila y luminosa, ajena a la dramática amenaza que se cernía sobre ella.
MacKree informó a Brian sobre el atentado y sobre su misión. El ruido estrepitoso del motor y de las hélices se percibía aún con los auriculares de navegación y apenas les permitía escucharse. A plena potencia, todo el helicóptero vibraba con fuerza.
—¿No podéis avisar a vuestro equipo sobre el terreno? —gritó Brian, zarandeado por el viento.
—Lo hemos intentado. Pero tenemos dificultades con las comunicaciones. Seguramente, el acelerador está alcanzando la plena potencia y eso afecte a la radio. Vamos a tener que contactar en persona —MacKree miró el reloj. Con aprensión, se dio cuenta de que apenas faltaban ocho minutos para que el experimento alcanzara la máxima energía.
El Black Hawk avistó el edificio principal del complejo Weizman. Como una gigantesca libélula negra, se situó en su vertical. Equipados con arneses, el equipo de asalto no esperó a que aterrizara. Descolgaron unas cuerdas de rappel y saltaron al vacío, deslizándose a toda velocidad hacia el suelo.
—¡Buena suerte! —les gritó Brian desde arriba.
La iban a necesitar.